DERECHO ADMINISTRATIVO

NULIDAD Y DEMOCRACIA EN LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL. Raúl Letelier Wartenberg y Matteo Nicolilli

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Nulidad y Democracia en la

Justicia Constitucional

Raúl Letelier Wartenberg* y Matteo Nicolini**

“Cuando yo uso una palabra” –dijo Humpty Dumpty en un tono más bien desdeñoso– “esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique. Ni más ni menos.”

“La cuestión está” –dijo Alicia– “en si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.”

“La cuestión está” –dijo Humpty Dumpty– “en quién es el que manda. Eso es todo.”

Lewis Carrol. A través del espejo, cap. VI

  1. INTRODUCCIÓN

Nuestro actual sistema de justicia constitucional contiene diversas particularidades que lo transforman en un sistema bastante especial dentro de la órbita de los sistemas conocidos. No parece, sin embargo, que estas características sean fruto de un estudio de las posibilidades que se tenían en materia de justicia constitucional, sino más bien, constituyen opciones de consenso entre los agentes participantes, sin una organicidad definida previamente[1]. De ahí que aunque haya funcionado de una forma razonable no sean menos las voces que reclaman su modificación.

Como sabemos, el juicio de constitucionalidad a la voluntad legislativa puede realizarse en la actualidad teóricamente en dos momentos. En un primer momento, puede efectuarse un control a priori por un órgano especial llamado Tribunal Constitucional, a través de una resolución con efectos supresivos de la parte considerada en infracción. En un segundo momento, el órgano superior del sistema judicial chileno puede, a través de una resolución con efectos sólo para el caso concreto, inaplicar el precepto legal que considera en infracción constitucional.

Siguiendo una tendencia más o menos difundida en América Latina y concretizada anteriormente en diversos países europeos, se pretende hoy modificar el control a posteriori de la ley, trasladando la ejecución de esa competencia al Tribunal Constitucional y generando, luego de cumplir ciertos requisitos, una “eliminación” de la norma considerada por éste inconstitucional. Todo ello en base a una fundamentación que parece bastante obvia y que ha sido una de las críticas más contundentes a nuestro modelo de inaplicación concreta, cual es la falta de uniformidad en la interpretación constitucional y la ausencia de seguridad en el sistema jurídico, al existir una ley que se supone válida (en cuanto aparece reconocida socialmente como vigente), pero que ha sido inaplicada precisamente cuando quiere desplegar su validez en un caso concreto[2]. Por otra parte, la situación actual obliga a los afectados por la norma a interponer el respectivo recurso de inaplicabilidad para beneficiarse de aquella interpretación constitucional, con lo cual se generan situaciones en que para algunos casos la norma tiene aplicación y para otros no. Así las cosas, nada más sensato que, ante el evento de constatar esta inconsistencia de una forma más o menos reiterada, la norma en infracción sea expulsada del sistema jurídico para que el problema no se continúe planteando, los beneficiados se aprovechen de esta única resolución y persista la anhelada coherencia del sistema jurídico, manteniéndose firme aquella “cadena de validez” que lo sostiene. El Segundo Informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento recaído en dos proyectos de reforma constitucional[3] presentados por dos grupos de parlamentarios, consideró como necesaria la traslación del conocimiento del recurso de inaplicabilidad al Tribunal Constitucional y la adición de una norma que indicara que “después de tres fallos uniformes, el Tribunal, por los dos tercios de sus miembros, en pleno, de oficio o a petición de parte, declarará la inconstitucionalidad del precepto legal respectivo, con efectos generales.” Del mismo modo, se solicitó añadir otra norma que indicara que “las sentencias que declaren la inconstitucionalidad respecto del todo o parte de una ley o de un decreto con fuerza de ley del cual la Contraloría hubiera tomado razón, se publicarán en el Diario Oficial dentro de los tres días siguientes a su dictación y la norma declarada inconstitucional se entenderá derogada desde dicha publicación.”

Se discutió en el seno de la Comisión acerca de los fundamentos y efectos que debían serle atribuidos a la sentencia que declarase la “expulsión” de la norma del sistema jurídico. Una visión sobre ello fue expuesta por Otero, para quien el fundamento primero de esta decisión se encontraba en el Art. 7º de la Constitución, por cuanto “las disposiciones de una ley o decreto supremo que vulneren o infrinjan una determinada norma constitucional, no adquieren ni pueden adquirir la calidad ni el imperio de una norma jurídica válida, por cuanto adolecen de nulidad de derecho público.” Dicha nulidad produciría el efecto de ineficacia total del acto jurídico, sea éste ley, decreto supremo, sentencia judicial, contrato o acto de autoridad, es decir, el efecto propio de la nulidad, cual es que el acto nulo no produce efecto jurídico alguno. Del mismo modo, indicó que la nulidad que se declara es de derecho público, imprescriptible e insubsanable, dado el claro texto constitucional que dispone que “todo acto en contravención a este artículo es nulo…”, por lo que “si la norma del proyecto de ley, de la ley o del decreto supremo es declarada inconstitucional, tal norma es nula y no puede convertirse en ley y menos producir el efecto de tal”[4].

La forma de eliminación de la norma a la cual hace referencia Otero es naturalmente la construcción derivada de aquella supuesta herencia romana del nullum est negotium; nihil actum est, es decir, la declaración de la nulidad de la ley inconstitucional, que no es otra cosa que el reconocimiento que aquella ley ab initio no ha podido generar efectos válidos en el sistema jurídico, y, por ende, resultaría necesario extraer tanto aquella supuesta fuente, como los efectos que ella aparentemente generó[5]. A ello agrega un carácter de ser una nulidad de derecho público, indicativa –al parecer– de una supuesta mayor gravedad que la referida a las nulidades de derecho privado. Esta visión, sostenida también por otros autores como operativa para la teoría de la invalidez de actos administrativos[6], es –como luego veremos– sólo una primera y reducida aproximación al fenómeno de la eliminación de la norma legal, hoy en día más que superada, tal como también lo ha sido la relativa a la invalidez de actos administrativos, en cuanto a los efectos que estos autores pretendían otorgarle a aquella invalidez[7].

Finalmente, nada mejor para efectuar la contrastación entre la Constitución y la norma legal y para determinar la supresión de los efectos que la norma inconstitucional generó, que un órgano jurisdicente, el cual, a través de un juicio imparcial, y efectuando una labor de marcada visión judicial, no realizará otro ejercicio que una interpretación de la norma fundamental, y, con ella, un ejercicio de encuadramiento de la inferior dentro de su ámbito. Ya lo indicó ante la misma Comisión el H. senador Aburto, cuando señalara que la Comisión de Estudios de la Constitución de 1980 habría aceptado la idea que el Tribunal Constitucional se integrara sólo por jueces profesionales, considerando que ese predicamento estaba afirmado en la conciencia de las personas de que “allí debieran llegar jueces y no políticos, por cuanto debe preservarse la imagen de que hay una justicia constitucional especial, independiente, imparcial, autónoma, que da garantía de independencia moral por parte de quienes la ejercen”, es decir, puntualizó, “un sistema de jueces”[8].

Este esquema que aparece tan natural y coherente esconde uno de los mayores océanos del pensamiento constitucional del último siglo. El sistema de “eliminación” de la norma declarada en contravención ha ido perfilando la competencia asignada a los tribunales constitucionales, poniendo de relieve la importancia de esta asignación de competencia y dando lugar a un vasto debate acerca de la legitimación para adoptar esta decisión. Ya lo decía el ministro de nuestro Tribunal Constitucional, Eugenio Valenzuela Somarriva, cuando indicaba que “lo más grave que puede hacer un ministro en un tribunal de esta índole es dejar sin efecto una ley vigente que fue aprobada por los poderes ejecutivo y legislativo, lo cual puede convertirse en algo irreversible”[9].

Las consideraciones siguientes pretenden exponer brevemente los contornos que esta competencia de “expulsión” está alcanzando en los sistemas que ya la contemplan y, junto con ello, desenterrar la discusión –algo añeja– de la legitimación democrática del ejercicio de dicha competencia.

  1. LA “EXPULSIÓN” DE LA NORMA DEL SISTEMA JURÍDICO

La noción de “expulsión” de la norma jurídica inconstitucional no es sino una consecuencia de la estructura kelseniana, tanto del sistema jurídico escalonado como de su posterior visión de los límites al legislador y de la forma en que estos límites deben ser concretizados.

Determinada una relación de validez entre las diversas normas que componen el sistema jurídico, la deducción de un sistema de nulificación de aquéllas en contravención con las que les sirven de soporte, era el paso necesario en la concreción de la denominada defensa de la Constitución. Dicho paso se llevó a cabo a través de la creación del Tribunal Constitucional austriaco en octubre de 1920 por la Constitución de ese país, la cual, en su artículo 140, limitaba la competencia de este órgano a un control abstracto de leyes (independiente de un caso concreto), por el cual se expulsaban del ordenamiento aquellas normas consideradas por el tribunal como contrarias a la Constitución.

Esta competencia eliminatoria fue ejercida hasta la década de los ochenta con un fuerte recato debido, principalmente, al fuerte positivisimo que –influenciado por la Escuela de Viena– dominaba las sentencias del constitucional. La decisión eliminatoria era sentida como una drástica decisión, por lo que, al menos en esta etapa, ella es adoptada como una opción última. Se ha llegado incluso a hablar de un hiperpositivismo de la jurisprudencia constitucional austriaca “anclada demasiado tiempo a Kelsen en el rechazo a principios de contenidos y contornos imprecisos como los de “justicia, libertad o igualdad”, que pudieran servir de parámetros a un Tribunal Constitucional para decidir sobre la constitucionalidad de una ley”[10].

Sin embargo, a lo largo del desarrollo del sistema kelseniano, la deferencia judicial hacia la ley irá disminuyendo paulatinamente, sobre todo una vez que se consolide la idea de los derechos fundamentales y se transformen ellos en el objeto de protección primero de la jurisdicción constitucional. El aumento de las normas afectas a estos controles irá desviando la atención, no ya a la legitimación de la potestad anulatoria, sino a los efectos de este ejercicio. Así, hoy en día, el análisis del orden social y jurídico resultante tras la eliminación de la norma considerada contraria a la Constitución es una de las principales temáticas de estudio y discusión en el moderno derecho constitucional europeo.

Examinaremos a continuación los dos principales efectos que pueden serle atribuidos a la sentencia de expulsión de la norma en contravención, exhibiendo someramente la delimitación de esta competencia y los problemas que ambos contienen, para luego considerar un enfoque diverso a los hasta ahora sostenidos.

II.1.  La nulidad como forma de “expulsión”

de la norma inconstitucional

Aquella primera y reducida aproximación que efectuaba Otero y que relatáramos en la introducción de este trabajo podría ser considerada bastante coherente toda vez que puede ser aplicada a todo tipo de actos potestativos. Así, cualquier acto que emanase del poder público y que fuese considerado como contrario a la Constitución, no sólo debe ser eliminado del sistema jurídico, sino que, además, no puede haber producido efectos sostenibles en el tiempo.

La indicada coherencia de este modelo anulatorio ha hecho que sea el asumido en algunas legislaciones comparadas. El Art. 39 de la Ley Orgánica 2/1979 del Tribunal Constitucional español, por ejemplo, indica que “cuando la sentencia declare la inconstitucionalidad, declarará igualmente la nulidad de los preceptos impugnados…”. Dicho Tribunal Constitucional ha sostenido en diversas resoluciones que el efecto de sus sentencias de expulsión de una norma inconstitucional es naturalmente el de la nulidad, poseyendo esta última efectos ex tunc, debido a que esta situación representa la mayor infracción posible al ordenamiento jurídico. Ello se ve además reafirmado cuando el mismo tribunal indica, por una parte, que su función es meramente declarativa de una nulidad a radice o ex origine[11], y, por otra, que éste era el modelo aceptado en las legislaciones que sirvieron de referencia a la española.

De ahí entonces que el esquema pueda cerrarse al contemplar una sanción coherente que declara una nulidad existente y que elimina todos los efectos posibles que la norma inconstitucional pudo haber sustentado.

Sin embargo, la aparente sencillez de este esquema argumental basado en un modelo anulatorio fracasa a poco andar, pues contiene una rigidez inoperante con los complejos efectos que una ley puede haber desplegado en el tiempo y las necesidades sociales que el mismo sistema jurídico protege.

Un caso real podría ilustrar la referida idea. Una ley sobre conservación de espacios naturales y flora y fauna silvestres otorgó determinada protección ambiental y cultural a un determinado sector territorial. Recurrida de inconstitucionalidad, el Tribunal Constitucional consideró que la norma era inconstitucional, principalmente por motivos competenciales. Ello ocasionaba que, en caso de declararse nula la referida norma, se produjera la desprotección del sector y la posibilidad de que cualquier persona pudiera ejecutar actos en el lugar como si fuese un sector privado, situación que no era la querida ni siquiera por el recurrente. La situación es, como puede apreciarse, compleja; el Tribunal se ve enfrentado a la disyuntiva de que si se anula se desprotege. La solución no puede ser sino la distorsión del modelo de nulidad para postergar sus efectos: establecer que mientras no se dicte la norma que efectúe la protección respetando las competencias, la ley “inconstitucional” seguirá vigente[12].

En otro caso, una norma otorgó un beneficio social a toda “viuda”. La ley fue impugnada por discriminación en razón de sexo. El Tribunal Constitucional español constató la inconstitucionalidad; pero ¿que debía hacer? ¿Anular la ley y dejar a todos sin el beneficio? ¿Modificar la redacción de la ley e incorporar el concepto “viudo”? Naturalmente, optó por esta última solución que a la sazón parecía más justa y conforme a su función. En otro caso de discriminación, la norma sólo se refería a los “casados”, excluyendo a las parejas de hecho. ¿Qué hacer de nuevo? ¿Anular o re-redactar? ¿O decir que donde dice casados deben tenerse por incorporadas a estas parejas? En una sentencia interesantísima, el Tribunal Constitucional de Sudáfrica analizó un precepto legal que daba beneficios en materia de inmigración a “esposos” y no a otro tipo de “parejas”, preguntándose tanto acerca de la inconstitucionalidad que ello comportaría como a la forma en que ésta debía solucionarse. La sentencia consideró inconstitucional la sola consideración a los esposos e indicó una curiosa forma de solucionar el asunto: donde dice una cosa debe, “desde ahora”, “leerse además” otra[13].

Estos casos son sólo una muestra de los muchos en los que fracasa el modelo de nulidad como hoy lo entendemos, y en los que parece ser necesario que el Tribunal Constitucional adopte otras actitudes y, por ende, autogenere otras competencias reparatorias diversas a las derivadas de una simple “vuelta al estado anterior” de constitucionalidad. Parece ser que no es tan fácil decir que aquella ley no ha adquirido ni puede adquirir la calidad ni el imperio de una norma jurídica válida, ni tampoco que declarada la disconformidad con la Constitución deban eliminarse todos los efectos que aquella norma generó.

