DERECHO ADMINISTRATIVO

LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL POR ACTO ADMINISTRATIVO. COMENTARIO A UNA RECIENTE MONOGRAFÍA ESPAÑOLA. Ignacio Rodriguez Fernández

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LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL

POR ACTO ADMINISTRATIVO. COMENTARIO

A UNA RECIENTE MONOGRAFÍA ESPAÑOLA

Ignacio Rodríguez Fernández*

La obra que comentamos, de algo menos de 500 páginas, lleva el título de “La responsabilidad patrimonial por acto administrativo. Aproximación a los efectos resarcitorios de la ilegalidad, la morosidad y la deslealtad desde una revisión general del sistema”; está precedida de un elogioso prólogo de Eduardo García de Enterría, y ha sido publicada en España (Cizur Menor, Navarra) en 2005 bajo el sello editorial de Thomson/Civitas. Su autor es el profesor de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid, Luis Medina Alcoz.

El trabajo se divide en dos partes. La primera de ellas –que lleva por título Pasado y presente de la responsabilidad patrimonial por acto administrativo– aborda en sus tres capítulos la evolución histórica de la tutela aquiliana en el marco del Derecho administrativo –esto es, la que se genera cuando el agente dañoso es una Administración Pública–, ocupándose tanto del Ordenamiento jurídico italiano (Capítulo I) como del español. En cuanto a este último, distingue la evolución del régimen general de la responsabilidad patrimonial de la Administración (Capítulo II) de la específica del régimen jurídico del daño causado por acto administrativo (Capítulo III). La parte segunda lleva por título Régimen jurídico sustantivo de la responsabilidad patrimonial por acto administrativo, y en ella se localiza el título de imputación común a este tipo de “daño procedimental”, que el autor identifica con el incumplimiento (Capítulo VI), para después diseccionarlo en la infracción de tres concretos deberes jurídicos que pesan sobre la Administración en la relación jurídica dinámica que expresa el procedimiento: el deber de adoptar una resolución conforme a Derecho (Capítulo V), el de resolver en plazo legal (Capítulo VI) y el de adoptar un comportamiento adecuado a las exigencias de la buena fe (Capítulo VII).

Esta sistemática da la apariencia de las obras jurídicas germánicas, tradicionalmente divididas en una parte histórica y otra sistemática. No obstante, se puede más bien afirmar que la primera parte, más que histórica, es la más profundamente dogmática, pues lejos caer en la tentación de la aséptica exposición de una evolución legislativa, doctrinal y jurisprudencial, pretende ser una radical (esto es, llegando hasta la raíz) revisión de la comprensión del sistema de responsabilidad patrimonial de la Administración, desde el correcto entendimiento del instituto general que lo vertebra: la responsabilidad civil. La segunda parte es, desde luego, sistemática, pero también puede ser tildada de práctica, en cuanto no sólo alza el edificio doctrinal sobre los cimientos de la parte que la precede, sino que también extrae las utilidades concretas de su construcción científica.

 

PARTE PRIMERA

PASADO Y PRESENTE DE LA RESPONSABILIDAD

PATRIMONIAL POR ACTO ADMINISTRATIVO

I

La primera parte de la obra que comentamos se descompone, como antes se ha señalado, en tres capítulos, ocupándose el primero de estos de la evolución histórica de la responsabilidad por acto administrativo en el ordenamiento italiano. Como se ha anticipado, el autor no se limita a exponer descriptivamente las sucesivas posiciones doctrinales, sino que nos ilustra convenientemente sobre los efectos que estas han arrastrado hasta el presente. En particular, acierta a mostrar cómo la sacralización de la actividad de imperio de la Administración ha quedado enquistada hasta tiempos muy recientes en el cuerpo del Derecho italiano –más o menos conscientemente–, de modo que ha sido en las técnicas formales donde más presente está la supremacía de la Administración Pública –así, cuando impone unilateralmente su voluntad por medio de actos administrativos– donde la aceptación de la idea de responsabilidad patrimonial ha resultado más trabajosa, en contraste con la facilidad con que se ha aceptado en otros ámbitos de actuación administrativa material la natural aplicación del régimen resarcitorio del Codice Civile.

De este modo, nos muestra las sucesivas metamorfosis que han permitido al persistente dogma de la irresponsabilidad sobrevivir hasta 1999 en el país cisalpino. Como se expone sucesivamente, el citado dogma se ha refugiado en la superioridad del monarca absoluto a las leyes –cualidad transferida más tarde al Estado sustitutivo de aquél–, en la especial naturaleza pública del sujeto agente del daño –que habría de exigir un régimen jurídico extramuros del Derecho Civil–, en la supuesta irresarcibilidad de los daños causados en el ejercicio de potestades de imperio –en las que ese especial sujeto manifestaría su impronta soberana, incompatible con toda tutela indemnizatoria–, o en la pretendida imposibilidad de fiscalizar los actos discrecionales conforme a un rígido sistema de separación de poderes en que no cabría condena al resarcimiento sin previa anulación del acto administrativo, para llegar finalmente a la última, y dogmáticamente más suculenta, forma adoptada por este camaleónico principio de irresponsabilidad: la irresarcibilidad del interés legítimo, en crítica de la cual, como se va a mostrar, Luis Medina alcanza altas cotas de brillantez dialéctica.

Se observa, en cualquier caso, una decidida opción por la literatura científica italiana, no determinada exclusivamente por razones pragmáticas o circunstanciales (estamos ciertamente ante la obra de un bolonio), ni tampoco por la justa comprobación de que la brecha doctrinal abierta en nuestra patria en la segunda mitad del siglo XX, en esta materia, es en gran medida tributaria de la italiana. Entiendo que esta opción se debe a la formación en la mente del autor de una íntima convicción, conforme a la cual, por más que la doctrina alemana pueda revestir un mayor refinamiento en la elaboración de las categorías dogmáticas, el anclaje germánico en una concepción preventivo-sancionadora de la responsabilidad patrimonial la esterilizaría irremisiblemente para servir de guía en materia de responsabilidad patrimonial. No en vano, el profesor Medina Alcoz ha realizado parte de la preparación definitiva del texto en Alemania, siendo buen conocedor del estado de la cuestión en el país centroeuropeo.

En el primer capítulo de la obra se pone de manifiesto el carácter reciente del instituto jurídico de la responsabilidad patrimonial del Estado (I. Las formulaciones teóricas de la irresponsabilidad durante el siglo XIX ). Esta juventud no solamente se debe a que la propia personificación unitaria del Estado fuera desconocida en el Derecho griego y romano –careciendo igualmente de cobijo en el pensamiento jurídico medieval–, sino también a que, una vez afirmada la personalidad jurídica estatal en la Edad Moderna, la concepción absolutista de la monarquía europea, investida del dogma de la infalibilidad del monarca, se transfirió interesadamente al Estado postrevolucionario, siendo así irrealizable la sujeción de este a un auténtico régimen de responsabilidad.

Ahora bien, el autor entiende que la teoría jurídica ya había comenzado a socavar los cimientos de la tradicional irresponsabilidad estatal atacando la clave de la bóveda de su pensamiento dogmático: la falta de sujeción del monarca a las leyes. Afirmada la idea de Estado como Estado de Derecho, esto es, sometido a control jurídico, la irresponsabilidad estatal tuvo que ampararse en nuevos fundamentos teóricos para huir de la lógica aplicación del Derecho común. Luis Medina nos muestra los dos caminos recorridos por la doctrina italiana de la segunda mitad del siglo XIX: un sector maximalista de la doctrina atribuyó al carácter público del Estado la cualidad mística de llevar aparejado su propio Derecho, mientras otro sector, en una línea que el autor llama híbrida, partió del dogma francés de la doble personalidad del Estado para afirmar que este solamente debía indemnizar los daños ocasionados en su actividad iure gestionis.

Estas doctrinas perpetuadoras del privilegio de la irresponsabilidad fueron contestadas desde posiciones ( pancivilistas, las llama el autor) que defendían la aplicación universal de las normas de Derecho común (II. La apelación al carácter común y universal del Derecho civil como respuesta a la irresponsabilidad ). Esta división de opiniones tuvo reflejo en las líneas maestras de la jurisprudencia italiana, fijando el profesor Medina Alcoz una razonable cesura entre las décadas de los 60 y 70, en las que fue proclive a la aplicación de las reglas del Derecho civil, sin dejarse intimidar por la presencia de un acto administrativo –pues, aunque no podía anular el acto, sí que podía condenar a la Administración a reparar el daño–, y los años 80 y 90, en los que se abrió paso en la doctrina de los tribunales la concepción francesa del Derecho administrativo como un conjunto de reglas exorbitantes del Derecho común, excluyendo la aplicación del instituto resarcitorio (III. La postura de la jurisprudencia).

Muestra el autor cómo esta segunda postura fue espoleada por el legislador, más o menos voluntariamente, al romper en 1889 la unidad jurisdiccional, creando en el Consejo de Estado una sección encargada de tutelar los intereses de los dirigidos contra la Administración. Una rígida concepción de la separación de poderes llevó a considerar, en aplicación de la nueva legislación, que el Consejo de Estado era el único que podía anular el acto, pero no podía condenar a la Administración a la reparación. Por su parte, la jurisdicción civil pasó a considerarse impedida para condenar a la Administración sin aquella declaración de nulidad. Como explica la obra comentada, se complicaba el iter procedimental y se reducían las posibilidades de resarcimiento, pues “la reparación del daño estaba subordinada al éxito de dos procedimientos jurisdiccionales diferenciados y sucesivos”, llegando en el mejor de los casos la tutela tan arduamente conseguida con inevitable retraso. Si a esto se añade que el Consejo de Estado pasó inmediatamente a considerar exenta de fiscalización toda la actividad de imperio de la Administración italiana, gran parte de la actividad administrativa quedaba al margen de la tutela aquiliana.

