DERECHO PROCESAL PENAL

CONFLICTO DE INTERESES Y PROCESO PENAL: NOTAS ENTORNO A LA POSIBILIDAD DE SATISFACCIÓN SUCEDÁNEA DEL INTERÉS PÚBLICO EN LA PERSECUCIÓN DE DELITOS ECONÓMICOS RELACIONADOS CON LA CORRUPCIÓN, A TRAVÉS DE LA APLICACIÓN DE FACULTADES DE OPORTUNIDAD FUNDADAS EN LA REPARACIÓ. Luis Contreras Alfara

Lectura estimada: 90 minutos 862 views
Descargar artículo en PDF

 

 

Conflicto de intereses y proceso penal: notas en torno a la posibilidad de satisfacción sucedánea del interés público en la persecución de delitos económicos relacionados con la corrupción, a través de la aplicación

de facultades de oportunidad

fundadas en la reparación

Luis Contreras Alfaro*

  1. Planteamiento General

El estudio acerca de la interrelación entre el principio de oportunidad en sede procesal penal y los delitos económicos relacionados con la corrupción se enmarca en un tema mucho más amplio y complejo, cual es: el papel que desempeña la Jurisdicción frente a la necesidad de represión y control del fenómeno de la corrupción. Conviene dejarlo claro cuanto antes, la Justicia penal representa la última barrera de protección frente a los comportamientos corruptos una vez que han fallado los demás mecanismos de prevención y control, y por ello no podemos esperar demasiado de sus capacidades[1], sobre todo si tenemos en cuenta las especiales dificultades que presenta la investigación y el castigo de este tipo de conductas, tales como: la enorme complejidad de las actuaciones corruptas que tienden a ocultarse bajo un entramado de transacciones y operaciones administrativas, económicas y tributarias aparentemente lícitas; la falta de especialización y los limitados recursos técnicos y humanos de que disponen los órganos de persecución criminal del Estado; la compleja trama de intereses políticos y socioeconómicos que puede llegar a ventilarse tanto al interior del proceso como en la arena mediática, etc. No es el proceso judicial la mejor herramienta para luchar contra las ilegalidades del sistema político, sea por su lentitud y formalismo o por su carácter ocasional frente a conductas que pueden estar profundamente arraigadas en el sistema, o ya, finalmente, por su ostracismo. Los magistrados están acostumbrados a trabajar en silencio, paso a paso, la mayoría con un bajo perfil mediático; desgraciadamente la casuística comparada ha sido profusa en cuanto a demostrar que su forma de trabajo y su posición jurídico-institucional puede llegar a convertirlos en blanco fácil de las críticas ciudadanas, cuando no, de verdaderos intentos de entorpecimiento de sus funciones por parte de los mismos que se encuentran sentados en el banquillo bajo sospecha de corrupción[2].

Ahora bien, la parcela de la criminalidad que hemos escogido como base teórica de reflexión nos parece especialmente interesante para detectar eventuales disfuncionalidades o aciertos del principio de oportunidad entendido en su acepción amplia como capacidad de disposición total o parcial de la acción penal por parte del Ministerio Público, puesto que para algún sector del pensamiento jurídico, delitos como los fraudes fiscales y de subvención estatal, el cohecho, el tráfico de influencias o los delitos socioeconómicos en general, a causa de sus especiales dificultades de detección e investigación, o por la posición económica o los vínculos políticos de sus autores, o debido a la falta de una clara determinación de víctimas concretas e individualizables, vienen siendo desde hace tiempo objeto de una descriminalización de facto por parte de los órganos de persecución penal del Estado. En este último sentido, Maier ha manifestado que la llamada criminalidad económica no precisa, en términos generales y estadísticos, de un proceso de descriminalización concreto y, mucho menos, de uno de iure, pues la forma en la que opera el sistema de administración de justicia penal tradicional le garantiza de facto un grado de descriminalización suficientemente grande para los hechos delictuosos comprendidos en ella y para los partícipes en esos delitos[3].

Sin embargo, si examinamos la cuestión cambiando de perspectiva, esos mismos problemas que presenta la persecución de los delitos económicos relacionados con la corrupción, sumados a la no poco frecuente ineficacia de la sanción privativa de libertad para solucionar el conflicto social e individual generado por este tipo de conductas, podrían hacer necesaria una diversificación de las respuestas que ofrece el ordenamiento punitivo para un adecuado tratamiento político-criminal de tan singulares manifestaciones criminosas, por ejemplo, a través de la solución reparadora[4], sin perjuicio de la siempre necesaria reflexión sobre otros mecanismos alternativos –como el derecho disciplinario de funcionarios–, que conviertan la sanción penal en un verdadero recurso de ultima ratio para proteger las relaciones internas de la Administración o las infracciones al principio de jerarquía administrativa que no supongan la lesión o puesta en peligro del desempeño de la función pública[5], aunque incluso en el supuesto en que tal bien jurídico-institucional, o el orden socioeconómico fueran lesionados o puestos en peligro por actuaciones corruptas, siempre cabe cuestionarse si tiene sentido o no la tipificación de estos comportamientos lesivos cuando existe la posibilidad de aplicar otros mecanismos de naturaleza administrativa o económica para la protección de esos mismos intereses[6].

Parafraseando a Díez-Picazo[7], detrás del debate acerca de la aplicación del principio de oportunidad sobre la criminalidad económica relacionada con la corrupción se vislumbran dos claros ejes: el primero de ellos radica en la preocupación respecto de una potencial impunidad en esta parcela de la criminalidad, que se explica, según nuestro concepto, en la eventual valoración de criterios de naturaleza política para decidir la intervención de los órganos de la Administración de Justicia ante al fenómeno de la corrupción (especialmente en lo que dice relación con los motivos para decidir la diversión del proceso), amén de que la acción penal podría llegar a ser utilizada como un arma en contra de los adversarios políticos; el segundo eje, muy relacionado con el anterior, gira en torno a la posición del Ministerio Público –destinatario de las facultades de oportunidad– en el juego de poderes, vale decir, si está dotado o no de autonomía frente al poder político, o si, por el contrario, está vinculado al Ejecutivo y dado el caso puede llegar a actuar en el proceso como agente del mismo.

  1. ¿Es posible descartar a priori la aplicación de

facultades de oportunidad sobre

los delitos de corrupción?

Detrás del debate acerca del acogimiento de criterios de oportunidad en el ejercicio de la acción penal se encuentran dilemas más profundos, tales como: la discusión dogmática acerca de la concepción misma de la acción penal –con fines preventivos individuales y colectivos, por una parte, o retributivos, por otra–; el respeto irrestricto o la flexibilización de principios generales del ordenamiento jurídico, como la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica; el otorgamiento de mayores espacios de discrecionalidad al acusador público, en la medida en que cuente con legitimidad democrática y responsabilidad política8[8], etc. Dentro de este contexto de ideas afirmamos que puede llegar a resultar político-criminalmente adecuado renunciar parcialmente a la idea de obligatoriedad de ejercicio de la acción penal, aceptando excepcionalmente la vigencia de reacciones alternativas al juicio penal ordinario y a la pena privativa de libertad, siempre que se trate de ciertos sectores del espectro criminoso, donde aquello pudiere resultar “tolerable” sin romper la creencia general de los ciudadanos en la autoridad del Estado, en la obediencia al Derecho y en la pronta y efectiva persecución y castigo de las conductas ilícitas. La pregunta es, sin embargo, si los delitos económicos relacionados con la corrupción pueden estar o no dentro de aquellas manifestaciones criminosas susceptibles de ser objeto de consideraciones de oportunidad.

La respuesta que intentaremos dar aquí no puede tener sino un carácter parcial pues, como sabemos, el dilema: oportunidad/ejercicio obligatorio de la acción penal, no solamente tiene dimensiones procesal-penales, sino también constitucionales[9], políticas[10] y económicas[11], que, no obstante estar presente en nuestras reflexiones, su total extensión sería imposible abarcar en un modesto estudio como el presente.

Así las cosas, podríamos aventurar como hipótesis de trabajo que bajo algún punto de vista el principio de oportunidad podría resultar teóricamente incompatible con ilícitos que tengan vinculaciones políticas, más aún cuando el órgano de persecución penal no tenga un claro margen de autonomía respecto del poder ejecutivo. La justificación de tal afirmación encuentra sus raíces más profundas en las bases mismas de nuestro actual modelo de Estado de Derecho; siguiendo a Guarnieri y Pederzoli, las principales demandas del constitucionalismo liberal en su lucha por limitar los poderes del soberano han sido el sometimiento de los órganos públicos al imperio de la ley, y en relación al control de la legalidad de las actuaciones de los gobernantes: la independencia del órgano jurisdiccional. Por lo tanto, someter al que ejerce funciones públicas al imperio de la legalidad y a la criba de un órgano independiente se ha convertido en instrumento esencial para controlar las modalidades de ejercicio del poder político[12]. En este sentido Montero Aroca[13] estima que el principio de legalidad y consecuentemente el de oficialidad entendidos en el sentido de que implican que la terminación normal del proceso es la sentencia, no pudiéndose terminar ni por la disposición de la parte pública ni por una decisión discrecional del juez y menos por la disposición privada de las partes, constituye un logro de la civilización, hasta tal punto, que resulta irrenunciable; así y entonces, en lo que respecta a la configuración del ejercicio de la acción penal, al menos en este ámbito, la mejor opción para asegurar el imperio de la ley y proteger a los ciudadanos del ejercicio abusivo del poder estatal sería proscribir de la órbita del principio de oportunidad a los delitos de corrupción[14], dejando que tales conductas sean conocidas por los órganos jurisdiccionales sin interferencia alguna del poder político.

El principio de legalidad supondría entonces, como ha escrito Cabrera Mercado, una garantía, al menos teórica, frente al Gobierno de turno, en el sentido de que el Ministerio Público quedaría obligado a perseguir todo hecho aparentemente delictivo y a acusar con arreglo a la ley[15].

Bajo esta perspectiva, el principio de legalidad expresaría la idea de que frente a la Ley no sería oponible –al menos en el ámbito de la corrupción– ningún derecho más fuerte, ni el poder de excepción del soberano y de su administración, en nombre de una superior “razón de Estado”, superándose así las tradiciones jurídicas del Absolutismo y del Ancien Régime[16].

Tomando como ejemplo el caso italiano –siguiendo a Chiavario[17]–, la obligatoriedad de ejercicio de la acción penal actuaría sobre todo como un escudo contra la eventual influencia de poderes externos a la magistratura en orden a frenar la iniciativa del titular de la acción penal. De tal modo, una sujeción irrestricta al principio de legalidad, al menos en esta parcela del Derecho, evitaría conductas indebidas del acusador público en orden a favorecer la situación procesal de aquellos imputados con vinculaciones al mundo político, neutralizándose la posibilidad de que en situaciones comprometidas pudiera llegarse a justificar la inobservancia de la legalidad por motivaciones políticas. Por otro lado, si las autoridades encargadas de aplicar la ley gozaran de una genuina discrecionalidad al respecto, se debilitaría el valor mismo de la ley[18]; su aplicación selectiva dejando de lado a los funcionarios y gobernantes presuntamente responsables de un delito rompería la creencia generalizada en el concepto de Estado de Derecho y provocaría un trato discriminatorio respecto de aquellos ciudadanos que no gozaran de privilegios políticos, situación que muy probablemente se agudizaría en perjuicio de aquellos imputados que fueren opositores al régimen de turno. En similar sentido ha escrito Díez-Picazo, que la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal, sumada a la independencia del Ministerio Público respecto al Gobierno en Italia, han representado una condición sine qua non para la persecución procesal masiva de la corrupción política ocurrida en ese país en la última década del pasado siglo; aunque al mismo tiempo le parece que ello pone de manifiesto una concepción cuasi-jurisdiccional de la actividad de acusación, que conduce a la introducción de elementos inquisitorios en el proceso penal y a una confusión de los papeles de acusador y de juez[19].