En los hechos los tribunales constitucionales han asumido aquellas otras funciones eliminatorias y reparatorias, reprochándoseles en algunas ocasiones esta actitud y alabándola en otras. Esta superación de la visión anulatoria se ha llevado a cabo –al menos en los tribunales alemán, italiano y español– en una primera forma, ampliándose la competencia de anulación y atenuándose, por ende, la congruencia entre inconstitucionalidad y decisión anulatoria y, en una segunda forma, alterándose los efectos temporales de la nulidad. Un somero examen de estas tendencias nos podrá ilustrar los límites que hoy presentan las competencias “eliminatorias” de los tribunales constitucionales:

II.1.1. Ampliación de la competencia de anulación.

Disminución de la congruencia entre inconstitucionalidad y

decisión anulatoria

 

Una de las principales fórmulas de ampliación de esta competencia se ha verificado cuando el Tribunal Constitucional crea, en su declaración de aceptación o rechazo de la pretensión procesal de control de constitucionalidad, una norma no comprendida en el ordenamiento legal que se encuentra controlando. Puede que anule el precepto legal sometido a control o puede que no lo haga, mas, producto de su decisión, genera una norma jurídica diversa a la controlada. Este tipo de actuación ha dado origen a lo que suele denominarse sentencias aditivas[14]. Esta adición puede realizarse de diversas formas, para lo cual, con fines estrictamente expositivos, podemos ordenarlas en los siguientes grupos:

  1. i)    Directa: Se adiciona en forma directa, cuando la sentencia añade derechamente una palabra al texto legal con el objeto de que la nueva redacción salve la inconstitucionalidad del antiguo. Un ejemplo de ello es el caso, que ya comentáramos, del Art. 160 de la Ley General de la Seguridad Social, en el cual el Tribunal Constitucional español dictó una sentencia cuyo efecto inmediato fue el de añadir la palabra “viudo” junto a la de “viuda” como sujeto reconocido de derecho a pensión de viudedad, luego de que la ley, efectuando una discriminación arbitraria, sólo contemplase el concepto de “viuda”[15]. Normalmente este tipo de sentencias ha pretendido garantizar el derecho de igualdad, incorporando un colectivo que había sido excluido de la regulación legal primitiva. En algunos casos, las nuevas ediciones de textos legales han incorporado derechamente esta nueva expresión.
  1. ii)    Indirecta (sentencia sustitutiva): La adición se hace en forma indirecta cuando lo que se efectúa es una admisión parcial del reclamo de inconstitucionalidad, no eliminando la norma impugnada ni generando una interpretación conforme, sino que alterando el significado de la norma “a través de la declaración de ilegitimidad de aquello que no está previsto en la ley y que tenía que haberlo sido”[16]. Se declara inconstitucional la ley en la parte en que no prevé algo. Un ejemplo de este supuesto es dado por Romboli cuando hace alusión a la declaración de inconstitucionalidad de una disposición de la Ley de Enjuiciamiento Criminal “en la parte en la que no prevé que determinados actos se desarrollen en presencia del defensor del acusado, con el resultado que, tras tal resolución, será obligatoria la presencia del defensor también para llevar a término actividades para las cuales, en la formulación originaria de la ley, no estaba prevista”[17].

Como lo que verdaderamente se efectúa en ambos casos es una creación de un nuevo supuesto legal, la doctrina italiana ha dado en llamar a este fenómeno “creación de una norma sustitutiva” (creative di norme sostitutive). Esta forma de sentencia se ha transformado en un recurso muy utilizado por la Corte Constitucional italiana de forma tal que, cuando se alude a sentencia aditiva, normalmente se hace referencia a este supuesto.

A través de estas providencias –que pertenecen al género de la sentencias manipulativas– la Corte declara la ilegitimidad de una ley con la fórmula “en la parte en que [la ley] prevé x en lugar de y. La estructura de estas decisiones “sustitutivas” es particularmente compleja, pues opera en dos distintos planos: la ley es inconstitucional por lo que “dice” (pars ablatoria) y, además, es inconstitucional por lo que “no dice” (pars adictiva).

La jurisprudencia constitucional italiana ofrece un interesantísimo ejemplo de estas decisiones en las sentencias pronunciadas a propósito del juramento de los testigos contenida en el artículo 251 del Código de Enjuiciamento Civil[18]. El apartado segundo de este artículo establecía, en efecto, que “el juez de la instrucción [probatoria] advierte al testigo de la importancia religiosa y moral del juramento y de las consecuencias penales de sus declaraciones falsas y mentirosas, y lee la fórmula: “consciente de la responsabilidad que a través del juramento asume Usted frente a Dios y a los hombres, jure Usted decir toda la verdad y nada más que la verdad”. El testigo, en pie, presta el juramento pronunciando las palabras: “Lo juro”.

Con una sentencia aditiva la Corte Constitucional declaró, en primer lugar, inconstitucional este apartado “en la parte en que, tras las palabras “el juez de la instrucción advierte al testigo de la importancia religiosa…” y “consciente de la responsabilidad que a través del juramento asume Usted frente de Dios…” no estaba contenida la expresión “si fuese creyente” (sent. n. 117 de 1979). Luego, con la sent. n. 149 de 1995, declaró, con las siguientes características, nuevamente inconstitucional este apartado:

  1. a) en la parte en que prevé que “el juez de la instrucción advierte al testigo de la importancia religiosa, si fuese creyente, y moral del juramento” , por no haber dicho “advierte al testigo de la obligación de decir la verdad” (sentencia sustitutiva primera);
  2. b) en la parte en que prevé que el juez de la instrucción lee la fórmula: “consciente de la responsabilidad que a través del juramento asume Usted frente de Dios y los hombres, jure Usted en decir toda la verdad, nada más que la verdad”, en lugar de establecer que el juez de la instrucción pida al testigo esta delaración: “Consciente de la responsabilidad moral y jurídica que asumo con mis declaraciones, me comprometo a decir toda la verdad y a no esconder nada que yo sepa” (sentencia sustitutiva segunda);
  3. c) en la parte en que prevé: El testigo, en pie, presta el juramento pronunciando las palabras: “Lo juro” (sentencia de inconstitucionalidad reductiva del texto legal).

Como puede examinarse en este ejemplo, el juez constitucional no sólo no ha seguido un modelo anulatorio, sino que ha redactado directamente el nuevo precepto legal a fin de ajustarlo a las exigencias constitucionales.

 

iii)    De principio: En este caso, el tribunal no adiciona una norma de inmediata eficacia jurídica, sino que fija un principio general que debe ejecutarse mediante la intervención del poder legislativo. Aquí la sentencia no tiene una eficacia aditiva inmediata (de ahí que se llame por la doctrina italiana como aditiva no-autoaplicativa), sino que requiere una intervención legislativa expresa. Se ha ocupado este tipo de sentencias en diversas ocasiones al considerar infringido el derecho de igualdad, declarando ciertas cláusulas generales que deben ser cumplidas por el legislador, quien podrá discrecionalmente escoger las medidas a adoptar para ejecutar dicho principio general[19]. Resulta interesante, además, que el principio generado puede ir considerándose por los tribunales ordinarios en decisiones de casos concretos mientras se dicta la respectiva norma legal.

  1. iv)    De principio a plazo cierto (Fristsettzung): Este es un caso igual al anterior, con la diferencia que el tribunal le fija un plazo al poder legislativo en el cual deberá concretizar el principio (“con ocasión de la próxima ley de acompañamiento a los presupuestos o de cualquier modo en la primera ocasión útil para establecer y formular opciones globales de la política presupuestaria”) amenazando con la adopción de “decisiones adecuadas para aquella situación”[20].

Por otra parte, los tribunales constitucionales amplían su competencia cuando efectúan recomendaciones al poder legislativo relativas a normas sobre las cuales tienen ciertas dudas acerca de su constitucionalidad. Estas pueden ser:

  1. i)    Recomendaciones simples: En algunas oportunidades “la Corte considera, por varias razones, que no puede llegar a una decisión de inconstitucionalidad, pero percibe una fuerte incomodidad respecto a la ejecución de los principios constitucionales, por lo cual concluye el proceso con una decisión de rechazo normalmente por falta de fundamentación, pero dirige, en la motivación, una invitación al legislador para que este intervenga regulando de manera diferente la materia y eliminando ciertas incongruencias presentes en la disciplina de la misma”[21]. Estas razones se configuran como impresiones que al Tribunal le merece el asunto.
  1. ii)    Recomendaciones complejas (Appellentscheidungen): En estos casos el tribunal normalmente rechaza la pretensión de control por diversas circunstancias, entre ellas usualmente el respeto a la discrecionalidad del legislador, pero indica la inconstitucionalidad de la norma invitando al legislador a reformular la materia. En este caso no se sabe qué posición adoptará el tribunal en el futuro, ni si seguirá ponderando otros valores para seguir rechazando las pretensiones de constitucionalidad, mas la invitación efectuada suele ser “aceptada” a objeto de evitar futuras complicaciones en la ejecución de norma.

II.1.2. Alteración de los efectos temporales de la nulidad

La segunda forma de modificación de la sanción anulatoria, es la alteración de sus efectos propios. Seguir el modelo normal de nulidad podría traer aparejado en diversos casos un perjuicio social mayor que el que se produce con la sobrevivencia de los efectos de la norma inconstitucional, sobre todo en la aplicación del efecto retroactivo de la sentencia anulatoria. De hecho parece que este efecto es repudiado incluso por los que propugnan el modelo de nulidad. Así, el mismo Otero precisó en la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento que “para evitar el efecto retroactivo de la nulidad debe establecerse que la sentencia sólo producirá efectos para el futuro, después de publicada en el Diario Oficial. Con ello, las sentencias judiciales ejecutoriadas no serán afectadas y todo lo pendiente se resolverá con absoluta prescindencia de la norma declarada inconstitucional”[22]. Está la idea de evitar el efecto retroactivo propio de la nulidad declarada. La duda es ¿por que eliminar este efecto? ¿Acaso no sería justo que, si una ley ha entrado en vigencia hace muy poco, la declaración de eliminación del precepto también pueda beneficiar a los que con ella se han visto afectados? ¿Acaso no es la inaplicabilidad una forma de privar de efectos en forma retroactiva? En verdad, parece que la única razón para no conceder estos efectos es, naturalmente, la idea de seguridad jurídica. Efectivamente, declarar nulas ab initio normas que por años han desplegado efectos no parece colaborar con este bien superior, mas, en otros casos, parece que optar por la inseguridad no resulta tan costoso como para no considerar efectos retroactivos.

El mecanismo utilizado por la jurisprudencia constitucional comparada para hacer frente a la problemática de la retroactividad es el llamado de vacatio de la sentencia o de nulidad diferida[23], consistente en la posibilidad que tienen los tribunales constitucionales de diferir los efectos anulatorios de la ley para un futuro próximo, con el objeto de que no quede una materia desregulada o no se produzca un efecto negativo en algún valor que necesariamente requiera tutela, a fin de otorgarle un plazo al legislativo para que dicte la norma correspondiente[24]. Este sistema, a su vez, puede adoptar diversas modalidades:

 

  1. i)    De simple vacatio o nulidad diferida: Procede en aquellos sistemas que facultan a sus tribunales constitucionales para prorrogar por un plazo fijo o límite la entrada en vigencia de la sentencia. La Constitución austriaca, por ejemplo, posibilita este retardo por un plazo máximo de 18 meses. Lo mismo sucede en Grecia y Albania. En todos ellos la regla es la irretroactividad de la declaración de inconstitucionalidad, produciéndose, por ende, el efecto que la sentencia no entre en vigor ni siquiera inmediatamente de que ha sido pronunciada.
  1. ii)    De inconstitucionalidad firme y nulidad condicionada: En este caso se efectúa una curiosa disociación entre inconstitucionalidad y nulidad. La norma es declarada inconstitucional pero no nula, normalmente advirtiéndole al legislador que para el caso que persista la situación declarará en el futuro la nulidad de la norma. De esta forma, las situaciones consolidadas no se ven afectadas por la declaración, y las futuras sólo se verán afectadas para el evento en que el poder legislativo no cumpla lo solicitado por el tribunal. La jurisprudencia alemana ha sido pionera en estas declaraciones de inconstitucionalidad que no conllevan a la nulidad del precepto (Unverinbarkeitserklärung) pero que exigen la intervención del legislador para remediar ese estado.

iii)    De nulidad futura: Se utiliza la mencionada disociación para que la nulidad no produzca efectos retroactivos, indicándose que para actos firmes anteriores basta la declaración de inconstitucionalidad, mientras que para lo futuro la norma será tanto inconstitucional como nula[25].

  1. iv)    De inconstitucionalidad posible: En este caso, el tribunal considera que el precepto es constitucional pero que, de no mediar intervención del legislador, éste devendrá en inconstitucional. Como se ve, en este supuesto no existen efectos propios de la declaración, pues adopta la forma de un rechazo a la pretensión anulatoria, mas se presenta como firme la necesidad de la intervención legislativa. De alguna manera, este tipo de sentencias generan especies de recomendaciones al legislador, en las cuales aparece la posibilidad que, para el evento en que ellas no sean tomadas en consideración, una futura y determinada ley será considerada nula. Así, en la sentencia 53/1985 de 11 de abril, el Tribunal Constitucional español incluso le indicó al legislativo las garantías que debía incluir en su Ley Orgánica despenalizadora del aborto para ser ésta considerada constitucional.

 

  1. v)    De inconstitucionalidad sobrevenida: En este supuesto se estima que la norma se encontraba conforme a la Constitución al momento de su entrada en vigor, pero que ha devenido inconstitucional con posterioridad. Esta variación en la constitucionalidad del precepto puede deberse, a su vez, a una variación del “parámetro de constitucionalidad” motivado, por ejemplo, por una modificación al texto constitucional o a leyes de relevancia constitucional (como pudieran ser nuestras leyes interpretativas de la Constitución), o por una variación en el significado de la norma en examen debido al progreso tecnológico o al desarrollo socioeconómico. Esta declaración de inconstitucionalidad sobrevenida produce el efecto de considerar las consecuencias de la nulidad sólo después del acaecimiento del hecho sobrevenido. Hay, en este supuesto, una especie de retroactividad limitada. Un interesante caso es el tratado por la Corte Constitucional italiana en la sentencia n. 137 de 1986 que examinaba la ley relativa al otorgamiento de pensión de vejez a la mujer trabajadora y en la cual se fijaba como límite de edad para obtenerla los cincuenta años, diferenciándose del hombre que sólo la conseguía a los sesenta. La Corte no consideró constitucional esta diferenciación, debido principalmente a los profundos cambios en la conciencia y en las costumbres sociales, las cuales –del mismo modo que habilitaron cambios en la regulación del adulterio y concubinato– no consiguen establecer hoy una diferenciación razonable entre hombre y mujer.

