DERECHO PENAL

PRINCIPIO EDUCATIVO Y (RE)SOCIALIZACIÓN EN EL DERECHO PENAL JUVENIL. Jaime Couso Salas

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Principio educativo y (re)socialización

EN EL DERECHO PENAL JUVENIL*

Jaime Couso Salas**

En el Derecho penal de adolescentes o de menores se suele partir de la base de que los fines preventivo-especiales juegan en él un papel central, convirtiéndose en lo que lo distingue del Derecho penal aplicado a los adultos. La prevención especial, a su vez, es entendida en términos de la (re)socialización[1] del adolescente, si bien también se la suele asimilar a un objetivo “socioeducativo”[2], es decir, de educación para la vida en sociedad.

Ahora bien, como aclaración inicial para este trabajo, cuando en este contexto se habla de “educación” es claro que con esa expresión no se puede hacer referencia a lo que la pedagogía y las ciencias de la educación entienden por tal. Pues la educación del Derecho penal de adolescentes, como advierte Albrecht (1993: 69) a partir de la experiencia alemana, es entendida primordialmente como un efecto de la pena, ya en el sentido de una intimidación individual (a través del “efecto educativo de la retribución”), ya en el sentido de una “resocialización”. A diferencia de esta educación “a través de pena”, que requiere de –y cuenta con– el contexto coactivo de la justicia penal, la educación de la que se habla en la pedagogía y en las ciencias de la educación aspira al desarrollo de la personalidad, contando con su autonomía y participación, y considerando plenamente su subjetividad. Para ello –agrega Albrecht– también es necesario contar con posibilidades de socialización adecuadas, es decir, circunstancias vitales que permitan un desarrollo de la personalidad, pero la disposición y distribución de tales posibilidades de desarrollo –concluye– es una tarea de política social estatal, no la tarea del derecho penal y la justicia. La “educación” del Derecho penal de adolescentes, en cambio, cuyo único objetivo sostenible desde el punto de vista constitucional es la “dirección parcial del comportamiento, en el sentido de la exigencia de un comportamiento legal. Desde la perspectiva científico-social esto último no es “educación” (socialización) sino exclusivamente control social” (Albrecht, 1990: 108-109).

Por ello, si en el contexto del Derecho penal de adolescentes se seguirá hablando de fines educativos o socioeducativos, habrá que entenderlos en el sentido de la “prevención especial” positiva (“resocialización”).

Hecha esa aclaración, la siguiente pregunta guía esta ponencia: ¿Queda aún un papel para la educación y la (re)socialización en el Derecho penal juvenil tras la crisis de la prevención especial y el giro hacia un garantismo proporcionalista?

La pregunta asume tres supuestos:

  1. Durante buena parte del siglo XX los sistemas de justicia juvenil inspirados en el Tribunal de Menores de Chicago se orientaron, a lo menos en el plano del discurso y la ideología explícita, a la educación y (re)socialización de los menores infractores más que a su justo castigo (Platt, 1982; García Méndez, 1992).
  2. La justicia de menores fracasó en su afán educativo y (re)socializador. Ello fue evidente respecto de uno de sus instrumentos más característicos: los centros de internamiento correccional o de rehabilitación, como incluso los fundadores del movimiento por los tribunales de menores lo reconocieron (Platt, 1982), diagnóstico que en lo fundamental subsiste hasta hoy (Feld, 1999: 272-273; Albrecht, 1993). La medida de educativa y de (re)socialización se mostró, entonces, como una pena y no una acción de bienestar, que por lo demás se imponía sin respetar las garantías constitucionales de los menores de edad (Cantarero Bandrés, 1989; Platt, 1982; Albrecht, 1993).
  3. Desde el fracaso de ese primer modelo, se ha asistido, a lo menos en Estados Unidos, pero también en algunos países de Europa y varios de América Latina, a un giro hacia una justicia juvenil más respetuosa de aquellas garantías, pero también más explícitamente orientada a un castigo justo, proporcional a la gravedad del delito, si bien considerando la menor culpabilidad que puede atribuirse a los menores de edad (Feld, 1999: 253-260; Giménez-Salinas, 1992: 21 ss.; Beloff, 1999).

¿Qué espacio queda para los viejos objetivos educativos y de (re)socialización en este nuevo derecho penal juvenil garantista y proporcionalista?