Sin embargo, y he aquí el gran “pero”, el rechazo a la introducción de facultades de oportunidad en este campo delictivo, y sus justificaciones, aún pudiendo ser válidas en términos generales deben ser objeto, a nuestro modo de ver, de una importante matización, pues ni siquiera en el emblemático caso italiano la obligatoriedad de ejercicio de la acción penal prevista en el art. 112 de la Constitución italiana es tan absoluta como pareciera[20]. Nuestra objeción parte de la propia superación del concepto de Estado liberal de Derecho por el de Estado constitucional de Derecho[21]. En nuestros tiempos, la Ley, particularmente la Ley penal, se encuentra sometida a los principios emanados de la Constitución, especialmente los de proporcionalidad y ultima ratio. Por lo tanto, el Derecho penal, dado el caso, deberá adecuarse a ellos no importando en principio la calidad de funcionario o gobernante del sujeto activo del delito.

Pues bien, como sabemos, el fenómeno de la corrupción se vincula a la desviación del interés público por parte de la Administración en favor del interés personal del funcionario o de terceros relacionados; siguiendo a Cugat Mauri, es esta idea, la del interés general, la que parece poder explicar la razón de la necesidad de protección de las instituciones ante la corrupción[22]. De esta manera, si el fundamento de la amenaza penal en este tipo de comportamientos se encuentra precisamente en la existencia de intereses generales hacia los cuales gobernantes y funcionarios deben orientar sus actuaciones por encima de sus propios intereses, prima facie siempre existirá interés público en la persecución de esta clase de conductas; dicho de otro modo, la renuncia a la persecución nunca podrá fundarse en la falta de interés público en la investigación y castigo de los delitos de corrupción, puesto que la vulneración del interés público constituye la piedra angular de la construcción del tipo penal. Si no existiera un interés público comprometido, derechamente no existiría el delito; de tal modo, la aplicación de las facultades de oportunidad debería restringirse en los casos de delitos de corrupción, descartándose de plano las posibilidades de archivo incondicionado por inexistencia de interés en la persecución penal. Esta es la solución adoptada expresamente por el ordenamiento procesal penal chileno, que en el art. 170, CPPCh, prohíbe al Ministerio Público el archivo incondicionado por falta de interés público en la persecución, cuando se tratare de un delito cometido por un funcionario público en el ejercicio de sus funciones. Bajo estas mismas consideraciones debemos rechazar también la aplicación a la criminalidad de corrupción, del pgf. 153, StPO, que permite al Ministerio Público archivar el proceso, cuando la culpabilidad del autor fuera considerada ínfima y no existiere interés público en la persecución.

Desde nuestra perspectiva, el interés público constituye el fundamento de las actuaciones de todos los poderes del Estado; éstos deben promover los objetivos y fines del Estado social y democrático de Derecho, contribuyendo a la consecución del bien común. Así las cosas, el interés público es una suerte de estrella polar que guía las actuaciones de todos los órganos del Estado, sin perjuicio de que luego en cada una de las reparticiones y funciones estatales dicho concepto general se particularice. En el proceso penal, el concepto de interés público se refiere al interés del cuerpo social –que debe orientar las actuaciones del Ministerio Público– en que se esclarezca y persiga un hecho punible que haya quebrantado la paz social superando el mero círculo de intereses del ofendido; en otras palabras, existe interés público en la persecución cuando por la trascendencia del hecho o su importancia en términos de la alarma social que ha provocado, o por la peligrosidad del autor, entre otras, sea necesario investigar y ejercer la acción penal para cumplir los fines de prevención general y especial del Derecho penal, amén de resguardar de un modo adecuado el bien jurídico penalmente protegido[23].

Pues bien, los delitos de corrupción generan alarma social y afectan el fundamento mismo de la justificación política de todos los órganos del Estado, que es el interés público o interés general. Así las cosas, siempre que exista la denuncia de un delito de esta naturaleza, habrá interés social en el esclarecimiento del hecho y de sus circunstancias y las personas responsables de los mismos.

No obstante lo expuesto, los delitos de corrupción pertenecen al ámbito de la criminalidad media, esto quiere decir que las penas aplicables a este tipo de conductas no son excesivamente altas, no siendo tampoco insignificantes v.gr. el delito de tráfico de influencias contemplado en el art. 428 del Código Penal español: la pena asignada en abstracto al delito es de 6 meses a 1 año de prisión, más penas accesorias; veamos, por otro lado, el delito de cohecho pasivo contemplado en el pgf. 332.I StGB[24], donde la pena privativa de libertad asignada en abstracto al delito es de 6 meses a 5 años, y en casos de menor gravedad, con pena de hasta 3 años o con multa; veamos también el delito de cohecho pasivo contemplado en el art. 248 bis del Código Penal chileno, en el cual la pena asignada al delito es la de reclusión menor en sus grados mínimo a medio más accesorias. Con estos ejemplos queremos hacer notar que la criminalidad de corrupción no necesariamente escapa a las denuncias de las tendencias descriminalizadoras que abogan por la utilización del Derecho penal como instrumento de ultima ratio, sino en ocasiones, más bien al contrario, cuando las penas privativas de libertad que en el hecho corresponda aplicar sean cortas[25]. En otras palabras, no podemos descartar que bajo determinadas circunstancias puede que el hecho punible no tenga un elevado grado de peligrosidad social y ello, a nuestro modo de ver, no sólo justificaría, sino que haría necesario un tratamiento alternativo al proceso penal ordinario, con miras a viabilizar la resocialización del delincuente y obtener una adecuada reparación de los perjuicios ocasionados a la víctima. Además, tratándose de estas complejas manifestaciones delictivas en que consisten los delitos económicos relacionados con la corrupción, que pueden provocar nefastas consecuencias en las finanzas públicas, cabría preguntarse si una pronta y adecuada prestación reparadora del perjuicio económico, o hablando derechamente: el pago de una determinada cantidad de dinero en beneficio del Estado-Fisco puede satisfacer mejor las expectativas sociales de castigo que un determinado tiempo de privación de libertad[26].

De esta manera, si la aplicación de facultades de oportunidad no puede fundarse en la inexistencia de interés en la persecución penal, dicho interés público, no obstante, podría ser satisfecho mediante algún mecanismo alternativo al enjuiciamiento, que al aplicar al hecho punible medidas asimilables a la pena cumpliese de manera sucedánea las exigencias de prevención general y especial que sean del caso; por ejemplo, a través de reacciones procesal-penales que contemplen la reparación del daño causado por el delito y tratamientos resocializadores para el delincuente como expedientes bastantes para solucionar el conflicto social e individual generado por la conducta de corrupción[27]. Desde esta perspectiva, no vemos mayores escollos para aplicar a los delitos de corrupción instituciones como la suspensión provisional de la interposición de la acción penal del pgf. 153a, StPO; o en el caso del ordenamiento portugués, la suspensión provisional del proceso del art. 281 CPPP; o en el caso del procedimiento penal chileno, la suspensión condicional del procedimiento de los arts. 237 y ss. CPPCh. Un buen número de delitos de corrupción podrían cumplir, al menos en abstracto, los presupuestos para la aplicación de estas formas de salida alternativa al enjuiciamiento[28]. En estos casos, la idea de fondo que sustenta la vía alternativa a la condena penal es que la continuación del proceso hasta su terminación normal, mediante la imposición de una sanción privativa de libertad, no cumpliría en realidad los efectos preventivo general ni especial de la norma penal, sino más bien todo lo contrario, ya que la utilización de penas cortas privativas de libertad provocaría efectos desocializantes irreparables en los delincuentes primerizos y a la larga le saldrían muy costosas a la sociedad; la rehabilitación del delincuente es posible, y con ese fin algunas de las condiciones que pueden imponerse en virtud de estas instituciones consisten precisamente en conductas apropiadas para favorecer su proceso de readaptación[29]. De otro lado, estas instituciones potencian la pronta y efectiva reparación a la víctima, un objetivo político-criminal esencial para mejorar la postergada situación a la que se ha visto sometido el afectado por el hecho punible desde los orígenes mismos del ius puniendi estatal[30], más aún cuando se trata de delitos cuyo bien jurídico es colectivo y por tanto su titularidad se halla difundida en el conjunto de la sociedad[31].

Los problemas pueden venir, sin embargo, de otro sitio. En primer lugar, cabe preguntarse si en el análisis previo a la aplicación de las facultades de oportunidad ¿pueden tener lugar valoraciones de naturaleza política?; en concreto nos preguntamos, por ejemplo, si en un caso con amplia repercusión pública, pero que sin embargo objetivamente no provoque una grave lesión al bien jurídico tutelado ni exista un elevado grado de culpabilidad en el autor ¿puede rechazarse la aplicación de facultades de oportunidad simplemente para hacer aparecer al acusador público –y por extensión al gobierno– ante los medios de comunicación como un acérrimo defensor de los intereses generales?; por otro lado, cabe preguntarse por el papel que le cabe al Ministerio Público como ejecutor de la política criminal del Estado y la conceptuación de las facultades de oportunidad como instrumentos de política criminal. Intentaremos despejar estas interrogantes en las páginas siguientes.

  1. Valoraciones de naturaleza política para decidir la aplicación de facultades de oportunidad

Como sabemos, el sistema penal es un todo complejo formado por normas de distinta naturaleza; en él primeramente pueden distinguirse dos grandes piezas engranadas entre sí: el Derecho penal sustantivo y el Derecho penal procesal, ambas conforman subsistemas de normas con finalidades político-criminales propias, aunque ciertamente interrelacionadas o, por lo menos (prima facie), no contradictorias[32]. En el Derecho penal material podemos, a su vez, distinguir normas primarias, que cumplen una función motivadora, pedagógica o incluso simbólica, si se quiere, y normas sancionadoras o secundarias, que ejercen funciones de protección de bienes jurídicos y de prevención general y especial. Todo este complejo sistema normativo se enmarca en un sistema mayor, un megacomplejo de control social, que pretende incidir en el comportamiento de los individuos a fin de establecer límites a la libertad de acción del ser humano[33]. Ahora bien, teniendo en cuenta que la sanción penal es solamente una parte del sistema penal, obviamente no podemos identificar los fines del Derecho penal con los fines de las penas; en otras palabras, no se puede pretender explicar todo el Derecho penal en función de la aplicación de la pena, ya que perfectamente el ordenamiento penal material puede contemplar la posibilidad de otras reacciones no punitivas o cumplir funciones de orientación o motivación de la ciudadanía, y no por ello podemos dejar de hablar de la existencia de un Derecho penal en toda regla[34]. Hasta aquí, todo bien. El problema, sin embargo, se produce cuando es el ordenamiento adjetivo o procesal el que incorpora modalidades de tratamiento del hecho delictivo que no van a ser conducidas a través del proceso penal ordinario y, más aún, contempla posibilidades de reacción frente a los hechos punibles que son diversas de la pena; algo parece no encajar bien cuando el Derecho sustantivo por un lado dice que una determinada conducta debe ser sancionada penalmente, y el Derecho adjetivo, por otro, permite al acusador público prescindir de la persecución de la misma. La confusión se agrava aún más, si cabe, cuando caemos en la cuenta de que el Derecho penal procesal viene a reconocer al acusador público competencias “cuasi-jurisdiccionales”, al mismo nivel o casi al nivel del órgano jurisdiccional para decidir la aplicación de estas medidas alternativas de reacción al hecho punible, al punto que su negativa impedirá al juez o tribunal autorizar la diversión del proceso[35]. ¿Cómo pueden llegar a explicarse estos fenómenos?

Debemos partir de la base que las facultades de oportunidad no implican desconocer la existencia del hecho punible. En buena medida tampoco implican desconocer la existencia de responsabilidad por el hecho cometido, ya que las instituciones más idóneas para ser aplicadas a los delitos de corrupción, es decir, las facultades de suspensión condicional del procedimiento, no excluyen la responsabilidad civil; y a través de la aplicación de conductas y obligaciones como condición para el archivo definitivo del proceso vienen a significar una verdadera forma de castigo por el hecho cometido, aún cuando no sean penas en estricto sentido, ya que se trata de condiciones voluntariamente aceptadas por el imputado y éste en cualquier momento puede dejar de cumplirlas. Las facultades de oportunidad se encuentran así en una suerte de limbo jurídico, a medio camino entre instrumentos no punitivos de reacción frente al fenómeno criminal equivalentes a las penas y verdaderos “premios” a cambio de una actitud facilitadora de la labor de los órganos de persecución penal del Estado.

