DERECHO PENAL

LAS PERSONAS JURÍDICAS COMO NUEVOS SUJETOS CRIMINÓGENOS. Clára Leonora Szczaranski Cerda

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DERECHO PENAL

LAS PERSONAS JURÍDICAS COMO NUEVOS SUJETOS

CRIMINÓGENOS

Clara Leonora Szczaranski Cerda[1]

RESUMEN: Las grandes empresas -organizadas operacionalmente como personas jurídicas- constituyen, en el mundo actual de los negocios, una ca­tegoría trascendente que el devenir social y económico ha venido perfilando como eventuales nuevos sujetos peligrosos en el ámbito del delito. Esto crea, en particular, problemas de imputación ya que es bastante compleja la de­terminación de los sujetos implicados. El estudio de las personas jurídicas como nuevos sujetos crimonógenos, indica, a la vez, que cada vez es más relevante la afectación criminal de bienes jurídicos colectivos, además de los individuales relacionados con la seguridad física y patrimonial de las personas naturales. Recientes casos de interés internacional han conmovido la opinión pública en conexión con actividades empresariales de impacto social general: accidentes aéreos y terrestres; balances falsos que arrastran consigo a los anónimos accionistas; desastres químicos contaminantes que lesionan el medio ambiente y quiebras fraudulentas, por mencionar algu­nos. La respuesta europea al respecto tiene mucho que decirnos, desde los estudios de OCDE al proyecto de Eurodelitos. DESCRIPTORES: OCDE (Responsabilidad penal de las personas jurídi­cas) – Personas jurídicas (Responsabilidad penal) – Proyecto de Eurodelitos (Responsabilidad penal de las personas jurídicas) – Responsabilidad penal de las personas jurídicas – Societas delinquere non potest – Sujetos crimo­nógenos

SUMARIO DE CONTENIDOS: 1.- Aspectos Generales. 2.- ¿Por qué hoy cobra particular relevancia internacional el tema? 3.- El nacimiento de las entidades colectivas. 4.- ¿Responsables per se? 5.- Existencia independiente de las personas jurídicas y su capacidad penal. 6.- Capacidad penal de las personas jurídicas. 7.- Principales problemas teóricos para determinar la responsabilidad penal de las personas jurídicas. 8.- Capacidad de acción. 9.- Capacidad de culpabilidad. 10.- La voluntad propia de la persona ju­rídica. 11.- Voluntad culpable de la persona jurídica. 12.- Capacidad de pena. 13.- Necesidad de pena. 14.- Interrogantes conexas. 15.- En cuanto a Chile.

1.- ASPECTOS GENERALES

Las personas jurídicas constituyen en el ámbito de los negocios una categoría especialmente trascendente entre los nuevos sujetos pe­ligrosos.

Consideraciones dogmáticas, pero también prácticas y de he­cho, tornan áspero el debate sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas y se afirma, por destacados juristas, que “societas delinquere potest”, puesto que tienen capacidad de acción, de cul­pabilidad y de pena, como consideran varios especialistas altamente relevantes en la materia, entre los que destacan particularmente Tie­demann, Righi, Rivacoba, Roxin, Hirsch y, con alguna particularida­des, Caro.

Los modernos sujetos peligrosos para el bienestar social ope­ran muy frecuentemente como empresas, en sentido lato, y, las más de las veces, esas empresas se constituyen como personas jurídicas que los aúnan en una identidad y voluntad distinta, colectiva, para determinados propósitos o fines.

Lo anterior es una realidad de los tiempos que corren, y el dere­cho, para cumplir su rol y no ser superfluo, ha de hacerse cargo de tal realidad si pretende tutelar efectivamente y no en apariencias la vida económica social. Creo necesario llamar la atención acerca de que las personas jurídicas no sólo son capaces de cometer en general delitos, sino que hay delitos e infracciones que se pueden perpetrar solamente por empresas y sociedades y que hay personas jurídicas o sociedades que nacen para el solo efecto de cometer o encubrir delitos o sortear la ley. Así, es frecuente observar que conductas ilícitas o rayanas en lo ilícito, propias de quienes tienen suficientes recursos, requieren de personas jurídicas ad hoc para intervenir en ciertas áreas de negocios, o para camuflar las riquezas indebida o ilícitamente obtenidas, o para borrar su cadena de pasos por el sistema bancario financiero. Esto último es ocultar y “lavar” la riqueza mal habida, afirmación muy disgustosa para esta clase de sujetos infractores pues “se usa” reservar estos conceptos sólo para los criminales comunes y marginales. Creo en cambio que, a la altura de los tiempos, nos resulta forzoso superar la barrera que arbitrariamente limita en la percepción social y política el crimen y el lavado de dinero a los asaltantes, a los criminales de profesión y a las organizaciones criminales comunes.

Pero se cree todavía en modo predominante en nuestro país y en general en los países de América Latina, que ni los diversos po­deres económicos y sociales ni la empresas perpetran delitos y que, mucho menos, lo hacen las personas jurídicas como tales, las que no tienen responsabilidad penal pues, valga la tautología, societas delin­quere non potest, según reza el dogma supuesto.

Desde la problemática sucintamente descrita surge entonces, como primera cuestión relevante, el tema de si las empresas consti­tuidas como personas jurídicas pueden ser sujetos activos de delitos y si deben responder penalmente, en cuanto tales, por ellos. Dicho de otro modo, si un colectivo de personas naturales organizado que emprende negocios puede infringir culpablemente normas penales y si es posible por ello imponerle penas.