Para responder a esta pregunta hay que complejizar algo el diagnóstico, complementado los supuestos que acabo de reseñar con una serie de hipótesis que, si bien no es posible fundamentar en este lugar, sí cuentan con cierta plausibilidad:

1ª       La estrategia intervencionista no representó el único camino seguido por los tribunales de menores para procurar la (re)socialización de éstos. Una estrategia alternativa fue la diversión, esto es, la despenalización, evitando que los menores entraran al circuito judicial (donde entran en contacto con un conjunto de prácticas desocializadoras y estigmatizantes, como la detención policial, los interrogatorios, las audiencias, los centros de diagnóstico y las correccionales), y manteniéndolos, en cambio, en sus familias y escuelas, y derivándolos, en ciertos casos, a servicios sociales que les presten asistencia en sus familias y comunidades (Zimring, 2002)[3]. Y si bien en sus inicios, el uso de ambas estrategias, más que competitivo parece haber sido complementario, escogiéndose una u otra para diversos tipos de sujeto, de acuerdo con criterios de clase (Feld, 1999: 73), el caso es que en el largo plazo se aprecia, junto con la versión predominante de un tribunal intervencionista, una variante despenalizadora, que parece haber tenido más convicciones en relación con lo que no hay que hacer con los menores (mantenerlos en la justicia y sus instituciones) que con lo que hay que hacer con ellos. Este uso despenalizador de la justicia de menores no implica necesariamente una renuncia a la idea de la (re)socialización, sino más bien una apuesta a que esta se logre fuera de la justicia, en la familia, la comunidad y los servicios sociales regulares; el objetivo (re)socializador de la justicia juvenil no se lograría fundamentalmente por medio de lo que la justicia de menores hace, sino al contrario, gracias a lo que deja de hacer, o más exactamente, merced a que este sistema de justicia cuenta con instituciones (procesales) que permiten sacar del circuito judicial a un buen número de casos, o evitar que entren a ella, permaneciendo en un espacio más adecuado para socializarse. Desde esta perspectiva, entonces, no es que postule que “nada funciona”[4], sino más precisamente, que no habiendo evidencias de que algo funcione mejor que la familia, la comunidad, la escuela y los servicios sociales normales (y respecto de los centros de internación incluso habiendo evidencias de su efecto contraproducente), el principal objetivo de unas leyes y unos tribunales especiales para menores infractores es evitar que éstos salgan de esos espacios sociales, o favorecer su más pronto regreso a los mismos. Esa actitud político-criminal encuentra hoy en día una justificación criminológica: buena parte de la criminalidad de adolescentes (toda la de bagatela y de “conflicto”) es episódica y remite espontáneamente sin intervención institucional alguna, por lo que esos adolescentes no necesitan una acción educativa o socializadora especial (Albrecht, 1993: 68, 78).

2ª       Las medidas socioeducativas ambulatorias, como la libertad vigilada o “asistida”, que fueron también un instrumento muy importante para el movimiento por los tribunales de menores, ocupan un lugar intermedio entre la estrategia despenalizadora y la intervencionista, y son valoradas (y juzgadas) a partir de ambos puntos de vista: a veces, como una forma de buscar activamente la (re)socialización por medio de la intervención del sistema de justicia juvenil; otras veces, como la única forma practicable de sacar al menor de la justicia y sus instituciones, especialmente la internación (cautelar o como medida de rehabilitación). La decisión de si aquellas medidas son lo uno o lo otro depende de una serie de variables; por ejemplo, de si acaso los asuntos derivados a esos programas les son “arrebatados” a los centros de internación o más bien a la familia, la escuela y los servicios sociales normales (“ampliando –en tal caso– las redes del control”)[5], y también, de si el cumplimiento de la medida viene reforzado por el contexto coactivo de una orden judicial, la amenaza de una sanción por incumplimiento, etc., o si no se apoya en esos elementos sino únicamente en una relación de ayuda construida fuera del contexto judicial, una vez que la justicia ya renunció a la persecución y se desentiende del cumplimiento de esa medida.

3ª       Considerando específicamente el caso de los niños y adolescentes que cometen un delito más o menos leve, en forma ocasional, y que no han tenido contacto con la justicia, el empleo de medidas o sanciones educativas ambulatorias (como la libertad asistida), impuestas en un contexto institucional, como consecuencia o con ocasión de la infracción penal, tiene un significado intervencionista, que sólo puede explicarse por una cierta profesión de fe en la capacidad (re)socializadora de la justicia de menores y sus instituciones, que no es propia de la variante despenalizadora.