Como hemos dicho, el Derecho penal –sustantivo y procesal– forma parte de un sistema más amplio de control social; el Derecho penal convive junto con otras instituciones de naturaleza social, política y económica, y entre todas ellas se persigue lograr pautas de relaciones sociales por medio de estrategias y planes a corto, mediano y largo plazo. ¿Quién crea y desarrolla esas estrategias y planes? En el caso específico de las estrategias para enfrentar el fenómeno delictivo, dentro del sistema de organización del Estado democrático, la función de elaborar la política criminal le corresponde a los órganos de representación política, es decir, al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo, quienes dentro de sus respectivos ámbitos de competencia deben elaborar normas, pautas básicas y planes de actuación para combatir el fenómeno criminal, por ejemplo, entre otras cosas: a través de la elaboración de leyes, el primero, que autoricen a los órganos de persecución penal estatal para utilizar agentes encubiertos en la investigación de cierta clase de delitos particularmente dañosos (validación del engaño como método de investigación), o a través de una gestión optimizadora que logre una mejor dotación de medios materiales y humanos a los cuerpos de seguridad del Estado, el segundo. Puesto que al Derecho penal le competen tareas de control social, siguiendo a Barbero Santos[36], las relaciones entre aquel y la política son evidentemente estrechas, alcanzando un mayor significado y, al mismo tiempo, una mayor complejidad en la manifestación más dinámica del Derecho penal, que se denomina política criminal.

Pues bien, desde el punto de vista de la política criminal, al proceso penal también le compete la función de instrumento para llevar a cabo las estrategias del cuerpo social para enfrentar el fenómeno delictivo. Siguiendo a Fernandes[37], así como el Derecho penal material, el Derecho procesal penal también sería un sub-sistema abierto, sirviendo el modelo de proceso penal respectivo para la exteriorización de las proposiciones de política criminal, pero actuando al mismo tiempo como barrera o límite a esas mismas finalidades, conforme a los valores y principios constitucionales impuestos por el modelo de Estado. En otras palabras, el proceso penal actúa a la vez como instrumento funcional al servicio de la política criminal, y como garantía para prevenir la violación de los derechos fundamentales de los sujetos procesales.

Como sabemos, la política criminal está a medio camino entre la teoría y la práctica[38], ella persigue una estrategia en la lucha contra el delito y por lo tanto no existe uno, sino múltiples modelos de política criminal, que podríamos definir en términos amplios, con Delmas-Marty[39], como el conjunto de métodos con los que el cuerpo social organiza la respuesta al fenómeno criminal[40]. La conducción de la política criminal está en manos de los órganos legitimados por la sociedad para definir el objeto y las atribuciones del sistema de justicia criminal en general, estos son: los órganos políticos.

Ahora bien, la lucha contra el fenómeno delictivo implica adoptar decisiones en base a estudios previos de carácter científico y sociológico, tomando en cuenta todas las connotaciones éticas o incluso económicas que plantea la protección de la sociedad a través de la respuesta más contundente de que dispone la sociedad: el Derecho penal; de esta manera, como ha escrito Zipf, la política criminal coordina el ámbito del Derecho con el ámbito de la política[41]. La política criminal, como ha expresado Zúñiga Rodríguez, está estrechamente interrelacionada con la política general de un Estado determinado. Así, la política criminal seguirá fundamentalmente los pasos de un determinado gobierno, el cual, claro está, tendrá sus propias opciones políticas[42]. Pues bien, las facultades de oportunidad ciertamente tienen como objetivo a corto y mediano plazo interactuar con los demás mecanismos de control social, enfrentándose a los comportamientos menos lesivos, derivándolos hacia reacciones resocializadoras y reparadoras, para que las normas penales sancionadoras se ocupen de los comportamientos que socialmente sean más gravosos, permitiendo así la mejor utilización de los recursos del Estado y la conceptuación de las normas penales sancionadoras como mecanismos de ultima ratio. Las facultades de oportunidad son, por lo tanto, instrumentos de política criminal, elaborados por el legislador, pero cuya aplicación efectiva le compete al órgano encargado de ejercer la acción penal pública y de instar los procedimientos ante los tribunales, es decir, al Ministerio Público.

La dimensión política de las facultades de oportunidad se aprecia también claramente desde el punto de vista de la comprensión general del Derecho penal como instrumento de control social; las facultades de oportunidad van a incidir, junto con los demás instrumentos jurídicos y no jurídicos de control, en la percepción que los individuos tengan respecto a la forma como el cuerpo social reacciona frente al fenómeno delictivo, y esto es muy importante porque, a la larga, de la percepción que el individuo tenga acerca del funcionamiento del sistema penal dependerán sus pautas de comportamiento en la vida diaria. Esto quiere decir que las facultades de oportunidad pueden incidir, entre otras cosas, en la reducción o en el aumento de la tasa de delitos o en la actitud que adopten los ciudadanos frente a los órganos políticos encargados de la elaboración de la política criminal del Estado, de manera que si la ciudadanía percibe que los índices de delincuencia se han disparado mucho en un período determinado de la historia, puede que en las próximas elecciones vote por aquel partido político que “oferte” métodos más adecuados para hacer posible una convivencia más pacífica. Como ha escrito Barbero Santos, el factor socio-político es uno de los que configuran el sistema punitivo de un país, pero, a su vez, es el que juega un papel decisivo en su cambio. Ninguna parcela del ordenamiento jurídico es más sensible a las variaciones políticas que la penal[43].

La decisión de utilizar facultades de oportunidad, por lo tanto, va a tener un importante componente político. De partida, los criterios de aplicación que se adopten acerca de la diversión del proceso no pueden ser los mismos en todo el territorio del Estado, la política criminal debe ser necesariamente “adaptada” a las realidades regionales o locales, y esa adaptación no obedecerá a razones puramente jurídicas sino a cuestiones fácticas como la mayor concentración de población en un territorio determinado, el índice de desempleo, el porcentaje de la población que vive por debajo del umbral de la pobreza, la clase de delitos más comunes, la clase de delitos que más preocupe a la ciudadanía, los recursos con los que cuente la Administración de Justicia en un año determinado, etc. Además, como hemos visto, la decisión de utilizar facultades de oportunidad no implica desconocer la existencia del delito. Al optar por una vía alternativa al enjuiciamiento el acusador público no está decidiendo en estricto sentido si se reúnen en el caso concreto todos los elementos del delito, ni si el imputado es o no merecedor de una pena, aquí el único objeto de decisión es: si en ese caso en concreto la persecución penal es o no es oportuna o conveniente, y los criterios para adoptar esa decisión no pertenecen solamente al ámbito jurídico sino también y sobre todo al ámbito político.

Llegados a este punto corresponde examinar los presupuestos de la aplicación de la suspensión condicional del proceso para ver en qué medida pueden tener lugar valoraciones de carácter político en estas facultades de diversión penal. A mayor amplitud e indeterminación de los requisitos de procedencia, mayores espacios para la formulación de juicios extra-jurídicos y, por ende, mayores espacios para la introducción de motivaciones políticas en la decisión del acusador público. Haciendo un esfuerzo simplificador creemos que más allá de las diferencias específicas entre los tres ordenamientos comparados que sirven de base a nuestro estudio, existen cuatro presupuestos de aplicación de la suspensión del proceso que tienen un carácter común a todos ellos, a saber: 1) que se trate de una conducta que no traspase los umbrales de la criminalidad media; 2) que el grado de culpabilidad del autor sea reducido; 3) que la decisión del Ministerio Público sea autorizada por el órgano jurisdiccional y aceptada por el imputado (en el caso portugués además se requiere el consentimiento del assistente, si lo hubiere); 4) que las prestaciones y condiciones que se impongan al imputado sean suficientes para satisfacer el interés público en la persecución penal estatal. Más allá de lo expuesto surgen diferencias importantes, por ejemplo, en relación a la participación de la víctima en la toma de la decisión y en cuanto a la taxatividad o al carácter abierto de las condiciones que pueden imponerse. Dejando de lado por ahora el estudio de los tres primeros requisitos nos abocaremos a la capacidad de las prestaciones sucedáneas para satisfacer el interés público en la persecución penal, puesto que es especialmente en relación a este requisito donde pueden producirse valoraciones de naturaleza política para decidir la diversión del proceso.

En este momento cabe hacer una aclaración: a primera vista el art. 237 del nuevo Código Procesal Penal chileno da la impresión de que puede ser aplicado automáticamente, reuniéndose los requisitos en cuanto a la pena aplicable y la ausencia de antecedentes penales del imputado, sin necesidad de evaluar si las condiciones que van a imponerse son idóneas para satisfacer los fines que se esperaba obtener mediante la aplicación de la pena. Pues bien, estimamos que ello no es así y que, en cambio, el tribunal deberá evaluar si las obligaciones y reglas de conducta asimilables a la pena son suficientes para cumplir de manera sucedánea las exigencias de prevención general y especial que se esperaba cumplir mediante la tramitación normal del proceso hasta la imposición de la pena. Varias razones nos llevan a pensar de esta manera, volveremos sobre ello en un momento posterior.

Ahora, las imposiciones y reglas de conducta de las cuales depende la suspensión provisional y en su caso el archivo definitivo del proceso no son penas, al menos no en el sentido en que el Derecho penal material entiende el concepto de pena. Su naturaleza es compleja, como señala Beulke, no parece que se trate de sanciones semejantes a la pena, aunque por otro lado tampoco puede negarse que el pago de una cantidad de dinero, con mucho, una de las condiciones más utilizada, es sentida o entendida por los imputados como un verdadero mal que les es impuesto a modo de reproche por las autoridades de persecución penal a causa del hecho punible. Por ello no se puede negar que las imposiciones y reglas de conducta al menos tienen la misma función que una sanción; en caso contrario, sería imposible entender cómo el cumplimiento de las mismas suprime el interés público en la persecución y con ella la imposición de una sanción penal[44]. Tampoco Meyer-Goner estima que se trate de penas, puesto que implican la terminación del procedimiento mediante un sometimiento voluntario al cumplimiento de las mismas, aunque sirven para dar satisfacción o reparar la injusticia cometida, como las prestaciones razonables ofrecidas por el condenado conforme al pgf. 56b, III, StGB (que permite la remisión condicional de la pena), y el pgf. 23II, JGG[45], de lo cual deducimos que aun no siendo penas, cumplen sucedáneamente la misma función que éstas. La importancia de todo ello es que la aplicación de la suspensión provisional no implica una renuncia total a la sanción como en el caso del archivo incondicionado[46] (153 StPO y 170 CPPCh) y por ello las condiciones y mandatos que se impongan, como veremos a continuación, deben tener la capacidad de satisfacer los mismos fines que se espera de la pena, esto es, las exigencias de prevención general y especial.

Pues bien, en el caso alemán prácticamente la totalidad de la doctrina entiende que el concepto de “interés público” utilizado en el pgf. 153a, StPO tiene el mismo sentido y alcance que el utilizado en el pgf. 153, StPO que establece la posibilidad de archivo incondicionado del proceso. Ahora, si de lo que se trata en definitiva en ambas disposiciones es de prescindir en último término de la sanción penal, que no se impondrá al imputado, ya sea porque éste cumple a modo de una expiación voluntaria con ciertas conductas que demuestran su intención de resocializarse y reparar la lesión provocada por el hecho punible, o bien porque los órganos de persecución prefieren avocar sus esfuerzos en perseguir conductas de mayor lesividad, entonces es perfectamente posible equiparar el concepto de “interés público en la persecución” a los objetivos de la sanción penal, que no son sino los objetivos de prevención especial y prevención general. En este sentido, Armenta Deu nos indica que prácticamente la unanimidad de la doctrina alemana opina que el interés público en la persecución debe apreciarse según todas las consideraciones de prevención general y especial que determinan la finalidad de la persecución. Así, también, el interés público debe venir informado por los otros elementos ponderativos que se comprenden en el pgf. 46 StGB, que establece los elementos que deben tomarse en cuenta para la medición de la pena; sin embargo, en opinión de la autora, no debe existir una asimilación completa, pues determinadas circunstancias atañentes a la prevención general pueden tener un mayor significado desde la perspectiva del interés público que desde aquel otro de la medición de la pena. Así, en determinadas circunstancias algunos supuestos en el modo de comisión del delito, la habitualidad del mismo o razones similares podrían justificar un interés público específico, por cuanto la falta de reacción jurídica ante tales comisiones podría provocar un grave quebranto de la confianza de la comunidad en el Derecho. Desde la perspectiva de la prevención especial, el interés público se justifica, generalmente, cuando la falta de sanción provocará previsiblemente la comisión de más hechos delictivos[47].