 

  1. vi)    De inconstitucionalidad ponderada: En este supuesto se estima que la norma es inconstitucional pero, de ser considerada como tal y produciéndose, por ende, los efectos que le son propios a esta declaración, se produciría una lesión grave en otros intereses y valores que deben ser también custodiados. En este caso, la determinación del momento en que comienza a surtir efecto la declaración de nulidad es casi totalmente discrecional. Sólo la exigencia de razonabilidad se levanta como límite.

Como puede examinarse, la realidad de la actuación de los tribunales constitucionales supera cuantitativa y cualitativamente el modelo de nulidad de la norma inconstitucional. Lo interesante es que pocos dudan de la oportunidad y conveniencia de adoptar estas decisiones llamadas por muchos “manipulativas”, pues seguir el modelo anulatorio podría producir en muchas ocasiones situaciones desastrosas[26]. Por otro lado, limitarse a una decisión anulatoria generaría, en muchos casos, la desprotección de los derechos constitucionales de otros individuos. A tal nivel ha llegado la situación, que se ha planteado una especie de “evolución” del Tribunal Constitucional español “desde una posición de aplicación –más o menos– estricta de las disposiciones de su Ley Orgánica hacia la consideración –al menos por la vía de los hechos– de que, en esta materia, le corresponde a él decidir con libertad a la vista del caso concreto, sin que las previsiones legales supongan un límite para casi nada”[27].

II.2.  La derogación como forma de eliminación

de la norma inconstitucional

Otro de los mecanismos de “eliminación” utilizados en la justicia constitucional es el de la derogación. Por medio de él, el Tribunal Constitucional extrae la norma jurídica del ordenamiento desde el momento en que su decisión es publicada, de la misma forma como lo haría una ley que, por su parte, derogara el precepto. No existe por ello afectación a situaciones regidas con anterioridad. De hecho, aquellos efectos anteriormente producidos son considerados totalmente válidos y protegibles. Así las cosas, el instrumento de la derogación resulta bastante curioso si se examina desde una perspectiva de inconstitucionalidad como vicio de la decisión legislativa. Si la idea que subyace es una de control, no se explica la razón por la cual una norma inconstitucional puede haber producido efectos protegibles por el ordenamiento jurídico y luego sea sólo simplemente eliminada por una decisión, que, aunque con efectos derogatorios, posee la misma calidad que la decisión legislativa (norma inconstitucional) anterior. Aquí la idea de una actividad jurisdiccional tiende a caer y cobra fuerza la idea de un “legislador negativo” proclamada tempranamente por Hans Kelsen. Resulta, entonces, más coherente si se examina la derogación desde una perspectiva de cooperación y no como efecto del control. Es decir, no es que la norma haya sido nula ab initio, sino que ha sido sustituida por una decisión contradictoria de otro órgano de poder, tan válida como la primera. Hay un cambio de razonamiento que produce efectos eliminatorios de una norma jurídica.

La depreciación de la visión anulatoria y/o jurisdiccional fue insinuada desde los comienzos por el creador del sistema concentrado de justicia constitucional, al indicar que el órgano a cargo de esta función no ejerce una función jurisdiccional propiamente tal, toda vez que “anular una ley es enunciar una norma general, dado que la anulación de una ley posee el mismo carácter general que su elaboración, no siendo, por decirlo así, más que la elaboración con un signo negativo y, por tanto, ella misma una función legislativa. Y un tribunal que tiene el poder de anular la ley es, en consecuencia, un órgano del poder legislativo”[28].

De ahí que Kelsen se refiera en innumerables ocasiones al concepto de derogación como efecto de la decisión de inconstitucionalidad del Tribunal Constitucional, adoptada por este curioso legislador negativo[29].

Lo que es claro es que la derogación es siempre para el futuro no pudiendo, por ende, producir efectos retroactivos. La ley derogada ha sido válida anteriormente y sólo ha sido “eliminada” del sistema una vez dictada la resolución derogatoria.

El mismo Otero, aún siendo partidario de una nulidad ab initio, indicaba que la norma respectiva debía ser redactada de la siguiente forma: “El fallo que declare la inconstitucionalidad solicitada deberá ser adoptado con el voto conforme de no menos de la mayoría absoluta del Tribunal, deberá ser publicado en el Diario Oficial dentro de los tres días siguientes a su dictación y la norma declarada inconstitucional se entenderá derogada desde dicha publicación. Esta declaración no producirá efecto retroactivo alguno respecto de las sentencias que se encuentren ejecutoriadas a la fecha de su publicación ni de los derechos válidamente adquiridos durante su vigencia.”[30].

Su idea es natural: huir de los efectos retroactivos que una sentencia acorde con su postulado anulatorio pudiera tener. El problema es que, según la redacción propuesta y pese a que con ella se propone otorgar efectos irretroactivos a la declaración de inconstitucionalidad, se restringe la irretroactividad con la frase “no producirán efecto retroactivo alguno respecto de…”, a dos supuestos: las sentencias ejecutoriadas y los derechos válidamente adquiridos. Por tanto, salvo dichos supuestos, debe entenderse que la declaración produce efectos retroactivos.

Así, respecto al supuesto de sentencias ejecutoriadas[31] cabe indicar que los efectos de la sentencia sí afectarán a aquellos asuntos que todavía no se han iniciado, o que iniciados, no han terminado con sentencia ejecutoriada. Por otra parte, respecto al segundo supuesto se indica que no producirán efectos retroactivos sobre los “derechos válidamente adquiridos durante su vigencia”. El problema es saber ¿cuáles son estos derechos? ¿Los adquiridos en virtud de aquella ley inconstitucional? ¿Los adquiridos por prescripción? ¿Entonces, procedería ésta?

Como se puede apreciar, la idea de la derogación no está exenta de los mismos problemas indicados a propósito de la nulidad y, en verdad, tampoco se diferencia mucho de una nulidad diferida. La derogación también restringe a los tribunales en la determinación de los efectos eliminatorios en tanto que produce efectos estrictos, que, o excluyen la retroactividad o no permiten incluir una norma nueva que reconfigure la ley examinada[32], de tal modo que no será infrecuente que el modelo termine por caer ante la percepción de casos reales. Lo único claro es que con este modelo no hay efectos retroactivos y que su idea más relevante es aquella que entiende el proceso de detección de la norma en infracción no como una constatación de reproche a una decisión popular, sino, más bien, como un proceso complejo de revisión.

II.3.  Un modelo de libre configuración de efectos.

El problema principal

Como hemos examinado, la estructura lógica anulatoria y derogatoria se levantan como un impedimento para el óptimo ejercicio de la jurisdicción constitucional, debiendo ser salvado ya sea por interpretaciones absolutamente rebuscadas o por la derecha omisión de los preceptos que otorgan las referidas competencias.

Hoy, aun cuando diversas legislaciones incorporan como efecto a la declaración de inconstitucionalidad el de anulación del precepto, el respeto a este mandato es totalmente ilusorio, toda vez que, como se ha examinado, en diversas ocasiones a la constatación de la inconstitucionalidad no le sigue necesariamente la de nulidad de la norma. Del mismo modo, aunque las legislaciones sólo otorgan esta competencia anulatoria o derogatoria, los tribunales la amplían o deforman de tal manera que la anulación o derogación constituyen sólo un punto de partida de la jurisdicción constitucional. Parece tomar fuerza en estos casos la idea del Tribunal Constitucional como “legislador positivo” o con voluntad potestativa directa. Por otro lado, parece ser que tampoco existe mucha oposición a la disociación de inconstitucionalidad/nulidad o a esta sorprendente ampliación de potestades. Existe, más bien, una idea de optimización de los resultados del juicio de constitucionalidad que parece prevalecer totalmente.

Hay entonces una idea de relativizar y flexibilizar los efectos de la decisión eliminatoria. En este sentido, escribía Kelsen, a propósito de los efectos temporales de la declaración de inconstitucionalidad, que “el ideal de certeza del derecho exige que la anulabilidad de una norma general irregular tenga normalmente efecto sólo pro futuro, esto es, a partir de la propia anulación. También cabe considerar la posibilidad que la anulación produzca efectos sólo transcurrido un plazo determinado (…) Algunas circunstancias pueden, sin embargo, hacer necesaria la anulación retroactiva. (…) Hay que pensar en un efecto retroactivo excepcional, limitado a algunos ejemplos o a una categoría determinada de casos”[33]. Su idea era precisamente diferenciar para obtener una buena decisión eliminatoria. En algunas oportunidades será óptimo otorgar solamente efectos a futuro, en otras incluso fijar un límite para que ellos se apliquen. Finalmente, en otros casos nada obstará para conceder efectos retroactivos. Lo que interesa es tomar una buena decisión que provoque los menores perjuicios posibles y que organice la nueva situación jurídica de una forma coherente.

La normativa sobre estos efectos contemplada en la Constitución portuguesa es especialmente flexible. Ella reconoce como regla general la retroactividad de la decisión de inconstitucionalidad, mas en su Art. 2824 indica que “por consideraciones de seguridad jurídica, razones de equidad o de interés público excepcionales, que deberán ser fundamentadas, podrá el Tribunal Constitucional fijar los efectos de la inconstitucionalidad o de la ilegalidad con alcances más restringidos que los previstos en los Nos. 1 y 2.”

La manipulación discrecional y razonada de estos efectos es una decisión naturalmente compleja, toda vez que requiere ponderar diversos elementos –muchas veces políticos y sociales– para definir el alcance de la eliminación.

Las razones de seguridad jurídica –siempre indeterminadas– o las de interés público generarán la justificación de un trato desigual entre los afectados por la norma que se considera inconstitucional. La ponderación de estas razones es una tarea en donde más que nunca vemos las particularidades de las competencias atribuidas a los tribunales constitucionales. La posibilidad que sus decisiones puedan ser influidas por la idea de una “ciudad más segura” o de una “ciudad mejor” o la sola necesidad de que su actos generen una optimización de la vida social, revela que el fundamento de su potestad no es una simple entrega de iurisdictio. De alguna forma, se valora la decisión no por una supuesta imparcialidad ni por la forma en como ella se redacta (forma de sentencia), sino que se le valora porque emana de un grupo de personas dispuestas a lograr estos objetivos.

Así las cosas, creemos que el óptimo se alcanza cuando se otorga una mayor flexibilidad en la delimitación de los efectos de la decisión eliminatoria, pues, con ella, se ponderan de mejor manera todos los elementos presentes. Las restricciones a esta potestad sólo obstaculizan la decisión del Tribunal y le imponen la necesidad de tener que efectuar interpretaciones alambicadas para poder sortear una supuesta coherencia impuesta.

Ello, sin embargo, traslada la problemática hacia otro lugar, cual es cómo legitimar estas potestades y así incardinarlas en la distribución de poder que se ha estimado como óptima. ¿Quién se quiere que decida? y ¿cómo se quiere que se decida? parecen ser las preguntas cuyas respuestas con más fuerza se reclaman. Como veremos en lo que sigue, el análisis de la legitimación democrática del juicio de constitucionalidad es el pilar de todo el edificio del sistema de justicia constitucional; una vez clara su posición, muchas de las dudas actuales podrán ser, a lo menos, parcialmente disipadas.

III.  LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL

El mayor debate que se ha sostenido sobre la justicia constitucional no puede ser otro que el de la legitimidad democrática, tanto del juicio como de los tribunales encargados de efectuarlo.

Ya en la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución se abordó la problemática del gran contenido político que presupone esta jurisdicción y la importante afectación de estas materias en el esquema de separación de poderes[34].

Esta idea se encuentra por lo demás presente en los orígenes mismos del constitucionalismo, tanto americano como europeo, y en este último ámbito, ya en el enfrentamiento que a comienzos de siglo tenían Carl Schmitt3[35]y Hans Kelsen[36] curiosamente ambos contestes en la naturaleza política del control de constitucionalidad, y radicadas sus objeciones en el órgano y forma en que debiera ejercerse dicho poder.

El debate está hoy más actual que nunca y resulta necesario seguir sosteniéndolo como el problema básico de este tipo de jurisdicción[37]. Su resolución o ponderación da luces para la adopción de decisiones principalmente relativas a los efectos que se le quieren atribuir a las resoluciones del órgano y a la forma como ellas se legitiman en el sistema jurídico.

En este sentido, gran parte de la doctrina americana persigue la cuestión para poder comprender los límites a los que está sujeta este tipo de jurisdicción o más bien para descubrir los autolímites (selfrestraint) o actitud (v.gr. political questions) que deben imponerse los tribunales cuando la ejercen.

Según Ferreres[38], dos son las grandes razones por las cuales el juicio de constitucionalidad presenta ciertas peculiaridades que lo caracterizan, ameritando por ello una distinta perspectiva en su tratamiento. En un primer lugar, la indeterminación del texto constitucional basada principalmente en la vaguedad del texto fundamental, en la existencia en él de conceptos esencialmente controvertidos y en la concurrencia contradictoria de las normas constitucionales. A esta indeterminación debe añadirse la dignidad democrática del objeto del juicio: la ley.

Si bien normalmente se entiende que algo que caracteriza a las normas constitucionales es la vaguedad de sus expresiones, ello también es compartido, aunque en distintos grados, por las normas legales. En cambio, es algo propio de la Constitución que posea los llamados “conceptos esencialmente controvertidos” (essentially contested concepts), concepto acuñado por la doctrina americana y definidos como “conceptos evaluativos referidos a bienes complejos que pueden ser descritos de diferentes formas, residiendo la utilidad de estos conceptos en la controversia competitiva que generan”[39]. Efectivamente nuestra Carta Magna, como la mayoría, se encuentra plagada de estos conceptos (dignidad, libertad, igualdad, régimen democrático, honor, etc.) de tal manera que se le impone al juez de la constitucionalidad la necesidad de otorgarles un contenido, necesario para efectuar la contrastación con la norma legal[40]. La fijación de este contenido, ante un concepto de tan vasta apertura, no puede sino considerar previamente una dimensión valorativa propia de quien ejerce el contraste. Dicha valoración del contenido constitucional colisiona con la valoración previa que ha debido efectuar el legislador de la norma producida, generando una controversia de valoraciones entre dos agentes de poder, en vez de una contrastación puramente normativa.

Otro de los elementos señalados por Ferreres para caracterizar el juicio de constitucionalidad es la existencia de colisiones entre las normas constitucionales. Un ejemplo evidente es el que sucede en materia de derecho a la honra y libertad de expresión. Dicha colisión no es mirada como contradicción sino como una interrelación entre garantías, debiendo el Tribunal determinar la forma en que ella se concretiza. “El intérprete –indica el mismo autor– no debe tratar las disposiciones en colisión como expresión de reglas sino de principios. Los principios contrapuestos protegen diversos derechos prima facie; el derecho que en definitiva prevalecerá en cada tipo de situación es el que resulte de las reglas específicas que mejor armonicen los distintos principios en presencia. Dado que personas razonables pueden discrepar acerca de cuales son esas reglas, la presencia de colisiones es una importante fuente de indeterminación interpretativa”[41]. La determinación de estas reglas de prevalencia supone también la asignación de un juicio valorativo a la opción, que pudiera no coincidir con aquel presente en la representación popular. Es precisamente esta “especial libertad o discrecionalidad” con la que puede desarrollarse esta elección, lo que caracteriza el juicio de constitucionalidad.