Para responder a ese interrogante es necesario tener presente dos grandes vertientes:

La primera, tal vez más asimilada por ser más directa la vincu­lación entre el ente y los hechos, es la relativa a la responsabilidad de­rivada de los acuerdos (decisiones) emanados de los propios órganos superiores colegiados, como lo son los directorios de las sociedades.

La segunda, con muchas posibles variantes, dice relación con la responsabilidad que corresponde a la persona jurídica por la conducta de sus directivos y empleados, vale decir, por las funciones delegadas y por el cumplimiento o no de los deberes de control y supervigilan­cia. ¿Cuándo se puede considerar que la empresa ha dado curso a un riesgo desaprobado?

Un asunto que puede impactar ambos ámbitos es el de la res­ponsabilidad por el producto de la empresa, por ejemplo, la decisión de distribuir un fármaco dañoso, o la distribución de un alimento contaminado por negligencias en el proceso de su fabricación, o la presta­ción de un servicio deficiente de transporte que concluye en tragedia por impericia o fatiga del personal o por defectos de manutención del vehículo.

Se trata de problemas frecuentes que nos impactan como con­sumidores o como usuarios, incluso como ciudadanos, cuando di­rectamente una persona jurídica opta por lesionar el sistema jurídico económico en perjuicio de la colectividad, por ejemplo, adulterando balances de empresas que cotizan en bolsa, abusando de la confianza pública. La diversidad de hipótesis en la materia ha llevado al análisis de las distintas formas de comisión de delitos por las empresas, y se ha visto cómo pueden realizarse de distintos modos: comisión pro­piamente tal (los menos), comisión por omisión, o lisa y llanamente omisión, por ejemplo, al infringirse por el obligado el deber de garan­te. Este último modo es frecuentemente llamado en causa sobre todo respecto de las grandes organizaciones que estructuran operaciones productivas o de comercialización en modo estable, perdurable, vale decir grandes empresas, respecto de las cuales es lógico pretender de los órganos directivos prever los riesgos inaceptables, no socialmente adecuados.

Cada delito, según el caso, podrá tener diversos componentes subjetivos, incluido el dolo. ¿Por qué no podría un directorio decidir, informadamente y no por error, comercializar un alimento deterio­rado o un fármaco inútil o dañino, o disimular su inminente quiebra ante el mercado para aminorar sus pérdidas?

En todo caso, el tema no se limita a las personas jurídicas ni a las empresas, aunque sean éstas las que activan realmente el asunto de la responsabilidad penal de las personas jurídicas en materia de criminalidad económica. La responsabilidad de organizaciones su­praindividuales, que dan lugar a la existencia de otra identidad, sepa­rada y distinta de sus integrantes, interesa respecto de una variedad de colectivos de personas que comparten situaciones y a los que son aplicables razonamientos análogos. Es por ello que me referiré a los distintos problemas que suscita el tema, utilizando lata e indistinta­mente los términos personas jurídicas, corporaciones, asociaciones, entes, entidades o personas colectivas y, especialmente, empresas. No pocas veces, por lo demás, el discurso será aplicable a sujetos reales que, no siendo personas jurídicas propiamente tales, tienen en los he­chos una voluntad colectiva propia y distinta de la de sus miembros y operan como grupo en el acontecer social, como las comunidades o los movimientos étnicos, religiosos, laborales, territoriales, sólo por señalar algunos.

2.-¿POR QUÉ HOY COBRA PARTICULAR RELEVANCIA

INTERNACIONAL EL TEMA?

El asunto de la capacidad penal y de la necesidad de pena res­pecto de las entidades colectivas no es nuevo, si bien cobra en estos tiempos particular relevancia por el rol actual de las empresas en to­das las actividades imaginables, llegando, en muchas áreas, a des­plazar casi del todo a las personas naturales aisladas. Así ocurre en el mundo interconectado al que pertenecemos, y ello ha dado lugar a regulaciones especiales y a la institución de fiscalizadores específicos avocados al control de las personas jurídicas y de las empresas que operan en determinados campos, algunos de los cuales, más aun, les están reservados, excluyendo el operar de personas naturales. Sobre todo el operar de grandes organizaciones empresariales crea nuevos riesgos para bienes jurídicos de interés colectivo y nuevos problemas de imputación, siendo bastante compleja la determinación de los su­jetos implicados en un hecho ejecutado por dependientes de una so­ciedad, por ejemplo, en virtud de un acuerdo de su directorio. Conno­tados casos de interés internacional han saltado a la vista en conexión con actividades empresariales: desastres químicos y de transporte de contaminantes que lesionan el medio ambiente; balances falsos como los de ENRON o Parmalat; quiebras fraudulentas, accidentes aéreos y terrestres; venta de alimentos en mal estado, por mencionar algunos.

Ante ello se pone cada vez más en evidencia en muchos países una carencia general en el derecho público, matizada en cada país por particularidades legales de cada ordenamiento nacional. Estas últimas suelen colocar obstáculos específicos a la responsabilidad penal de las personas jurídicas y dan lugar, a veces, a contradicciones en el inte­rior de un mismo ordenamiento jurídico. Pero, más allá de las legis­laciones propias de cada Estado, hay problemas como decía de fondo comunes y generales: el derecho penal ha sido pensado en relación con los individuos humanos y, más aun, generalmente en relación con uno o pocos sujetos activos implicados en un delito. El componente organizacional de las entidades colectivas, por lo demás, enreda por sí mismo el asunto mezclando autores directos e indirectos y meros ejecutores, lo sabemos ya por la difícil experiencia de reprimir el cri­men tradicional organizado que, entre otros delitos, opera los tráficos ilícitos de drogas, armas, personas u otras cosas o servicios.