La prevención general y especial como objetivos de la suspensión provisional del proceso se aprecian más claramente en Portugal. Siguiendo a Torrao[48], toman relevancia para suprimir el interés público en la persecución, los presupuestos consagrados en las letras d) y e) del Nº 1 del art. 281 CPPP, que exigen respectivamente el carácter disminuido de la culpa y la previsión de que el cumplimiento de los mandatos y reglas de conducta responda suficientemente a las exigencias de prevención que en el caso se hagan sentir. Mediante tales presupuestos el legislador se ha preocupado porque la suspensión provisoria del proceso no defraude el interés comunitario en la persecución penal, esto es, que la suspensión provisoria no contribuya a un descrédito generalizado en lo que respecta a la norma vulnerada. Por otro lado, parece indiscutible que el instituto de la suspensión provisoria del proceso tiene una fuerte orientación resocializadora; de ahí podemos entender que la idea fundamental que sustenta la institución es la posibilidad de una participación autorresponsabilizadora del imputado en la reparación del daño y en su propio proceso resocializador, lo que revela un indudable objetivo de prevención especial.

Similares conclusiones cabría extraer del caso chileno, pues si bien es cierto el art. 237 CPPCh no utiliza la expresión “interés público en la persecución” ni tampoco alude expresamente a las exigencias de prevención general ni especial, sin embargo, la disposición aludida al hacer referencia al delito que puede ser objeto del tratamiento alternativo, vincula su procedencia a la penalidad del mismo, estableciendo que la pena que pudiere imponerse al imputado –en el caso concreto, en el evento de dictarse sentencia condenatoria– no excediere de tres años de privación de libertad. Luego, deberán analizarse, antes de proceder a la aplicación de este instituto, todas las circunstancias que inciden en la determinación de la pena, incluyendo las consideraciones de prevención general y especial que constituyen la propia finalidad de la sanción penal; por otro lado, la norma no establece una aplicación automática de la institución, el juez puede solicitar al Ministerio Público los antecedentes que estime necesarios para resolver. En esta evaluación el juez deberá ponderar qué condiciones son las más indicadas para satisfacer las exigencias de prevención general y especial. En otras palabras, deberá evaluar que la falta de una sanción penal y su reemplazo por una medida alternativa no penal no deberá provocar la comisión de más hechos delictivos ni por parte del propio imputado ni por el resto de la sociedad. Finalmente, el art. 240 CPPCh establece que el cumplimiento de las condiciones impuestas extingue la acción penal. Si ello es así, es porque las condiciones impuestas tienen la capacidad de satisfacer de manera sucedánea los mismos fines que se esperaba de la pena, es decir, los fines de prevención general y especial.

En conclusión, no podrá prescindirse de la persecución sin que previamente se realice una valoración político-criminal en orden a determinar si las condiciones o reglas de conducta alternativas a la pena son suficientemente idóneas para satisfacer las exigencias de prevención que los delitos económicos relacionados con la corrupción hagan sentir, y ésta es una valoración que se realiza en dos frentes, o lo que es lo mismo decir, el horizonte en el cual se sitúa la suspensión provisional del procedimiento tiene una dimensión política y una dimensión jurídica.

En efecto, la ponderación de intereses y medios en juego para decidir la diversión del proceso, esto es, la sanción penal o su alternativa, los fines retributivos y/o preventivos de las mismas, la peligrosidad del autor, los intereses políticos en la persecución (tanto generales como específicos del caso particular), el volumen de causas ingresadas en lo que va corrido del año en que se conozca el proceso en cuestión, las dificultades que plantee la investigación del hecho, la duración que tendrá el proceso, la escasez de medios de todo tipo de que adolece la Administración de Justicia, entre otros, está dividido entre dos órganos: de un lado, el órgano de acusación, que tradicionalmente en la legislación comparada ha sido vinculado al Poder Político por antonomasia, el Poder Ejecutivo y, de otro, el órgano jurisdiccional, que actúa en estricta sujeción al principio de legalidad y está dotado de garantías constitucionales que aseguran su independencia respecto a los demás poderes del Estado. Ambos tienen igual presencia en el procedimiento para adoptar la decisión de prescindir de la persecución penal, hasta el punto en que la negativa de cualquiera de ellos tornaría en inviable la aplicación de las medidas alternativas al enjuiciamiento. Ahora, si bien es cierto en teoría el consentimiento del imputado debería estar en pie de igualdad con el poder de decisión del Ministerio Público y la autorización judicial, a efectos de promover una solución concertada que implique una suerte de expiación voluntaria resocializadora por parte del delincuente, éste normalmente se verá compelido a aceptar la solución que le proponga el acusador público, sin que se produzca una verdadera negociación sobre la salida al enjuiciamiento, tanto más si el imputado es culpable del hecho. La posición de la víctima, por su parte, tiene notables diferencias en el tratamiento comparado de la institución, que van desde su total indiferencia por parte del ordenamiento procesal penal alemán, hasta su consideración en pie de igualdad con el resto de voluntades que debe concurrir en la diversión del proceso en el procedimiento portugués.

Conviene señalar en este punto que es imposible practicar el trazado de una línea divisoria clara entre el alcance y los límites del poder de decisión del órgano jurisdiccional y del órgano de acusación en esta materia. Siguiendo a Andrés Ibáñez[49], cuando el objeto del proceso tiene una especial relevancia social o pública y el alcance de la decisión va a desbordar el marco de los intereses de los sujetos procesales, el juez no puede operar sin conciencia de esa dimensión, incompatible con presiones burocráticas, pero abierta al mismo tiempo a los deslizamientos inconscientes, condicionados por las presiones del ambiente. El juez de nuestro actual modelo de Estado social y democrático de Derecho no puede estar “desconectado” de la realidad[50], no puede decidir de espaldas a la sociedad en la que se desenvuelve. Sólo en la medida en que sea superado el modo de funcionamiento “automático” de la Administración de Justicia se podrá lograr un ejercicio racional y justo de las atribuciones que la sociedad ha encomendado a sus magistrados. Sin embargo, al emerger el juez de su tradicional papel de mero autómata aplicador de la ley, se produce un fenómeno curioso; cuando la actividad judicial parece sintonizarse con las exigencias ciudadanas tomando conciencia de la dimensión y efecto de sus decisiones, que pueden llegar incluso a la verdadera creación judicial de Derecho[51], el juez trasgresor es inmediatamente puesto en tela de juicio por las autoridades políticas del Estado, quienes denuncian cualquier atisbo de invasión judicial del campo de la política, denostando a aquellos magistrados que osen traspasar sus tácitas coordenadas jurídico-políticas de actuación. Esta situación es perfectamente apreciable cuando quienes están sentados en el banquillo de los acusados son personajes vinculados al mundo de la política; así, parece haber surgido un nuevo enemigo del resquebrajado modelo liberal de Estado de Derecho: los “jueces estrella”; hoy en día si hay algo más temido que el “gobierno de los jueces” es el protagonismo de los “jueces estrella”. Para cierto sector nada parece remecer más la estabilidad de un régimen político que un magistrado impredecible solicitando cuenta del uso de los gastos reservados, imputando a Ministros de Estado y figurando en todos los noticiarios de televisión. De esta manera, a pesar de que en principio la intervención judicial en ámbitos supuestamente políticos, o menos incluso, en ámbitos a medio camino entre la política y el Derecho, como es el caso de la política criminal del Estado, no es cuestionable, sino todo lo contrario, resulta que tales conductas pueden llegar a ser tan fuertemente criticadas y al mismo tiempo frenadas por las autoridades políticas[52], que al final devienen en actuaciones absolutamente excepcionales. Así, conforme al papel tradicional de la magistratura, la actividad del juez no traspasará normalmente el ámbito rigurosamente reglado de las facultades que les son encomendadas; por lo tanto, será normal esperar que las dimensiones políticas de la decisión de divertir el proceso no sean profundamente valoradas por el órgano jurisdiccional, sino por el otro órgano que junto con el juez decide la diversión del proceso: el Ministerio Público.

A través de la introducción de las facultades de oportunidad se pretende precisamente una flexibilización, una ventana para la integración de conceptos funcionalmente útiles a los objetivos del proceso, por medio de criterios no estrictamente jurídicos que pertenecen al ámbito de la política criminal. Como expresa Flores Prada, el contenido y las finalidades de conceptos como el de interés público o el de interés social precisan de una integración de dirección política[53] y es precisamente el órgano de acusación quien está llamado a ponderar en el caso concreto qué es lo más conveniente u oportuno desde una perspectiva político-criminal.

  1. La integración de intereses particulares en el concepto de interés público

La importancia del tema en cuestión se aprecia al considerar que ni aun en los sistemas procesal-penales en los que el Ministerio Público debe actuar ajustándose estrictamente a la legalidad, dicha actuación se traduce en una aplicación automática de las normas que regulan el ejercicio de la acción penal. Antes, al contrario, el Ministerio Público dispone de un margen técnico-jurídico de actuación que le permite cierta capacidad de maniobra en la definición y alcance de sus atribuciones para dirigirlas hacia un objetivo superior, que tampoco viene expresamente definido por la ley: el interés general o público. Al respecto podemos señalar que a nivel comparado, aun a pesar de las vinculaciones entre el Poder Ejecutivo y la fiscalía, incluso en el paradigmático caso francés, el Ministerio Público no fue diseñado para defender exclusivamente el interés privado del gobierno de turno, sino para defender los intereses de la colectividad, el interés general y de ese modo surge la necesidad de limitar su actividad en base a los principios rectores de imparcialidad y objetividad. Su actividad, por lo tanto, deberá encaminarse a defender el respeto del interés general por encima de los intereses particulares o sectoriales.

Sin embargo, cabe preguntarse si esto es estrictamente así. En otras palabras, ¿es posible afirmar que intereses públicos e intereses privados (de un partido político, de un colectivo de empresarios, o de un ciudadano en concreto, por ejemplo) son totalmente incompatibles entre sí? La pregunta no tiene desperdicio, por cuanto puede ocurrir que el ejercicio de las facultades de oportunidad coincida directamente con el interés de ciertos grupos intermedios en la sociedad en perjuicio de otros; intereses que claramente pueden estar en conflicto en el marco del proceso penal o incluso ir más allá. Pensemos, por ejemplo, en un delito económico cometido en el ámbito de una empresa: la eventual decisión de cierre de la misma podría dejar cientos o miles de trabajadores en el desempleo, consolidar la posición de sus competidoras en el mercado, etc.

Tal parece que con el devenir de los años se ha ido modificando la actitud de la ciudadanía respecto a las funciones que se espera que cumplan los órganos de la Administración de Justicia. El Estado ha ido penetrando cada vez más por intermedio de normas de naturaleza penal en sectores tradicionalmente entregados al control puramente privado o administrativo, tales como la economía o el medio ambiente, la protección de los consumidores y, por lo tanto, hoy en día, la colectividad espera que los órganos de justicia ejerzan su labor de tutela respecto de aquellas parcelas de los intereses generales que convergen con sus propios intereses privados, exigiendo de los mismos funciones que antaño estaban encomendadas exclusivamente a los órganos políticos. Se trata de un fenómeno que reclama un papel judicial mucho más activo, más interrelacionado con el sistema político en general. El tema supera con mucho la esfera del principio de oportunidad procesal y el ámbito del Derecho penal. De todos modos creemos que las facultades de oportunidad constituyen un claro ejemplo de cómo las funciones de los órganos de la Administración de Justicia han ido evolucionando para cumplir una labor de intervención más activa en la sociedad, con vistas a cumplir los fines del moderno Estado social y democrático de Derecho. Una decisión de oportunidad, adoptada en consenso entre el órgano jurisdiccional, el órgano de acusación y el imputado puede llegar a crear auténtico derecho positivo no sólo para las partes involucradas en el caso en concreto, sino para todo el cuerpo social, puesto que las consecuencias o efectos de tal decisión van a ir más allá de los derechos e intereses específicos ventilados en el proceso, entregando mensajes a la sociedad acerca de cómo los órganos de justicia enfrentan el fenómeno delictivo. En suma, la función judicial en su conjunto (no ya solamente la labor ejercida por el Ministerio Público) tiene un claro componente político[54].