Entiende Luis Medina que el cambio de siglo vino marcado (IV. El intento fallido de configurar un sistema autónomo de responsabilidad de Derecho público durante el período intersecular) por la disputa entre quienes pretendían buscar un régimen de responsabilidad patrimonial autónomo para la Administración, al margen del Código Civil y apoyado fundamentalmente en la legislación de expropiación forzosa, y quienes seguían una línea clásica de sujeción al puro sistema civil de responsabilidad por culpa. Si algo ponía de manifiesto la huida al régimen de la expropiación forzosa, como lúcidamente aclara el autor, era la necesidad de desvincular la responsabilidad patrimonial del lastre del monismo culpabilístico. No obstante, el error de los autonomistas radicaba –como había señalado Orlando, a quien Medina Alcoz alaba justamente por su clarividencia, resaltando después su influencia en las tesis de García de Enterría– en pensar que esta azarosa búsqueda de nuevos paradigmas en la tutela aquiliana era privativa del Derecho administrativo, sin comprender que era la entera institución de la responsabilidad patrimonial la que estaba evolucionando.

Es este el primer momento de la obra que comentamos en que se puede atisbar la postura del autor –lentamente madurada a la luz de la rigurosidad de la narración–, claramente decantado hacia una comprensión de la responsabilidad patrimonial como un instituto único y de tronco común, en el que los grandes problemas son generalizables y las verdaderas respuestas surgen del previo entendimiento de la raíz compartida. Sólo así puede brindarse a las víctimas de daños que no tienen el deber jurídico de soportar una tutela unitaria, desvinculada del carácter público o privado del agente dañoso. La continuación de la exposición histórica reforzará esta toma de posición.

Entrado el siglo XX la irresponsabilidad de la Administración encontrará una nueva mutación teórica que le permitirá sobrevivir (V. El estado de la cuestión durante la primera mitad del siglo XX), pasando de la irresponsabilidad por actos iure imperii a la irresponsabilidad por actos discrecionales, que, al estar exentos de control jurisdiccional, no serán susceptibles de tutela reparadora. Se trataba, como explica Medina, de la inercia de la rígida concepción revolucionaria de la separación de poderes, para la que no cabe responsabilidad patrimonial sin previa anulación del acto administrativo.      En palabras del autor: “La regla de infiscabilidad de los actos de imperio, que había impedido indirectamente la responsabilización de la Administración Pública por sus actos, cambió formalmente de fisonomía, transformándose en regla de infiscabilidad de actos discrecionales”. Por lo tanto, la batalla por avanzar en la fiscalización de los actos discrecionales se convirtió indirectamente en la batalla por aumentar el ámbito de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Ahora bien, para llegar a esta nueva forma de inmunidad hubo de buscarse un nuevo cuerpo doctrinal con que preservar una irresarcibilidad casi absoluta de la actividad administrativa. Este cuerpo fue el carácter no resarcible de la violación del interés legítimo.

Si se tiene en cuenta que la fundamentación dogmática de la irresponsabilidad patrimonial de la Administración en la irresarcibilidad del interés legítimo ha dominado el Derecho administrativo italiano hasta 1999, se comprenderá el largo recorrido que por sus avatares realiza el profesor Medina Alcoz, pero sólo cuando de la mano del mismo descubramos en los capítulos posteriores de la obra que este dogma, aparentemente privativo de Italia, se ha abierto camino silenciosa y casi imperceptiblemente en los planteamientos de un nutrido sector doctrinal español, comprenderemos la extraordinaria significación de esta cuestión. En este punto, he de decir que las páginas de la obra son de una lucidez envidiable. El asunto merecía un tratamiento de este alto calado; y es que no es del todo extraño que esta doctrina profundamente errónea haya sobrevivido tanto tiempo, pues tiene la virtud de dar una apariencia de solidez dogmática a un recipiente que contiene graves aporías[1]. Como en otros casos de teorías de sólida apariencia, los errores se encuentran en las premisas que le sirven de fundamento, diseccionadas con precisión de cirujano por el autor de la obra comentada.

Por tanto, merece la pena leer con detenimiento el análisis que se realiza de las razones de este error ( VI. La regla de la irresarcibilidad del interés legítimo: la expresión de sus premisas y el corolario de la irresponsabilidad por acto administrativo a mediados del siglo XX ). Se nos descubre primero cómo la tesis de la irresarcibilidad del interés legítimo descansa en dos nociones previas: la concepción del daño antijurídico como violación de un derecho subjetivo y la idea de interés legítimo como posición del administrado ante el ejercicio de una potestad administrativa. Efectivamente –y sin asiento en las normas del Código Civil de 1865 (y tampoco, aunque se afirmara interesadamente lo contrario, en las del Código de 1942 y la Constitución de 1947), pero sí en la concepción preventivo sancionadora de la institución que caracteriza al Derecho alemán–, desde un principio la doctrina italiana había entendido que la responsabilidad patrimonial quedaba circunscrita a la violación del derecho de propiedad y demás derechos absolutos (afirmados erga omnes). La responsabilidad civil nacía –desde una perspectiva anclada el derecho de propiedad como fuente paradigmática de riqueza– de un ilícito y este consistía en la violación de normas atributivas de verdaderos derechos, esto es, en la injerencia –tipificada mediante la dotación de un derecho subjetivo– en la esfera de poder inviolable de otro sujeto de derecho.

En cambio, desde esta perspectiva, los derechos no absolutos, esto es, aquellos que la Administración quedaba autorizada para sacrificar en aras del interés general, se debilitaban (diritti afievoliti) para quedar degradados a la categoría de intereses legítimos, al mismo nivel que otras situaciones jurídicas de mera expectativa. Como pone de relieve Medina, con esta original distinción –formulada por Raneletti– no se pretendía en sede dogmática más que resolver el problema de práctica procesal relativo al reparto de competencias entre la jurisdicción común y la contencioso-administrativa (si bien llegó a alcanzar cierto asiento científico con la diferenciación de Guicciardi entre normas de acción y normas de relación, con distintas consecuencias para el caso de su violación), a pesar de lo cual fue elevada a categoría sustantiva por la jurisprudencia de la época.

La consecuencia de la utilización de las nociones expuestas fue que sólo la vulneración de derechos subjetivos de los administrados, en cuanto expresión de una irregular (o más bien ilícita) utilización de poderes administrativos, era merecedora de sanción por vía de la tutela aquiliana.

Esta doctrina fue sostenida continuadamente por la jurisprudencia italiana hasta el giro copernicano de la sentencia 500/1999 de 22 de julio del Tribunal Supremo, si bien mediaron importantes correcciones jurisprudenciales consistentes en la recalificación de ciertas posiciones subjetivas del administrado, de modo que el problema quedaba en realidad circunscrito a la irresarcibilidad del ejercicio de potestades discrecionales de otorgamiento de ventajas (VII. La tendencia correctora de la segunda premisa: la fórmula utilizada por la jurisprudencia hasta 1999. La regla de la irresarcibilidad como regla de irresponsabilidad por denegación discrecional ), frente a la opción, más artificiosa, de la doctrina mayoritaria de reconstruir la categoría del interés legítimo (VIII. La tendencia correctora de la primera premisa: la fórmula preferida por la doctrina mayoritaria y su escasa influencia en la jurisprudencia).

Llegamos aquí a una parte vital de la obra comentada, puesto que con ocasión del estudio del viraje radical de la jurisprudencia italiana (IX. La tendencia que impugna la raíz del “dogma” de la irresarcibilidad del interés legítimo: la fórmula adoptada por la jurisprudencia a partir de la sentencia 500/1999, del Tribunal del Casación, de 22 de julio), el autor despliega su imponente visión de conjunto. Como en las mejores obras científicas, primero afianza la esencia de la institución común, abogando –y, como antes anticipábamos, aquí se explica el acierto de ahondar más profundamente en la evolución jurídica italiana– por entender normativamente la función institucional de la responsabilidad patrimonial, abandonando definitivamente los patrones culpabilísticos y centrándose en la función resarcitoria o de compensación económica de la víctima. Y el mérito de esta opción para un administrativista –frente a la tentación de no abandonar el marco de la especialidad científica y normativa, con el apetecible señuelo de la noción de interés legítimo– se encuentra en el impresionante conocimiento que el autor demuestra de las corrientes civilistas italianas que han remodelado las bases del instituto resarcitorio desde los años sesenta del siglo pasado.

Es desconectando la tutela aquiliana de toda misión sancionadora como se descubre la irrelevancia de la cualidad de la norma violada y el subsiguiente desplazamiento de la antijuridicidad a la esfera del perjuicio. Dará igual que tal norma sea atributiva de un auténtico derecho subjetivo o de un interés legítimo, pues la antijuridicidad no se encuentra en el rango del interés violado, como único “típico”, sino en el perjuicio económico que la víctima no tiene por qué soportar (como bien dice Medina, sólo así se comprende que en el ámbito civil se abra la puerta al resarcimiento de situaciones posesorias o de la pérdida de oportunidad, que nada tienen que ver con la lesión de derechos subjetivos).

Tampoco, por tanto, y como pone de manifiesto el autor comentado, se pretende con el instituto resarcitorio el restablecimiento de la posición subjetiva violada, distinción a la que volverá al tratar las órdenes de emanación como tutela condenatoria. O lo que es igual, no cumple la institución estudiada una función reintegradora. Y aquí nuevamente se disuelven los falsos problemas sobre la naturaleza del interés legítimo, pues si la función institucional es la compensación económica y no la restauración de la situación jurídica violada, la cualidad de esta, su carácter formal-reaccional o material-sustantivo, vuelve a ser irrelevante. El punto central se encuentra de nuevo en el perjuicio. El autor lo explica con su sencilla lucidez:

“La antijuridicidad no se conecta con el comportamiento o hecho ilícito, sino con los efectos perjudiciales que éste provoca en la esfera patrimonial de la víctima. El daño antijurídico no es el producido contra ius, sino sencillamente el realizado non iure o en ausencia de un título jurídico legitimador”.

En consecuencia, no sólo se acaba con la ilusión represiva de la irresarcibilidad del interés legítimo, sino que también se abre en toda su amplitud la puerta del resarcimiento de la denegación discrecional. En este punto Medina ha situado la más evolucionada comprensión institucional de la responsabilidad patrimonial en la doctrina civil justo donde la deja el Tribunal de Casación italiano en 1999, pero también donde –con mérito indudable, pero con ciertas vacilaciones– la pusieron inicialmente los administrativistas españoles que sentaron las bases de la expropiación forzosa pasado el ecuador del siglo XX. Con justicia resalta la obra comentada el papel que pudo jugar Leguina Villa, como estudioso español de la Administración italiana, que, con más perspicacia que la gran mayoría de los administrativistas italianos, se apoyó en la civilística cisalpina para huir de las posiciones subjetivistas y llegar a una primera concepción objetiva de la responsabilidad patrimonial de la Administración.