Es un hecho que las empresas, entes jurídicos organizados, en todo el mundo, infringen normas y son sancionadas en el plano admi­nistrativo con multas, disoluciones, entre otras medidas, no necesaria­mente menores, pero que no son técnicamente penas. No son penas, entre otras circunstancias, porque las aplica la autoridad administrati­va y no el juez del crimen preestablecido por la ley y el procedimiento respectivo no implica indagar la culpabilidad de la entidad, por lo que es frecuente la determinación de responsabilidad objetiva, sin culpa. Lo anterior deja fuera del asunto todas las garantías penales constitu­cionales e internacionales, como el principio de estricta legalidad que resume el nullum crimen nec nulla poena sine lege et sine iudicio, el pro reo, el de culpabilidad, por señalar algunos. Pese a lo dicho, algu­nas legislaciones suelen llamar penas a las sanciones administrativas y, otras, como la italiana, llaman sanción administrativa al castigo impuesto por el juez del crimen a una empresa, en determinadas cir­cunstancias, como veremos luego.

El porqué del predominio del criterio que acepta sólo la respon­sabilidad administrativa y civil de las empresas, pero no de la penal, tiene raíces históricas, a lo que algo más adelante daremos un vistazo, actitud que no es propia sólo de nuestro país.

Respecto de América Latina, Caro[2] -en su homenaje a Riva­coba- realiza una documentada reseña de la normativa de los países Iberoamericanos al respecto y destaca cómo los códigos latinoameri­canos prácticamente desconocen la responsabilidad penal de las per­sonas jurídicas. Por mencionar a algunos, el Código Penal chileno, de 1874; el argentino, de 1921; el uruguayo, de 1933; el ecuatoriano, de 1938; el brasileño, de 1940; el venezolano, de 1964; el de Bolivia, de 1972; el de Perú, de 1991; y el más reciente de Colombia, de 2000; entre otros. Un caso especial, es el Código Penal mexicano, artícu­lo 11, el que al incorporar la responsabilidad penal de las personas jurídicas sigue, según Righi, las aguas del moderno y duro sistema holandés, considerando que la imputación de un delito a una corpora­ción puede ser hecha tanto cuando se ha actuado a nombre o bajo el amparo de la representación social, como cuando se ha actuado en su directo beneficio, como luego veremos[3].

Pese a lo anterior, alguna legislación especial, precisamente en el ámbito económico y ambiental, acepta en nuestra Región la po­sibilidad de imponer penas a los entes colectivos. Así ocurre con la Ley Penal del Ambiente, de Venezuela, de 3 de enero de 1992; o la brasileña, también ambiental, de 12 de febrero de 1998. En Argentina, distintas leyes especiales en los ámbitos aduanero, tributario y cam­biario, prevén penas para las personas jurídicas, como la multa y la inhabilitación, la pérdida de personería, entre otras.

En cuanto al código penal tipo para Iberoamérica, sus sucesivas comisiones redactoras han analizado distintas propuestas para normar la responsabilidad penal de las personas jurídicas, considerando como buen complemento la fórmula de “la actuación en lugar de otro”[4].

Algo muy distinto ocurre en el mundo anglosajón y en los paí­ses que reciben su más directa influencia, como Japón y Corea, que se suman a las regulaciones de Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos, Aus­tralia y Canadá, aceptando ampliamente la responsabilidad penal de las sociedades y empresas, si bien no todos de la misma manera. Así por ejemplo, Inglaterra e Irlanda siguen el modo indirecto y prevén que la condena a una persona física que actúa por una corporación lleva aparejadas sanciones para esa corporación.

Europa continental, en sus instancias supranacionales, por su parte, se ha hecho cargo del problema de los delitos empresariales y de la capacidad delictiva de las personas jurídicas en cuanto tales, según resulta evidente del Corpus Iuris, del año 2000, elaborado por encargo oficial del Parlamento Europeo, el que es un conjunto de dis­posiciones penales para la protección de los intereses financieros de la Unión Europea. Este Corpus Iuris declara la responsabilidad penal de las personas jurídicas, así como lo hacía el que le antecedió, de 1996.

A tal instrumento ha seguido el proyecto de Eurodelitos pro­puesto ya al Parlamento Europeo en 2003, con los mismos objetivos, y que deja abierta la posibilidad de imputar responsabilidad penal a las personas jurídicas[5]. Por su parte, el Consejo de Europa, mediante la resolución 77(28), en el ámbito del medioambiente, recomendó introducir la responsabilidad de las personas jurídicas privadas o públicas, recomendación ratificada por el comité de ministros de Estados miembros del Consejo de Europa, en la recomendación R-81, sobre criminalidad en los negocios, en la recomendación R-82, relativa a la protección de los consumidores (de 24 de septiembre de 1982), y en la recomendación 18/88 (de 20 de octubre de 1988), relativa a sanciones penales para las empresas en ciertos casos.

En breve, en la Unión Europea la aceptación de la responsa­bilidad penal de las personas jurídicas es una realidad. Es por ello que muchos de los países europeos, en sus legislaciones nacionales, siguen el criterio común y establecen la responsabilidad penal de las personas jurídicas, con distintas modalidades, más o menos directas. En este sentido, se pronuncian expresamente las legislaciones por­tuguesa, noruega, danesa, polaca, griega y austriaca.[6] Siguiendo un modo “impropio”, se suman a la penalización de las personas jurídi­cas Bélgica e Italia, afectando subsidiariamente con sanciones econó­micas a la persona jurídica en cuyo interés operó el autor directo.