Ahora bien, teniendo en cuenta la compleja contraposición de intereses jurídicos, sociales y políticos que genera la persecución criminal de un delito económico relacionado con la corrupción, es menester analizar, aunque sea de manera breve, el concepto de interés público de cuya ausencia o satisfacción por otros medios dependerá en su caso la no persecución o un tratamiento alternativo al enjuiciamiento.

Dejando de lado planteamientos idealistas de origen platónico, que propugnan gobiernos de filósofos y expertos, y consiguientemente un concepto de interés público de construcción puramente teórica que se opone a la actual noción de democracia representativa y pluralista, profundizaremos en el análisis de lo que, siguiendo a Cugat Mauri, denominaremos postura realista, que admite que el concepto de interés público varía en función de las diversas coyunturas históricas y los modelos políticos en que se contextúa y, que por otro lado, deja la puerta abierta a la penetración de los intereses individuales, que bajo ciertas condiciones pueden integrarse en el ámbito de lo público[55].

Dentro de la postura realista, si bien es cierto también pueden tener cabida teorías que fundamentan la construcción de un Estado absoluto, sin embargo podemos encontrar una diferencia diametral con las posiciones idealistas: para el realismo, los intereses de los ciudadanos se convierten en el referente obligado del concepto de interés público; así, en los modernos Estados democráticos y sociales de Derecho, las propuestas de los gobiernos deben encontrar fundamento en el interés de la ciudadanía y en el respeto de los derechos de las minorías[56], de lo contrario, sus actuaciones quedarían reducidas a preceptos puramente formales, vacíos de contenido.

En un Estado democrático, si bien, como ha sostenido Flores D’Arcais[57], no existe autogobierno de los ciudadanos, la soberanía se ejerce por delegación y control; esto significa que los gobernantes y funcionarios en general no pueden desconocer el interés de los ciudadanos[58]. Por consiguiente, la diferencia radical entre intereses individuales e intereses públicos se difumina en la postura realista, pasando a constituir unos el fundamento de los otros, contribuyendo a la materialización del concepto de democracia pluralista. En una sociedad democrática moderna existen, por lo tanto, varias versiones del bien común[59], la sociedad está diversificada en cuanto a cultura, religión, razas, etcétera y, por tanto, el interés público estará constituido por diferentes estratos, o lo que es lo mismo decir, el concepto de interés público es un concepto complejo donde pueden tener cabida intereses individuales contrapuestos así como diferentes interpretaciones del propio sistema político[60].

Teniendo en cuenta, por tanto, que bajo el concepto de interés público puede existir en verdad una compleja trama de intereses particulares, no podemos descartar que tales intereses particulares entren en conflicto y que la autoridad encargada de legislar/regular/ decidir en un determinado ámbito, deba resolver en desmedro de alguno o algunos de estos intereses particulares, y que la decisión que en definitiva se adopte “coincida” con otros intereses sectoriales que se consideren mejor avenidos con el dúctil concepto de interés general; una autoridad o funcionario que, por cierto, también puede adolecer de una difusa línea demarcatoria entre sus propios intereses particulares y los intereses sobre los cuales resuelve.

Como han expresado Guarnieri y Pederzoli[61], la importancia social y política de la justicia debe ya computarse entre las características que comparten todas las democracias; la causa del fenómeno debe buscarse en una serie de factores, pero sin duda uno de los más importantes es la propia hipertrofia del ordenamiento jurídico, especialmente del Derecho penal. El ordenamiento punitivo adolece de una inflación galopante y puede presentar contradicciones evidentes debido a que las normas son dictadas en períodos distintos y bajo enfoques políticos diferentes. El fenómeno se agudiza, si cabe, al caer en la cuenta de que el Derecho y sobre todo el Derecho penal, cada vez se utiliza más con funciones simbólicas y políticas, no ya sólo para controlar y disciplinar comportamientos. De esta manera, el poder de los órganos jurisdiccionales no deja de incrementarse, penetrando en sectores tradicionalmente entregados a las normas privadas y administrativas. Así, y entonces, cambia también, quizás soterradamente, el modo en que la ciudadanía concibe la función de la Administración de Justicia; si antes le pedíamos al juez que reivindicara nuestros derechos con la mirada puesta en el pasado, es decir, que otorgara a cada uno lo que le corresponde por causa de lesiones sufridas en nuestra persona, en nuestros bienes o en nuestros derechos, ahora se le pide algo más: que escoja mirando también hacia el futuro, eligiendo entre las alternativas que explícitamente se le dejan abiertas, imaginando sus consecuencias respectivas, evaluando sus riesgos y costos. Así pues, como señalan Guarnieri y Pederzoli, se les pide a los órganos de justicia que actúen de un modo idéntico a la manera de actuar propia de los otros actores políticos[62].

Pues bien, la mecánica de funcionamiento del principio de oportunidad se basa precisamente en una suerte de apuesta hacia el futuro; la predicción consiste en estimar que se producirán mayores beneficios para la sociedad, para el delincuente y para la víctima mediante el no-uso de la sanción penal, en lugar de una aplicación rasa del Derecho punitivo. En otras palabras, el núcleo de la opción consiste en satisfacer el interés general por medio del no-ejercicio de las funciones tradicionales que la ley le ha encomendado a los órganos de persecución penal y al órgano jurisdiccional, esto es, el ejercicio de la acción penal, el enjuiciamiento y, en su caso, la declaración de la existencia de un delito o su absolución. Percibimos aquí una clara capacidad de maniobra entregada a los órganos de justicia para definir el alcance de sus atribuciones con el fin de dirigirlas hacia objetivos superiores del Estado social y democrático de Derecho, hasta el punto en que pueden decidir en un caso determinado no ejercer sus funciones esenciales; así pues, la decisión de no-uso del Derecho penal es una decisión a medio camino entre ámbito jurídico y el ámbito político, por lo tanto, el comportamiento implícito que se espera de los órganos de justicia al adoptar decisiones de esta naturaleza es un comportamiento más propio de los actores políticos que de meros aplicadores de consecuencias jurídicas.

Cierto es que los sentimientos de injusticia o de conformidad con una decisión pertenecen al ámbito puramente subjetivo. Sin embargo, no podemos desconocer que en la integración del concepto de interés público y, por ende, en la determinación del contenido de las funciones de jueces y fiscales pueden tener cabida criterios orientados a los fines del Estado social y democrático de Derecho, y ello puede dar lugar a confrontaciones de naturaleza política entre los diferentes intereses en juego en la sociedad. Las decisiones de jueces y fiscales van a tener que coincidir, necesariamente, con intereses privados que se integren en el concepto de interés público, en perjuicio de otros; negarlo no sirve de nada. De esta manera el aporte del ordenamiento jurídico ante este fenómeno debería encaminarse hacia la consagración de mayores garantías en beneficio de los actores procesales con vistas a asegurar la independencia de los jueces, la autonomía del Ministerio Público en relación al Poder Ejecutivo, la canalización de vías idóneas para asegurar la participación de la víctima individual y colectiva en el proceso, y un adecuado régimen de empleo del principio de oportunidad, que asegure el respeto al principio de igualdad ante la ley y el principio de seguridad jurídica.

  1. La importancia política de la posición institucional del Ministerio Público

La posición asumida por la fiscalía en el juego de poderes o, lo que es lo mismo decir, la autonomía del Ministerio Público o, en su caso, la influencia que los poderes del Estado tengan sobre el papel que desempeña el acusador público en el sistema de enjuiciamiento criminal, va a incidir de modo directo en el derecho de los ciudadanos para acceder a la justicia y en su creencia general respecto del correcto funcionamiento de todas las instituciones del Estado de Derecho, ya que en último término lo que está en juego detrás del posicionamiento del Ministerio Público es, de un lado, la imparcialidad u objetividad del órgano encargado de ejercer la acción penal, y de otro, su legitimidad ante la sociedad que representa. Este fenómeno puede fácilmente apreciarse si quienes se sientan en el banquillo de los acusados son personas vinculadas a los órganos del Estado; así pues, si en una determinada configuración institucional del Ministerio Público llegan a coincidir factores tales como: una estrecha vinculación entre el poder ejecutivo y la fiscalía; y si además el órgano de persecución cuenta con un amplio margen de maniobra en el ejercicio de la acción penal; y si además la acción penal se ejerce bajo régimen de monopolio o cuasi-monopolio y es considerada como un instrumento al servicio del poder ejecutivo; entonces, ante supuestos de criminalidad de gobernantes y delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos, será inevitable que el Ministerio Público caiga bajo miradas suspicaces, puesto que en tales circunstancias se encontrará, siguiendo a Díez-Picazo, ante una clara situación de conflicto de intereses: la concurrencia en un cargo público de un interés, no necesariamente privado, que es antagónico del interés público cuya consecución tiene encomendada[63]. Lo que, por ejemplo, ha quedado en evidencia en el caso español, siguiendo a Cabrera Mercado, a partir de los casos de Fiscales Generales especialmente dóciles a las indicaciones del Gobierno, que han motivado la sospecha permanente de la ciudadanía o al menos de gran parte de ella, reflejada en los medios de comunicación social, acerca de los móviles que guían las actuaciones del Ministerio Fiscal cuando se refieren a temas especialmente delicados[64], ya que es en tales asuntos, generalmente de gran trascendencia, en los que el Gobierno esté interesado, donde desaparecen las condiciones que garantizan la autonomía suficiente que hace posible una actuación imparcial del Ministerio Público[65].

A nivel comparado, la labor de los fiscales del Ministerio Público ha sido objeto de cuestionamiento principalmente en Francia, donde el Ministro de Justicia puede impartir a los fiscales tanto instrucciones generales en las que se precisa cuál será la política criminal nacional como instrucciones individuales incluidas en dossiers particulares, donde, gracias a las mismas, como ha escrito Pauner Chulvi, un miembro del Gobierno puede pesar muy directamente y muy discretamente sobre el destino de un proceso que concierna a su propio partido[66]. Aunque un fenómeno similar ha sido puesto en evidencia también en Alemania, donde, como señala Muhm, la opinión pública ha percibido con estupor y aprensión, la aparente incapacidad de los fiscales para ejercer la acción penal frente a personajes influyentes del mundo político y económico[67]. En ambos casos se trata de Ministerios Públicos con una fuerte dependencia externa del poder ejecutivo.

El criterio de solución sería por tanto dotar al Ministerio Público de garantías suficientes para impedir la injerencia externa en el ejercicio de sus facultades; sin embargo, no parece conveniente eliminar completamente la vinculación del acusador público con el poder político; en otras palabras, no parece razonable reclamar total independencia para el Ministerio Público, puesto que ello significaría renunciar derechamente a la posibilidad de utilizarlo como brazo ejecutor de la política criminal del Estado. Desde esta perspectiva nos parece más adecuado reivindicar garantías suficientes que permitan su autonomía funcional como órgano del Estado dentro del juego de poderes, lo que no excluye la posibilidad de que existan vinculaciones entre el Ministerio Público y el poder ejecutivo, por ejemplo, a través de la posibilidad del Gobierno para interesar al Ministerio Público en los grandes lineamientos de la política criminal del Estado, o la posibilidad de impartir instrucciones generales y positivas (nunca instrucciones particulares en orden a impedir o entorpecer una investigación), o ya finalmente a través de un régimen de responsabilidad política del Gobierno por el ejercicio de la acción penal y las facultades de oportunidad. Como hemos visto, las vinculaciones entre las facultades de oportunidad y los objetivos de política criminal son evidentes. La posibilidad de disponer total o parcialmente de la pretensión penal cuando no sea político-criminalmente conveniente llevar a cabo una persecución penal rigurosa se ha transformado en un poder al menos tan importante como el propio ejercicio de la acción penal y, en cierto modo, equivalente al propio ejercicio de la jurisdicción, en el sentido de que, si el acusador público se niega a extraer la conducta de su cauce normal de enjuiciamiento, el órgano jurisdiccional no podrá forzarlo a ello, quedando, por lo tanto, la decisión de cuándo no se aplica la sanción penal, en parte, también en manos del acusador público.