Finalmente, el objeto del juicio no es sino una ley, expresión de la voluntad general, la cual, decretada a través de un órgano de elección periódica –lo que le permite comprender de mejor forma las movilidades valorativas sociales– y por sufragio universal –otorgando mayor legitimidad– hace que el juez de lo constitucional deba tener una especial deferencia hacia ella.

De esta forma, se coloca en evidencia la importante carga valorativa que recae en la interpretación de la norma constitucional, la cual distorsiona el juicio de contraste y lo transforma en un “control de valoraciones”. Ello genera una evidente objeción democrática, toda vez que no existe una capacidad popular de verter valoraciones en el órgano que efectúa el control de constitucionalidad, quien, por su parte, explica su legitimidad precisamente en su imparcialidad valorativa. Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional alemán, de una manera bastante honesta, ha concebido a la Constitución no como un conjunto de normas o principios, sino como un “orden concreto de valores”, que orienta la interpretación y aplicación del derecho, y que desemboca en una “autocomprensión metodológica de los jueces”, no exenta de profundas y problemáticas consecuencias[42].

Por otro lado, también caracteriza al juicio de constitucionalidad la especial noción que tenemos de la Constitución, en el sentido de entenderla como una norma eminentemente política, de tal manera que los conflictos que ocasiona su interpretación normalmente reflejan la lucha de las fuerzas políticas nacionales. Como indica López Guerra, una característica esencial del Derecho Constitucional es “su carácter ineludible e inevitable, de Derecho político. No de Derecho partidista, sino de Derecho que incorpora y “fundamentaliza” opciones de significado político, que suponen elegir una de entre varias alternativas posibles referentes a los fines a perseguir por la comunidad política, y a los medios estimados legítimos disponibles para la consecución de esos fines”[43].

Estos y otros elementos han sido los que han ocasionado el nacimiento de múltiples voces que abogan por generar un “orden” para armonizar el funcionamiento de este especial “juicio” con el régimen democrático, con el objeto de respetar los fundamentos por los cuales ambos se encuentran constituidos.

Esta particularidad de la justicia constitucional parece comprenderse incluso al interior de nuestro Tribunal Constitucional cuando el propio ministro Colombo Campbell se refiere a la naturaleza de sus magistrados, indicando que “no es un juez puro, sino uno vinculado con el fenómeno político porque los conflictos que decide, en gran medida, son políticos, de tal modo que a él no se le pueden aplicar los parámetros que se le ponen a un juez ordinario o de otra naturaleza”[44].

La búsqueda de esta ordenación no podía ser sino coetánea con el nacimiento del sistema del judicial review. Desde el pronunciamiento de la célebre sentencia en el caso Marbury v. Madison (1803) se puso de relieve la excesiva injerencia que podía tener la judicatura en la toma de decisiones políticas[45]. Luego del transcurso de una importante cantidad de años[46] la judicial review mostró toda su intensidad. En la etapa que va desde 1890 a 1937 la Corte Suprema norteamericana, conocida como tribunal del Laissez-Faire por su marcada concepción liberal, reinterpretó la cláusula del debido proceso para generar su concepto del “debido proceso sustantivo y económico” (sustantive economics due process) y así proteger diversos intereses económicos afectados por leyes federales[47]. Dicha tendencia afectó en forma especifica a la legislación dictada por el presidente Roosevelt, declarando inconstitucionales diversas normas que componía su programa político (New Deal). Una vez reelegido por una mayoría abrumadora, amenazó al tribunal con un programa que implicaba su propia reforma (Court Packing Plan), lo que hizo que éste cambiara su actitud y restringiera al máximo su posición liberal[48].

Frente a esto, muchos han sido los que han tratado de ir perfilando las competencias de los tribunales constitucionales para armonizarlas con los valores democráticos. Así, para estructurar este orden, algunos han abogado por la existencia de una Constitución procedimental mediante la cual se proteja, principalmente por vía jurisdiccional, los cauces de toma de decisiones políticas y no otros derechos[49]. Estos cauces o reglas constituirían el límite básico de la actuación parlamentaria. El juez preserva estas reglas que regulan el proceso democrático de generación de las leyes; una vez constatada la regularidad democrática de este proceso, las decisiones que de éste deriven deberán ser especialmente respetadas, en tanto han sido tomadas en ejercicio básico de la soberanía popular, dentro de un proceso democrático debidamente custodiado. Naturalmente, si se rompen los procedimientos democráticos se erosiona el sustento de estas decisiones, por lo que el juez de lo constitucional tendrá un papel especialmente activo en el juicio de esas reglas procedimentales.

Otros han exigido la creación de constituciones de conceptos más restringidos. Así, el mismo Kelsen, al comprender y pretender salvar las objeciones que hiciera Schmitt, abogaba por una Constitución de tales características. Señalaba que “no se puede negar que la pregunta lanzada por Carl Schmitt acerca de los límites de la jurisdicción, en general, y de la jurisdicción constitucional en particular es totalmente legítima (…) Si se desea restringir el poder de los Tribunales, y con ello el carácter político de su función –tendencia ésta que aparece especialmente en la monarquía constitucional, pero que puede observarse en la república democrática–, entonces debe limitarse lo más posible el espacio de la libre discrecionalidad que las leyes conceden en su aplicación. Entonces, las normas constitucionales a disposición de un Tribunal Constitucional para su aplicación, en especial aquellas con las que se establece el contenido de las futuras leyes, como las determinaciones de los derechos fundamentales y otros semejantes, no deben ser formuladas en términos demasiados generales, no deben emplear terminología difusa, como “libertad”, “igualdad”, “justicia”, etc. De lo contrario, existe el peligro de un desplazamiento del poder del Parlamento, no previsto por la Constitución, y desde el punto de vista político, sumamente inoportuno, hacia una instancia ajena a él, “que puede ser la expresión de fuerzas políticas totalmente diversas a las representadas por el Parlamento””[50].

Otros, reconociendo la función eminentemente judicial de la jurisdicción constitucional han justificado una profunda deferencia judicial (judicial deference) del Tribunal para con el legislativo. Uno de los precursores de esta visión ha sido J.B. Thayer[51] para quien el poder de judicial review debe ejercerse dentro de los márgenes propios de la actividad judicial, no debiendo generar nunca una invasión que implique la privación de ninguno de los poderes de otro departamento o la limitación en el alcance de su discreción. Su razonamiento parte de un punto de vista bastante claro: “tomando en consideración las grandes, complejas y cambiantes exigencias del gobierno, mucho de lo que puede parecer inconstitucional para una persona o grupo de personas, puede razonablemente no parecer así para otro. Que la Constitución con frecuencia admite diferentes interpretaciones. Que a menudo hay un margen de elección y juicio. Que en tal caso la Constitución no impone sobre la legislatura ninguna opinión específica, sino que deja abierto un margen de elección. Y que cualquier elección que es racional es constitucional”[52]. Ante ello adopta lo que denomina la regla de equivocación clara (rule of clear mistake), en virtud de la cual la jurisdicción constitucional se encuentra limitada al evento de que el legislativo haya cometido una muy probada equivocación de forma tal que razonablemente no pueda aprobársela.

En fin, otros han optado por la restricción de la interpretación a una idea originalista de la Constitución que impone la necesidad de buscar la intención de los padres de la Carta (original intent) y sólo sobre ella efectuar el contraste de constitucionalida[53], o a considerar de mayor firmeza la presunción de constitucionalidad de las leyes[54].

Hoy resultaría difícil encontrar a alguien que pudiera afirmar seriamente que la labor del Tribunal Constitucional es de la misma naturaleza que la de los tribunales ordinarios. Es un hecho que ella es una actividad diversa, en gran parte porque está marcada por una visión en alto grado política y de una entidad claramente reconocible[55].

Sin embargo, las razones que se promueven en contra de una actitud de autorrestricción y que, de alguna forma, pretenden legitimar a la justicia constitucional, son también poderosas.

La necesidad de un tribunal que proteja a las minorías dando fuerza a un estado democrático apto para tomar las decisiones políticas necesarias, parece ser un razonamiento que fortalece las mismas fundaciones de la democracia. Efectivamente, un sistema de control jurídico a las decisiones adoptadas por la mayoría garantiza que ésta no pueda promover, en uso de su prerrogativa democrática mayoritaria, las normas que desee aún en perjuicio de los bloques opositores. Al menos estos últimos pueden asegurarse de que las decisiones adoptadas por sus contrarios políticos se encuentren dentro de la órbita de decisiones consideradas en conformidad a un acuerdo previo.

Por otra parte, bien puede explicarse lo que algunos consideran como esa “injusta discrecionalidad” en la interpretación constitucional. Así, Crisafulli ha indicado que el juez constitucional “no crea libremente las normas (como hace el legislador), sino que se limita a concretarla para cubrir lagunas, deduciéndola de un principio general, o simplemente de la propia norma constitucional violada (…). Se debería, en todo caso, puestos a hablar de creación de un derecho nuevo (aunque no sea eso) de añadir, al menos, que se trata de una legislación “de rimas obligadas””, pues “el Tribunal Constitucional no inventa nada, sino que extiende, explicita o concretiza, lo que, incluso en estado latente, estaba ya dentro del sistema normativo en vigor”. Del mismo modo, Dworkin emplea la metáfora de que el “juez actuaría como el autor de un “capítulo obligado” de una novela inacabada, cuya coherencia debe respetar, de tal manera que la obra ya terminada resulte como la pieza de un único creador”[56].

Por otra parte, debe considerarse también el razonamiento tendiente a describir la labor judicial no como una actualización de reglas preestablecidas, sino como una resolución de un conflicto jurídico a la que le es inherente la incorporación de valoraciones y criterios propios de quien juzga. La exaltación de la transferencia valórica que el tribunal haría en sus sentencias no sería más que un rasgo propio de toda labor de control jurisdiccional[57].

Además, es también coherente entender a la justicia constitucional como la manifestación de la limitación del poder de gobierno por parte de la Constitución. Desde luego, estas limitaciones no serían tales si no existieran los procedimientos adecuados para dejar sin efecto los actos atentatorios contra ellas. Así, la justicia constitucional, en tanto preserva dichos límites al poder, manifestaría en forma concreta tanto la supremacía constitucional como la defensa de la Constitución[58]. A esto hay que agregar que garantiza un efectivo respeto a los derechos que se tienen respecto a los poderes públicos. Si bien esta última característica se ve de mejor manera en aquellos sistemas de justicia constitucional que contienen una garantía específica de control de toda decisión pública (incluidas las sentencias judiciales), el control de normas también ofrece esta forma de protección toda vez que con ella se obtiene la inaplicación de un precepto (normalmente restrictivo de derechos) contrario a la Carta Fundamental.

Algunos, yendo aún más lejos, han rebatido la idea misma del componente antimayoritario, considerando al juez constitucional como un verdadero representante del pueblo[59]. Otros, en fin, han justificado su legitimación, y la hacen radicar en la misma aceptabilidad del juicio y de los tribunales que se ha hecho a lo largo de la historia[60].

Expuestos estos razonamientos no resulta difícil sostener que los argumentos señalados, ya a favor, ya en contra de la objeción democrática, han sobrevivido a lo largo del tiempo precisamente porque se centran en fines cuya concretización es querida por la sociedad democrática. Ambas líneas argumentales se estructuran de manera coherente, correcta y fuerte; los fines que custodian aparecen como necesarios por separado, pero no como suficientes. El hecho que la discusión sobre la legitimación democrática de los tribunales constitucionales esté hoy más vigente que nunca es prueba fiel de que la tensión entre la fuerza de estos argumentos permanece.

Desde luego es una realidad innegable que la utilización de una norma constitucional (en la forma como hoy aparecen redactadas y debido a su carácter político) como elemento de contraste genera un ámbito de decisión de tal manera amplio, que desde una perspectiva de “grado” hace que la jurisdicción constitucional deba diferenciarse del ejercicio de la jurisdicción ordinaria. El problema mayor es determinar si esa graduación es de tal forma fuerte como para habilitar un tratamiento diferenciado. Sin embargo, dicha problemática parece haber sido solucionada toda vez que la mayoría de los modelos de justicia constitucional han optado por separarla de la jurisdicción ordinaria, entendiendo por ello que la función es en gran medida diversa de una puramente jurisdiccional.

De otro lado, la idea de mayor protección a derechos constitucionales y defensa de la Constitución es una cuestión un tanto más compleja, pero que podría ser admitida prima facie, aun cuando diversos autores se han pronunciado por la debilidad de esta argumentación[61]. Desde luego, y como muchos lo han enunciado, uno de los factores de mayor relevancia del Tribunal Constitucional está en su composición. Su auctoritas posee claramente un elemento antidemocrático, pues ellos parecen ser elegidos no tanto por sus convicciones personales, sino más bien por sus méritos en el análisis jurídico-social. Si a esto unimos una coherente estructuración de la argumentación en sus fallos y un importante análisis de la dogmática constitucional[62], la legitimación de su función se ve acrecentada y la revisión de la decisión legislativa hace que ella adquiera mejores probabilidades de conformidad constitucional.

Así las cosas, esta opción de revisión legislativa podría manifestarse de la siguiente manera: deseamos que el juicio de concretización de lo acordado en la Constitución, efectuado a través de leyes y ejecutado por el órgano de representación popular, sea revisado por un consejo de personas cuya preparación y experiencia los haga idóneos para esta tarea de modo tal que puedan evaluar si dicho órgano concretizó (o se desvió) de aquello antes pactado. Dicho juicio de concreción no dista mucho de aquel que en su día hizo legítimamente el Congreso respecto de la norma por él aprobada. ¿Cuál razonamiento es el que preferiremos? ¿Acaso está comprobado que uno es más infalible que el otro? Tal vez los dos serán importantes. No es un pecado reconocer que en muchas oportunidades un grupo de personas determinadas puedan tomar mejores decisiones que una mayoría que actúa tantas veces un poco desordenada. Sin embargo, tampoco es una idea descabellada que al momento de elegir quién debe tomar una decisión de clara afectación política muchos preferiremos que la tome el que es por excelencia órgano de representación popular.

Como vemos, no hay en todo esto una única respuesta correcta y ello debe ser entendido tanto por el poder legislativo como por el Tribunal Constitucional. Si ya hemos aceptado que en materia de jurisdicción constitucional el grado de particularidades de la norma de contraste hacen que se habilite un tratamiento diverso al de la jurisdicción ordinaria, debemos asumir que la opción de preferir un razonamiento por sobre el otro es la decisión más gravitante de toda la problemática. De ahí que no debe autolegitimarse la decisión del Tribunal Constitucional por el hecho de su imparcialidad ni por razones del supuesto método de análisis diverso que ocuparía. Su única fortaleza está en la argumentación que en la decisión se concreta. De hecho los tribunales constitucionales existen para efectuar un análisis en gran medida científico, acerca del ajuste de la ley a la norma constitucional. Por ello, tampoco parece justificable que se autorrestrinja en su accionar. En su labor debe encontrarse libre para mostrar, con la fuerza de sus argumentos, las inconstitucionalidades que aprecia en la norma objeto de examen. Este selfrestraint sólo debe provenir del análisis propio de su auctoritas y, por ende, no dejarse influir por elementos diversos de aquellos que mueven libremente su juicio[63].