II

Nos situamos, pues, en el segundo capítulo de la primera parte (La responsabilidad patrimonial de la administración española antes y después de la ley de expropiación forzosa). Repasar esta significativa y tantas veces contada parte de la historia del Derecho administrativo español, tras la clarificación dogmática realizada por el profesor Medina en el capítulo anterior, permite no sólo apreciar nuevos matices, sino también redescubrirla con la seguridad de quien juega con ventaja.

Se narra la forja de la más absoluta irresponsabilidad patrimonial de la Administración española a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX ( I. La formulación decimonónica de la irresponsabilidad ), merced a una interpretación jurisprudencial –con connivencia tácita de civilistas e iuspublicitas– que reducía los supuestos indemnizables a los casos de actuación por medio de la inédita figura del agente especial citado en el artículo 1903.V del Código Civil (abortada la “esperanzadora” línea que llevaba los supuestos de actuación del funcionario al marco general del artículo 1902). Hasta aquí el relato coincide en líneas generales con el que habitualmente se nos ha contado. A partir de este punto, no obstante, el autor nos permite contemplar los acontecimientos con ojos más penetrantes de lo acostumbrado hasta ahora.

De este modo, miramos la lucha de los autonomistas por construir un sistema resarcitorio con bases tomadas del Derecho público –con el mismo mérito que en el caso italiano de superar el rígido monismo culpabilista y con el elogiable aliento de textos normativos como el artículo 42 de la Constitución de 9 de diciembre de 1931, la Ley Municipal de 31 de octubre de 1935 o la Ley de Régimen Local de 1950– como una loable, pero inidónea, tentativa de solucionar el problema sorteando la verdadera raíz del mismo. Ya estamos en condiciones de advertir que la línea fructífera habría de ser la que abordara el asunto desde un replanteamiento dogmático de la responsabilidad civil (II. La instauración legal a mediados del siglo XX de un sistema de responsabilidad patrimonial para la Administración).

Así se entiende con claridad en el texto que si el esforzado grupo de administrativistas de la “generación de la «Revista de Administración Pública»” tomaba de los autonomistas italianos el amparo puramente formal de llevar la disciplina de la responsabilidad patrimonial al ámbito de la expropiación forzosa (con el célebre artículo 121 de la Ley de 1954), su propuesta se encontraba en realidad en las antípodas del autonomismo y era directamente deudora de la concepción objetiva general del instituto aquiliano por la que habían abogado autores como Orlando –expresamente aludido por García de Enterría–. Optaron, pues, por esta solución legislativa como una vía circunstancial con la que sortear la recalcitrante negativa de los tribunales a aplicar las normas del Código Civil. De ahí que bien pueda decirse que, por medio de un texto normativo autónomo, los administrativistas españoles realizaban una significativa aportación a la concepción general del tronco común del Derecho Civil, no en vano advertida por civilistas como Pantaleón Prieto, quien precisamente ha contribuido notablemente a fortalecerla y dotarla de mayor solidez científica.

A la deliberadamente genérica fórmula legal del artículo 121 de la Ley de Expropiación Forzosa –más allá del nada desdeñable carácter universal y directo atribuido al sistema de responsabilidad regulado– autores de la talla de García de Enterría, Leguina Villa y Villar Palasí le buscaron una significación técnica específica que, en la línea en la que nos ha ilustrado previamente Medina, invertía la concepción germánica sancionadora de la responsabilidad patrimonial –indirectamente heredada en España de los Derechos francés e italiano, como modalidad de ilícito civil basada en la violación de determinadas posiciones subjetivas–, para pasar a un sistema objetivo.

Esta inversión la realizan atribuyendo la carga desvalorativa al daño antijurídico y desvinculando este del hecho causante. Daño antijurídico será el realizado non iure, sin título justificante, quedando así plasmado en el artículo 141.1 de la Ley de Procedimiento con el tecnicismo de considerar daño indemnizable el que la víctima “no tiene el deber jurídico de soportar”.

Hace así, casi imperceptiblemente, el autor un formidable legato entre los dos primeros capítulos de la obra. Lástima que la doctrina administrativa española posterior se deslizara hacia la inseguridad y la confusión, de la que hoy puede, sin exageración, retornar gracias a esta nueva obra científica que nos tributa Luis Medina Alcoz. El túnel en que el Derecho administrativo español fue introduciéndose posteriormente, justo después de salir del laberinto de la irresponsabilidad, fue el de la categorización del sistema como una especie de responsabilidad objetiva universal.

El error que ha llevado a entender que nuestro sistema está encerrado en un objetivismo puro y sin límites donde la Administración ha de indemnizar todo daño lo ha provocado es, quizá, la falta de una reflexión profunda sobre los fundamentos dogmáticos del sistema ideado esquemáticamente por la insigne generación de los cincuenta. Aunque se advirtió que el desplazamiento de la antijuridicidad al daño era un paso necesario, pero ni mucho menos suficiente para la elaboración del sistema de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas, no se anduvo todo el camino necesario para consolidar la siguiente meta: la fijación de los nexos de unión entre el daño y el agente, esto es, el hallazgo de los títulos de imputación.

Del mismo modo que los civilistas italianos de la segunda mitad del siglo XX, algunos administrativistas españoles –singularmente García de Enterría– comprendieron que la tutela aquiliana demandaba relegar la culpa a mero criterio concurrente de imputación, equivalente a otros posibles. Para ello la referencia normativa había de ser la expresión consecuencia del funcionamiento normal o anormal incluida en el artículo 121 LEF y después en el artículo 106.2 CE. La exigencia de título de imputación vendría dada por el término “consecuencia”. La culpa debía ser entendida –junto a la ilegalidad de la actuación administrativa– como expresión de funcionamiento “anormal”, mientras que la normalidad de la acción pública dañosa debía interpretarse como una llamada a otros títulos de imputación distintos. En definitiva, se trataba de una acertada apuesta por acoger la concepción poligenética de la responsabilidad patrimonial, compuesta por subsistemas equivalentes fundados en los distintos criterios de imputación. Por ésta se decantaba la más progresiva doctrina foránea, singularmente la italiana (Barassi y Covielo), abriendo así paso a títulos de imputación de responsabilidad objetiva como el riesgo o el sacrificio.

No obstante, en la obra que comentamos se pone de relieve la paradoja posterior: el clarividente esfuerzo protagonizado por García de Enterría fue aprovechado por la doctrina civil española, pero cayó en saco roto en la administrativa, que contempló sus aportaciones como un peldaño más en el absurdo recorrido hacia un sistema de responsabilidad objetiva global y absoluta. Es más, la propia obra de quienes, como el citado, habían abierto el espacio de un prudente sistema policéntrico, pero no global ni ilimitado, fue interpretada simplistamente. Se entendió que tales autores habían apostado por un objetivismo puro y sin matices, e incluso en ciertas ocasiones hasta los propios autores malinterpretados se prestaron a generar cierta confusión en sus escritos. Es precisamente uno de los mayores logros del profesor Medina Alcoz deshacer –tantos años después– este entuerto y recoger el legado de García de Enterría justo donde este lo dejó, ahuyentando el tremendismo de quienes creen que hemos caído irremisiblemente en un objetivismo puro casi sin más retorno que la reforma legislativa.

¿Por qué esta “recepción defectuosa” de una doctrina que pudo ser tan fértil bien entendida? Medina busca la respuesta en factores varios: un contexto histórico de crisis de la institución estudiada –favorecedor de un paso radical de un paradigma a su contrario–, la resistencia de los tribunales a salir del viejo camino del subjetivismo puro, la equívoca ubicación legislativa y –esto es importante– la propia ambigüedad de los trabajos de los autores impulsores de la reforma. Desde luego, Luis Medina demuestra una loable deferencia al gran maestro del iuspublicismo español, a quien justamente atribuye el mérito de aportar los elementos fundamentales del sistema que él mismo propone, e incluso llega a descargar el peso de los equívocos en datos objetivos como la tradicional comprensión de la antijuridicidad en la ciencia jurídica española o la difícil operatividad del criterio del sacrificio. Pero lo cierto es que los textos de García de Enterría han contribuido a generar esta confusión, al apartarse en alguna ocasión de su prístina concepción, o al menos al aparentarlo. Sólo recientemente el gran jurista español ha regresado con la necesaria claridad al sentido original de su propuesta –hasta llegar a tildar muy recientemente de “absurda conclusión” la creencia de que la cláusula general del artículo 121 LEF y 106.2 CE encerrara un sistema de responsabilidad objetiva, pues esto “implicaría omitir los «títulos de imputación» que la misma fórmula legal exige”[2].

El relato posterior se centra en las consecuencias de la decadencia del sentido original de las teorías propugnadas. La consagración de la fórmula de la LEF en la Ley de Procedimiento de 1957 y en la Constitución española de 1978 no se vio acompañada de la debida profundización en su significación dogmática, lo que, lejos de ser gratuito, ha llevado a parte de la doctrina y la jurisprudencia a creer que el sistema está escorado en un férreo panobjetivismo, ya se adhieran a éste o lo critiquen. Pero, concluido este segundo capítulo, el autor ya nos ha proporcionado armas con que afrontar la compleja problemática en la que pasa a introducirse: a) la responsabilidad patrimonial es una institución única –con idénticos fundamentos generales en el ámbito civil que en el administrativo–; b) la concepción delincuencial y monocéntrica del papel de la culpa en dicha institución debe darse por superada; c) la función exclusivamente resarcitoria que cumple la tutela aquiliana permite desplazar la antijuridicidad al ámbito del daño causado –que será antijurídico siempre que carezca de título justificante–; y d) esto no significa que todo daño antijurídico sea resarcible, pues será necesario que exista un título de imputación capaz de relacionar suficientemente al agente con el daño, bien sea en el contexto de una actuación anormal del poder público –culpa, ilegalidad– bien de una actuación normal: riesgo, sacrificio. Con este bagaje el autor profundiza en el ámbito que más resistencia histórica ha presentado a la responsabilización, en cuanto expresión la supremacía del poder público imponiendo unilateralmente su voluntad: la responsabilidad patrimonial por acto administrativo.