España (ya mencionada), a su vez, acepta la modalidad indirec­ta ya referida. Francia y Holanda, en cambio, recurren a la modalidad “propia directa”, que aplica penas a las personas jurídicas con inde­pendencia de la persecución y sanción de una persona física. Especí­ficamente, el Código Penal francés, de 1994, art. 121-2, prescribe que las personas jurídicas son punibles como autoras o partícipes cuando la ley lo prevé expresamente y ha ejecutado el ilícito un órgano o representante del ente en beneficio de éste. Holanda, también en la modalidad “propia directa”, es particularmente enfática al señalar, en el artículo 51 del Código Penal vigente, que “los delitos pueden ser cometidos por personas físicas o jurídicas” y que en el caso de un delito cometido por una persona jurídica, pueden ser perseguidas y sancionadas: 1) la empresa, 2) la persona que haya realizado el delito, así como la persona que haya favorecido la comisión del mismo, 3) cualquiera de los sujetos a la vez. Por último, Italia, es bastante cu­riosa, pues aceptando sustancialmente la responsabilidad penal de las personas jurídicas, la denomina en otro modo, de menor perfil. Así, el decreto legislativo 231, de 2001, asigna responsabilidad penal a las personas jurídicas, pero la califica como administrativa, pese a hacer­la derivar de la comisión de delitos imputables al ente, considerarla autónoma de la responsabilidad de las personas físicas y entregar la aplicación de las sanciones al juez penal.

Desde una perspectiva intercontinental, es preciso tener en cuenta que sucesivos congresos internacionales de derecho penal, como el XII, de Hamburgo en 1979, el XIII, de El Cairo en 1984 y el XV, de Río de Janeiro en 1994, concluyeron que los ataques al medioambiente son cometidos generalmente por personas jurídicas, así como en el ámbito de los delitos económicos y empresariales es frecuente la intervención de entes colectivos, los que deben enfrentar sus responsabilidades penales. En ese entendido el Congreso de Río de Janeiro recomendó como mínimo a los países miembros incor­porar la responsabilidad penal de las personas jurídicas privadas y públicas para la protección del medioambiente.

El operar de las grandes empresas de capital en el mundo de hoy es un factor determinante y suficiente para provocar el análisis acerca de si la responsabilidad penal de las personas jurídicas es po­sible o no lo es, en cuanto tales, separadamente de la responsabilidad que puede incumbir sobre quienes actúan por ella. Debe tenerse en cuenta, además, que en el mundo actual de los negocios existen nor­mas sancionatorias que sólo es posible aplicar respecto de las perso­nas jurídicas, y no de los individuos que las representan (sin perjui­cio de otras responsabilidades personales que les conciernan), como ocurre en los casos de competencia desleal de las corporaciones; de las acciones monopólicas y de las prácticas concertadas que influyen en la alteración de precios o determinan abuso de posición dominante en el mercado; o de los fraudes en el ámbito bursátil derivados, por ejemplo, de la adulteración de balances.

Plantearse entonces hoy, específicamente, el asunto de la capa­cidad penal de las asociaciones no es ni una peregrina ni contingente inquietud, inspirada en algún criterio antiempresarial o antitransna­cional o contrario a la libertad del mercado. Desde mi punto de vis­ta, estamos ante un tema que se debe abordar a la luz de la realidad económico-social actual y de las necesidades de bien común y de garantías debidas por el Estado de Derecho a los ciudadanos. Hirsch[7]destaca, sin embargo, que el problema va incluso más allá de la ne­cesidad y del Derecho e incumbe a filósofos, sociólogos y teólogos, por los temas e interrogantes involucrados en la cuestión. Siendo ello efectivo, en la perspectiva de este trabajo es para mí preeminente la necesidad de una reacción político-criminal adecuada y oportuna.

Pero aun cuando la realidad grite, el reconocimiento que cada ordenamiento jurídico otorga a los distintos sujetos de derecho y la de­terminación de los bienes jurídicos dignos de protección penal depen­de, siempre, como lo demuestra la historia de las corporaciones que someramente luego revisaremos, del acontecer económico y político, de las influencias que en éste se imponen, de la madurez jurídica de la ciudadanía y de su apego al Estado de Derecho, regulador, fiscaliza­dor y, en el sentido más amplio de la palabra, arbitrador. Al respecto es interesante observar cómo exponentes del liberalismo extremo res­catan el valor estratégico del Estado de Derecho. Por ejemplo Milton Friedman que, hacía una década, había aconsejado tres cosas a los países que iban saliendo del socialismo: “privatizar, privatizar y pri­vatizar”, declara en 2002, en entrevista junto a Gwartney y Lawson, que: “Me equivoqué (…) Seguramente el Estado de Derecho sea más importante que la privatización”.[8] El mismo Fukuyama, a su vez muy ortodoxo, señala que después de la Guerra Fría hubo un predominio fuerte de los economistas liberales que apostaron por un Estado más pequeño, pero que, 10 años después, muchos economistas han llega­do a la conclusión de que algunas de las variables más importantes que afectan al desarrollo no tenían relación alguna con la economía y sí con las instituciones y la política. Se había ignorado la importan­cia de la construcción del Estado. Y concluye Fukuyama: “Así, pues, muchos economistas se vieron obligados a desempolvar libros sobre administración pública que databan de cincuenta años atrás o a rein­ventar la rueda para elaborar estrategias anticorrupción”[9].

Vale decir, la historia sigue su camino en espirales y vuelve a cuestiones precedentes, pero con una visión más informada y experi­mentada, y se legitiman los reguladores y fiscalizadores, antes sata­     nizados como expresión de estatismo, particularmente en la actividad económica y de las empresas. La gestión de las modernas sociedades y del mercado necesitan del orden jurídico para que las grandes con­centraciones no fagociten a los restantes en desleal competencia y con abuso de posición predominante durante su ascenso en el control del mercado y, para que, a la postre, no se autodestruya el mercado así desequilibrado y carente de garantías.