Así las cosas, los elementos en juego parecen estar más vivos que antes. Una decisión legislativa de un fuerte grado valórico y político, un razonamiento de un órgano representativo, otro razonamiento de un órgano con auctoritas y una opción de revisión de la decisión legislativa.

Desde la perspectiva del control, con la que se viene analizando el fenómeno de la jurisdicción constitucional, los elementos en juego no serán nunca conciliables. El hecho de entender a esta jurisdicción como una búsqueda y posterior descubrimiento de un vicio contenido en la decisión legislativa siempre despreciará al razonamiento de la voluntad democrática como tal. Ya lo indicaba el juez Jackson respecto de la Corte Suprema norteamericana cuando decía: “no nos pronunciamos al último porque seamos infalibles, sino que somos infalibles porque nos pronunciamos al final”[64], revelando que la bondad de una decisión no se legitima por sí sola por emanar de un órgano judicial, sino por la decisión de otorgarle a este órgano la última palabra.

Frente a esto, parece más óptimo describir a la jurisdicción constitucional desde una perspectiva diversa. Ello naturalmente requiere un cambio de enfoque, que pudiera desembocar en la necesidad de cambios normativos.

Creemos que la correcta perspectiva por la cual pueden conciliarse los múltiples elementos en juego es la de cooperación y debate. Ello supone el establecimiento de un procedimiento en donde la decisión del Tribunal Constitucional no ingrese en una construcción de anulación de la decisión legislativa, sino que, por el contrario, se admita como una objeción razonada a la argumentación de concretización de la Constitución que ha efectuado en su día el poder legislativo. Producida esta objeción, se generaría la posibilidad de sustituirla solamente por otro razonamiento del legislativo, suscrito por un consenso de magnitud que establezca la interpretación que las fuerzas políticas representativas hacen de la Carta Fundamental. La inexistencia de este consenso conllevaría la adopción de una opción de eliminación de la norma aprobada con los efectos que discrecionalmente acuerde el Tribunal Constitucional, en los cuales podrá ponderar todos los factores que estime convenientes para fijarlos.

Esta visión de colocar a ambos razonamientos en una posición de diálogo genera múltiples beneficios, abordando, tal vez de una forma más honesta, el debate democrático. Por lo demás, la inclusión de este tipo de sistema ha ido concretándose paulatinamente –aunque no por ello exento de errores– en diversas noveles constituciones. Tal vez las más representativas son las de Canadá y Portugal, a las que dedicaremos las siguientes líneas con el objeto de mostrar las bondades y defectos de dichos sistemas, para proponer luego algunas conclusiones.

  1. EL SISTEMA DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

CANADIENSE Y PORTUGUÉS. BALANCE ENTRE

AUCTORITAS Y DEMOCRACIA

En el ámbito del derecho comparado, Canadá constituye un verdadero “laboratorio constitucional”[65], en el cual es posible constatar los efectos derivados del enfrentamiento dialéctico entre el Parlamento, expresión del principio democrático-representativo –propio de las modernas democracias constitucionales– y el principio de auctoritas, cuyos depositarios son los órganos de justicia constitucional.

En el ordenamiento constitucional canadiense, en efecto, el principio democrático-representativo se concreta, a nivel federal y en cada Provincia en que se articula la distribución horizontal del poder[66], a través de la adopción de un sistema parlamentario de gobierno. Además, el parlamentarismo canadiense –así como la estructura institucional y el sistema jurídico de common law– deriva directamente del modelo vigente en el Reino Unido[67]. Esto se justifica, de todas formas, desde una perspectiva esencialmente histórica, habiendo sido Canadá una colonia inglesa, cuyas relaciones –aunque formales– de dependencia del Parlamento de Westminster se acabaron solamente en 1982[68].

Por otra parte, Canadá heredó del modelo parlamentario vigente en la madre patria el principio de la Soberanía del Parlamento, esto es, el principio básico del sistema parlamentario inglés, según el cual el Parlamento no encuentra ningún límite a sus poderes. Como escribió Sir William Blackstone, “What the Parliament doth, no authority upon earth can undo[69]. Ese principio, cuya validez es absoluta en el ordenamiento británico, impide al Parlamento limitar, con sus propias leyes, los poderes de los Parlamentos futuros. Una ley que limite los poderes del Parlamento se encontraría viciada de nulidad por haber violado este principio de soberanía parlamentaria.

El principio de soberanía del Parlamento constituye, por lo tanto, un principio fundamental del ordenamiento canadiense. Sin embargo, su aplicación en la práctica se encuentra restringida por la existencia de otros dos principios constitucionales desconocidos en Inglaterra, cuales son, la naturaleza federal del Estado canadiense, en el cual el poder legislativo está compartido por el Parlamento de Ottawa y el nivel provincial de gobierno, y la existencia de una Constitución escrita[70], que constituye la norma suprema del ordenamiento.

El papel fundamental, aunque limitado, desempeñado por el principio de soberanía del Parlamento en el ordenamiento canadiense determinó la necesidad de garantizar la supremacía y la rigidez[71] de la Constitución frente del poder legislativo federal y provincial. La solución que se encontró para garantizar la superioridad jerárquica de la Carta constitucional fue la consolidación de un sistema de justicia constitucional[72]. Aunque de derivación estadounidense, y, por lo tanto, de naturaleza difusa, el juicio de constitucionalidad de la ley fue capaz de originar un interesante enfrentamiento entre el órgano representativo de la voluntad popular y los sujetos encargados de vigilar e interpretar –en cuanto titulares de la auctoritas– lo dispuesto en la Constitución. En particular, este enfrentamiento se produjo entre los Parlamentos y la Corte Suprema de Canadá, la cual, sobre todo en materia de derechos fundamentales, se atribuyó la tarea de concretar la portada genérica de las disposiciones constitucionales.

En este sentido, la Corte abandonó la tradicional actitud de deference hacia las decisiones adoptadas por los legislativos, y emprendió un activismo interpretativo para tutelar los derechos y las libertades contenidas en la Constitución, estimulando así el debate con el Parlamento sobre la legitimidad democrática del sistema de justicia constitucional.

De hecho, en la sentencia Reference B. C. Motor Vehicle Act[73], la Corte Suprema afirmó que la decisión de garantizar la supremacía de la Constitución –y, en particular, de los derechos contenidos en la Carta de 1982– a través de un sistema de justicia constitucional no fue decidida por el poder judicial, sino por los representantes democráticamente elegidos por el pueblo canadiense. En cuanto fruto de una libre elección del poder constituyente, el control judicial de la ley es perfectamente democrático. Desde el momento en que la Constitución, aprobada democráticamente, establece explícitamente su supremacía frente a las leyes ordinarias, la tarea de evaluar su conformidad con lo dispuesto en la Constitución no constituye tanto expresión de auctoritas, sino que ejecución del propio principio democrático.

Por lo que se refiere al principio democrático, por lo tanto, la Corte Suprema del Canadá pretendió legitimar –mejor dicho, autolegitimar– su papel con arreglo a los juicios de constitucionalidad de las leyes[74]. Según el órgano de justicia constitucional, la atribución por parte de la Carta de 1982 de la tarea de invalidar las leyes es la única justificación del fundamento y de los límites del control judicial de la ley en una democracia constitucional. En este sentido, el diálogo entre Corte y Parlamento necesariamente tendría que terminar con la declaración de nulidad de la ley.

Sin embargo, esta justificación no duraría mucho. Contrariamente a cuanto se estableció en la sentencia antes citada, el debate entre órganos representativos de la soberanía popular y guardianes de la supremacía constitucional no concluye con el dictamen judicial. En el ordenamiento canadiense, en efecto, la tensión entre un sistema de justicia constitucional y la tendencia a reforzar el principio de soberanía parlamentaria no pudo evitar que se introdujera en el Art. 33 de la Constitución de 1982 una cláusula –la override clause (o notwithstanding clause)– a través de la cual se atribuye al legislador la posibilidad de seguir dialogando con la Corte Suprema, con arreglo a la posible declaración de inconstitucionalidad de una ley.

Esta disposición, en efecto, no deja la “última palabra” al juez de la constitucionalidad. Por medio del Art. 33.1 de la Constitución de 1982 se atribuye a los órganos legislativos federal y provincial el así denominado override power, esto es, el poder de adoptar la disposición legal efectuando la correcta limitación de algunos derechos fundamentales reconocidos en la propia Constitución (y, por ende, el balance decisivo entre derechos), definiendo esos límites y generando la interpretación parlamentaria de la Constitución[75].

Los siguientes apartados del Art. 33 contienen, además, los principios procedimentales que las Asambleas legislativas tienen que respetar en el ejercicio del poder de override. En particular, el apartado segundo dispone que la voluntad de establecer la indicada delimitación de derechos deba resultar de una declaración expresa contenida en la ley, no pudiéndose deducir dicha voluntad por vía interpretativa. Finalmente, el apartado tercero fija un plazo temporal de vigencia de la ley “limitativa”, la cual produce efectos durante un plazo que no puede superar los cinco años. Transcurrido éste, la cláusula agota sus efectos jurídicos, salvo que el legislativo decida prorrogarlos, aprobando una nueva ley. Ello garantiza que habiendo movilidad parlamentaria pueda variar el criterio interpretativo y, por ende, la decisión de mantener o no la vigencia de la cláusula.

Así las cosas, este Art. 33 vendría a reafirmar –en un sistema caracterizado por la presencia de una Constitución rígida y que se define como “suprema norma” del ordenamiento– el principio de soberanía parlamentaria. La declaración limitativa se encuentra contenida, en efecto, en una ley ordinaria, esto es, en el acto a través del cual se expresa tradicionalmente la voluntad general en un ordenamiento democrático-representativo.

En el ámbito de la justicia constitucional comparada, la Constitución canadiense no es la única entre las Constituciones de los países occidentales en prever la cláusula override. Entre otras, dicha cláusula está contenida en la Basic Laws de la República de Israel, en la de Rumania de 1991 (Art. 145) y, como se verá después, en la Constitución portuguesa de 1982 (Art. 278 y 279)[76]. La ejecución, por parte del legislador, de la cláusula de override canadiense no necesita ninguna mayoría calificada, mientras que en las constituciones de los países mencionados están previstos procedimientos agravados para la adopción de dichas leyes limitativas.

Con arreglo al debate entre auctoritas y democracia, la overriding clause juega, por lo tanto, un papel de indudable relevancia. A través de su aplicación, en efecto, los legislativos de la Federación y de cada Provincia pueden reaccionar frente al control de constitucionalidad, y, por consiguiente, reafirmar la vigencia de una ley declarada inconstitucional por una sentencia de la Corte Suprema, sustituyendo el razonamiento invocado por el juez constitucional. Por lo tanto, una decisión del supremo órgano de justicia constitucional, que declara inaplicable una ley del Parlamento a causa de su incompatibilidad con lo dispuesto en la Constitución, podrá ser superada por un acto del propio legislativo. En un ordenamiento que sigue buscando un equilibrio entre soberanía parlamentaria y justicia constitucional, el Parlamento, democráticamente elegido y titular de la función legislativa, parece constituir el último órgano en conseguir el balance entre supremacía constitucional de los derechos fundamentales e interés general.

Sin embargo, también puede sostenerse que ni el poder legislativo ni el poder judicial tienen la “última palabra” en relación a la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una ley. De hecho la cláusula tiene una vigencia temporal limitada: después de cinco años (el legislador puede señalar un plazo menor), por lo tanto, si el legislativo no confirma su propia decisión de mantener en vigor la ley considerada inconstitucional, la Corte Suprema puede expulsarla otra vez del ordenamiento jurídico. Como se ve, el debate no se estanca y permanece vivo.

La propia Corte Suprema legitimó la aplicación, por parte del legislador, de la cláusula override. Para evitar que la ley aplicativa del Art. 33 de la Carta de 1982 pudiese ser considerada nuevamente contraria a lo dispuesto en la Constitución, el órgano de justicia constitucional afirmó que era suficiente el respeto, por parte del legislador, del procedimiento establecido por la Constitución: esto es, declarar expresamente la voluntad limitativa e interpretativa de los derechos y el plazo temporal de vigencia de la ley[77].

Cabe indicar que el legislador canadiense aplica raramente la cláusula override. Uno de los casos en el cual se hizo aplicación de esta cláusula, y que constituye el más interesante ejemplo de enfrentamiento entre el depositario del principio democrático y los jueces de la constitucionalidad, es representado por la sentencia Ford v. A. G. Quebec. En esta sentencia, la Corte Suprema declaró inconstitucional una ley de la Provincia de Quebec que prohibía la utilización del inglés en los letreros comerciales, por haber limitado la libertad de expresión de la minoría anglófona de la Provincia. La Provincia, de mayoría francófona (y muy interesada en mantener su lengua y sus tradiciones), modificó parcialmente la ley para consentir la utilización del inglés en los letreros puestos al interior de los edificios comerciales. Con posterioridad, el legislador provincial volvió a prohibir la utilización de otros idiomas en los letreros puestos al exterior y, para evitar un nuevo pronunciamiento de inconstitucionalidad, introdujo en la ley la cláusula override. La Corte estimó que la ley era respetuosa de lo dispuesto en la Constitución en cuanto a que la decisión de aplicar el Art. 33 es una decisión de naturaleza política, ante la cual los jueces deben limitarse a evaluar si, al dictarla, el Parlamento respetó los límites procedimentales impuestos por la Constitución. En este sentido, la mera referencia al Art. 33 de la Carta constituye un cumplimiento suficiente para justificar la aplicación de la override clause.

La cláusula que se sigue analizando, por lo tanto, impide atribuir a la Corte Suprema el papel de interprete único y último de la Constitución, que otras cartas, desarrollando el modelo de justicia constitucional elaborado por Hans Kelsen, confirieron a los tribunales constitucionales[78], entregándole al Parlamento –expresión del circuito democrático-representativo– “la elección definitiva con respecto al balance de los valores en los distintos casos concretos”[79]. De esta forma, el modelo constitucional canadiense ha favorecido el diálogo entre Corte Suprema y poder legislativo permitiendo a la primera abandonar la actitud, típica de los demás tribunales constitucionales de selfrestraint, enriqueciendo el debate a través de un vivaz activismo judicial y envolviendo al Parlamento en la tarea de efectuar, cuando así lo acuerde, una interpretación democrática de lo dispuesto de la Carta de 1982.