 

III

En este capítulo de la obra (III. La responsabilidad patrimonial por acto administrativo en el derecho español: evolución histórica y situación actual ), el autor cierra el círculo teórico trazado en los anteriores abordando el frente actual de la batalla doctrinal. Se insiste primero en la histórica resistencia de los tribunales a declarar la responsabilidad patrimonial de los entes públicos en su actividad formalizada, singularmente cuando la lesión patrimonial se consumaba por medio de un acto administrativo (I. El mantenimiento de una irresponsabilidad casi total hasta los años ochenta). Amparada en la pétrea invocación del antiguo artículo 40.2 LJ (“la simple anulación en vía administrativa, o por los Tribunales Contenciosos de las resoluciones administrativas, no presupone derecho a indemnización), la jurisprudencia negó cualquier tutela resarcitoria, convirtiendo la prevención contra el automatismo contenida en el citado artículo en incompresible regla exoneradora. Como plantea Medina Alcoz, pueden atisbarse en esta inmotivada cerrazón razones más profundas, como una concepción meramente objetiva –de simple depuración del ordenamiento jurídico– de la jurisdicción contencioso-administrativa, o la idea de que la anulación –al restaurar la situación anterior– suponía ya una especie de reparación in natura (II. Las justificaciones teóricas de la irresponsabilidad ). La jurisprudencia seguía, pues, como explica la obra, estancada en la concepción sancionadora de la responsabilidad patrimonial e incapaz de identificar su exclusivo fin resarcitorio, se limitaba a la pretender una suerte de reparación in natura mediante la anulación del acto, acudiendo excepcionalmente a la compensación económica como medida sustitutiva en los casos en que la mera anulación no sirviera para restaurar la posición del administrado, como ocurre en la denegación ilegal de actos favorables.

No elude la obra comentada responsabilizar parcialmente a la doctrina de esta inmunidad, pues fueron realmente pocos los autores que se opusieron a la senda seguida por la jurisprudencia (especialmente crítico fue Blasco Esteve), e incluso observa cierta pervivencia de las actitudes doctrinales del pasado, como el “respeto magnificado a la maiestas administrativa”, que llevaba a entender que no podía tratarse igual la responsabilidad por hechos y por actos, pues estos últimos era expresión del ejercicio formalizado del poder público (III. Las razones metajurídicas de la irresponsabilidad ). Como también se explica en la obra, fue en la segunda mitad de los años 80 cuando comenzó a penetrar en la jurisprudencia el resarcimiento de daños derivados de actos administrativos, con el empuje singular del artículo 21 de la Ley 8/1990 de 25 de julio de Reforma de Régimen urbanismo y Valoración del Suelo que, al establecer la responsabilidad patrimonial por denegación improcedente de licencias urbanísticas, aunque nada nuevo aportaba al régimen general en el plano teórico, sirvió de acicate a los tribunales para superar sus prejuicios. De este modo, al entrar en vigor la Ley 30/1992 de 26 de noviembre, “la mayor parte de la actividad jurídica administrativa (la formalizada mediante actos de gravamen y denegaciones regladas de actos favorables) estaba plenamente sujeta al principio de responsabilidad”.

Ahora bien, y aquí la singularidad y valor añadido de esta parte de la obra frente a la generalidad de los estudios, Medina se percata agudamente de que el camino dista mucho de estar completamente recorrido, y es que, para contrabalancear las tendencias objetivistas registradas en los últimos tiempos, proliferan juicios doctrinales favorables –con cierto apoyo en la doctrina jurisprudencial y del Consejo de Estado– a limitar, desde la “teoría de la resarcibilidad privativa del derecho subjetivo”, los daños indemnizables a los derivados de la incidencia en derechos preexistentes, esto es, los que alteran el statu quo ante. Esto, llevado a ámbitos tan relevantes como la contratación pública, impediría el resarcimiento en caso de denegación discrecional de actos favorables (pues en estos casos se carece de un verdadero derecho subjetivo a la obtención del acto).

Cualquiera que haya leído atentamente la exposición de los capítulos anteriores y haya comprendido el motivo conductor de la irresponsabilidad en Italia, no se resiste en estas páginas a esbozar una incrédula y fascinada sonrisa. Y es que el autor ha conseguido aquí un segundo y más meritorio legato con la exposición dogmática del capítulo primero. Hemos vuelto a tropezar insospechadamente con el dogma de la irresarcibilidad del interés legítimo. En las palabras de Medina Alcoz: “Resulta que, al final, lo que parecía un expediente teórico italianísimo, el de la indemnizabilidad privativa del derecho subjetivo, ha funcionado y funciona aún en España (…) Por eso, y esto es algo de que la doctrina parece no ser del todo consciente, la experiencia española se acerca en mucho a la italiana (antes de la sentencia 500/1999, de 22 de julio), pues ambas se valen de un mismo expediente que, tal como se ha dicho, no es de recibo, porque sólo es admisible en un sistema que, funcionalmente dirigido a la prevención y castigo de los ilícitos, tipifique las conductas sancionables o los intereses merecedores de protección resarcitoria”.

No contento con demostrar cómo la experiencia española se ha deslizado al mismo campo de batalla que acaba de abandonar la italiana, sin que nadie en la doctrina parezca ser consciente, y que, por tanto, la crítica institucional y las soluciones dogmáticas realizadas respecto de aquella bien pueden importarse a ésta, el autor de la obra demuestra que su capacidad y voluntad no se agota aquí, pues se introduce de nuevo, con la seguridad de quien parece haber llegado a un territorio que no tiene secretos para él, en el problema que subyace dentro de la teoría general de la responsabilidad civil: el resarcimiento por pérdida de oportunidad. Se nos descubre en este punto toda la agilidad, versatilidad y, en definitiva, belleza jurídica (tan propia de las instituciones patrimoniales civiles) de la materia estudiada. Hay que agradecer al autor este esfuerzo adicional.

Como es sabido, en materia de responsabilidad civil se ha estudiado el problema de la pérdida de oportunidad, que surge en los casos en que no es posible afirmar la certeza del daño, pues no se sabe lo que habría ocurrido realmente si no hubiese mediado el hecho causante. Se carece, pues, de nexo causal real. El propio autor nos ofrece como muestra los casos de escuela del pintor que ve cómo su cuadro no llega a tiempo a la exposición por el retraso del porteador –sin saber si su cuadro hubiera sido aceptado–, el propietario del caballo, perjudicado por el retraso del jinete –sin que pueda saber si el animal hubiera ganado la carrera–, o el cliente que no puede saber si hubiera vencido en segunda instancia, al dejar su abogado pasar el plazo del recurso. En ninguno de estos casos hay certeza de que el hecho ilícito haya privado de la ventaja, pues no sabemos si esta se habría llegado a obtenerse. Sin embargo, en el Derecho comparado de daños no se ha concluido que no quepa resarcimiento alguno. Al contrario, si es cierto que no puede resarcirse la pérdida de una ventaja que no sabemos si se habría podido obtener, también lo es que puede resarcirse la pérdida de la oportunidad de obtenerla –y advierto aquí al lector que en estas páginas merece la pena leer las notas a pie de página sobre la loss of chance en Gran Bretaña y Norteamérica, la italiana perdita di “chance”, la perdre d’une chance en Bélgica o la propia pérdida de oportunidad en Argentina o en España, donde se ha abierto paso en la jurisprudencia civil, sobre todo, con la histórica sentencia de 10 de octubre de 1998.

Trasladado esto al ámbito administrativo, el resarcimiento por pérdida de oportunidad enlaza justo con la virtualidad del dogma de la irresarcibilidad del interés legítimo, esto es, con la denegación discrecional de una ventaja, pues la existencia del margen de valoración que la discrecionalidad otorga al ente público impide saber con certeza si el administrado habría obtenido la ventaja. Pero en estos casos, no siendo posible indemnizar la pérdida de una ventaja incierta, sí que puede plantearse el resarcimiento por pérdida de oportunidad. Y para acreditar que esto es posible más allá del puro planteamiento teórico, Medina vuelve a acudir al caso paradigmático italiano, donde acaba de superarse el dogma de la irresarcibilidad del interés legítimo y su corolario de la denegación discrecional. La pérdida de oportunidad se valorará, como en el ámbito civil, mediante un juicio hipotético que tenga en cuenta las posibilidades reales de obtener la ventaja a la vista del expediente administrativo. Esta línea no sólo se abre paso en la doctrina española, sino que comienza a plasmarse en Derecho positivo por empuje del Derecho comunitario (Ley 48/1998 de 30 de diciembre, sobre contratación en los sectores excluidos).

Si, como se acaba de decir, el camino recurrido no es bastante, será necesario ahondar en la materia pendiente, que la obra comentada, con acierto, sitúa en el campo del título jurídico de imputación. Del mismo modo que en el ámbito civil, ha de superarse la concepción monogenética de la responsabilidad en el área administrativa, como antes señalamos; pero si es cierto que la cláusula que hace resarcible el daño antijurídico sólo en cuanto consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos exige título de imputación adicional al mero daño justificado, también lo es que no precisa cuáles han de ser estos títulos. Descartado, pues, que hayamos caído en el vacío del objetivismo global y absoluto, sólo queda seguir el camino abierto por García de Enterría para hallar el nexo jurídico que justifica el resarcimiento del daño antijurídico.

Para esto, el profesor Medina Alcoz se adhiere a la tesis de que los títulos de funcionamiento normal, el riesgo y el sacrificio, son criterios especiales de operatividad limitada a sectores determinados, jugando la culpa –expresión de un funcionamiento anormal– como criterio general de imputación que funciona allá donde aquellos no alcanzan (aludiendo el autor expresamente a la tesis de Busnelli de la culpa como regola finale).