Es en este marco de ideas en que debe insertarse el análisis acerca de la conveniencia social de establecer la responsabilidad pe­nal de las personas jurídicas, las que, hoy por hoy, son los más im­portantes sujetos peligrosos, como antes comentábamos siguiendo a Ferrajoli. Pero sin duda, el asunto es bastante polémico en nuestro medio, plantea numerosas interrogantes y ha dado lugar a distintas polémicas, que han cuestionado hasta la realidad de la existencia mis­ma de estas entidades.

Con tales asuntos en cuestión, así como antes de correr hay que poder caminar, antes de penetrar en el tema de si la responsabilidad penal es posible para los entes colectivos es menester aclarar cómo éstos existen, en cuanto voluntades específicas. Abordaremos pues, a continuación, los principales asuntos al respecto: la existencia de las personas jurídicas frente al Derecho en general, y, luego, su capacidad de acción, de culpabilidad y de pena. Además, incursionaremos en la conveniencia o no de asignarles sanciones, propiamente penales, por sus ilícitos.

3.-EL NACIMIENTO DE LAS ENTIDADES COLECTIVAS

Las diferentes opiniones sobre la naturaleza, existencia y ca­pacidades de las personas jurídicas, como señalaba, son fruto de la historia misma de las asociaciones y de las contingentes necesidades sociales de cada tiempo y, por ello, es relevante dar una mirada hacia atrás para percibir cómo las entidades colectivas han surgido de la misma vida social, actuando trascendentemente en ella ante la perple­jidad de quienes por largo tiempo habían sido los únicos protagonis­tas, los seres humanos.

Se les ha llamado personas jurídicas o morales, también uni­versitates, o, en el caso de las fundaciones, se les llama corpus mys­ticum o corpora mystica como las denominaron los canonistas de la Edad Media. También corporaciones, asociaciones en sentido amplio, y, cuando su fin de lucro ha sido evidente, sociedades. Son denomina­ciones derivadas de su confuso emerger a la vida social, con distintos propósitos y características, bajo el imperio de distintas realidades históricas. Se trata, en todo caso, de conjuntos de personas o de bie­nes, organizados y reconocidos por el respectivo ordenamiento jurí­dico como sujetos de derecho.

El asunto de la existencia misma y de la responsabilidad penal de las personas jurídicas ha tenido una fluctuante historia. Como des­taca Hirsch[10], el principio societas delinquere non potest “era proba­blemente acertado para el derecho romano”, al que resultaba bastante ajeno el concepto de persona jurídica.

El derecho romano no formuló una teoría general respecto de las corporaciones, pero, en un cierto estado de su desarrollo, apareció el concepto en relación con los municipios, las colonias y las ciuda­des, entendidas como universitates. Durante el Bajo Imperio de Cons­tantino, de 303 a 337, hasta la muerte de Justiniano, en el año 565, se reconoció personalidad a los establecimientos cristianos, tales como iglesias, monasterios, hospitales y orfelinatos[11]. Vodanovic[12], al efec­to, se remonta al Albertario, Corpus et Universitas, de 1933, citado a su vez por A. E. Giffart, en Précis de Droit Romaine, de 1938. Luego este autor refiere como los collegia, personas morales privadas, con su existencia, dieron testimonio de la libertad de asociación aceptada por la ley de las Doce Tablas. Esta libertad duró hasta la Ley Julia De collegiis, al fin de la República, que restringió el nacimiento de las asociaciones privadas que no fueran religiosas o funerarias, pues debían ser autorizadas por el Senado y el Emperador para adquirir calidad de sujeto y capacidades de derecho limitadas. En cuanto a las fundaciones, no resulta claro que éstas hayan sido reconocidas por el derecho romano, pero al parecer al final del Imperio las fundaciones piadosas pasaron de ser meras donaciones a ser sujetos de derecho.

El derecho germánico, por su parte, conoció las asociaciones, pero careció de la capacidad necesaria para concebirlas como un ente distinto de sus integrantes, y, sólo a partir de la Edad Media, las con­sideró como persona unitaria.

Es en la segunda mitad de la Edad Media el escenario en que se comienza a teorizar sobre las cuestiones que plantean las asociacio­nes de personas, por el gran desarrollo de la vida corporativa que se expresó en gremios, cofradías y hermandades.

4.-¿RESPONSABLES PER SE?

Frente al operar de estas entidades glosadores y canonistas estuvieron contestes en la existencia de las personas jurídicas, pero discreparon, entre otros varios temas, acerca de su responsabilidad. Por un tiempo se les reconoció capacidad delictiva, en cuanto uni­versitates, en sentido lato, y ello perduró hasta el Concilio de Lyon, en 1245, en el que el papa Inocencio IV rechazó la posibilidad de responsabilizar penalmente a una entidad, distinta de sus miembros, porque ésta, a juicio del Pontífice, no sería capaz de dolo per se, ni tampoco de culpabilidad.

Posteriormente, sin embargo, ante la realidad y trascendencia de la actividad desplegada por estructuras humanas colectivas, los postglosadores retornaron sobre el tema y sostuvieron que éstas sí eran penalmente capaces, e hicieron la mezcla de las ideas romanas, germánicas y de los canonistas que hasta hoy día llena de contradic­ciones el asunto.