Cabe recordar que, para adoptar en Canadá la cláusula override, es suficiente la mayoría simple de los miembros del legislativo, lo cual ha motivado algunas justificadas críticas por parte de la doctrina, proponiéndose una enmienda al Art. 33 que considerase una mayoría especialmente calificada. Requiriéndose, para el ejercicio del poder de override, un procedimiento de mayoría agravada, la “respuesta” del legislador se vería acrecentada en legitimación democrática frente a los dictámenes de la Corte Suprema. Además, una mayoría calificada podría satisfacer la exigencia, advertida en el ordenamiento canadiense, de garantizar la participación de las minorías en la toma de una decisión, que, aunque expresiva del principio de soberanía parlamentaria, altera el clásico modelo de la separación de los poderes[80].

Conscientes también de los perjuicios causados por un exceso de “activismo parlamentario” en el debate entre democracia y auctoritas –que constituye la más peligrosa consecuencia de la posibilidad de adoptar una overriding clause de mayoría simple– los constituyentes de otros países establecieron la necesidad de reafirmar la vigencia de una ley declarada inconstitucional a través de una deliberación de mayoría cualificada.

La experiencia portuguesa se presenta, en este sentido, particularmente interesante. Los Art. 278 y 279 de la Constitución de 1976 –cuya regulación fue completada con la aprobación de la Ley 28/1982, de 15 de noviembre– establecen, entre otros, un control abstracto de normas, a través del cual se puede fiscalizar y decidir, con fuerza obligatoria general, el “desvalor formal o material de una norma jurídica”[81]. Esta posibilidad de someter a control previo fue reconocido al Parlamento con la reforma de 1989[82], concretizando así un “sistema mixto complejo” de control de constitucionalidad que mezcla un “control difuso, concreto e incidental”, un “control abstracto de normas” que puede ser preventivo y represivo y, finalmente, un “control de constitucionalidad tanto de acciones como de omisiones”[83].

En lo que respecta al control previo de constitucionalidad cuando éste ha sido solicitado por el Presidente de la República, dispone la Constitución portuguesa en su Art. 279.2 que, para el caso de declaración de inconstitucionalidad del proyecto de ley orgánica (y posterior veto del Presidente para promulgar la parte inconstitucional) el propio Parlamento puede reafirmar su vigencia por mayoría de dos tercios de los diputados presentes, siempre que esta cifra sea superior a la mayoría absoluta de los diputados en ejercicio efectivo de sus funciones.

La Constitución de Portugal admite, por lo tanto, que el Parlamento apruebe una ley que el Tribunal Constitucional, a través del control previo de constitucionalidad, consideró contraria a lo dispuesto en la Constitución. En este sentido, el principio de la supremacía constitucional se conjuga con el papel que el órgano representativo del principio democrático desempeña como titular de la función legislativa[84]. La “solución” adoptada por la Constitución portuguesa parece, por lo tanto, encontrar un justo equilibrio entre democracia y principio de auctoritas. El Tribunal, en efecto, reviste la función de un consejero calificado, cuyas sentencias de inconstitucionalidad tienen que ser tenidas en debida cuenta, y que, además, sólo pueden ser superadas por una deliberación en la cual participen la mayoría y la minoría parlamentaria, esto es, una deliberación caracterizada por un elevado nivel de legitimación democrática. De hecho la elevada mayoría requerida para superar la censura de inconstitucionalidad garantiza que el principio de supremacía de la Constitución no se vea burlado por parte de la voluntad de la mayoría parlamentaria.

Por otra parte, el debate entre Tribunal Constitucional y Parlamento se genera antes de la entrada en vigor del acto normativo, lo cual, como es sabido, genera muchos beneficios, por lo que resulta ser una solución interesantísima en aquellos países que ya conocen un sistema de justicia constitucional en el cual el control de constitucionalidad de la ley se realiza de forma preventiva.

Resulta además interesante que sea precisamente en Portugal –país en el cual el Tribunal Constitucional posee uno de los conjunto más grandes de competencias en materia de justicia constitucional dentro de la órbita comparada (entre otras el juzgamiento de inconstitucionalidad de “omisiones legislativas” o la modulación discrecional de los efectos de la eliminación de la norma en infracción)– donde precisamente se dé un mecanismo de cooperación y debate con el Parlamento. Existe un Tribunal Constitucional muy fuerte y existe la posibilidad que ante un consenso importante pueda sustituirse el razonamiento del órgano técnico por otro de carácter democrático. Cabe indicar, por otra parte, que este sistema de sustitución de razonamiento no es utilizado con frecuencia por el Parlamento, pues las decisiones del ente constitucional normalmente son respetadas debido a sus sólidas fundamentaciones.

Este sistema presenta un problema no menor: al prever la Constitución portuguesa una diversidad de controles, no reparó en generar una especie de “cosa legislada” para los casos en que el Parlamento confirme la norma considerada inconstitucional por el tribunal, pudiendo, por ende, el Tribunal Constitucional considerar inconstitucional la norma confirmada en un posterior control represivo. Esto ha hecho que no sean pocos los que han abogado por conceder un efecto preclusivo a esta declaración parlamentaria y así perfeccionar la idea de cooperación[85].

  1. CONSIDERACIONES FINALES

La inclusión en nuestro sistema de justicia constitucional de un mecanismo de “eliminación” de la norma considerada inconstitucional por el Tribunal Constitucional, plantea diversas cuestiones sobre las cuales resulta conveniente dialogar.

Como se ha indicado, la decisión de cuál debe ser el mecanismo de eliminación no es una decisión menor. De ahí que, en la actualidad, no sea arriesgado hablar del total fracaso que ha experimentado el modelo anulatorio en tanto efecto de las sentencias pronunciadas en el ámbito de la justicia constitucional. Las cada día más complejas relaciones sociales y jurídicas hacen que sea necesario revisar el modelo por el cual se expurgará el precepto considerado inconstitucional. La constante actitud del Tribunal, ya no de “legislador negativo” sino de franco matiz positivo, es entendida hoy no como una excepción del sistema de justicia constitucional, sino más bien como un “fenómeno sistemático”. De ahí que algunos hayan propuesto la generalización de las sentencias manipulativas[86].

Es en virtud de ello que, como lo indicáramos en líneas anteriores, nos hemos pronunciado por un modelo en que el Tribunal Constitucional no se vea limitado a efectuar, necesaria e imperiosamente, declaraciones como “nulidad” o “derogación” de un precepto legal, sino que determine en forma libre y discrecional, ante una consideración de inconstitucionalidad, las medidas para la construcción del nuevo “orden de constitucionalidad”. En base a ello, podrá eliminar normas, complementarlas, re-redactarlas, determinar efectos retroactivos o prospectivos, determinar fechas futuras para la vigencia de efectos, entre otros.

En el cumplimiento de esta función deberá tomar en consideración todos los factores que estime conveniente para la acertada resolución de los asuntos que le son sometidos, entre los cuales estarán naturalmente las repercusiones social y financiera que la decisión pueda originar. La consideración de esta última exigirá la debida conexión e interrelación entre el tribunal y los órganos administrativos –normativos y económicos– encargados de la estabilidad presupuestaria nacional. En este sentido, se ha promovido, por ejemplo, la creación en la Corte Constitucional italiana de la “Oficina para la documentación y cuantificación financiera”, la cual efectúa cálculos acerca de la incidencia financiera de las eventuales decisiones estimatorias de la Corte[87].

Como también hemos considerado, la adopción de un modelo como el propuesto traslada con mayor fuerza la discusión acerca de la justicia constitucional al campo de su legitimación democrática. Un campo decisional como el indicado, unido a las características particulares de la norma constitucional, generan, en la actual visión de esta jurisdicción, una objeción democrática totalmente acertada y justificable.

La idea de una mayor interrelación entre los órganos de auctoritas y de representatividad se hace imperiosa. Ya lo indican Aja y Beilfuss cuando reclaman –ante el nuevo escenario– la “configuración de una colaboración mucho más estrecha entre el legislador y el Tribunal Constitucional, incluyendo algunos mecanismos formales de relación”, generando un “replanteamiento de las relaciones entre el Tribunal Constitucional y el legislador“[88].

Es sobre esta idea de interrelación donde se puede ir construyendo una nueva forma de legitimar la función de los tribunales constitucionales. Desde luego, ella no puede fundamentarse desde la perspectiva de un mero control que los tribunales constitucionales realicen a la voluntad legislativa, de forma tal que su labor concretice una protección de derechos y sólo busque y descubra una contradicción con el texto constitucional. La naturaleza del texto de contraste habilita, sin lugar a dudas, un tratamiento diverso de esta explicación.

La decisión de contrastar los actos del poder legislativo aparece como una decisión/opción deseable, toda vez que genera importantes beneficios en las probabilidades de adecuación constitucional, en el sentido de optimización de la vida social y jurídica. Una vez que esta decisión sea tomada, sólo queda nivelar la forma en que ella se construye para se alcance un equilibrio entre la democracia (custodia de la soberanía parlamentaria) y este sistema de contraste, de manera que ambos mantengan una interconexión adecuada. Creemos que un sistema basado en la idea de “cooperación y debate” es una excelente forma de lograr este equilibrio.

Este sistema se basa en la decisión de radicar en nuestro poder legislativo la posibilidad de sustituir –ante un consenso debidamente generalizado– el juicio de concreción constitucional que efectúa el Tribunal Constitucional en algún tipo de declaración de inconstitucionalidad, por otro, necesariamente fundamentado, en virtud del cual acuerde la interpretación que debe dársele al texto constitucional.

Un sistema como el propuesto trae aparejados diversos aspectos positivos. Se posibilita que aquellas materias de importante valor político y valórico sean resueltas por un consenso a nivel representativo, otorgándole mayor legitimidad a la decisión. Ubica al Tribunal en una posición más importante, toda vez que el peso de sus decisiones descansaría esencialmente en las argumentaciones por él esgrimidas para pronunciar su fallo y generaría un debate cada día más necesario en la complejas relaciones sociales actuales. Por otra parte, lo aleja de innecesarias consideraciones de auto-restricción y despeja sus competencias del sesgo antidemocrático, toda vez que sus funciones se consolidan en una órbita diversa, tanto de la jurisdiccional como de la política partidaria.

Se alcanza, del mismo modo, un importante grado de protección de las fuerzas políticas minoritarias, toda vez que nunca una norma objetada por el Tribunal Constitucional podría ser adoptada sin que dichas fuerzas participen en la construcción de un razonamiento de consenso acerca de lo dispuesto en la Carta Fundamental. Hay, por tanto, una doble protección: por una parte, se exige el consenso y, por otra, se exige que dicho consenso sea razonado; es decir, sea producto de una cadena argumentativa sólida, coherente y fuerte.

El modelo propuesto protege, también, los derechos fundamentales, a través de un aseguramiento de la mayor probabilidad de ajuste constitucional de las leyes, al considerar la intervención de un órgano imparcial que, dotado de un gran poder de auctoritas, puede objetar la norma legal por contradecir a la constitucional y sólo un consenso generalizado de los representantes populares puede sortear aquella objeción. De esta forma, el diálogo entre estas dos instituciones, una de composición selectiva y otra democrática, construirá el razonamiento final sobre el balance de los derechos fundamentales y su concreción en la vida social.

Se posibilita, de esta forma, una interesante promoción del debate sobre el modelo de país que se desea, a través de la definición de qué es lo garantido por la Constitución en dos importantes niveles, enriqueciéndose la teoría constitucional y la definición de los derechos y deberes públicos. Este debate permite ponderar los derechos fundamentales y las necesidades sociales, ambas realidades constitucionales que, entendidas hasta hoy siempre en colisión, requieren una justa ubicación en la realidad jurídica.

Por otra parte, no hay que temer que la implantación de este modelo genere un activismo legislativo, por el cual el órgano parlamentario haga prevalecer siempre sus opciones normativas. Por el contrario, es posible esperar lo inverso (tal como se ha producido en los países que consideran algunos elementos de este tipo), toda vez que, al radicar la fortaleza del razonamiento del Tribunal Constitucional, más en sus fundamentos que en su carácter de “último intérprete”, el legislativo sólo podrá hacer prevalecer su opción normativa cuando su argumentación sea más fuerte.

Llegado a este punto, sigue en pie la objeción contramayoritaria hacia el Tribunal Constitucional. El tribunal, de composición selectiva, revisa una decisión proveniente de un órgano de representación popular, y esto genera una objeción democrática insalvable. Sin embargo, resulta ser la consecuencia necesaria de la opción de introducir un elemento diverso al de la simple mayoría en el juego decisional del sistema democrático, más ligado a una idea de confianza en una opinión calificada que a una idea de representación o jurisdicción. Este juego decisional, este debate cooperativo, esta interrelación discursiva constructiva, implica una contrastación y posterior balance y equilibrio de argumentaciones y razonamientos, sostenidos por dos órganos, que aunque con funciones diversas, persiguen un fin común, cual es la continua concretización del pacto constitucional.

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* RAÚL LETELIER WARTENBERG. Abogado de la Procuraduría Fiscal de Punta Arenas del Consejo de Defensa del Estado. Profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Magallanes. Actualmente Becario (Beca Presidente de la República) en el Programa de Doctorado en Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

** MATTEO NICOLINI. Dottorando di Ricerca in Diritto Costituzionale italiano e europeo nell’Università degli Studi di Verona, Italia, quien ha redactado el Capítulo IV, “El sistema de control de constitucionalidad canadiense y portugués. Balance entre auctoritas y democracia”.

1 De hecho, algunos hacen radicar la razón de la creación de nuestro Tribunal Constitucional en una especie de reacción ante la negativa de la Corte Suprema de conocer y fallar acerca de los vicios de forma de las leyes en su proceso de formación. En este sentido, Nogueira Alcalá, Humberto. “El Tribunal Constitucional Chileno”. En: Una mirada a los Tribunales Constitucionales. Lima: Comisión Andina de Juristas, 1995, pág. 112.

2 La existencia de este doble sistema genera, según Nogueira, “una dispersión y anarquización del control de constitucionalidad, lo que en ocasiones pueden entrar en conflicto por contraposición”. Ibídem, pág. 141.

3 Congreso Nacional. Segundo Informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento. Recaído en los proyectos de reforma constitucional, en primer trámite, originados en mociones de los Honorables Senadores señores Chadwick, Larraín y Romero y del ex Senador señor Diez,  de los Honorables Senadores señores Silva y Viera-Gallo y de los ex Senadores señores Bitar y Hamilton, con los que se introducen diversas enmiendas a la Carta Fundamental (Boletines Nos. 2.526-07 y 2.534-07).

4 Ibídem.

5 La adopción de este criterio se desprende incluso hoy, en cuanto, refiriéndose a los decretos inconstitucionales los Nº 5 y 12 de Art. 82 CPR, señala el Art. 83 que “el decreto supremo impugnado quedará sin efecto de pleno derecho”.

6 Así, Soto Kloss, Eduardo, Derecho Administrativo, Santiago: Editorial Jurídica de Chile, 1996 y en “La invalidación de los actos administrativos en el Derecho Chileno”, en Revista de Derecho y Jurisprudencia, 1988; o Fiamma Olivares, Gustavo, “La acción Constitucional de Nulidad: Un supremo Aporte del Constituyente de 1980 al Derecho Procesal Administrativo”, en Revista de Derecho y Jurisprudencia y Gaceta de los Tribunales, 1986 y “Acción constitucional de nulidad y legitimación activa objetiva”, en Revista de Derecho Público, 1991.