Sin embargo, la búsqueda presenta especiales dificultades cuando se trata de daños ocasionados por la Administración en su actuación procedimental. Es escasa la doctrina que se ha ocupado de la cuestión –la mayoría de los autores ni siquiera se ha planteado el asunto, al partir de la falsa premisa del panobjetivismo de la regulación–, y está lejos de alcanzar un acuerdo. La falta de este se debe, según Medina, a un error de perspectiva, pues la doctrina ha situado el punto neurálgico del asunto en el acto administrativo –no en vano, se habla de responsabilidad patrimonial por acto administrativo–. Desde esta visión parece imposible hallar un fundamento común, pues no es igual el perjuicio que causa el acto adoptado, que el derivado precisamente de la falta de ese acto o el generado en momentos previos a la adopción del mismo. Sólo desplazando nuestra visión a la relación jurídica que precede al acto puede hallarse un fundamento común con el que construir un sistema general armónico en esta materia. De esto se ocupa la segunda parte de la obra.

PARTE SEGUNDA

EL RÉGIMEN SUSTANTIVO DE LA RESPONSABILIDAD

PATRIMONIAL POR ACTO ADMINISTRATIVO

I

La propia rúbrica del capítulo IV de la obra (El incumplimiento como título unitario de imputación) anticipa la tesis sostenida por el autor, que atribuye al incumplimiento el carácter de criterio exclusivo de imputación en la actividad formal administrativa. Se desplaza, en primer lugar, el centro de atención desde el acto –donde generalmente lo sitúa la escasa doctrina que ha abordado esta materia– hasta el campo del procedimiento (I. El incumplimiento lesivo de un deber procedimental como fuente de responsabilidad patrimonial ). Para Medina, éste no sólo puede contemplarse como una “ordenación técnica de la actividad administrativa”, sino también como “una relación jurídica de naturaleza dinámica regulada por normas que imponen a las partes facultades, deberes y cargas”, de modo que es precisamente el incumplimiento de los deberes a que la Administración queda sujeta en el seno de esta relación jurídica formalizada, como expresión de un funcionamiento anormal, la “buena razón” que permite la imputación del daño y lo hace resarcible.

Sobre esta interpretación se cierne desde el inicio una duda de coherencia respecto del planteamiento anterior, de la que el autor es consciente y que trata de conjurar. Efectivamente, si es la infracción de los deberes que pesan sobre la Administración en el marco del procedimiento lo que permite la indemnización, puede bien pensarse que se retorna a una concepción subjetiva y delincuencial de la responsabilidad, basada en la antijuricidad de la conducta. Esto se rebate en la obra mediante la distinción técnica del plano de la antijuricidad y el de la imputación. El incumplimiento vendría a actuar como mero criterio de imputación, como razón válida de relación entre un daño que ya es antijurídico y el agente que lo ha causado[3].

El autor apoya su teoría en distintos fundamentos. Pone, primero, de manifiesto, los paralelismos existentes entre la responsabilidad patrimonial en el procedimiento administrativo y las relaciones civiles contractuales y precontractuales. En los tres casos, en cuanto relaciones “entre conocidos” marcadas por la existencia de deberes concretos, la teoría de la imputación cobra un valor distinto al general de la responsabilidad extracontractual, pues la mera infracción de estos deberes conduce ya al resarcimiento, sin necesidad de que medie culpa o negligencia. Defiende, pues, Luis Medina que el incumplimiento ha de entenderse criterio de imputación incluido en el ámbito legal (artículo 139 LPAC) del funcionamiento anormal. En segundo lugar, el autor vuelve a apoyar su tesis en el Derecho italiano (II. El incumplimiento como título unitario de imputación en el ordenamiento italiano). En Italia, confirmada la sujeción al régimen general del artículo 2043 del Codice Civile, se corrigió el criterio culpabilístico con una presunción absoluta de culpa por la mera ilegalidad administrativa. Si el acto irregular había sido voluntariamente adoptado debía existir una culpa in re ipsa. Este enmascaramiento en la culpa de un sistema fundado en la mera ilegalidad ha dividido a la doctrina italiana. Por un lado, algunos autores, en cierto modo respaldados por la Sentencia 500/1999 ya citada, han querido recuperar la funcionalidad de la culpa como título de imputación admitiendo un estándar de comportamiento distinto a la mera ilegalidad, de modo que no sea indemnizable el daño cuando, no obstante la irregularidad del acto adoptado, la Administración haya actuado de modo razonable. De otro, la posición mayoritaria prescinde por completo de la culpa en este ámbito, si bien muchos autores, precisamente para evitar los artificios que conectan este resarcimiento con el sistema subjetivo del Código civil, han terminado por abandonar el ámbito genuino de la responsabilidad patrimonial. Así, algunos han sostenido que estamos ante una responsabilidad asimilable a la contractual por su carácter relacional –defendiendo la aplicación de la correspondiente normativa civil–, y otros –con mayor perfección técnica– han hablado de un tertium genus de resposabilidad, destacando que la diferencia con la relación contractual radica en la ausencia de un deber de prestación (responsabilidad por contacto procedimental o por incumplimiento de deberes no prestacionales).

De la experiencia italiana destaca el autor “una acentuada tendencia a afirmar que la responsabilidad por actos debe surgir del mero incumplimiento”, entendiendo que tal conclusión se ve facilitada en España por la existencia de una cláusula general de responsabilidad patrimonial para las Administraciones Públicas (III. Conclusiones comparativas).

Termina este capítulo con la referencia a una limitación institucional ineludible –precisada de hecho en el artículo 106.2 CE y el artículo 139.1 LPC– al criterio de imputación defendido (IV. La inimputabilidad de la fuerza mayor). Ahora bien, el autor no se limita a dejar salvada esta excepción de fuerza mayor en aras de la exhaustividad, sino que aporta una distinción que comparto plenamente sobre el famoso y equívoco criterio de la exterioridad. Como el autor pone de relieve, la fuerza mayor se identifica con el acontecimiento imprevisible o que, siendo previsible, es inevitable, con independencia de que la fuerza actuante sea externa o interna. La exterioridad cobra virtualidad sólo cuando el criterio de imputación es el riesgo (específico, en cuanto circunscrito a ámbitos determinados), pues el agente, al desarrollar actividades especialmente peligrosas, ha de asumir la carga económica de la fuerza mayor interna o inherente a esa actividad (con la que se identifica el caso fortuito en sentido estricto). Por esto, el texto comentado explica correctamente que la exterioridad del riesgo no tiene relación tanto con la excepción liberadora como con la fórmula del “funcionamiento normal”. En definitiva, careciendo de operatividad la exterioridad de la fuerza mayor cuando el título de imputación es distinto al riesgo, toda fuerza mayor interna o externa tendrá carácter liberador en el ámbito del daño procedimental.

Salvada esta excepción, hay que pasar a contrastar el juego del incumplimiento como título de imputación del daño procedimental. Se advierte, desde luego, que el mérito del profesor Medina Alcoz no radica tanto en propugnar la ilegalidad como título de imputación exclusivo como en aunar dentro del mismo, gracias a un desplazamiento del centro de atención desde el acto a la relación jurídica procedimental, la infracción de los distintos deberes que sobre la Administración se imponen en dicha relación. Con ello consigue superar la visión estricta de la ilegalidad como la infracción del deber de adoptar una resolución legal (García de Enterría, Leguina Villa), e introduce en su seno lo que otros autores habían entendido como títulos autónomos: morosidad o superación del plazo legal (García-Trevijano Garnica), deslealtad o defraudación de la confianza del administrado (González Pérez, Castillo Blanco, García Luengo). Por eso, el autor utiliza la expresión incumplimiento como aglutinadora de la infracción de los distintos deberes que se dan en el seno de la relación jurídica procedimental. Pasa, pues, a analizar los tres supuestos anticipados en el propio título de la obra: ilegalidad en sentido estricto, morosidad y deslealtad.

II

De la primera infracción aludida se ocupa el capítulo V (El incumplimiento del deber de dictar una resolución ajustada a derecho: la ilegalidad ). Se aborda primero el punto dogmático más controvertido de la tesis del autor: la funcionalidad dogmática de la ilegalidad como título de imputación o como criterio de antijuridicidad. En primer lugar, se destaca la incorrección de la terminología normalmente utilizada, pues suele hacerse referencia a “responsabilidad por anulación de actos administrativos”, cuando la anulación del acto es un presupuesto de la responsabilidad, pero no la “razón del resarcimiento”, que radica, en cambio, en la violación del deber de la Administración de dictar una resolución conforme a Derecho (art. 53.2 LPC, como corolario del deber general de sometimiento del artículo 103 CE).

El problema fundamental, como se anticipaba, se encuentra, no obstante, en la ubicación sistemática de la ilegalidad dentro del sistema de responsabilidad, pues autores como Blasco Esteve consideran que, en este punto, la antijuridicidad se desplaza a la contravención del deber impuesto a la Administración. Efectivamente, si la Administración está capacitada en ciertos ámbitos para imponer unilateralmente su voluntad en forma de acto administrativo, el administrado vendrá obligado a soportar el perjuicio consiguiente. Por eso, el daño antijurídico, como noción objetiva, parece inservible en este marco, pues sólo cuando la Administración haya actuado ilegalmente desaparecerá la obligación de soportar el daño. La ilegalidad sería, pues, criterio de antijuridicidad y no de imputación. A pesar de la buena fundamentación de la tesis, Luis Medina la refuta con suficiencia.

En primer lugar, entiende el citado que Blasco parte de un presupuesto erróneo, como es entender que nuestro Derecho establece un sistema globalmente objetivo de responsabilidad civil, en el que, por lo tanto, carecen de funcionalidad los títulos de imputación. A lo largo de la obra se ha llegado a la indiscutible conclusión contraria: la responsabilidad no puede ser globalmente objetiva, sino que siempre necesita títulos de imputación que hagan del daño antijurídico consecuencia de la actividad administrativa (art. 106.2 CE, art. 139 LPC). En segundo lugar, la tesis de Blasco, como se encarga de resaltar el autor de la obra comentada, se contradice con su estudio dogmático previo, basado en el Derecho francés, en el que el Conseil d’État considera la ilegalidad del acto como una cuestión de imputación.

En tercer lugar, y esto es lo fundamental, la tesis que hace de la ilegalidad razón de la antijuridicidad y no de la imputación, contradice frontalmente el punto seguro de anclaje de toda la teoría actual de la responsabilidad patrimonial: su exclusiva función resarcitoria. La tesis propugnada por Blasco supondría, así, un retorno a nociones subjetivas delincuenciales ya superadas en este ámbito.