Hasta principios del siglo XVIII se dio curso a procesos des­tinados a sancionar a ciudades y gremios, mientras se desarrollaban las bases conceptuales tendientes a negar la responsabilidad penal de las corporaciones. En los dos primeros tercios del siglo XVIII, la in­fluencia de las doctrinas legalistas y de aquellas filosóficas enciclo­pedistas terminó con el criterio corporativo que se había desarrollado durante la Edad Media, colocando el énfasis esencial en el indivi­dualismo, como contrapartida de las corporaciones que apoyaron al feudalismo. Es de destacar, por la marcada influencia que ejerció y ejerce en nuestra cultura, en esta breve reseña del devenir histórico de las corporaciones, que la Revolución Francesa, centrada en el in­dividualismo, eliminó los organismos intermedios entre el Estado y el individuo, y sólo reconoció a las asociaciones en cuanto expresión de un derecho del hombre: la libertad de asociarse, y les impuso tener fines de utilidad pública. Sólo a partir de 1801, se inició, con la ley general de asociaciones, un régimen de libertad para estas entidades en Francia.[13] Luego, con el mismo espíritu, el Código de Napoleón no se refirió a las personas jurídicas. Esta situación de contexto, en opinión de Hirsch[14], habría dado resonancia al escrito de Erlangen Malblanc, de 1793, sobre “Observationes quaedam ad delicta uni­versitatem spectantes”, en el que se argumentaba acerca de la impo­sibilidad de tal responsabilidad. Se fortaleció esta tendencia durante el s. XIX al ser superados los problemas del poder central frente a las entidades locales o sectoriales, con lo que desapareció la necesidad práctica y política de confrontarlas penalmente en tribunales. De este modo, en los países europeos, hasta fines del siglo XX, se volvió a rechazar la responsabilidad penal de las personas jurídicas, aceptada en la segunda mitad de la edad media y hasta el Concilio de Lyon. A estos cambios, sin embargo, tradicionalmente se sustrajo el mundo anglosajón, dando amplio espacio hasta la actualidad a la penaliza­ción de los entes colectivos.

Pese a tal evolución del asunto en Europa continental, sin em­bargo, debe señalarse que no faltaron grandes penalistas, como Franz von Liszt y Max Ernst Mayer, que sostuvieron la posibilidad jurídica y la necesidad político-criminal de exigir responsabilidad penal a las personas jurídicas. Tuvo también influencia positiva en la cuestión, como sintetiza Barbero Santos[15], el desarrollo en el S. XX del dere­cho económico y social, con sus regulaciones sobre la producción, el comercio y los servicios, así como lo tuvo, ciertamente, la acelerada expansión de las empresas comerciales e industriales, al punto de dar lugar a encuentros y congresos ya a partir de 1929, que abordaron, precisamente, el análisis de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Así ocurrió, por ejemplo, en Mesina, Italia, en 1979, en el Congreso sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas orga­nizado por el Centro Internacional de Investigación y Estudios Socio­lógicos, Penales y Penitenciarios y cuyas actas fueron publicadas en Milán, en 1981, el que concluyó recomendando a cada Estado adoptar medidas represivas en sentido amplio, acordes a su derecho interno, penales, administrativas o derechamente especiales, “sui generis”, antecesor de criterios importantes para el Consejo de Europa y la Co­munidad Europea.

La responsabilidad civil e infraccional de las personas jurídi­cas, en cambio, se mantuvo en pie, apoyada en la concepción real de las asociaciones, a la que nos referiremos más adelante.

5.-EXISTENCIA INDEPENDIENTE DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

Y SU CAPACIDAD PENAL

La primera cuestión que se ha planteado respecto a la existencia de las personas jurídicas es si las asociaciones o entidades, en cuanto personas titulares de derechos y obligaciones, se equiparan del todo con el ser humano, que tiene existencia natural preexistente al Dere­cho. Tal pregunta la estimo equivocada, pues persona y ser humano son cuestiones distintas, y, mientras el hombre existe en la naturaleza como organismo vivo –lo reconozca o no el Derecho-, la personalidad de la que se le puede reconocer como titular es siempre una creación jurídica, como lo es para las corporaciones y para toda clase de ins­tituciones, entre otras, la de Derecho Público. Este asunto derivó a extremos que han opuesto al hombre como realidad versus los entes colectivos como ficciones entregadas al arbitrio del legislador.

El tema de fondo es otro, y esa polémica no es más que una parcela del asunto. Hombre, entidad e institución de que se trate son, siempre, sujetos reales del Derecho, a los que éste se dirige recono­ciéndoles existencia jurídica y derechos e imponiéndoles deberes, en los modos pertinentes a las características de cada uno. La persona­lidad, sin lugar a dudas, es siempre una forma de ser jurídica y, más aun, antes que del ser humano, depende del patrimonio e intereses relacionados. Así lo destaca en nuestro medio, entre muchos otros que lo hacen en el extranjero, Lyon[16], para quien “la personalidad jurídica individual es un concepto creado por el Derecho, de la misma manera como lo es la personalidad del ente colectivo”. Para Bonelli, aludido por Lyon[17], las relaciones jurídicas se dan siempre en el ámbito priva­do entre unidades patrimoniales respecto de las cuales el ser humano aislado o asociado a otros es parte integrante y sería, precisamente, el patrimonio, el elemento común entre las personas físicas y las jurí­dicas. Esta perspectiva, que no es excluyente, es particularmente útil respecto de las fundaciones y, en el mundo actual, de los fondos mu­tuos y de los fondos de pensiones, que actúan en la vida económica representados por otros entes colectivos, las respectivas sociedades administradoras.