4ª       En cambio, considerando los casos de adolescentes que han cometido ya varios delitos o que cometen uno, pero de mayor gravedad, el empleo de medidas socioeducativas ambulatorias (aun si se efectúa en un contexto institucional como lo es la justicia) podría ser visto como una forma de relativa despenalización, pues de no imponerse esas medidas el adolescente podría ser encarcelado.

5ª       El empleo de estas sanciones ambulatorias, en los casos en que tiene signo despenalizador, puede considerarse, además, con efectos educativos o (re)socializadores, en dos sentidos y con dos alcances muy diversos: primero, negativamente, en la medida que, al evitar el encarcelamiento del joven, elude los efectos desocializadores y estigmatizantes asociados a ella; y, segundo, positivamente, pero en una medida que es objeto de un vivo debate, porque podría contribuir a la socialización de adolescentes que cometen delitos bajo condiciones individuales, familiares y sociales que operan como factores de riesgo y predictores de reincidencia (Vásquez González, 2003). A este respecto, el diagnóstico de fracaso de la (re)socialización que afecta a los centros de internación no puede extenderse sin más a estas otras medidas, las ambulatorias.

6ª       La capacidad de las medidas o sanciones ambulatorias de contribuir negativamente a la socialización del adolescente, evitando su encarcelamiento, no se encuentra asegurada ni puede contarse con ella como una cuestión de principio, sino que depende de una cuestión empírica, que da cuenta de su base utilitaria. El argumento utilitario reza: “Estamos dispuestos, como sociedad, a renunciar al castigo puro y duro, a cambio de que el adolescente sea sometido a una medida (re)socializadora que reduzca su peligrosidad delictual, garantizando un comportamiento futuro sin delitos”; y el presupuesto empírico consiste en que realmente las medidas o sanciones ambulatorias ofrezcan una cierta eficacia preventivo-especial, y estén en condiciones de demostrarlas. En todo caso, si la comparación se efectúa con los resultados (normalmente negativos) de las sanciones de encierro, entonces la vara no está demasiado alta: incluso un nulo aporte preventivo-especial (ni aumenta ni disminuye la peligrosidad delictual) podría ser argumentado a favor de las sanciones ambulatorias, si el encarcelamiento asegura un “plus criminógeno” (es decir, una mayor peligrosidad delictual como efecto neto de su empleo); pero esta comparación rara vez se hará de esa manera, pues siempre el encarcelamiento tendrá a su favor su mayor impacto preventivo-general (incluso simbólico), de modo que las sanciones ambulatorias, para ganarse un espacio y conservarlo, se encuentran en la necesidad de demostrar un aporte preventivo-especial, en términos absolutos, es decir, una cierta capacidad de disminuir la reincidencia. Una condición para ello (entre muchas otras) es la capacidad para hacer calzar en forma precisa sujetos con programas, lo que exige procedimientos profesionales de diagnóstico y selección de medidas; la falta de esta capacidad explica en parte el relativo fracaso preventivo-especial de las sanciones penales de adolescentes (Feld, 1999: 281).

7ª       Con todo, el principio educativo y (re)socializador también tiene una cierta capacidad de limitar las penas privativas de libertad, a través de una regulación especial de la ejecución penitenciaria para adolescentes, que suele ser más benigna que para los adultos, en dos sentidos: primero, porque plantea mayores exigencias de infraestructura, equipamiento, oferta programática y calificación del personal en los centros de privación de libertad de adolescentes, exigencias que en algunas jurisdicciones tienen base en un derecho constitucional, especial de los menores de edad, a condiciones que permitan su (re)socialización y, por tanto, que satisfagan un estándar más alto que los centros de adultos (Feld, 1999: 275)[6]; segundo, porque les permite acceder a beneficios penitenciarios, como salidas semanales o diarias, y poner término anticipado a la pena privativa de libertad (suspensión o remisión del resto de pena) o sustituirla por otra menos severa, todo ello con menores exigencias y en plazos absoluta y relativamente más bajos (o sin exigir un plazo de ejecución previo) que los que rigen para los adultos. Un fundamento normativo cualificado para ello se encuentra en el Art. 37.1 de la Convención de Derechos del Niño, que establece el principio según el cual la privación de libertad (cautelar o como sanción) debe emplearse tan sólo como un “último recurso y por el tiempo más breve que proceda”.