Por tanto, y en mejor consonancia con el criterio resarcitorio, la ilegalidad es el título de imputación de la responsabilidad. Entiendo que el autor acierta con esta opción, que es la más coherente con sus planteamientos teóricos. Ahora bien, queda pendiente una mejor clarificación del papel que ha de jugar la antijuridicidad objetiva en caso de daño procedimental, para que quede mejor deslindada de la imputación.

De lo que no cabe ninguna duda, como demuestra el autor en su recorrido de Derecho comparado (II. Las doctrinas que vinculan la responsabilidad por actos ilegales con la noción de culpa), es de la superioridad científica de este planteamiento frente a los desajustes sistemáticos y las dudas prácticas que plantean otras construcciones más artificiosas. Estas tratan de sortear el problema acudiendo a presunciones de culpa (absolutas o relativas, como ocurre en Italia) o a la escisión de la responsabilidad por incumplimiento dañoso en varias instituciones jurídicas, con el único fin de mantener formalmente el sistema culpabilístico de responsabilidad patrimonial (Alemania).

En España, sin embargo, el patrón culpabilístico ha servido para formar una interesente doctrina –sostenida de lege ferenda por Mir Puigpelat– que entiende que la ilegalidad –que, para autores como Blasco, no se olvide que es criterio de antijuridicidad y no de imputación– sería un mero indicio de anormal funcionamiento, actuando como presunción iuris tantum de culpa, rebatible mediante prueba de que la actuación administrativa fue prudente y razonable. No obstante, una mejor comprensión de la peculiaridad del título de imputación en el ámbito de la relación jurídica entablada entre Administración y administrado a través del procedimiento, lleva a Medina a rechazar estas tesis y a considerar que es fuente de responsabilidad el mero incumplimiento, con independencia de la mayor o menor diligencia de la Administración.

También se opone la obra comentada a la exoneración de responsabilidad en caso de “ilegalidades veniales” –lo que le vuelve a enfrentar a Blasco, por cierto–. Este último autor ha utilizado como pautas de distinción la nulidad de pleno Derecho y la mera anulabilidad y, con más fundamento jurídico, la ilegalidad de fondo y la formal.

El planteamiento está lastrado, una vez más, de la carga sancionadora tradicional. En cuanto a la excusabilidad de la irregularidad formal, se defiende que los vicios de forma no prejuzgan el sentido de la resolución administrativa de fondo, y que estos, por tanto, bien podrían tener idéntico contenido aun depurados del vicio formal. Por esto, habría de quedar supeditada la indemnización al sentido final de la resolución administrativa de fondo. Con toda razón replica Medina que esto es tanto como permitir que la Administración “se juzgue a sí misma” –y quien conozca el proceder normal de la Administración no dudará en que esta mantendrá el mismo pronunciamiento material– y, sobre todo, que supone un grave desconocimiento de las reglas de la causalidad. El daño, como dice la obra comentada, proviene o no de la denegación ilegal y esto tendrá que decidirlo el tribunal examinando si la irregularidad ha cambiado el curso de los acontecimientos, pero la causalidad no puede fundarse en un hecho no acaecido, es decir, en la segunda resolución administrativa. El tribunal tendrá que determinar la influencia del vicio en la resolución y no dejar esto al arbitrio de la Administración.

Esto no significa, como explica profusamente el autor en el ecuador de este capítulo (III. La inimputabilidad de la ilegalidad ), que no existan causas de exoneración de la responsabilidad. Y aquí nuevamente exhibe Medina su dominio del Derecho civil, apoyando sus reflexiones en sólidas construcciones doctrinales de Derecho común. Por imperativo constitucional (art. 106.2 CE) y legal (artículo 139 LPC) no serán resarcibles los daños causados por fuerza mayor. Manifestación de esta será la culpa exclusiva de la víctima (o mejor, el “hecho de la víctima”), en cuanto causa extraña a la esfera de actuación del agente, como se pone de relieve partiendo de la más rigurosa construcción civil del valor del acción de la víctima en la tutela aquiliana.

Es elogiable el detenido examen que se efectúa de este supuesto, pues es el que mayor incidencia ha de tener en el marco de una relación jurídica formalizada a través del procedimiento, abarcando los supuestos en que el administrado introduce por sí mismo los errores que llevan a su perjuicio –v. gr. aportación de informaciones erróneas que llevan a la denegación de la ventaja–. Esta ubicación sistemática en el ámbito de la fuerza mayor no carece de efectos prácticos –siendo interesante el examen que realiza el autor de la legislación urbanística–, pues permite desvincular su fuerza exonerante de la mayor o menor culpabilidad del agente, para atender en exclusiva a su eficacia causal en la producción del perjuicio.

Por otra parte, también se aboga, con toda razón, por aplicar lo que la doctrina civil más rigurosa ha llamado “compensación abstracta de culpas”, en caso de concurrencia entre agente y víctima en la producción del daño, aludiendo incluso a los criterios de determinación de las cuotas. También se asimila a la fuerza mayor la intervención de terceros, tanto en caso de acción de otro particular como de otra Administración. En este punto resulta muy estimulante la incursión del autor en el campo de la responsabilidad de la Administración suplente en el ejercicio de una competencia atribuida a otra, con el ejemplo paradigmático de las subrogaciones de la Comisión de Urbanismo, considerando que la intervención de la Administración suplente no destruye la causalidad respecto a la suplida, pues la inactividad de esta constituye un incumplimiento dañoso. También trata la aplicación del artículo 140.1 LPC en caso de concurrencia de culpas, e incluso se plantea la eficacia exoneradora de la limitación de recursos del ente público. Lo mejor: la coherencia plena del planteamiento dogmático con la casuística abordada no es forzada, muestra de la plena compatibilidad entre el pensamiento sistemático y el problemático.

Termina el capítulo con una esperada reflexión sobre la relación del fundamento resarcitorio del instituto estudiado con los casos de condena a la Administración a un facere restaurador de la posición subjetiva del administrado (IV. La anulación de la resolución denegatoria ilegal y la condena a un libramiento como modalidad tutelar funcional y estructuralmente distinta al resarcimiento. La relevancia de la distinción en el plano de la determinación del daño imputable).

Expuesta, primero, la interesante y compleja situación del Derecho italiano, con el singular impacto de la Ley 205/2000, de 21 de julio –que rompe parcialmente con la tradicional inhabilitación del juez administrativo para resarcir–, el autor vuelve a armarse de la seguridad que proporciona una concepción cabal y definida del instituto aquiliano como exclusivamente resarcitorio. De este modo, afirma que debe distinguirse entre los casos en que el juez administrativo pueda apreciar un derecho subjetivo al otorgamiento del acto favorable –v.gr. cuando la actividad es plenamente reglada o los márgenes de discrecionalidad ya están agotados–, pues en estos cabe la condena de la Administración al libramiento, de aquellos otros en que queda “algún residuo de discrecionalidad”. En estos últimos no debe descartarse a priori el resarcimiento, pues el juez deberá realizar un juicio hipotético acerca del resultado posible y hacia el pasado del procedimiento administrativo fenecido. Excluyendo la exigencia de prueba plena para este “hecho negativo”, se trataría de determinar si existía una alta probabilidad de obtención de la ventaja, en cuyo caso se condenará a la Administración a resarcir económicamente el lucro cesante. En los supuestos de “nulas o despreciables” posibilidades no se brindaría tal tutela, mientras que los casos dudosos –desterrados los resabios delincuenciales– se resolverían con el principio pro victima propio de la función resarcitoria, pues se trata de evitar que la víctima no soporte perjuicios sin título justificativo o non iure. En definitiva, la mera expectativa puede ser resarcible, pues la lógica del resarcimiento es distinta a la de la restauración del statu quo ante.

III

El incumplimiento también puede referirse al deber de resolver en plazo, de lo que se ocupa precisamente el capítulo sexto (El incumplimiento del deber de resolver el procedimiento dentro del plazo: la morosidad ). Puede decirse que esta –breve, en comparación con el resto– parte de la obra es tan coherente con su planteamiento personal como heterodoxa respecto al de la mayoría de la doctrina. Conectando con el deber general de dictar la resolución dentro del plazo legal (artículo 42 LPC), el autor entiende que el daño resarcible a través de este criterio de imputación es el derivado específicamente del retraso (I. La morosidad como fundamento de la responsabilidad patrimonial ). De ahí que no sean los procedimientos ablatorios, llamados a restringir la esfera jurídica del administrado mediante un acto de gravamen, los que puedan generar esta responsabilidad –salvo el caso del posible perjuicio de terceros interesados en el ejercicio de la potestad de gravamen–, pues el retraso de los mismos beneficiará al particular que mantiene intacta su situación. Serán, consecuentemente, los procedimientos llamados a ampliar la esfera jurídica del interesado que tiene la expectativa directa del acto favorable los que activen este título de imputación (III. Los procedimientos administrativos ampliatorios, sede natural de la responsabilidad por retraso).

En este punto, se exponen con gran visión práctica las posibilidades de daño resarcible. No sólo se contempla el más evidente caso de resolución tardía favorable al interesado –que habría debido disfrutar de la ventaja desde el momento en que expiró el plazo legal–, sino también en supuestos de denegación tardía de la ventaja solicitada. El resarcimiento de esta se produciría, según Medina Alcoz, en tres supuestos: a) cuando el momento de la resolución es decisivo de cara a la concesión o denegación de la ventaja; b) cuando el retraso de la Administración, al prolongar la situación de expectativa del interesado, le ha llevado a realizar gastos o inmovilizar capitales o a no acometer otra actividad lucrativa; c) cuando la denegación tardía es contraria a Derecho, supuesto en el cual serán daños imputables a la ilegalidad los propios del disfrute no obtenido de la ventaja y los gastos realizados hasta la expiración del plazo legal, momento tras el cual serán individualizables los perjuicios imputables al retraso. Rechaza, en cambio, que exista responsabilidad cuando la expiración del plazo conlleva un acto presunto estimatorio, ya que el interesado puede disfrutar inmediatamente de la ventaja. Si éste no se aprovecha de esta circunstancia, nos encontramos ante un supuesto de interferencia causal de la víctima o fuerza mayor exoneradora, salvo hipótesis excepcionales de responsabilidad.