La cuestión esbozada sobre la existencia de las personas jurídi­cas ha dividido a la doctrina en dos grandes tendencias, en cada una de las cuales existen diversas variantes. Así, por una parte, en el ámbi­to de quienes consideran a las asociaciones como una ficción jurídica, se encuentran quienes las consideran un arbitrio abusivo y quienes las consideran una necesidad útil, más o menos limitada. Las teorías de la ficción descartan la responsabilidad criminal de los entes colectivos. Su mentor, Savigny, considera que las personas jurídicas no sólo son incapaces de delito, sino, además, irresponsables por los hechos ilí­citos civiles o penales de sus representantes y dependientes debido a que, en su concepto, los entes colectivos, en definitiva, son una suerte de inimputables, carentes de voluntad propia. Sobre esto me referiré más de cerca al abordar el tema de la capacidad de culpabilidad de las asociaciones, con particular referencia a la tesis de Gómez Jara-Díez sobre personas jurídicas imputables e inimputables, en dependencia de su madurez organizativa.[18]

Entre los que sostienen la realidad de las personas jurídicas, se encuentran tanto los que les asignan una mera realidad técnica como quienes le asignan una realidad objetiva.

Kelsen, por su parte, sostiene que las personas jurídicas no son una realidad, pero tampoco son una ficción inventada por el legisla­dor, sino “un concepto inmanente al mismo ordenamiento jurídico”. En este sentido, las asociaciones son destinatarias de normas y son personas, como las físicas, sólo en la medida que el ordenamiento ju­rídico les reconoce derechos y obligaciones, y, ambas clases de suje­tos, funcionan esencialmente como término final en la imputación de la norma.[19] El punto de vista de Kelsen es, a mi juicio, suficiente para concebir la responsabilidad plena de las personas jurídicas, incluida la penal, en la medida de las necesidades jurídico-sociales.

Sin embargo, las teorías propiamente realistas parecen aun más cercanas al impacto efectivo que el operar de las corporaciones pro­duce en el acontecer económico y social, aunque a veces incurran en excesos como buscar equiparar del todo a los entes morales con los físicos, lo que es innecesario si se tiene en cuenta que tampoco el ser humano es siempre, en todo su actuar, considerado por el Derecho; sólo lo es respecto de aquellas de sus acciones que poseen relevancia jurídica. En todo caso, me parece razonable no insistir en la total coin­cidencia entre los conceptos natural, jurídico y filosófico de persona, apuntando cada uno de ellos al conocimiento que le es relevante, con los objetivos y métodos que les son propios.

En el ámbito de los planteamientos realistas Gierke perfi la el debate y destaca como cuestión esencial el asunto de la voluntad cor­porativa, reconociendo en la asociación una voluntad diferente a la de sus miembros. Bonnecase[20], cuyo punto de vista comparto, pues permite comprender la eventual responsabilidad penal de las personas jurídicas, construye la subjetividad jurídica considerando el interés colectivo que identifica a esa subjetividad; la conciencia de este in­terés que se expresa en opciones propias; y la organización necesaria para concentrar los esfuerzos de los asociados en el interés común. Este autor aclara con nitidez la relación entre la persona moral y las personas físicas de las que esa depende, en un lazo indisoluble que no puede ser negado, pero que no puede conducir a una confusión indi­ferenciada de las identidades ni de las voluntades implicadas, las que son complementarias. Volveremos sobre la relación entre la persona jurídica y los seres humanos a propósito de los órganos y representan­tes de las sociedades, en materia de culpabilidad.

En todo caso, con distintas variantes, es un hecho que, hoy por hoy, respecto a las personas jurídicas predomina el rechazo a la teo­ría de la ficción y la mayoría de la doctrina se inclina por centrar la atención en el sujeto de derecho, sea persona natural o jurídica y, tal sujeto, se perfila sólo en tanto el derecho le otorga reconocimiento por considerarlo actor relevante. Se reconoce ampliamente que las sociedades tienen voluntad propia, independiente de las de cada uno de sus miembros, con identidad social, económica y hasta política.

Ello es una cuestión de hecho, comprobable históricamente por la in­gerencia y el protagonismo que tienen las personas jurídicas, y entre ellas particularmente las empresas, en el quehacer del país y en el in­ternacional, determinando especiales políticas públicas a su respecto y condicionando las relaciones exteriores con particulares tratados y acuerdos de comercio.

6.-CAPACIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

Responder que es posible hacer efectiva la responsabilidad pe­nal respecto de las personas jurídicas importa hacer una neta sepa­ración, como antes se dijo, entre la identidad y la voluntad del ente colectivo y las específicas de sus miembros, únicos a los que por mu­chos se ha reconocido responsabilidad penal por el uso que hayan hecho de la forma jurídica, cobijados bajo el velo societario.

Al respecto en nuestro país, Lyon, antes citado, si bien no dedi­ca su atención en modo especial al tema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se refiere tangencialmente a ésta a propósito de la formación y existencia de la voluntad propia de las sociedades y de los fraudes perpetrados por personas naturales utilizando a una

o más personas jurídicas. El asunto abordado por este autor tiene mu­cho interés para acotar nuestro problema. En efecto, Lyon se pregunta “bajo qué circunstancias puede prescindirse de esa estructura formal (la persona jurídica) para penetrar hasta su mismo sustrato y alcanzar así a las personas que se han encubierto tras el velo corporativo para obtener resultados que el derecho les prohíbe obtener como personas naturales”. Agrega, lo que es relevante para el tema en que estamos centrando la atención, que una cuestión fundamental al respecto es la necesidad de “discurrir siempre sobre la base del principio de la radical separación entre la entidad y sus miembros individualmente considerados”.[21] Y que, siendo sujetos distintos, “tanto la persona ju­rídica como la natural tienen, en el fondo, un mismo concepto, esto es, designar como unidad a un centro de imputación de actos, hechos, deberes, derechos objetivos, y de normas jurídicas”. De lo anterior destaca que la imputación de acciones y consecuencias en relación con el ser humano es sencilla por la coincidencia existente entre el sustrato natural y la persona cuya conducta es regulada, mientras res­pecto de las personas jurídicas el asunto es complejo, pues los dere­chos y deberes que se imputan representan la conducta de un grupo de hombres o de otras sociedades que no son uno mismo con el ente colectivo[22].