8ª       Por lo que respecta a la capacidad de las medidas o sanciones ambulatorias de contribuir positivamente a la socialización de los adolescentes, si bien en alguna medida se da, no hay ninguna base para afirmarla como un efecto general o siquiera mayoritario. La literatura comparada da cuenta de un debate sobre cuál es el saldo neto de las medidas socioeducativas (sobre todo, ambulatorias) en el sentido de su eficacia preventivo-especial. Definida esta en términos de disminución de la reincidencia de los menores que participan en tales programas, las evidencias más confiables dan cuenta de modestos efectos positivos (de entre un 6%[7] y un 10%)[8], que se dan sobre todo en “pequeños programas experimentales, que ofrecen una respuesta intensiva e integral a la multiplicidad de problemas –déficits educativos, disfunción familiar, habilidades interpersonales, sociales y vocacionales inadecuadas, y pobreza– que los menores delincuentes presentan … con servicios proporcionados por personal de salud mental u otro que no sea de la institución de justicia juvenil” (Feld, 1999: 280, haciendo referencia al estudio de Lipsey y Wilson). De hecho, los únicos programas que pueden documentar científicamente un efecto de disminución de la reincidencia, operan bajo condiciones que se corresponden más con servicios de salud mental y consejería integral para el adolescente, su familia, escuela y grupos de pares (Vásquez González, 2003), que con las sanciones ambulatorias estándar como la libertad vigilada o asistida.

9ª       Por su parte, hablando de los centros de internación o de régimen “residencial”, y no obstante los reportes puntuales de programas experimentales que arrojarían resultados positivos en términos de disminución de la reincidencia[9], el diagnóstico de fracaso preventivo-especial es concluyente: la inmensa mayoría de los centros de internación no disminuyen la reincidencia, y están asociados con tasas que bordean el 80%, así como a graves situaciones de hacinamiento, malos tratos y violencia (Albrecht, 1993, 51, 63ss.; Feld, 1999: 272-273).

10ª     Aparte de su relativo déficit de eficacia, las sanciones (re)socializadoras de la justicia penal de adolescentes sufren también de un problema de déficit de legitimidad. Para Kant y Hegel, la pena preventivo-especial, en general, que en cierta forma se dirige a modificar la personalidad del individuo por medio de la fuerza, representaba una lesión de la dignidad humana. La jurisprudencia constitucional alemana, recogiendo esta objeción, niega que el Estado tenga la misión de “mejorar a los ciudadanos”[10]. Es cierto que un punto de vista tradicional admite que con los menores de edad sí serían legítimos los tratamientos no consentidos en el campo del derecho penal para los adultos[11], pero también es cierto que ese punto de visto es anterior al desarrollo de la doctrina de los derechos del niño, como un sujeto de derecho al que debe reconocerse la misma dignidad y autonomía moral que los adultos. La réplica que acude al mandato del Estado de educar a los menores es débil, pues intenta poner en el mismo lugar al concepto de educación, en el sentido de la pedagogía, y a la “educación a través de pena” que impera en el Derecho penal de adolescentes, siendo que ambas nociones, desde el punto de vista filosófico, están en las antípodas (Albrecht, 1993: 72). Si se admite entonces que en la cuestión de la pena preventivo-especial el problema constitucional que afecta a los menores de edad no tiene nada que ver con el derecho a la educación sino con el derecho a la autonomía moral, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, la cuestión del consentimiento del adolescente en el tratamiento (re)educador o (re)socializador se vuelve una exigencia fundamental, tal como lo es para el condenado adulto (Roxin, 1994: par. 3, rn. 38).