También la morosidad de la Administración se ha puesto en relación con una presunción de culpa, normalmente iuris tantum, de modo que el retraso constituya indicio de negligencia rebatible mediante prueba de una actuación prudente del ente público (III. Las doctrinas que vinculan la responsabilidad por retraso a la noción de culpa). Tal posición es insostenible también para la morosidad, pues, a diferencia de los Ordenamientos italiano o alemán, el Derecho de daños español no gira en torno a una cláusula general de culpa cuando el causante es la Administración. Resulta paradójico que los mismos autores que entienden que el artículo 139.1 LPC establece una responsabilidad objetiva se aferren a la culpa como criterio rector exclusivo de la imputación. En este punto, entiende Medina que la función de garantía que cumple el plazo para resolver no puede quedar relegada a mera indicación de actuar negligente, pues esta visión “puede acabar trivializando la eficacia vinculante del deber de resolver”.

¿Por qué se ha llegado, entonces, a este retorno a la culpa? Sin duda, acierta el autor en la respuesta a este interrogante: la errónea concepción de la fuerza mayor liberadora. La doctrina ha querido evitar una desorbitada responsabilización en casos de mora debida a circunstancias sobrevenidas internas al servicio. Creyendo incorrectamente que la única fuerza mayor exoneradora es la externa al servicio, la generalidad de los autores ha temido que la objetividad del sistema hiciera a la Administración responder económicamente de retrasos debidos a la “sobrevenida y extraordinaria complicación del asunto”. Sin embargo, como puso de relieve el autor anteriormente, la exterioridad de la fuerza mayor es un criterio operativo en los casos en que el título de imputación es el riesgo; en los demás, toda vis maior tendrá virtualidad liberadora.

Precisamente se cierra este penúltimo capítulo de la obra con el tratamiento de los casos de inimputabilidad del retraso (IV. La inimputabilidad de la morosidad ). Así, vuelve a ubicar la culpa de la víctima –aunque recordando en este ámbito que sobre la Administración pesa el deber de impulsar de oficio el procedimiento y que, por tanto, los casos en que la víctima obstruye con su conducta el procedimiento son excepcionales, pues normalmente su pasividad conducirá a la caducidad del mismo– en la esfera de la fuerza mayor. Idéntica ubicación vuelve a recibir la conducta dilatoria de un tercero.

IV

El capítulo VII cierra la obra ocupándose de la tercera manifestación del incumplimiento como título de imputación del daño procedimental: la violación del deber de obrar de buena fe (El incumplimiento del deber de obrar de buena fe: la deslealtad ). He de decir que de los tres supuestos de incumplimiento, el análisis que el autor hace del comportamiento “desleal” de la Administración me parece el más apasionante. Es quizá, al mismo tiempo, el que queda pendiente de mayores concreciones prácticas en sectores específicos de la actividad administrativa.

Justo es partir de que la responsabilidad patrimonial derivada de la infracción del deber de la Administración de obrar de buena fe no ha sido objeto de estudio específico hasta esta obra. Bien sea porque la primera batalla a librar fue la de la aplicabilidad de este principio general a las relaciones administrativas, bien porque el asunto se encauza normalmente al supuesto concreto de la revisión de oficio de actos administrativos, o, simplemente, porque los más recientes estudios han buscado la sustancia del principio de protección de confianza y el efecto singular del mantenimiento del acto, lo cierto es que el resarcimiento de los perjuicios causados con su defraudación no había sido suficientemente tratado. Basta leer los interrogantes, sin respuesta en las obras monográficas, que el profesor Medina plantea en las páginas iniciales de este capítulo para corroborarlo.

Para poner las respuestas a nuestro alcance, el autor pretende construir el marco teórico de la figura con un interesante paralelismo entre las negociaciones precontractuales y el procedimiento administrativo (I. Consideraciones previas y metodológicas). Se establece en ambos casos –con las inevitables diferencias– una relación de confianza “precontratual” y “predecisional”, susceptible de generar en el otro una expectativa de que se celebre el contrato o se dicte el acto favorable que finalmente resulta defraudada. En uno y otro supuesto, la obligación de resarcir se desvincula de la culpa y se puede reconducir a un concepto común: “reponsabilidad por infracción de una relación obligatoria no constituida por un vínculo prestacional”. En ambos casos, el título de imputación del daño es el apartamiento de las exigencias de la buena fe.

Será necesario, pues, encontrar las concretas manifestaciones del deber de actuar conforme a las exigencias de la buena fe. Así lo hace, de la mano del “paradigma” de la relación precontractual, el autor, que vislumbra su plasmación fundamental en el deber de coherencia (II. El deber de coherencia y no contradicción: una imposición derivada del principio general de buena fe).

Adhiriéndose a la tesis de que el principio general de buena fe es plenamente aplicable a las relaciones administrativas, entiende Luis Medina que el mismo se articula como noción objetiva –conforme a un estándar externo de comportamiento– y sintética, en cuanto aglutinadora de una pluralidad de deberes específicos. Uno de los deberes en los que se descompone el principio de buena fe es de mantener una actitud coherente con el comportamiento precedente, tal y como ha señalado la jurisprudencia contencioso-administrativa. El problema está en determinar los casos en que “puede hablarse en un sentido técnico de una confianza susceptible de ser ilegítimamente traicionada”. De esto se encarga la obra a continuación.

Primero, ha de quedar claro que la tutela no consiste en la concesión de la ventaja pretendida, sino en el resarcimiento de los daños directamente relacionados con el comportamiento desleal (III. Los efectos del incumplimiento del deber de coherencia). Medina expone con claridad su tesis. Del mismo modo que la buena fe no supone un límite a la autonomía de la voluntad y, por tanto, no obliga al particular a concluir el contrato tras los tratos preliminares, tampoco constituye un límite al principio de legalidad que obligue a la Administración a dictar el acto favorable al interesado. Ahora bien, del mismo modo que se entiende defraudada la confianza del precontrayente si se le ha hecho creer razonablemente que se celebraría el contrato y, sin embargo, se interrumpen las negociaciones, también habrá de entenderse defraudada la confianza del interesado cuando la Administración le hace creer que le proporcionará la ventaja pretendida y, no obstante, esta no se le concede. En ambos casos no cabe pensar, frente a la línea de una errática jurisprudencia, que la infracción de la buena fe obligue a celebrar el contrato o a dictar el acto favorable, pues ha de prevalecer la autonomía de la voluntad o la legalidad, respectivamente. Pero el particular, en atención a la confianza generada, ha podido inmovilizar capitales, realizar gastos o rechazar otras vías de lucro alternativas. Estos daños sí son plenamente imputables a la confianza generada y son los verdaderamente indemnizables.

Sentada esta premisa, se trata de deslindar los supuestos de “confianzas tutelables” (IV. Las confianzas tutelables: características y delimitación de supuestos). No se trata de abordar una imposible delimitación exhaustiva de las hipótesis de responsabilidad por deslealtad –por lo que no será de extrañar que los ejemplos del texto sugieran otros nuevos al lector– sino, como dice el autor, de “descubrir los criterios normativos que la deben gobernar”.

Para que el título de imputación opere debemos situarnos en supuestos en los que la Administración ha generado una verdadera confianza. El carácter objetivo de la buena fe lleva al autor a considerar como parámetro de determinación de esta situación de confianza el comportamiento de la Administración anterior y coetáneo al procedimiento, de modo que sólo haya imputación cuando pueda apreciarse una actuación administrativa contradictoria. Será, pues, totalmente irrelevante la culpa, puesto que estamos ante un parámetro plenamente objetivo (como ocurre, por otra parte, en la paralela responsabilidad precontractual). Ahora bien, no siempre sucede como en la legislación urbanística, que establece ciertos parámetros de coherencia, y, huérfanos de clarificación legal, hemos de acudir a la interpretación adecuada a las circunstancias del concreto sector, fijando un modelo de comportamiento para el mismo.

El autor es contundente al trazar la línea divisoria entre la ilegalidad y la deslealtad: sólo hay responsabilidad por confianza cuando la prestación o ventaja que la Administración no otorga al ciudadano que confiaba en obtenerla no es jurídicamente vinculante. Si la prestación esperada de la Administración tiene naturaleza obligatoria, el incumplimiento genera una responsabilidad plena por la ilegalidad del comportamiento; en cambio, sólo si la ventaja carece de virtualidad obligatoria podrá generarse una confianza susceptible de ser defraudada por la Administración en aras de la legalidad, pero con deber de indemnizar los daños causados.

Tampoco existirá responsabilidad por confianza cuando el acto denegatorio se aparte de “un precedente, de un baremo o de otras actuaciones administrativas” que supongan un agotamiento de la discrecionalidad que coloque el acto adoptado extramuros del margen de apreciación de la Administración. En estos casos, el acto administrativo es igualmente ilegal, pues “no cabe entre los legalmente posibles”. Clarificador es, a estos efectos, el caso del apartamiento del precedente. Como dice Medina –con matices que no es posible detallar aquí–, si el precedente es legal, el acto posterior que se aparta del mismo sin la necesaria justificación es ilegal, por lo que la responsabilidad deriva de la propia irregularidad del acto. En cambio, el caso del precedente administrativo ilegal puede considerarse paradigmático de responsabilidad por confianza, en cuanto se ha generado previamente en el administrado una expectativa razonable de recibir el mismo trato.

La misma ratio aprecia el autor en el otorgamiento ilegal de un acto administrativo favorable (V. El otorgamiento ilegal de un acto administrativo favorable y la protección de la confianza). Sabemos que Ihering configuró el sistema de culpa in contrayendo sustentándola en la hipótesis de ventas de res extra commercium y herencia inexistente. En estos supuestos no podía hablarse cabalmente de la existencia de contrato válido, pero sí de una defraudación de la buena fe en los tratos preparatorios de la que surgiría el deber de indemnizar al otro contrayente los gastos realizados con la esperanza del contrato, colocándole en la situación que tendría de no haberse celebrado el negocio. Es decir, la responsabilidad precontractual puede surgir no sólo cuando el negocio no llega a celebrarse, sino también cuando, celebrado, es declarado nulo o se constituye su anulación.