7 Sobre el particular Vid. Letelier Wartenberg, Raúl. “Un mal día no es eterno: seis alcances sobre invalidación y nulidad en el derecho administrativo”. En: Revista de Derecho, Consejo de Defensa del Estado, Nº 8.

8 Congreso Nacional. Informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento. Recaído en los proyectos de reforma constitucional, en primer trámite, originados en mociones de los Honorables Senadores señores Chadwick, Larraín y Romero y del ex Senador señor Diez, y de los Honorables Senadores señores Silva y Viera-Gallo y de los ex Senadores señores Bitar y Hamilton, con los que se introducen diversas enmiendas a la Carta Fundamental (Boletines Nos. 2.526-07 y 2.534-07). Dicho sistema se legitima todavía más si se observa que la labor judicial no es sino una actualización del acuerdo constitucional alcanzado con anterioridad.

9 Ibídem.

10 Acosta Sánchez, José. Formación de la Constitución y jurisdicción constitucional. Fundamentos de la democracia constitucional. Madrid: Tecnos, 1998, pág. 252.

11 STC 83/1984 de 24 de julio.

12 En este caso el TC español indicó que “en tanto la Comunidad Autónoma no ejerza la competencia que en esta Sentencia le reconocemos, la inmediata nulidad de la Ley 6/1992 podría provocar una desprotección medioambiental de la zona con graves perjuicios y perturbaciones a los intereses generales en juego y con afectación de situaciones y actuaciones jurídicas consolidadas. Se trata, además, de intereses y perjuicios que trascienden el plano nacional, como lo demuestra el contenido de la Sentencia de 2 de agosto de 1993 del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas por la que se condena al Reino de España, al no haber clasificado las Marismas de Santoña como zona de protección especial y no haber adoptado las medidas adecuadas para evitar la contaminación o el deterioro de los hábitats de dicha zona.

Para evitar estas consecuencias, la declaración de inconstitucionalidad de la Ley 6/1992 no debe llevar aparejada la inmediata declaración de nulidad, cuyos efectos quedan diferidos al momento en el que la Comunidad Autónoma dicte la pertinente disposición en la que las Marismas de Santoña sean declaradas espacio natural protegido bajo alguna de las figuras previstas legalmente” (STC 195/1998 de 1 de octubre).

13 La sentencia comienza así: “The first is whether it is unconstitutional for immigration law to facilitate the immigration into South Africa of the spouses of permanent South African residents but not to afford the same benefits to gays and lesbians in permanent same-sex life partnerships with permanent South African residents. The second is whether, when it concludes that provisions in a statute are unconstitutional, the Court may read words into the statute to remedy the unconstitutionality.” En su parte resolutiva indica: “It would not be an appropriate remedy to declare the whole of section 25(5) invalid. Instead, it would be appropriate to read in, after the word “spouse” in the section, the words “or partner, in a permanent same-sex life partnership”. The reading in of these words comes into effect from the making of the order in this judgment.” Case CCT 10/99. En. www. concourt.gov.za/judgment.php?case_id=12036.

14 En este sentido vid. STC español 103/1983 y 16/1987.

15 Así por lo menos concluye Díaz Revorio, criticando la falta de claridad con la cual operó el Tribunal Constitucional español. Vid. Díaz Revorio, Francisco Javier. Las sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional. Valladolid: Lex Nova, 2001, págs. 187-188.

16 Fernández Rodríguez, José Julio. La justicia constitucional europea ante el siglo XXI. Madrid: Tecnos, 2002, p. 127.

17 Romboli, Roberto. “La tipología de las decisiones de la Corte Constitucional en el proceso sobre la constitucionalidad de las leyes planteado en vía incidental”. En: Revista Española de Derecho Constitucional, Nº 48, 1996, p. 65.

18 Vid. en este sentido, Ruggeri, Antonio; Spadaro, Antonino. Lineamenti di giustizia costituzionale, Torino: Giappichelli, 2001, págs. 186 y sgtes.

19 En este sentido Vid. Ruotolo, Marco. La dimensione temporale dell´invalità della legge, Padova: CEDAM, 2000, pág. 261. Uno de los mejores ejemplos de este tipo de sentencia es la Nº 243 de 1993, en la cual la Corte Constitucional fija múltiples criterios que el legislador deberá cumplir en una futura legislación sobre indemnización por años de servicio para dependientes públicos. En ella incluso la Corte amenaza que si el legislador no interviene con prontitud o no respeta los criterios establecidos, ella, en los futuros casos que conozca, adoptará la solución que estime conveniente.

20 Vid. supra 17, p. 76.

21 Vid. supra 17, p. 72.

22 Vid. supra 3.

23 Esta denominación es un claro intento de proseguir con la terminología propia de la nulidad.

24 Sobre el particular, entre otros, vid. Politi, Fabrizio. Gli effetti nel tempo delle sentenze di accoglimento della Corte Costituzionale. Padova: CEDAM, 1997.

25 En este sentido las SSTC español 75/1989, 13/1992, 16/1996. Indica la primera que “la pretensión de la Generalitat de Cataluña puede estimarse satisfecha mediante la declaración de inconstitucionalidad de aquellas partidas presupuestarias ni menos todavía las subvenciones ya concedidas al amparo de los mismos. Por todo ello el alcance de los efectos generales de la declaración de inconstitucionalidad acordada se limita a los futuros ejercicios presupuestarios posteriores a la fecha de publicación de esta sentencia.”

26 Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional Federal alemán ha huido de la idea anulatoria justificándose en las caóticas consecuencias presupuestarias que ésta podría originar en determinados casos. En este sentido, señala una sentencia que “el principio presupuestario del equilibrio anual entre gastos e ingresos se pondría en peligro a través del gravamen de los presupuestos actuales con derechos de devolución de impuestos anteriores que suman importes extraordinarios. La planificación económica estatal estaría en peligro; además, la capacidad de actuación económica del Estado se vería amenazada, a no ser que los impuestos aumentasen considerablemente en forma temporal. Por ello, una redistribución retroactiva de recursos presupuestarios en detrimento de los presupuestos actuales no se correspondería ni con las exigencias de una planificación periódica (art. 110.2 LF) ni con la función del impuesto sobre la renta de cubrir las necesidades presupuestarias actuales con las aportaciones de los contribuyentes en los ingresos corrientes. El cálculo inconstitucional del mínimo existencial a efectos tributarios no debe por ello ser reparado con carácter retroactivo por motivos constitucionales. Basta con que el legislador apruebe la nueva regulación para el futuro y que ya la tenga en cuenta en su planificación financiera”. (STCF, 87, 153/179). La misma idea se recoge en la sent. Nº 99 de 1995 de la Corte Constitucional italiana.

27 Gómez Montoro, Ángel. En: Requejo Pagés, Juan Luis (Coord.), Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Madrid: Tribunal Constitucional y Boletín Oficial del Estado, 2001, p. 582.

28 Kelsen, Hans. “La garantie juridictionnelle de la Constitution (La Justice constitutionnelle)”. En: Revue du Droit public et de la Science politique en France et a l’étranger, año 1928, Nº 2, págs. 224-225.

29 Ello aunque en otras oportunidades esta concepción se mezcle con su visión de una nulidad “constituida” por el Tribunal. “Es imposible –sostiene– considerar una ley emanada del legislador constitucional como absolutamente nula (void ab initio). Solamente las Cortes tienen el poder de decidir si una ley es inconstitucional. Si alguien se niega a obedecer a una ley emanada del legislador constitucional porque la reputa inconstitucional, arriesga que la corte competente juzgando la ley constitucional considere ilícita su conducta. Desde un punto de vista jurídico, sólo la opinión de la corte tiene valor. Por consiguiente hay que considerar válida la ley hasta que la corte competente no declare su inconstitucionalidad. Esta resolución tiene por tanto naturaleza constitutiva y no declarativa.” Kelsen, Hans. “Il controlo di Costituzionalità delle leggi. Studio comparato delle costituzioni austriaca e americana”. En: La giustizia costituzionale. Milano: Giuffrè, 1981, pág. 303.

30 Vid. supra 1. La cursiva es nuestra.

31 A esta misma conclusión se ha llegado en España cuando el Art. 161.1 a) de la Constitución indica que las sentencias que declaran la inconstitucionalidad no afectarán a las sentencias que gocen de cosa juzgada. Va entonces implícita la idea que este tipo de sentencias tiene efectos ex tunc y que el constituyente quiso atemperar esta opción al crear este límite.

32 La derogación sí posee beneficios en lo que se refiere a la postergación de los efectos derivados de la eliminación. Esta postergación se justifica de mejor forma en modelos de derogación (Austria) que en modelos de nulidad (Alemania o España), pues en los primeros puede ser justificable, y lógicamente posible, que una derogación prorrogue –de la misma forma como lo puede hacer una ley– su vigencia a un plazo posterior. En un sistema de nulidad esta opción no resulta lógicamente admisible.

33 Supra 29, pág. 167.

34 Principalmente en sesiones Nos. 358, 359, 360, 365, 415 y 417.

35 Vid. Schmitt, Carl. La defensa de la Constitución. Traducción de Manuel Sánchez Sarto, 2ª ed. Madrid: Tecnos, 1998. Der Hüter der Verfassung.

36 Haciéndose cargo de las indicaciones de Schmitt, Kelsen, Hans. ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? Traducción de Roberto Brie, 2a. ed. Madrid: Tecnos, 2002. Wer soll der Hüter der Verfassung sein?

37 En el ambiente nacional, entre otros, Zúñiga Urbina, Francisco. Elementos de Jurisdicción Constitucional, Santiago: Universidad Central de Chile, 2002, especialmente T. I, págs. 114-125.

38 Ferreres Comella, Víctor. Justicia constitucional y democracia. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, págs. 19 y sgtes.

39 Gallie, citado por Iglesias Vila, María, “Los conceptos esencialmente controvertidos en la interpretación constitucional”, en Revista Doxa, Nº 23, 2000, págs. 79-80.

40 En la STC 160/1987 del Tribunal Constitucional español indicaba –a propósito de la revisión de una norma penal– que, en virtud de su rol, sólo puede revisar el quantum o proporcionalidad de la pena cuando “exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio del Estado de Derecho, el valor de la justicia y la dignidad de la persona humana”.

41 Ferreres, supra 38, págs. 28-29.

42 De ahí la crítica de Habermas en cuanto a que la objeción democrática estaría expresada por la detentación por parte del Tribunal Constitucional de la “tiranía de los valores”, fuertemente temida por Carl Schmitt, y que centra la objeción contramayoritaria en el carácter autoritario del Tribunal Constitucional. Así, entender al texto constitucional como un conjunto de valores conlleva a que estos verdaderamente expresan “preferencias intersubjetivamente compartidas” y contengan no obligaciones sino que fines a alcanzar por el colectivo que las comparte; en otras palabras, representan una preferibilidad particular. Además, ellos se estructuran a través de relaciones de preferencia de carácter variable y graduable y no en una consideración de validez o invalidez. De esta forma se posibilita que aquellas materias de importante valor político y valórico sean resueltas por un consenso a nivel representativo, otorgándole mayor legitimidad a la decisión. Vid. Habermas, Jürgen. Facticidad y Validez. Sobre el derecho y el estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. 3a. ed., Madrid: Trotta, 2001, especialmente capítulo VI.

43 López Guerra, Luis. Memoria de Cátedra, Madrid: Universidad Carlos III, pág. 31.

44 Vid. supra 8.

45 Incluso antes de la indicada sentencia se habían lanzado advertencias sobre el particular. El juez Pendleton, presidente de la Corte de Virginia en 1782, indica en el caso Commonwlth v. Caton que “establecer hasta qué punto este tribunal, en el cual se ha concentrado el poder judicial, tiene el poder de declarar nula una ley aprobada con todas las formalidades por el poder legislativo, sin ejercitar por ello el poder de este órgano, contrariamente a lo dispuesto inequívocamente en la Constitución, es ciertamente una profunda, importante y tremenda cuestión cuya decisión podría conducir a consecuencias sobre las cuales los señores jueces no han quizás pensado.” Citado por Blanco Valdés, Roberto, “Vigilar al legislador, vigilar al vigilante (legitimidad del control de constitucionalidad y selfrestraint judicial en los orígenes del sistema norteamericano: un breve apunte histórico”. En: Espín Templado, Eduardo y Díaz Revorio, F. Javier (coord.). La Justicia Constitucional en el Estado democrático. Valencia: Tirant lo Blanch, 2000, pág. 27.

46 Esto ha llevado a algunos a decir que “en gran medida, el control judicial de constitucionalidad de las leyes federales se consolidó en Norteamérica como principio constitucional en gran medida debido a su no ejercicio práctico”. Blanco Valdés, Roberto. El valor de la Constitución, Madrid: Alianza, 1994, pág. 160.

47 Utilizando esta garantía construida se sostuvo en el caso Smyth v. Ames (169 U.S. 466) “que las tarifas de ferrocarriles fijadas por los Estados estaban sujetas a control judicial para comprobar si había ferrocarriles en los que se privara de propiedad arbitrariamente”. La misma idea, con mayor fuerza, y más crítica, se desarrolló en el caso Lochner v. New York (198 U.S. 45). En él “se planteaba la constitucionalidad de una ley que reducía el horario laboral de los empleados en las panaderías a sesenta horas semanales y diez horas diarias, el Tribunal declaró la inconstitucionalidad de la ley alegando que ésta vulneraba la libertad contractual en forma arbitraria y que por tanto no podía compatibilizarse con la cláusula de debido proceso.” Sentencias citadas por Dorado Porras, Javier. El debate sobre el control de constitucionalidad en los Estados Unidos, Madrid: Dykinson, 1997, “Cuadernos Bartolomé de las Casas”, Nº 3, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”, Universidad Carlos III de Madrid, pág. 12.

48 Así, en 1937 (un año después de la reelección de Roosevelt) el tribunal consideró en el caso West Coast Hotel v. Parrish (300 U.S. 397) que “la libertad de contratar no es ilimitada y que las consideraciones legislativas de bienestar público justifican restricciones de la misma”. Ibídem, pág. 13.

En la actualidad la Corte Suprema norteamericana ha vuelto a tomar decisiones de marcado carácter activista. Así, por ejemplo, Romer v. Evans (1996) que declaró inconstitucional una proposición aprobada por referéndum en Colorado que limitaba ciertos derechos a los homosexuales; Printz v. United States (1997) que declaró inconstitucional la Brady Handgun Violence Prevention Act, que limitaba el uso de armas de fuego o Adarand Constructors v. Pena (1995) y Shaw v. Reno (1993), que restringen normas sobre discriminación positiva. Vid. Troncoso Reigada, Antonio. “Método jurídico, interpretación constitucional y principio democrático”. En: Espín Templado, Eduardo y Díaz Revorio, F. Javier (coord.), La Justicia Constitucional en el Estado democrático. Valencia: Tirant lo Blanch, 2000, pág. 417.