En suma, por activa o por pasiva, la selección de las conductas perseguibles por el Ministerio Público provocan un notable incremento de su poder dentro del complejo equilibrio institucional.

Sobre esta compleja cuestión se puede constatar a nivel comparado una correlación entre los conceptos de oportunidad en el ejercicio de la acción penal, por un lado, y sometimiento del acusador público al poder ejecutivo y, por ende, a responsabilidad política, por otro. En efecto, si la acción penal es rigurosamente obligatoria, no encuentra justificación un modelo de Ministerio Público sometido jerárquicamente al Ministro de Justicia ni tampoco sería necesaria una forma de responsabilidad política del Ministerio Público, puesto que la acción penal pública estaría sometida a parámetros de estricta legalidad, jurídicamente controlables; pero, en cambio, si la acción penal admite apreciaciones de carácter extrajurídico a la hora de decidir su interposición, de manera que puedan tener lugar valoraciones político-criminales acerca de la conveniencia o inconveniencia de proceder criminalmente, entonces sí será necesario contar con algún tipo de vinculación o dependencia externa al poder político y, por ende, con un régimen de responsabilidad política del Ministerio Público. Siguiendo a Pauner Chulvi, en tanto rija el principio de oportunidad, en aras de una política criminal coherente en todo el territorio nacional, el Ministerio de Justicia debería conservar la competencia para dirigir a los fiscales las orientaciones generales a seguir con el objetivo de preservar la coordinación y la armonización que exige el ejercicio de la política penal nacional[68]; en otras palabras, no puede existir oportunidad sin responsabilidad[69], justificándose así la vinculación de la fiscalía con el poder ejecutivo.

De esta manera, el concepto de política criminal reclama un razonable equilibrio entre una posición jurídico-institucional funcionalmente autónoma del Ministerio Público y la existencia de un razonable vínculo con el poder ejecutivo que permita la utilización de la acción penal y las facultades de oportunidad como instrumentos de la política criminal del Estado.

  1. A modo de conclusión: la posición autónoma del

Ministerio Público chileno y el principio de

oportunidad procesal. La lógica necesidad de

establecer un vínculo con el poder político

para hacer política criminal

La autonomía del Ministerio Público chileno respecto de los poderes del Estado está suficientemente resguardada; el procedimiento de designación del jefe superior de la institución asegura una participación equilibrada de los tres poderes tradicionales; de otro lado, ciertamente el ámbito de sus atribuciones está perfectamente acotado, no ejerce funciones jurisdiccionales ni legislativas ni administrativas, sólo investiga, ejercita y sostiene la acción penal. A diferencia del modelo alemán o del modelo español, o el francés, el jefe superior del Servicio no puede impartir instrucciones particulares para casos específicos y no puede ser cesado por el jefe de Gobierno, sólo puede ser removido por la Corte Suprema en virtud de causa legal; es decir, el Ministerio Público es un órgano del Estado, de naturaleza constitucional, que cumple funciones determinadas y goza para esos efectos de autonomía funcional, como otros órganos estatales autónomos previstos en la Constitución chilena como la Contraloría General de la República o el Tribunal Constitucional. Existen, por tanto, garantías suficientes para impedir injerencias indebidas de poderes externos a la fiscalía en el ejercicio de sus funciones.

Sin embargo, cabe preguntarse si el régimen de independencia del Ministerio Público chileno es excesivo. Al respecto estimamos que a pesar de que el legislador chileno ha intentado limitar al máximo la interferencia política en la dirección de una institución diseñada eminentemente como órgano técnico-jurídico, es innegable, a nuestro modo de ver, que las funciones del Ministerio Público tienen una importante trascendencia político-social reflejadas sobre todo en sus facultades de oportunidad, y desde esa perspectiva echamos en falta la inexistencia de responsabilidad política del jefe superior de la institución.

De este modo, nos hubiera parecido más conveniente que así como otros jefes superiores de organismos constitucionales autónomos, como el Contralor General de la República, el Fiscal Nacional también pudiera ser objeto de acusación constitucional conforme al artículo 48 de la Constitución.

Por otro lado, examinando el amplio cúmulo de facultades de oportunidad y, por ende, el amplio abanico de facultades político-criminales de que dispone el Ministerio Público chileno, nos preguntamos, ¿cómo pretende el legislador que el órgano de persecución penal ejecute eficaz y coordinadamente la política criminal de la Nación?, ¿o es que acaso el legislador concibe a los fiscales como meros tecnócratas ejecutores de la ley, casi como el paradigma rousseauniano del juez autómata que ni siquiera podía interpretar los textos jurídicos? La apreciación del interés público en la persecución o la satisfacción de los fines preventivos generales y especiales por aplicación de medidas alternativas al enjuiciamiento son cuestiones a medio camino entre lo jurídico y lo político y, tal como están dadas las cosas, parece que el legislador patrio ha privado al Ejecutivo de participar, interesando positivamente al persecutor público en los grandes lineamientos de la política criminal del Estado.

Así, pues, la responsabilidad de tan importantes decisiones va a recaer en los Fiscales Regionales que tienen la capacidad de impartir órdenes específicas a sus subordinados, y de un modo más genérico en el Fiscal Nacional, que puede impartir instrucciones generales para el adecuado cumplimiento de las tareas encomendadas al Ministerio Público. En ambos casos se trata de funcionarios políticamente inamovibles y autónomos, con lo que se corre, a nuestro modo de ver, un cierto riesgo de inmovilismo y burocratización en la función de perseguir delitos, por desconexión con la realidad siempre cambiante, amén de un desaprovechamiento de las potencialidades de estas nuevas instituciones que permiten optimizar el uso de los recursos escasos de la Administración de Justicia, pero, claro, que al mismo tiempo exigen de parte de sus operadores un dinamismo más propio de los órganos administrativos que de los órganos jurisdiccionales y, por supuesto, un adecuado régimen de responsabilidad política, de la cual el Ministerio Público chileno carece.

.

* LUIS CONTRERAS ALFARO. Abogado de la Procuraduría Fiscal de Coyhaique del Consejo de Defensa del Estado. Doctorado en Derecho, Universidad de Salamanca, España.

1 Como ha expresado Auger Liñan, C. “La justicia ante el fenómeno de la corrupción”. Claves de razón práctica Nº 56, 1995, pág. 41; en muchos casos, el control judicial es solamente un sustituto de las carencias del control administrativo; en otros, acaba pareciendo una alternativa a éste.

[2]  Recordemos con Zanchetta, P.L. “Tangentópoli entre perspectivas políticas y soluciones judiciales”. VV.AA. Andrés Ibáñez (editor) Corrupción y Estado de Derecho. El papel de la Jurisdicción. Trotta, Madrid, 1996, pág. 87, que al comienzo de la denominada operación Mani pulite, Bettino Craxi trató de minimizar el asunto tratando a Chiesa (el arresto de Mario Chiesa en 1992 y su posterior colaboración con la Justicia italiana dieron origen al caso Tangentópoli) de pícaro o marioulo, y después amenazó al Fiscal Di Pietro, sugiriendo que éste tenía razones de animadversión personal contra él, lo que luego se demostró que carecía en absoluto de fundamento.

3 Maier, Julio B.J. “Delincuencia socioeconómica y reforma procesal penal”. Doctrina Penal, 1989, pág. 516.

4 Cfr. Maier, Julio B.J. “Delincuencia socioeconómica y reforma procesal penal”. Cit., págs. 522-523.

5 García Arán, M. “¿Hasta dónde la criminalización de lo público?”. VV.AA. Crisis del sistema político, criminalización de la vida pública e independencia judicial. CGPJ, Madrid, 1998, pág. 267. Vid además, Cugat Mauri, M. La desviación del interés general y el tráfico de influencias. Cedecs, Barcelona, 1997, págs. 133 y ss, 157. En relación al delito de tráfico de influencias la autora llega a la conclusión de que los principios de insignificancia social y última ratio vinculados al principio de proporcionalidad sitúan al delito de tráfico de influencias en la cúspide de las medidas de protección al bien jurídico, por lo tanto, cabría descartar del tipo una serie de conductas que aun cuando tengan interés privado, no afecten la función pública. Esas conductas deberían ser objeto de prevención y sanción por otro tipo de medidas.

6 Tales reflexiones las efectúa Sáinz de Robles, F. “Fiscales contra la corrupción, un hallazgo inesperado del gobierno”. Tapia, publicación para el mundo del Derecho. Mayo/ junio 1994, Nº 76, pág. 6; respecto de los llamados delitos económicos, cuya erradicación, según el autor, depende mucho más de los mecanismos, técnicas y normas que impidan su producción, que de los que aseguran la represión y castigo, siempre imperfectos y tardíos.

7 Díez-Picazo, L.M. “El Poder Judicial. Independencia del Ministerio Público”. García de Enterría / Clavero Arévalo (directores), El Derecho público de finales de siglo. Una perspectiva iberoamericana. Editorial Civitas, Madrid, 1997, pág., 220; el autor en verdad se refiere al debate acerca del Ministerio Fiscal, que en su concepto suele desarrollarse sobre dos ejes: el dilema de si debe consagrarse o no la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal y el estatuto del propio Ministerio Fiscal (relación con el Poder ejecutivo, organización interna, reclutamiento de sus agentes, etc.). Nosotros, inspirándonos en su planteamiento, hemos invertido y alterado un poco los términos de su hipótesis, pues por encima del orden de los elementos de la ecuación creemos que estos temas están íntimamente relacionados y el terreno idóneo para desarrollarlos hasta sus últimas consecuencias es el campo de los delitos de corrupción.

8 Como ha escrito Díez-Picazo, L.M. El poder de acusar. Ministerio Fiscal y Constitucionalismo. Ariel S.A. Barcelona, 2000, pág. 30, cuando el ejercicio de la acción penal es configurado en clave discrecional parece que prima una concepción de aquélla como parte integrante de la función ejecutiva. Ello no se manifiesta únicamente en el plano organizativo, mediante la inserción del Ministerio Fiscal dentro del Poder Ejecutivo y, por tanto, de su dependencia de órganos políticamente representativos y responsables. Se expresa, asimismo, en el cometido asignado a la acción penal, que es percibida predominantemente como un instrumento propio de la función ejecutiva, es decir, un instrumento al servicio de la dirección y actuación políticas, tanto en general como en el ámbito específicamente criminal. Por el contrario, en opinión del referido autor, cuando el ejercicio de la acción penal es obligatorio prevalece una concepción de la misma cuasi-jurisdiccional. Esta se refleja en la reclamación de un estatuto que garantice un cierto margen de autonomía operativa respecto del Poder Ejecutivo, pero encuentra su esencia última en una visión de la acción penal como aplicación de la legalidad penal desapasionada e imparcial, distanciada y tendencialmente super partes.

9 En este sentido Zagrebelsky, V. “Independenza del pubblico ministero e obbligatorietà dell’azione penale”.VV.AA. Pubblico Ministero e accusa penale. Problemi e prospettive di riforma. Giustizia penale oggi/4, Zanichelli, Bologna, 1979, pág. 4, entiende que el principio de obligatoriedad de la acción penal es una decisión constitucional, pues resuelve un aspecto del principio de legalidad, asumiendo esencial relevancia en el plano de la subdivisión de las competencias entre magistratura y el resto de los poderes del Estado. También en esta línea, Díez-Picazo, L.M. El poder de acusar. Cit., pág. 32, para el autor, el diseño del mecanismo a través del cual se pone en marcha el ius puniendi del Estado encierra un problema constitucional en el sentido más profundo del término. El punto neurálgico se encuentra en la organización del Ministerio Fiscal en aspectos tales como la existencia o inexistencia de monopolio sobre la acción penal; la relación del Ministerio Fiscal con el mundo político, y, en particular, con el poder ejecutivo; la organización interna y el modo de selección de los agentes del Ministerio Fiscal; el grado de diferenciación entre acusación e investigación o, si se prefiere, la relación entre fiscales y policía.