11ª     Desde el punto de vista de la teoría de los fines de la pena, los déficit de eficacia y legitimidad de la pena preventivo-especial se han traducido, en el campo del derecho penal de adultos, en su subordinación a los fines preventivo-generales. Esto significa que la decisión positiva de sancionar no puede fundamentarse en la expectativa de (re)socialización o rehabilitación del delincuente, como tampoco puede apoyarse en ella la decisión de imponerle una sanción de mayor duración. Es un punto de vista bastante pacífico en el Derecho penal (Roxin, 1994: par. 3) que esas decisiones sólo pueden apoyarse en consideraciones de prevención general –limitadas por la medida de la culpabilidad individual del autor–, que ya vienen fundamentalmente expresadas en los marcos penales y en las reglas que, basadas en la gravedad del injusto cometido en cada caso, permiten al juez moverse dentro de ese marco o salir de él, en ciertas ocasiones. Dicho de manera más simple, la decisión de sancionar en lugar de no hacerlo sólo puede fundarse en que se trata de un delito de tal gravedad que la justicia no puede “dejarlo pasar”. El propósito de contribuir a la (re)socialización, en cambio, sirve para fundamentar una reducción de la pena o su no ejecución (o, si se quiere, para preferir una pena no privativa de libertad, cuando era posible imponer una que sí lo sea), y con ese efecto, limitador de la pena (no fundamentador de ella), el ideal (re)socializador se convierte en un derecho del condenado, el derecho a la (re)socialización, que en algunos países tiene base constitucional (como en España y Alemania). Un derecho de tal naturaleza se desprende, para los adolescentes, del Artículo 40.1 de la Convención Internacional sobre Derechos del Niño[12], que en varios países latinoamericanos tiene rango constitucional.

12ª     En el Derecho penal de adolescentes, sin embargo, no siempre se asume esa función puramente limitadora de la idea de educación y (re)socialización. Es frecuente, sobre todo en el campo de la criminalidad más leve o de mediana gravedad, que los argumentos preventivo-especiales se empleen para imponer una sanción o medida en casos en que a un adulto no se le habría impuesto, o para imponerle una más intensa en su injerencia en las libertades del adolescente que la que le habría sido impuesta a un adulto (por ejemplo, una libertad asistida en lugar de una multa de poca monta); también se emplean, en general, para negarles ciertas garantías procesales (en Estados Unidos, el juicio por jurados[13] y el derecho a no autoincriminarse)[14], bajo el supuesto de que las medidas de tratamiento (re)socializador no son verdaderas penas (Feld, 1999: 249-250). Ese efecto es denunciado por Albrecht (1993: 68) como la “posición de desprivilegio” (Schlechterstellung) en que el “principio educativo” pone a los menores de edad respecto de los adultos, diagnóstico que incluso admiten en la actualidad antiguos apologetas del principio educativo en el Derecho penal juvenil alemán (68). El mismo diagnóstico se repite en Estados Unidos (Feld, 1999: 284) respecto de los delitos de menor gravedad.

13ª     Otro problema normativo planteado por la pena (re)socializadora en la justicia juvenil viene planteado por consecuencias injustas del proceso de individualización de la sanción, que es consustancial al proyecto preventivo-especial, y que lo convierte en un derecho penal de autor (Albrecht, 1993: 66-67). La individualización de la sanción está asociada con la identificación de factores predictores de criminalidad (o de reincidencia, en este caso). Y resulta que, en el sentido común de los operadores del aparato de justicia juvenil –que emula de forma más rudimentaria las explicaciones criminológicas más en boga–, las mayores probabilidades de delinquir, luego la mayor necesidad de una intervención preventivo-especial, se dan sobre todo en adolescentes de clases bajas, pertenecientes a minorías raciales, con un historial de desventajas socioeconómicas (Vásquez González, 2003). Por ello, la individualización de la pena, al servicio de la idea de (re)socialización, se traduce regularmente en una mayor carga punitiva para ese tipo de adolescentes (Feld, 1999: 73, 266, 269, 284). Así, se produce una tensión compleja: la individualización de la sanción, con criterios de socialización, tiende a proteger más a los jóvenes con más ventajas socioeconómicas, es decir, a quienes tienen más que perder en términos de socialización (inserción escolar y familiar, un futuro promisorio), pero es injusto que quienes, sin responsabilidad de su parte, tienen menos elementos de socialización que puedan protegerse, además, sufran una respuesta penal más intensa. El principio de culpabilidad fundamenta la conclusión inversa, esto es, se debe responde con menor intensidad penal a quienes tienen más desventajas (a mayor condicionamiento de factores contextuales, menor evitabilidad del delito, luego menor culpabilidad y menor perecimiento individual de pena), pero ella rara vez es extraída por los tribunales, si bien es posible contar con algunos notables ejemplos[15] de esa inversión del derecho penal de autor (el derecho penal de culpabilidad atiende ciertamente al autor del delito, pero no para intensificar su carga sobre el más peligroso, sino para no exigir a cada más que lo que podía haber dado).