49 Entre ellos Ely, John. Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review. Cambridge: Harvard University Press, 1980.

50 Kelsen, supra 36, págs. 33-34.

51 Thayer, J.B., “The origin and scope of the american doctrine of constitutional law”. En: Harvard Law Review, Vol. 7, 1893-1894, págs. 129 y sgtes.

52 Ibídem, pág. 144. Esta idea de ausencia de un sentido unívoco del texto constitucional será luego desarrollada principalmente en Holmes, O.W. Jr. “The theory of legal interpretation”. En: Harvard Law Review, Vol. 12, 1899, págs. 417 y sgtes. Una explicación de estas teorías puede verse en Dorado Porras, supra 47, págs. 13 y sgtes.

53 Una de las más importantes obras de esta corriente es la del profesor Raoul Berger. Government by judiciary. The Transformation of the Fourteenth Amendment, 2a. ed. Indianápolis: Liberty Fund, 1997.

54 Ferreres, supra 38.

55 No podemos sino coincidir con Kelsen, en cuanto señala que esta diferencia podría ser una visión de grado, en cuanto también los tribunales ordinarios ejercen actividad política del mismo modo que el poder legislativo. Ello principalmente si se mira a la política como “decisión en orden a la resolución de conflictos de intereses”. Así, “está presente en toda sentencia judicial, en mayor o menor medida, un elemento de decisión, un elemento de ejercicio del poder. El carácter político de la Justicia es tanto más fuerte cuanto más amplio sea el poder discrecional que la legislación general le debe necesariamente otorgar de acuerdo a su naturaleza.” Kelsen, supra 36, págs. 18-19.

56 Crisafulli y Dworkin, citados por Acosta Sánchez, supra 10, págs. 294-295.

57 La argumentación corrientemente utilizada es la inversa, es decir, que no habría objeción democrática, por cuanto el tribunal constitucional, como ejecutor de una actividad jurisdiccional sólo actualiza la regla de superior jerarquía. Así, según Atria, “ya no parece tan claro que lo que el Tribunal Constitucional haga sea sólo interpretar lo que el constituyente dijo hace 12 años, sino solucionar (entre otras) casos difíciles recurriendo a argumentación que muchas veces no es propiamente jurídica, sino también depende de ideologías y concepciones morales”. Atria Lemaitre, Fernando. “El Tribunal Constitucional y la objeción democrática”. En: Revista Chilena de Derecho, Vol. 20, Nos. 2 y 3 (1993), T. I, pág. 370. De ahí que resultaría ilusorio conseguir la llamada por Atria “insularidad política” entendida como el “hecho de que en el ejercicio de sus potestades las cortes no tengan un compromiso ideológico”. Este elemento se concretaría, a su juicio, en una exposición de razones por las cuales se decidió el caso, con objeto –en la idea de la legitimación externa de las decisiones judiciales– de lograr la aceptación de la decisión como resultado de buena fe de las razones que en el fallo se exponen. Ibídem, pág. 371. Todo parece indicar que bajo esto hay un problema de grado de transferencia valórica entre la jurisdicción ordinaria y constitucional.

58 Argumento sostenido con especial fuerza en García de Enterría, Eduardo. La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional. Madrid: Civitas, 1985. Entre nosotros en Nogueira Alcalá, Humberto. “La Justicia Constitucional como defensa de la Constitución”. En: Revista Chilena de Derecho, Vol. 20, Nos. 2 y 3 (1993), T. I, pág. 417.439. Ambos autores llegan incluso a considerar la existencia de tribunales constitucionales como inherentes a la configuración de estados democráticos constitucionales que gozan de un verdadero estado de derecho.

59 Así, Rousseau, Dominique. “La jurisprudence constitutionnelle: quelle “nécessité démocratique”” En. La légitimité de la jurisprudence du Conseil constitutionnel. Paris: Económica, 1999, págs. 363-376. Incluso intentando una superación total de las argumentaciones sobre la objeción democrática, a través de la adopción de una opción que supere el modelo de “democracia representativa” por otro de “democracia continua”. Sobre el particular, vid. Rousseau, Dominique. La justice constitutionnelle en Europe, 3a. ed., Paris: Montchrestien, 1998, págs. 153-154.

60 Así, García de Enterría, supra 58, pág. 175.

61 Entre ellos, Vid. Rubio Llorente, Francisco. “Seis tesis sobre la jurisdicción constitucional en Europa”. En: La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pág. 577. La misma idea crítica puede examinarse en Poirmeur, Ives. “Le Conseil constitutionel protege-t-il véritablement les droits de l’homme?”. En: La légitimité de la jurisprudence du Conseil constitutionnel. Paris: Económica, 1999, págs. 295-343.

62 Aun cuando diversos autores han sido críticos en relación al contenido de las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional, ello parece ser, no tanto un vicio estructural del sistema de jurisdicción constitucional nacional, sino un estado joven del análisis de las categorías constitucionales en nuestro país. Por otra parte, la urgente modificación de los titulares de la potestad de elección de los jueces podrá colocar esta facultad en instituciones idóneas para esta decisión, legitimando aún más las aptitudes de los elegidos. De hecho, según la opinión autorizada de Cruz Villalón, luego de analizar los diferentes modelos de integración de los tribunales europeos adhiere a que los jueces sean nombrados solamente por las cámaras (caso Austria), debido a la necesidad de una fuerte e intensa legitimación democrática. Cruz Villalón, Pedro. La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad (1918-1939). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1987, págs. 411-412.

63 Las visiones que exaltan la auctoritas de los tribunales constitucionales tienen aquí una buena acogida. La consideración de Rostow acerca de la Corte Suprema como “un organismo educativo” o de sus miembros como los “maestros de un seminario nacional de la vida” muestran la importancia de este factor en la legitimación del órgano de justicia constitucional. En este sentido de admiración se mueven también la mayoría de los fundamentos de la visión constitucional de García de Enterría. Vid. García de Enterría, supra 58, pág. 190.

64 Brown v. Allen, 344 U.S. 445.

65 Sobre la definición del ordenamiento constitucional canadiense en términos de “laboratorio constitucional”, vid. Gambino, Silvio (coord.). Il Canada. Un laboratorio costituzionale, Padua: Cedam, 2000.

66 A las cuatro provincias originarias –cuya unión se considera como el acto de fundación de la Confederación en 1867: Ontario, Quebec, Nueva Escocia, Nuevo Brunswick– se añadieron Manitoba, Alberta, Saskatchewan, Columbia Británica, Isla del Príncipe Eduardo, Tierra Nueva, así que hoy en día la Federación está compuesta por diez provincias. Canadá se compone también de tres territorios, esto es, los territorios del Noroeste, el territorio de Yukon y Nunavut.

67 Vid., en este sentido, el Preámbulo de la Constitución de 1867, en el cual se establece que Canadá constituye un Estado federal “with a Constitution similar in Principle to that of the United Kingdom”. Vid., asimismo, la sentencia de la Corte Suprema N. B. Broadcasting c. Nueva Escocia, [1993] 1 R. C. S. 374.

68 Vid., asimismo, Lanchester, Fulvio. La Patriation della costituzione canadese: verso un nuovo Federalismo?, en Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, 1983, págs. 337 y sgtes.; Olivetti Rason, Nino. Canada, 1982-1992: come non si modifica la Costituzione, en Quaderni Costituzionali, n. 2, 1993, págs. 325 y sgtes.; Hogg, Peter H. Constitutional law of Canada, Scarborough: Carswell, 2000, párrafos 3.4-3.5.

69 Sobre el concepto de soberanía del Parlamento, vid. Dicey, Albert V., Introduction to the study of the law of the constitution, Indianápolis: Liberty Fund, 1982.

70 En ella se recoge también la Carta canadiense de los Derechos y Libertades fundamentales de 1982.

71 La supremacía de la Constitución canadiense con respecto a la legislación ordinaria está establecida en el Art. 52.1 de la Carta de Derechos y Libertades de 1982 –supremacy clause–: “La Constitución de Canadá es la ley suprema de Canadá, y hace inconsistentes las demás normas que sean incompatibles con lo que está establecido en sí misma”.

72 Como es sabido, Canadá es el segundo país de common law –después de los Estados Unidos– que adoptó una Constitución escrita. De 1867 a 1949, la Constitución canadiense estaba contenida en una ley británica, que instituyó la Federación y otorgó el poder legislativo y judicial entre la propia Federación y las Provincias. Hasta 1949, el órgano de justicia constitucional de Canadá estaba representado por un Consejo judicial británico, el Privy Council, que actuaba como órgano de última instancia jurisdiccional para las distintas colonias del Imperio. En 1949, la función jurisdiccional con arreglo a los procesos constitucionales fue otorgada a la Corte Suprema, la cual, desde 1982 –año de la independencia de Canadá del Reino Unido– ejerce también un papel relevante en la tutela de los derechos fundamentales, recogidos en la Carta de los derechos y libertades aprobada en el mismo año. Sobre el particular vid., Fromont, Michel, La justice constitutionnelle dans le monde, Paris: Dalloz, 1996, págs. 31 y sgtes.

73 Reference B. C. Motor Vehicle Act [1985] 2 S. C. R. 486, 497. Vid., asimismo, la sentencia Law Society of Upper Canada v. Shapinker [1984] 1 S. C. R. 357, en la cual la Corte, para legitimar su papel en el juicio de constitucionalidad de las leyes, hace referencia a la histórica sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos Marbury v. Madison.

74 Según Ferreres, esta afirmación constituye un argumento que concurre a determinar “la pretendida irrelevancia de la objeción democrática en contra de la justicia constitucional”. “Puede aceptarse que el hecho de que una institución [el Tribunal Constitucional] derive de una norma aprobada democráticamente es razón suficiente para justificar su existencia, con independencia de que esa institución sea o no democrática desde el punto de su estructura objetiva […] Lo que no puede decirse es que la apelación al principio democrático es irrelevante, irrelevancia que vendría dada por el hecho de que el Tribunal Constitucional debe su existencia a una norma aprobada democráticamente”. Ferreres, supra 38, págs. 46 a 49. Vid., además, Habermas, Jürgen, Between Facts and Norms, Massachusetts: The MIT Press, 1996, págs. 264.

75 Los derechos “limitables” son los previstos en el Art. 2 (libertad de expresión, de conciencia, de asociación y de reunión pacífica) y en los Art. de 7 a 15 (el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona, a la protección frente a los registros, el derecho a un proceso justo, el derecho de igualdad). En cambio, no pueden ser suspendidos por el legislador la libertad de tránsito y los derechos de las minorías lingüísticas

76 Vid. Russel, Peter H., Standing Up for Notwithstanding, en Alta. L. Rev., 1991, n. 29, págs. 293 y sgtes.; Gerbasi, Giuseppe, La clausola nonobstant quale strumento per la tutela dei valori delle Comunità provinciali, en G. Rolla (coord.), Lo sviluppo dei diritti fondamentali in Canada tra universalità e diversità culturale, Giuffrè: Milano, 2001, págs. 135 y sgtes.

77 Ford v. A. G. Quebec [1988] 2 S. C. R. 712. Vid., asimismo, la sentencia de la Corte de Apelación de Saskatoon, Dairy Workers en el caso RWDSU v. Government of Saskatchewan [1985] 5 W. W. R. 97, y la de la Corte Suprema Public Service Alliance, Diary Workers, and Alberta Labour Reference (Alberta Union of Public Employees) v. Attorney General of Alberta [1987] 1 S. C. R. 313. Vid., asimismo, AA. VV., L’ordinamento costituzionale del Canada, Turín: Giappichelli, 1997; Oliver, Peter, Canada, Quebec, and constitutional amendment, en University of Toronto Law Journal, Vol. XLIX, 1999, págs. 566 y sgtes.; Hogg, Peter H., Constitutional Law of Canada, Scarborough: Carswell, 2000, Capítulos 1 y 2; Nicolini, Matteo, La disciplina canadese sull’immigrazione tra multiculturalismo, secessionismo e riforme, en Diritto Pubblico Comparato ed Europeo, 2003, págs. 726 y sgtes.

78 Vid., por ejemplo, el art. 1.1 de la Ley Orgánica n. 2/79 del Tribunal Constitucional Español: “El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido sólo a la Constitución y a la presente Ley Orgánica”.

79 Gerbasi, Giuseppe, La clausola nonobstant quale strumento per la tutela dei valori delle Comunità provinciali, en Rolla, Giancarlo (coord.), Lo sviluppo dei diritti fondamentali in Canada tra universalità e diversità culturale, Giuffrè: Milano, 2001, pág. 157.

80 Vid. Habermas, Jürgen, Fatti e norme, Milano: Guerrini e Associati, 1996, págs. 313 y sgtes.

81 Alegre Martínez, Miguel Ángel, Justicia constitucional y control preventivo, León: Universidad, Secretariado de publicaciones, 1995, pág. 230.

82 El Art. 278, reformado en 1982, prevé que el control previo pueda ser promovido a iniciativa de diversos órganos legitimados, entre los cuales se encuentra el Presidente de la República, los Ministros (esto es, los representantes de la República en las regiones autónomas), el Primer Ministro o un quinto de los diputados de la Asamblea. El plazo para interponer el recurso es de ocho días. Durante ese período, el Presidente de la República no puede promulgar dichos actos. El Tribunal tiene que pronunciarse dentro de un plazo de veinticinco días, plazo que puede ser reducido por el Presidente, por motivos de urgencia, en caso de tratados internacionales, decreto que él tiene que promulgar como ley o decreto ley, o acuerdo internacional cuyo decreto de aprobación le fue sometido para su firma. Véanse, asimismo, AA. VV., Constituição da República Portuguesa, Coimbra: Livraria Almedina, 1999, págs. 109 y sgtes. Lanzoni, Lisa, Problemi e tecniche della sospensione dei diritti fondamentali in prospettiva comparata, Tesi di Laurea, Università degli Studi di Verona, 2004 (inédita), págs. 69 y sgtes.

83 Gomes Canotilho. Direito Constitucional e Teoria da Constituição, 7a. ed., Coimbra: Almedina, 2003, pág. 917.

84 Vid. VV. AA., La justice constitucionnelle au Portugal, Paris-Aix-en-Provence: Economica-PUAM, 1989, págs. 211 y sgtes.

85 Rangel, Paulo. Repensar o Poder Judicial, pág. 148, citado por Gomes Canotilho, supra 83, pág. 1032.

86 Aja, Eliseo y Beilfuss, Markus. En: Aja, Eliseo (edit.) Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el Legislador en la Europa actual. Barcelona: Ariel, 1998, págs. 260-261. Este excelente trabajo comparativo estudia el estado de las relaciones entre el poder legislativo y los tribunales constitucionales en Austria, Alemania, Italia, Francia, España y Portugal.

87 En este sentido, vid. Romboli, Roberto. En. Aja, Eliseo (edit.) Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el Legislador en la Europa actual. Barcelona: Ariel, 1998, págs. 115-118.

88 Ibídem, pág. 262.

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