10 El problema de la dimensión política del ejercicio de la acción penal podría resumirse en la necesidad de alcanzar un punto apropiado de control político sobre las funciones del acusador público, ya que, como ha expresado Flores Prada, I. El Ministerio Fiscal en España. Valencia, 1999, pág. 365, existe el peligro de una instrumentalización política de la institución, de una parte y, de otra, la posibilidad de que, dotada de altos márgenes de autonomía, queden en manos de unos funcionarios de carrera la determinación de conceptos, contenidos y finalidades que precisan de una integración de dirección política.

11 Vid. Díez-Picazo, L.M. El poder de acusar. Cit., págs. 18-19. En palabras del autor, el argumento económico parte de la verificación de la escasez de medios personales y materiales para la represión de la criminalidad. Dado que no es materialmente posible investigar y perseguir todos los hechos delictivos de que se tiene noticia, es ineludible escoger y establecer un orden de prioridades. Este argumento económico, según Díez-Picazo, no puede ser neutralizado mediante la simple invocación de que deben destinarse más medios a la Administración de Justicia; no es posible aumentar el número de buenos profesionales de la justicia penal de manera indefinida. El aumento indefinido del personal al servicio de la Administración de Justicia conduciría a una disminución de su calidad profesional y, por esta vía, a un deterioro de la calidad de la propia justicia penal y de las garantías de los ciudadanos.

12 Guarnieri, C.; Pederzoli, P. Los jueces y la política. Poder judicial y democracia. Grupo Santillana de Ediciones, S.A. Madrid, 1999, pág. 131.

13 Montero Aroca, J. Con. Gómez Colomer/ Montón Redondo/ Barona Vilar. Derecho Jurisdiccional III, Proceso Penal, Valencia, 1995, pág. 22.

14 En ese sentido, Vives Antón, T.S. “Doctrina Constitucional y reforma del proceso penal”. VV.AA. Derechos fundamentales y justicia penal. Edit. Juricentro, San José de Costa Rica, 1992, pág. 528, es partidario de establecer límites claros al principio de oportunidad, dentro de los cuales estaría proscribir su vigencia en materia de delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos.

15 Cabrera Mercado, R. “Algunas consideraciones sobre el Ministerio Fiscal en España”. Revista de Estudios Jurídicos, Nº 1, 1998, pág. 287.

16 Vid. Zagrebelsky, G. El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia. Editorial Trotta, Madrid, 1995, pág. 24.

17 Chiavario, M. L’azione penale tra Diritto e Politica. Cedam, Padova, 1995, pág. 78.

[18]  Este argumento puede ser descrito, siguiendo a Díez-Picazo. El poder de acusar… Cit., pág. 20; como el “argumento de la objetividad de la justicia”, que es frecuente y bien conocido para rechazar el acogimiento de la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal. Este argumento refleja la idea de que la justicia es ciega, tal como suele ser representada por la iconografía jurídica.

[19]  Díez-Picazo, L.M. “Poder Judicial. Independencia del Ministerio Público”, cit., pág. 222.

[20]  En efecto, a pesar de la claridad meridiana del art. 112 de la Constitución italiana pueden tener lugar en el proceso, archivos por razones técnico-jurídicas, sin perjuicio de importantes fórmulas de justicia penal negociada. Chiavario, M. L‘azione penale tra Diritto e Politica. Cit., págs. 58 y ss., 108 y ss.

[21]  Vid. Zagrebelsky, G. El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia. Cit., págs. 33 y ss.

22 Cugat Mauri, M. La desviación del interés general y el tráfico de influencias. Cedecs Editorial S.L. Barcelona, 1997, pág. 36.

23 En este sentido, por ejemplo, Tiedemann. En: Roxin/Artz/Tiedemann. Introducción al Derecho penal y al Derecho procesal penal. Ariel, Barcelona, 1989, pág. 172; también, Gössel, K-H. “Principios fundamentales de las formas procesales descriminalizadoras, incluidas las del procedimiento por contravenciones al orden administrativo y las del proceso por orden penal, en el proceso penal alemán”. Justicia 1985, pág. 883; vincula, dando como ejemplo el hecho de conducir un vehículo de motor con una concentración de alcohol en la sangre superior a lo permitido por ley, la noción de interés público al fin político-criminal de prevenir la ocurrencia de delitos, junto con la necesidad de protección del bien jurídico penalmente protegido. También Krehl, C. En: Lemke/Julius/Krehl/Kurth/Temming/Rauten¬bemberg. Heidelberg Kommentar zur Strafprozeordnung. Müller Verlag, Heidelberg, 2001, pág. 601, para quien debe admitirse la existencia de interés público en la persecución cuando para influir en el posible autor por razones de prevención especial, o por razones de prevención general, sea necesaria la continuación del procedimiento con el objetivo de aplicar una sanción penal. La satisfacción de los intereses del ofendido no debe tomarse en cuenta para evaluar la existencia de interés público en la persecución. Por su parte, Pfeiffer, G. Strafprozeordnung und Gerichtsverfassungsgesetz. Kommentar. Verlag C.H. Beck München, 2001, pág. 406, también vincula la noción de interés público a las necesidades de prevención general y especial.

24 Conforme a la clasificación del pgf. 12.2 StGB, este ilícito corresponde a la categoría de los denominados Vergehen, esto es, hechos punibles que en abstracto son sancionados con una pena privativa de libertad, cuyo tramo mínimo es inferior a un año, o con una pena pecuniaria. Esta clasificación tiene importancia, entre otras cosas, porque sólo si la conducta puede ser catalogada como Vergehen son susceptibles de aplicación los pgfs. 153 y 153a StPO.

25 Como ha expresado Zúñiga Rodríguez, L. Política criminal. Colex, Madrid, 2001, pág. 228, en los últimos tiempos se va admitiendo dentro de la categoría de penas cortas privativas de libertad, a aquellas inferiores a dos años de prisión (habitualmente delitos imprudentes de tráfico, delincuentes primarios, delincuentes socioeconómicos).

26 Creemos que no es descabellado imaginar que un delincuente socioeconómico podría aceptar cumplir unos cuantos años de prisión para luego retirarse a vivir del producto de sus ilícitos, previamente puestos a buen recaudo en un paraíso fiscal.

27 Siguiendo a Zúñiga Rodríguez, L. Política criminal. Cit., págs.181, 187 y ss., 193 y ss., tanto la resocialización del delincuente como la protección a la víctima constituyen principios rectores del ius puniendi del Estado que deben orientar al legislador y al juez en sus tareas de decidir qué puede ser delito, a quiénes se sanciona penalmente y cómo se impone la pena. Por tanto, el sistema penal, sustantivo y procesal, debe contar con instrumentos jurídicos adecuados para limitar el poder punitivo del Estado conforme a estos y otros principios fundamentales, como los de legalidad, proporcionalidad, lesividad, etc.

28 En el caso alemán, los presupuestos de aplicación del pgf. 153a StPO son los siguientes: a) Que se trate de un Vergehen, es decir, de un delito sancionable con una pena privativa de libertad, cuyo tramo mínimo es inferior a un año, o con pena de multa; b) que las obligaciones y condiciones impuestas para suspender el ejercicio de la acción penal sean apropiadas para eliminar el interés en la persecución penal; c) Que no se oponga a ello la gravedad de la culpabilidad; d) La decisión de la fiscalía debe ser aprobada por el Tribunal y contar con la anuencia del inculpado.

En el caso portugués los presupuestos de aplicación del art. 281 CPPP son: a) Que se trate de un delito castigado con pena de prisión no superior a 5 años, o una sanción diferente de la prisión; b) Que el argüido carezca de antecedentes penales; c) Que no proceda una medida de seguridad de internamiento; d) Que el grado de culpabilidad del autor sea reducido; e) Que sea previsible que con el cumplimiento de las obligaciones o reglas de conducta se cumplan las exigencias de prevención general y especial; f) La adopción de la medida deber ser consensuada entre el argüido, el asistente, el Ministerio Público, y aprobada por el juez.

En el caso chileno, los presupuestos para la aplicación del art. 237 CPPCh son los siguientes: a) Que la pena que pudiera imponerse al imputado en el evento de dictarse sentencia condenatoria no excediere de tres años de privación de libertad; b) Que el imputado no hubiere sido condenado anteriormente por crimen o simple delito; c) La solicitud del fiscal debe ser aprobada por el juez y contar con la anuencia del imputado. Llama la atención el hecho de que el Código chileno no exija como requisito la evaluación de la idoneidad de las condiciones a imponer para eliminar el interés en la persecución penal o, lo que es lo mismo, para cumplir las exigencias de prevención general y especial, no obstante estimamos que la aplicación de la norma no puede ser automática, el juez antes de aprobar la suspensión debe calificar las condiciones e imposiciones según su idoneidad para satisfacer de manera sucedánea los fines de prevención general y especial del Derecho penal.

29 Destaca en este sentido el sometimiento voluntario a un tratamiento médico, psicológico o de otra naturaleza contemplado en el art. 238 letra c) del CPPCh. En este caso se pretende que el imputado participe voluntariamente en su proceso de readaptación, entregándosele las herramientas adecuadas para sobreponerse a las causas de su estado antisocial. En otro orden de consideraciones, estos tratamientos son especialmente necesarios cuando el imputado es adicto al consumo de estupefacientes. En España, esta misma finalidad político criminal puede apreciarse en el art. 87 del Código Penal que permite aplicar la suspensión de la ejecución de la pena, aun cuando no concurran las condiciones previstas en los números 1 y 2 del art. 81, a aquellos penados que hubieren cometido el delito a causa de su drogodependencia, siempre que, entre otras condiciones, el condenado no abandone el tratamiento hasta su finalización y siempre que no delinca en el período que se señale, que será de tres a cinco años.

30 La reparación a la víctima, precisamente ha sido considerada por la Recomendación R(87)18 del Consejo de Europa, como presupuesto esencial, para que operen transacciones sobre el objeto del proceso, antes de llevarse a cabo la transacción, o siendo un elemento de ésta. Con ello se pretende mejorar la postergada situación a la que se ha visto sometida la víctima del delito a partir del momento mismo en que, como sostiene Beristain, A. “Proceso penal y víctimas: pasado, presente y futuro”. VV.AA. Las víctimas en el proceso penal. Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, Donosti-San Sebastián, 2000, págs. 20-21, a partir del contrato social rousseauniano se entregó a los profesionales del Derecho, a los jueces, el proceso penal, el derecho y el deber de responder a los autores de los delitos. Este proceso conllevó, para el referido autor, una postergación excesiva de las víctimas que quedaron olvidadas. Sin embargo, llega un momento en que este olvido de las víctimas alcanza dimensiones gigantescas, insoportables. Seis millones de judíos mueren en los campos de concentración alemanes y el victimario es, para colmo de la injusticia, el garante de la justicia, el Estado (…). Ahora bien, en estricto sentido, como sostiene Alastuey Dobón, M.C. La reparación a la víctima en el marco de las sanciones penales. Tirant Lo Blanch, Valencia, 2000, pág. 35, 36; los sistemas primitivos de justicia la víctima se encontraba en el centro de interés, pues éstos se basaban en la venganza privada, la víctima o sus allegados eran quienes se encargaban de administrar justicia. Sin embargo, con el nacimiento y desarrollo del Derecho penal se inicia el proceso de neutralización de la víctima.

31 En este sentido, como expresa Bujosa Vadell, L.M. “Notas sobre la protección procesal penal de intereses supraindividuales a través del Ministerio Fiscal y de la acción popular”, Justicia, 1990, pág. 108, si ha habido un olvido hacia la víctima considerada genéricamente, todavía ha sido mayor en relación con la víctima colectiva.