14ª     Dada su base fundamentalmente utilitaria y sus déficits de eficacia, el principio educativo es del todo insuficiente para limitar las demandas de pena basadas en criterios de prevención general y para fundar un derecho penal de adolescentes más justo y racional. Junto a él, y probablemente con un papel de mayor importancia, el principio de culpabilidad y el principio de reparación y conciliación entre autor y víctima tienen un papel autónomo que cumplir, como otros dos pilares de aquel derecho penal de adolescentes más justo y racional: el principio de culpabilidad, fundamentando siempre una menor responsabilidad (cuando no su exención), y consecuentemente unas penas menos severas, en atención a las menores competencias sociales, capacidad de autocontrol y posibilidades alternativas de comportamiento en los adolescentes, en general, y más aún en los que tienen más desventajas; y, el principio de reparación y conciliación entre autor y víctima, sirviendo de base para una búsqueda activa de entendimiento y acuerdo entre ellos y para una solución reparatoria (material o simbólica) que, idealmente, vaya acompañada de un sobreseimiento de la causa, como una mejor forma de resolver el conflicto surgido a partir del delito.

A partir de este diagnóstico de la situación en que se encuentra la educación y (re)socialización en la justicia juvenil, ¿queda un espacio para ella en un derecho penal de adolescentes que transita hacia una mayor atención a las garantías y a la proporcionalidad entre la gravedad del delito y la severidad de la sanción? Ciertamente sí queda un espacio, pero a estas alturas esa no es la pregunta más relevante de responder. No se trata ya de la cuestión de si queda un espacio a la idea de educación y socialización en el derecho penal de adolescentes, sino más precisamente de cuáles son –en vista de aquellos modestos resultados– los “usos” de la idea de educación y socialización que es razonable y legítimo promover y cuáles no lo son.

En mi opinión, del diagnóstico que he ofrecido pueden derivarse las siguientes tesis sobre la razonabilidad y legitimidad de los usos del ideal (re)socializador en el derecho penal de adolescentes.

Primera tesis: El ideal (re)socializador debe usarse, en el derecho penal de adolescentes, primariamente como un argumento despenalizador, que sirva para dejar de intervenir penalmente en casos en que es preferible y posible mantener al adolescente en un espacio social normal, evitando el contacto con la justicia y sus instituciones, que normalmente entorpecen o ponen en riesgo la socialización de niños y adolescentes, en lugar de favorecerla. Esa debe ser la primera prioridad, por lo menos en los casos de la criminalidad más o menos leve de carácter ocasional.

Segunda tesis: La despenalización orientada a la socialización puede traducirse en una derivación del caso a servicios sociales o de protección a la infancia y la familia (y de terapia, en su caso), siempre que existan necesidades especiales de apoyo a su educación o socialización que así lo justifiquen. La comisión de un delito no es sinónimo de necesidad de educación y socialización, si se admite la hipótesis de que buena parte de la criminalidad de adolescentes es episódica y remite espontáneamente sin intervención institucional alguna. En cualquier caso, si se opta por hacer una derivación a los servicios sociales o de protección, no habrá verdadera despenalización si estos servicios materialmente desempeñan un rol punitivo, lo que seguramente ocurrirá cuando se trata de servicios especialmente diseñados para niños y adolescentes “problemáticos”, que restringen de cualquier modo la libertad de estos.

Tercera tesis: Cuando el sistema de justicia decide intervenir respecto de un adolescente infractor (lo que sólo podrá fundarse en que se trata de un hecho que la justicia no está dispuesta a “dejar pasar”), entonces el ideal (re)socializador debe servir como un argumento para reducir la intensidad de la intervención penal: especialmente, para fundamentar la elección de una sanción ambulatoria, no obstante tratarse de un delito que por su gravedad admite ser sancionado con una que sí lo sea.

Corolario: si el derecho penal de adolescentes se diferencia del derecho penal de adultos (entre otros aspectos) por la importancia que asigna al principio educativo y (re)socializador, y este principio, a su vez, tiene signo despenalizador o por lo menos limitador de la sanción, entonces nunca será posible en nombre de aquel principio imponer una sanción a un adolescente en un caso en que al adulto no se le habría impuesto, ni imponerle una más severa o intensa que la que le habría correspondido al adulto.