Medina Alcoz observa una clara analogía entre estos supuestos y los de pérdida de efectos de actos administrativos favorables al administrado al estimarse la impugnación de los mismos por los tribunales o para el caso de simple anulación administrativa de actos favorables (art. 102 LPC). La legalidad obliga en todos estos supuestos a retirar el acto nulo o anulable, pero la adopción del mismo ha generado una confianza cierta al administrado que puede haberle impulsado a realizar desembolsos o descartar definitivamente otras empresas alternativas. Será la confianza defraudada el título de imputación que obligue a la Administración a indemnizar estos perjuicios.

En este y en los demás casos de responsabilidad por deslealtad la Administración vendrá obligada a resarcir el interés negativo, esto es, a colocar al particular en la situación en la que se encontraría si la Administración se hubiera comportado conforme al estándar de comportamiento exigido por la buena fe. El interesado no sólo no habría realizado ciertos desembolsos, puesto que, además, no hubiera rechazado las vías alternativas de negocio que se le ofrecían (VI. Los daños a la confianza). Esto quiere decir que la Administración viene también obligada a indemnizar el coste de oportunidad o el valor del bien o servicio al que se renuncia por la expectativa generada. Medina vuelve a demostrar aquí su sensible conocimiento de la problemática civil subyacente, al abogar expresivamente por la resarcibilidad de este tipo de daño a la confianza. Frente a la tesis de cierto sector civil que excluye la indemnización cuando el negocio alternativo descartado es más rentable que el preferido por la víctima y finalmente frustrado, señala el autor de la obra con el mayor sentido común que “siempre habría sido más provechoso firmar un contrato “malo” que preparar otro “mejor” que nunca se cerró por el comportamiento desleal de la contraparte. Por eso, si la ocasión existe y se demuestra que se habría materializado (en los términos en que se dirá), el precontrayente frustrado tendrá derecho a indemnización”. En su opinión, nos encontraríamos a lo sumo con un hecho concurrente de la víctima que no eliminaría la mayor contribución causal del autor del daño. No hay que olvidar, como dice lúcidamente Medina, que la oportunidad del negocio para la víctima no puede medirse con parámetros exclusivos de rentabilidad económica.

No se le escapan al autor las dificultades que entraña la determinación de este daño, cuya existencia debe conjeturarse con máximas de experiencia que permitan construir un juicio de probabilidad suficiente. Con razón entiende el autor que no cabe equiparar la certeza jurídica a la de las ciencias de la naturaleza y que, acreditada la seria probabilidad del negocio alternativo, ha de regir el principio pro victima consustancial a la tutela resarcitoria.

Siguiendo las magníficas aportaciones de Turco en la doctrina italiana, considera Medina que la carga de la prueba que pesa sobre la víctima se refiere exclusivamente a la abstracta posibilidad de obtener la misma prestación o ventaja en el mercado, acreditando una “posibilidad de lucro alternativa de carácter abstracto”, pues la máxima de experiencia es que “quien dispone de medios los utilice de alguna manera”. La fijación del quantum indemnizatorio ha de quedar probablemente al prudente arbitrio judicial, partiendo de la valoración económica del bien o servicio en el mercado. No obstante, como señala el autor, nada impide que se acredite una oferta en firme de concreto negocio alternativo. Incluso en los casos de que se tratase de una simple invitación a iniciar tratos preliminares, cabría la posibilidad de indemnizar no el perjuicio incierto sino la oportunidad de su obtención (coste de oportunidad).

Con el análisis de estas cuestiones termina el capítulo final.

Tengo el convencimiento de que quien, como yo, concluya la lectura de esta obra sentirá la misma perplejidad que quien esto escribe. Por un lado, la que provoca que después de cuatrocientas páginas de profunda reflexión jurídica, con una clara apuesta por el pensamiento dogmático y conceptual, sin atajos ni trampas, no se sienta ni el más mínimo atisbo de cansancio. Más bien lo contrario. Esto me ratifica en la idea de que cabe combinar el máximo rigor con la fluidez y que, por tanto, quien cansa haciendo dogmática o no sabe escribirla o no sabe lo que escribe. En este punto, el científico del Derecho ha de encontrarle a la institución estudiada su dinamismo, su parte latente, y Luis Medina Alcoz lo ha conseguido plenamente al combinar las peculiaridades que se derivan del carácter público del agente dañoso con el extraordinario atractivo y calado práctico del ágil Derecho de daños. Demuestra el autor que hacer Derecho público no supone recluir el pensamiento en categorías estáticas y endógenas, o lo que es igual, en repetir los lugares comunes con mejor prosa. Es hacer Derecho. Y, del mismo modo que el prologuista de la obra, autor de las bases que Medina retoma y fortalece, éste comprende que sólo desde el dominio del Derecho, en general y sin adjetivos, se puede dar una nueva inyección de vida a un Derecho adjetivado, máxime si es este es un Derecho estatutario.

Por otro lado, sentimos la no menos sorprendente sensación de que no nos quedan rastros de oscuridad y confusión. Con ellas suele disfrazar sus improvisaciones el malabarista jurídico que poco o nada tiene que decir y que aportar, tan habitual en los últimos tiempos. No es este el caso, cualquiera que lea la obra comprenderá bien la apuesta del autor por entroncar sólidamente la institución estudiada en las profundas raíces del Derecho común, las fértiles consecuencias de la comprensión puramente resarcitoria de la misma, la superación de la concepción delincuencial del instituto y sus secuelas doctrinales –con la sorprendente irrupción en nuestro país de la irresarcibilidad del interés legítimo–, la defunción del monismo culpabilístico, o la crítica a la absurda resignación al panobjetivismo, como si no pudieran llenarse con lucidez jurídica los vacíos que deja el legislador.

Precisamente este es un punto donde merece la pena detenerse. Si algo demuestra el permanente contraste entre la experiencia jurídica italiana y la española que plantea Medina Alcoz, es que quizá hayamos cometido en España un imperdonable pecado de suficiencia. Gozando de mejores instrumentos normativos que en Italia para afrontar los problemas que plantea la responsabilidad patrimonial de la Administración, nuestra doctrina no ha sabido encontrar los caminos adecuados para ello, o, mejor dicho, encontrado el camino, ha dejado escapar décadas sin recorrerlo. Es más, quienes se han permitido mirar con cierto desdén, desde el objetivismo de nuestro sistema normativo, los esfuerzos doctrinales italianos por superar el encorsetamiento en el régimen del Codice Civile, quedan en evidencia en esta obra, que demuestra no sólo que nuestras más fecundas aportaciones doctrinales en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración han seguido las vías abiertas por doctrina (civil en muchos casos) italiana, sino que, con sorprendente retraso, nos precipitamos a estancarnos en errores superados en aquel país. La importación silenciosa del dogma de la irresarcibilidad del interés legítimo, superado en Italia desde 1999, es buena prueba de que nuestra supuesta superioridad normativa –no estamos, como los italianos, formalmente encerrados en un sistema general de responsabilidad por culpa– se ha visto truncada por una cierta deficiencia doctrinal, con un menor esfuerzo dogmático.

No es casualidad que la impagable aportación de García de Enterría, Leguina Villa y Villar Palasí, desplazando la antijuridicidad al daño y abriendo el camino a un sistema poligenético, pero en ningún caso ilimitado, de responsabilidad patrimonial, haya calado mejor en los civilistas españoles que en los administrativistas, que hasta esta obra no han sabido recuperar la vía abierta por aquéllos.

Esta obra demuestra precisamente que el largo y difícil camino del estudio dogmático, sin caer en fáciles tentaciones de medio y corto plazo, es la vía adecuada para superar la inseguridad creciente en ciertos ámbitos del Derecho administrativo. Con razón dice el gran maestro que prologa esta obra que en ella se presenta “un jurista plenamente maduro, en posesión de todas las técnicas y los criterios dogmáticos necesarios para iluminar de manera decisiva una de las instituciones centrales del Derecho Administrativo actual, en la cual quizás un cierto aflojamiento de ciertos rigores técnicos estaba pretendiendo presentarla con conceptos injustificadamente inseguros y problemáticos”.

Por eso, porque tiene la virtud de penetrar sin miedo con la luz segura y duradera del método jurídico en el tejido vivo de la institución estudiada, estoy convencido de que estamos ante la que va a ser por mucho tiempo la obra de referencia en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración. Tal es la potencialidad y alcance del Derecho entendido en toda su amplitud –con sus instituciones, sus principios y su método– cuando está en manos de un verdadero jurista, que ha preferido el camino más difícil, pero el único que lleva a lugar seguro: el del paciente estudio de las instituciones que mueven la naturaleza muerta de las normas. Así es como a través del Derecho se solucionan los problemas sociales. Es también de este modo como se demuestra el compromiso personal del jurista con un Derecho más justo e, incluso, es la manera de transmitir a otros profesionales del Derecho –como me ha ocurrido a mí al leer esta monografía– ilusión y entusiasmo. Por eso creo sinceramente que hay mucho que agradecer a Luis Medina Alcoz por darnos esta obra.

* Ignacio Rodríguez Fernández.- Fiscal de la Audiencia Provincial de Huelva.

[1] Hasta el punto que he de confesar que cuando estudiaba Derecho administrativo en tercer curso de licenciatura en la Universidad de Bolonia, esta teoría estuvo a punto de convencerme (y no sólo a mí) y únicamente tras una dura recapacitación lograba sortear sus trampas.

[2] García de Enterría Martínez-Carande, Eduardo, “Sobre la responsabilidad patrimonial del Estado como autor de una ley declarada inconstitucional”, en Revista de Administración Pública. Número 166, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005, p. 102.

[3] En los casos de daños producidos por actos administrativos de irreprochable legalidad (revocación de actos no favorables por motivos de oportunidad, rescate de concesiones…) entiende el profesor Medina que estamos ante operaciones materialmente expropiatorias trasladables a la doctrina del justiprecio, en cuanto las indemnizaciones que surgen en estos casos son plenamente equiparables a las propias del instituto expropiatorio, ya que en ambos casos el daño no es incidental, sino deliberado.

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