32 Vid. Armenta Deu, T. “Pena y Proceso: fines comunes y fines específicos”. Anuario de Derecho penal y ciencias penales, 1995, fasc. II, pág. 442, 450; la autora sostiene que el fenómeno procesal constituye un suceso histórico y dinámico que comprende no sólo las relaciones entre las partes, sino las de éstas con el Estado y en donde entran en juego principios constitucionales y procesales que directamente nada tienen que ver con el Derecho penal material, como el derecho a proponer medios de prueba, derecho a conocer las actuaciones, a no declarar por hecho propio.

33 En este sentido, entre otros, Bustos Ramírez, J. Control social y sistema penal. PPU, Barcelona, 1987, págs. 11 y ss.; Muñoz Conde, F. Derecho penal y control social. Cit., pág. 17; también, Hassemer, W. / Muñoz Conde. Introducción a la criminología. Tirant Lo Blanch, Valencia, 2001, pág. 321.

34 En este sentido, Quintero Olivares, G. “La reparación del perjuicio y la renuncia a la pena”. VV.AA. Estudios penales en memoria del Profesor Agustín Fernández Albor. Universidad Santiago de Compostela, 1989, pág. 594.

35 Cfr. Gössel, K-H. “Principios fundamentales de las formas procesales descriminalizadoras…” cit., pág. 887-888; opina en contra de que las facultades del Ministerio Público puedan ser consideradas facultades judiciales. No niega que el legislador considere las medidas alternativas del pgf. 153a, StPO como unas sanciones sin condena penal, pero así como, por ejemplo, las graves consecuencias del hecho facultan al juez alemán, según el pgf. 60 StGB, a prescindir de la pena en la sentencia, a pesar del fallo de culpabilidad, cuando el autor, por ejemplo, ha atropellado imprudentemente a su propio hijo causándole lesiones graves, en este caso el Ministerio Fiscal, conforme al pgf. 153b, StPO, podrá con la aprobación del Tribunal, prescindir de la acusación. Con esto el autor pretende demostrar que los mismos hechos pueden, tanto por la vía jurídico-material como por la vía procesal, llevar al mismo resultado de impunidad. Entonces, le parece consecuente que también el fiscal pueda aprovechar ya un cierto comportamiento después del hecho, para negar el interés público en la persecución penal y prescindir por ello de la formulación de la acusación.

36 Barbero Santos, M. Política y Derecho Penal en España. Tucar Ediciones, Madrid, 1977, pág. 11.

37 Fernandes, F. O processo penal como instrumento de Política Criminal. Almedina, Coimbra, 2001, pág. 46, 53; en concepto del autor, el proceso penal debe insertarse en el ámbito general de la política criminal, de modo que en su estructuración se tomen en cuenta también las intenciones de política criminal que orientan el sistema jurídico penal como un todo.

38 Vid. Roxin, C. Política criminal y estructura del delito. Elementos del delito en base a la política criminal. (Trad. Bustos Ramírez/ Hormazábal Malarée). PPU, Barcelona, 1992, pág. 9.

39 Delmas-Marty, M. Modelos actuales de política criminal (Trad. Barbero Santos/ Aurelia Richart/ Terradillos Basoco/ Cantarero Bandrés) Centro de publicaciones, secretaría general técnica, Ministerio de Justicia, Madrid, 1986, pág. 19.

40 Siguiendo a Zúñiga Rodríguez, L. Política criminal. Cit., pág. 23, podemos señalar que Delmas-Marty parte de una concepción “social” del fenómeno criminal, no considera al fenómeno criminal sólo desde el punto de vista jurídico.

41 Zipf. Introducción a la política criminal. Editorial Revista de Derecho Privado. Editoriales de Derecho Reunidas, Madrid, 1979, pág. 3.

42 Para Zúñiga Rodríguez, L. Política criminal. Cit., págs. 35, 23, como parte de la política en general de un Estado, la política criminal tendrá las características básicas de cualquier actuación política: es un conjunto de estrategias, instrumentos, modelos, para alcanzar un determinado fin, y como está orientada a fines constituye una ciencia eminentemente valorativa.

43 Barbero Santos, M. Política y Derecho penal en España. Cit., pág. 17.

44 Beulke, W. En: Löwe-Rosenberg. Grokommentar. 25. Auflage. Walter de Gruyter, Berlin, 2002, pág. 482.

45 Meyer-Goner, L. Strafprozeordnung. Gerichtsverfassungsgesetz, Nebengesetze und ergänzende Bestimmunngen. 45. Auflage, Verlag C.H. Beck, München, 2001, pág. 588.

46 Así, Gössel, K-H. “Principios fundamentales de las formas procesales descriminalizadoras, incluidas las del procedimiento por contravenciones al orden administrativo y las del proceso por orden penal, en el proceso penal alemán”. Justicia, 1985, pág. 885. El autor cita una sentencia del Tribunal Supremo del Land de Baviera, NJW 1976, pág. 2139, que define las condiciones y mandatos como otras “sanciones que no adolezcan de la tacha de la condena”.

47 Armenta Deu. Criminalidad de bagatela y principio de oportunidad. PPU, Barcelona, 1991, pág. 111.

48  Torrao, F. A relevancia político-criminal da suspensao provisória do processo. Almedina, Coimbra, 2000, págs. 210- 211, 215 y ss.

49 Andrés Ibáñez, P. “Nuevas dimensiones de lo judicial. Legalidad, jurisdicción y democracia, hoy”. VV.AA. Crisis del sistema político, criminalización de la vida pública e independencia judicial. Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1998, pág. 28.

50 Como ha señalado a propósito del paradigmático caso “Tangentópoli”, Zanchetta, P.L. “Tangentópoli entre perspectivas políticas y soluciones judiciales”. VV.AA. Corrupción y Estado de Derecho. El papel de la jurisdicción. P. Andrés Ibáñez editor. Trotta, Madrid, 1996, pág. 90-91; (…) a la larga el comportamiento de la Magistratura aislado del sentir común del país, del apoyo no a ésta o aquella decisión, sino al sentido y al valor de la acción en su conjunto. Ésta, de hecho, no lograría avanzar, sobre todo cuando se refiere a fenómenos amplios y complejos, de no ser percibida como justa por la generalidad de los ciudadanos.

51 Un problema sobre el que Díez-Picazo, L.M. “El Poder Judicial. Independencia del Ministerio Público”. En: García de Enterría/ Clavero Arévalo (Directores), El Derecho Público de finales de siglo. Una perspectiva iberoamericana. Fundación BBV, Editorial Civitas, Madrid, pág. 219, ha señalado que la función judicial no puede volver a ser, si es que alguna vez realmente lo fue, puramente declarativa y pasiva. La creciente complejidad de las actuales sociedades impide que el legislador proporcione a priori respuestas razonablemente unívocas a multitud de conflictos. De aquí que hoy en día la interpretación-aplicación del Derecho esté basada, mucho más que en el pasado, en valores constitucionales, principios generales y estándares de comportamiento (razonabilidad, proporcionalidad, etc.).

52 Siguiendo a Zanchetta, P.L. “Tangentópoli entre perspectivas políticas y soluciones judiciales”. Cit., pág. 87, podemos citar como ejemplo las fuertes críticas que al comienzo de la operación Mani Pulite, Bettino Craxi formuló en contra del fiscal Di Pietro, sugiriendo que éste tenía razones de animadversión personal contra él.

53 Flores Prada. El Ministerio Fiscal en España. Tirant Lo Blanch, Valencia, 1999, pág. 365.

54 Así, Guarnieri, C./ Pederzoli, P. Los jueces y la política. Cit., pág. 17.

55 Cugat Mauri, M. La desviación del interés general y el tráfico de influencias. Cit., págs. 41 y ss.

56 Como ha expresado Ferrajoli, la democracia no consiste de ningún modo en el despotismo de la mayoría, sino que es un sistema frágil y complejo de separaciones y equilibrios entre poderes, de límites y vínculos a su ejercicio, de garantías establecidas para la tutela de los derechos fundamentales, de técnicas de control y reparación frente a sus violaciones; tales equilibrios se rompen y se pone en peligro la democracia cada vez que los poderes, sean económicos o políticos, se acumulan o, peor aún, se confunden en formas absoluta. Vid. Ferrajoli, L. “El Estado constitucional de Derecho hoy…”. Cit., pág. 22

57 Flores D’Arcais, P. “La democracia tomada en serio”. Claves de Razón Práctica, Nº 2, 1990, pág. 2.

58 En este punto nos parece conveniente recordar con Flores D’Arcais, que en un Estado democrático el principio de mayoría no ocupa sino el segundo lugar de importancia, puesto que el primero lo ocupan todos los dispositivos que garantizan a cada ciudadano contra los riesgos de un despotismo de la mayoría. La tutela de las minorías, hasta de aquella minoría extrema pero preciosa por excelencia que es el individuo, el disidente individual, constituye una meta-regla peculiar y decisiva del régimen de gobierno liberal democrático. Vid. Flores D’Arcais, P. La democracia tomada en serio. Cit., pág. 4.

59 Vid. Senese, S. “Democracia pluralista, pluralismo institucional y gobierno del Poder Judicial”. En: Corrupción y Estado de Derecho… Cit., pág. 42-43.

60 Como ha escrito Kelsen, H. Escritos sobre la democracia y el socialismo. Editoral Debate, Madrid, 1988, pág. 209; es errónea la doctrina con arreglo a la cual la democracia presupone la creencia de que existe un bien común, objetivable, determinable y de que el pueblo es capaz de conocerlo y hacer de él, consiguientemente, el contenido de su voluntad. A la pregunta de qué es el bien común, el autor sostiene que únicamente se puede responder por juicios de valor subjetivos, los cuales pueden diferir substancialmente de una a otra persona y que, aunque el bien común existiera, el hombre medio, y por lo tanto el pueblo, difícilmente sería capaz de conocerlo.

61 Guarnieri, C./Pederzoli, P. Los jueces y la política. Cit., pág. 15.

62 Guarnieri, C./Pederzoli, P. Los jueces y la política. Cit., págs. 19-20.

63 Esta situación se daría, en opinión de Díez-Picazo, L.M. El Poder de Acusar. Ministerio Fiscal y constitucionalismo. Ariel Derecho, Barcelona, 2000, pág. 86, en la configuración del Ministerio Fiscal en los EE.UU. de Norteamérica. Para resolver esta situación de conflicto de intereses en los casos de criminalidad gubernativa, el derecho norteamericano ha dispuesto tradicionalmente de la figura del fiscal especial, que no corresponde a la estructura ordinaria del Ministerio Fiscal correspondiente (federal o estatal), sino que es nombrado especialmente para ese caso.

64 Cabrera Mercado, R. “Algunas consideraciones sobre el Ministerio Fiscal en España”, Revista de Estudios Jurídicos Nº 1, 1998, pág. 300. A este respecto ha manifestado Gimeno Sendra, V. “El nuevo Código Procesal Penal Portugués y la anunciada reforma de la Justicia española”, Justicia, 1990, pág. 490, que el Ministerio Público español no es totalmente independiente del Ejecutivo, lo que provoca una cierta desconfianza de la sociedad frente a la posibilidad de que, ante determinados fenómenos de delincuencia en los que pudieran estar implicados funcionarios del Estado, el Ministerio Público ostentara un control absoluto sobre la investigación y apertura del juicio oral.

65 Así, Fernández Bermejo, M. “La modernización del Ministerio Fiscal: la necesidad de un nuevo diseño estructural y orgánico. En particular, la organización de las grandes fiscalías”. Estudios Jurídicos Ministerio Fiscal, V-2000, pág. 502.

66 Pauner Chulvi, C. “El Ministerio Fiscal y la fiscalía en Francia: el proyecto de reforma sobre su dependencia jerárquica”. Poder Judicial, Nº 55, 1999, pág. 200.

67 Muhm, R. Dependencia del Ministerio Fiscal del Ejecutivo en la República Federal Alemana. (Crisis del modelo y perspectivas de reforma). En: Jueces por la Democracia, información y debate, Nº 22, 2/1994, pág. 93.

68 Pauner Chulvi, C. “El Ministerio Fiscal y la Fiscalía en Francia: el proyecto de reforma sobre…”, cit., pág. 225.

69 Vid. Guarnieri/Pederzoli. Los jueces y la política… Cit., pág. 103.

CONTENIDO