Cuarta tesis: La necesidad de seleccionar una sanción ambulatoria orientada a la prevención especial, que tenga posibilidades reales de ser eficaz, permite y exige individualizar la sanción –con fundamento en el principio educativo– sobre la base de las características específicas del autor y su situación familiar y social, a las que la sanción debe adaptarse (como condición de eficacia). No obstante, debe evitarse una praxis discriminatoria en contra de los adolescentes cuyas circunstancias de vida podrían fundamentar una mayor necesidad de intervención. Para ello, el principio de culpabilidad establece restricciones severas que, inclusive, fundamentan la consecuencia contraria: una sanción menos severa e intensa.

Quinta tesis: Dado que únicamente está justificado emplear el principio educativo como un límite para la intervención penal, no corresponde recurrir a sanciones, ni siquiera ambulatorias, si es posible prescindir de toda sanción a través de un proceso de conciliación entre el autor y la víctima, acompañado en su caso de una reparación material o simbólica.

Sexta tesis: Si nada de lo anterior es posible, y se va a imponer una sanción privativa de libertad, el principio educativo y (re)socializador, lejos de emplearse para justificar la imposición coactiva de un tratamiento a los adolescentes internos, que violentaría su autonomía moral, tiene un papel fundamental que cumplir en materia de ejecución penitenciaria, fundamentando una regulación más benigna en materia de las condiciones de encierro (infraestructura, equipamiento, oferta programática, calificación del personal, etc.) y de beneficios penitenciarios (menos requisitos y un plazo más breve –o ningún plazo previo– para acceder a salidas semanales y diarias, suspensión y remisión del resto de la pena, sustitución de la misma por otra menos severa, etc.).

Como consecuencia de todo lo anterior, el principio educativo y (re)socializador impone un cierto orden de prioridad en el recurso a las diversas alternativas de resolución de un caso de delincuencia juvenil (Couso et al., 1999):

  • primera opción, desestimar la causa, dejando de intervenir, para no entorpecer o poner en peligro el proceso de socialización del niño o adolescente;
  • segunda opción, desestimar el caso en la justicia juvenil y derivar el asunto a los servicios sociales regulares y de protección (o terapia) de la infancia y la familia, cuando el adolescente tiene necesidades educativas y de socialización insatisfechas que requieren alguna intervención institucional, que jamás podrá ser sanción encubierta;
  • tercera opción, procurar un entendimiento entre el adolescente autor y la víctima, que conduzca en su caso a una reparación;
  • cuarta opción: imponer una medida o sanción ambulatoria, orientada a reducir la posibilidad de un futuro comportamiento delictual;
  • quinta opción (como “último recurso y por el menor tiempo posible), imponer una sanción privativa de libertad, en condiciones privilegiadas en comparación con otros centros, y planteándose desde el primer momento la posibilidad de reducir su impacto negativo para la socialización a través de beneficios penitenciarios.

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* Este trabajo corresponde a una versión ampliada de la conferencia ofrecida por el autor el 30 de marzo de 2006 en Oaxaca, México, en el “Foro Justicia en Materia de Menores Infractores”, organizado por el Consejo de Tutela del Estado de Oaxaca y auspiciado por la Unión Europea y el Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), de México.

** Licenciado en Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Doctor en Derecho de la Universidad de Sevilla y Profesor-Investigador del Centro de Investigaciones Jurídicas de la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales.

1 En este trabajo no me referiré a lo impropio de la expresión “resocialización”, que asume una serie de supuestos muy discutibles acerca de la situación del adolescente infractor y su relación con el sistema social. Tampoco ahondaré –aunque sí haré una referencia a la cuestión– en lo impropio del uso de la expresión “educación” en el marco del Derecho penal de adolescentes, donde tiene una significación que la aleja radicalmente de su significado científico-social (Albrecht, 1993: 72-73). Para más detalles sobre esta incompatibilidad entre la educación propia de la pedagogía y el Derecho penal de adolescentes, véase Couso (1998).

[2] La Ley N° 20.084, que establece un sistema de responsabilidad penal de los adolescentes, al hablar de los fines de las sanciones, explícitamente se refiere su carácter “socioeducativo” (Art. 20).

[3] Albrecht niega que en Alemania haya existido un efecto despenalizador derivado del movimiento por los tribunales de menores (1993: 77).

[4] Como lo anunciara polémicamente Martinson en 1974, al evaluar críticamente un amplio espectro de programas de rehabilitación, en el marco de un estudio destinado a indagar “What works?” en esa materia. Su conclusión (“nothing works”), reproducida como slogan a partir de entonces, se convirtió en un símbolo de la crisis de las ideas (re)socializadoras que comienza a acusarse ya por esos años (Feld, 1999).

[5] Como lo postulara Cohen, en el Reino Unido, respecto de las sanciones de base comunitaria, que, lejos de reemplazar a la cárcel por estas sanciones más benignas y orientadas a la reinserción, reclutaban su clientela de un segmento de criminalidad más bien insignificante, que antes no eran objeto de control alguno (Cohen, 1985).

[6] Sobre la base de ese derecho, en Estados Unidos se han presentado demandas judiciales en contra de centros de internación de menores, por denegar el “derecho al tratamiento”, como un aspecto de la garantía del debido proceso (14ª enmienda), o por violar la prohibición (8ª enmienda) de penas crueles e inusuales. Pero los menores tienen reconocido, en la jurisdicción federal de Estados Unidos, un “interés, basado en el debido proceso, en ser libres de restricciones físicas innecesarias, que les da derecho a un escrutinio más minucioso de las condiciones de encierro que el que se concede a los condenados adultos” (en Feld, 1999: 275). El fundamento mediato de ese estándar más alto a favor de los menores se encuentra en la doctrina de la Corte Suprema de Estados Unidos, según el cual, cuando el Estado encarcela a una persona con el propósito de tratarla o rehabilitarla, la garantía del debido proceso exige que las condiciones de encierro guarden una relación razonable con el propósito para el cual fue confinada (Youngberg v. Romeo, 457 U.S. 307 (1982), que recayó en un caso de un adulto con retraso mental). Esa doctrina fue desarrollada por una corte federal, para el caso de un centro de internación de menores (Alexander S. v. Boyd 876 F. Supp. 773 (1995), fallo disponible en www.jurisprudenciainfancia.udp.cl), que explícitamente señala que el estándar para los menores es el debido proceso (en relación con el derecho al tratamiento) y no simplemente la prohibición de penas crueles o inusuales (que se aplica a los adultos).

[7] Según un comprehensivo metaanálisis de Lipsey y Wilson, publicado en 1998, sobre la base de 200 estudios sobre intervenciones con infractores graves, según el cual “el efecto promedio de las intervenciones fue positivo, estadísticamente significativo y equivalente a una reducción de reincidencia de aproximadamente 6%, por ejemplo, de 50% a 44%” (citado por Feld, 1999: 279-280).

[8] Redondo, citado por Cillero (2003: 18).

[9] Ello ocurriría en algunos tipos de programas, por ejemplo, los de habilidades interpersonales, y los programas familiares, de training y de comportamiento. Este tipo de programas, según el mismo estudio de Lipsey y Wilson, redujeron las tasas de reincidencia para jóvenes institucionalizados y no-institucionalizados en un 15 a un 20 por ciento, si bien muchos de esos efectos de tratamiento se basaron en hallazgos obtenidos de un número muy pequeños de estudios (3 a 6 casos) (en Feld, 1999: 280)

[10] Citada por Roxin (1994: par. 3, rn. 17 y 38).

[11] Es significativo el hecho de que el Tribunal Constitucional Federal alemán, a propósito de la pena preventivo-especial, expresamente prohíbe la educación compulsiva “en la medida que afecte el núcleo intangible de la personalidad de un adulto” (en Roxin, 1994, par. 3, rn. 17).

[12] Que reconoce a todo niño (persona menor de dieciocho años) el “derecho … a ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad”.

[13] McKeiver v. Pennsylvania, 403 US 528 (1971), que supone una diferencia entre el tratamiento a los delincuentes y el castigo de los criminales, y la emplea como la principal justificación para negar a los menores el derecho a juicio por jurados (Feld, 1999: 246). Sin embargo, de “un examen crítico de las cláusulas sobre objetivos legales, de las opiniones del tribunal, de las leyes que regulan la determinación de sanciones a menores, de las prácticas sancionatorias de los tribunales, de las condiciones del encierro institucional y de las evaluaciones sobre eficacia del tratamiento” resulta que no es cierto que ambos sistemas “apuntan a diferentes direcciones” … “Más bien, estos diversos indicadores revelan en forma consistente que los tribunales de menores castigan a los delincuentes por sus delitos en forma creciente y explícita” (Feld, 1999: 250-251).

[14] Allen v. Illinois, 478 US 364 (1986).

[15] Paradigmática, en este sentido, es la sentencia Nº 591-F-97, del Tribunal de Casación Penal de Costa Rica, emitida en una causa penal de adolescentes.

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