La doctrina del levantamiento del velo a la que alude Lyon surgió, pragmáticamente, siguiendo resoluciones judiciales de tribu­nales norteamericanos que se apoyaron en la concepción realista de la persona jurídica y estimaron posible recurrir al “disregard of legal entity” o al “lifting of piercing the corporate veil”. A partir de 1955 el asunto, derivado en teoría en Alemania, entra también en Europa, y ya en 1958 es aceptada en España pasando a fundar fallos del Tribunal Supremo que apelan al “levantamiento del velo de la persona jurí­dica”; por su parte, Italia, ha recurrido a los mismos planteamientos haciendo referencia a la “superación de la personalidad jurídica”. En nuestro continente, en Argentina, se menciona la “penetración”, “des­estimación” o “allanamiento”, en vez del alzamiento del velo, pero con el mismo propósito.

Para profundizar algo lo dicho, debemos señalar que el criterio judicial sobre la necesidad de recurrir al alzamiento del velo dice re­lación con el entendimiento del llamado hermetismo de las personas jurídicas en modo extremo, el que sobrepasa lo patrimonial y alcanza a configurar (debidamente, a propósito de autopoiesis) una propia y distinta identidad para el ente colectivo, con su respectiva voluntad, que puede fungir de parapeto que vela la participación culpable de individuos físicos que, desde el seno colectivo, abusan de esa inter­pósita existencia. La doctrina, como señala López, ha querido ver el fundamento de esta práctica judicial, principalmente, en dos institu­ciones: el fraude y el abuso del Derecho. Respecto al fraude, agrega, Rolf Serick, desde Alemania, fue el primero en señalar que el presu­puesto que permite prescindir de la forma de la persona jurídica, es su utilización abusiva, ya sea a través del fraude de ley, de la violación de contrato o bien causando daño fraudulento a terceros.

El levantamiento, como puede verse de la experiencia interna­cional, presenta diversos matices; según el verbo usado de apoyo al criterio, va de la prescindencia total de la persona jurídica a su perfo­ración parcial, con resultados también diversos, absolutos o relativos, permanentes o transitorios. En todo caso configura una respuesta ante el abuso de los socios o administradores a expensas de la empresa y se hace cargo del problema, no menor, de la exacerbación del “principio de la separación radical” entre la persona jurídica y cada uno de sus miembros dirigido a que los negocios del ente, sus haberes y sus deu­das, nada tengan que ver con el patrimonio y obligaciones de los so­cios, lo que es particularmente evidente en las sociedades anónimas. Tal separación no es discutida en el ámbito civil o comercial, e im­plica, obviamente, imputar a la persona jurídica un conjunto de dere­chos y obligaciones que, de no entenderse existente al ente colectivo, recaerían directamente sobre los individuos que lo integran. Asimis­mo, la separación implica, como acota López, que se “apliquen a la persona jurídica todas las normas del ordenamiento jurídico indepen­dientemente de cuál sea su sustrato personal, pues se considera a la entidad en cuanto tal y no a los individuos que la componen, lo que en algunas ocasiones puede conducir a abusos, habida consideración de que las normas jurídicas han sido elaboradas para ser aplicadas a las personas físicas, que son las que precisamente impulsan la actuación del ente colectivo”. Esta última afirmación, relativa a la exclusión de las personas jurídicas como destinatarias de normas, debe entenderse, si no interpreto mal a la autora, referida a las normas penales, pues en todo otro ámbito la persona jurídica es destinataria de mandatos normativos, derechos, obligaciones y sanciones que, precisamente, parecen interponerse entre el hecho eventualmente reprochable y las personas naturales traslapadas tras la entidad jurídica. Que personas naturales puedan utilizar entes jurídicos para hacer posibles, facili­tar u ocultar acciones indebidas de diverso tipo es algo fácilmente comprensible y en los tiempos que corren es común que personas jurídicas sean palos blancos (en sentido amplio, con diversos fines) o interpósitas personas, pudiendo ser creadas derechamente para el abuso o burla de la ley.

La existencia de responsabilidades personales conjuntas, ocul­tas o enmascaradas (y por ello algunos se refieren al desenmascara-miento) tras la persona jurídica, es una realidad frecuente que, si bien no es el motivo de este estudio, merece la mayor atención en la inves­tigación de cada caso concreto pues, como sabemos, el delito es libre y creativo, adecuado a las circunstancias, al contexto y a los fines de los autores y, fundamentalmente, no sujeto a rigideces normativas, todo lo cual hace posible que se den en los hechos toda suerte de combinaciones y variables.

Dado lo anterior, el mecanismo judicial el levantamiento del velo es, desde el punto de vista que venimos exponiendo, comple­mentario en cuanto busca llegar también, cuando sea pertinente, a las personas naturales, ocultas tras personas jurídicas y que se relacio­nan con el ilícito como autores, coautores, cómplices o encubrido­res, según sea la realidad de los hechos que, sabemos, rige el ámbito delictual. Si bien en toda investigación procesal penal se irá tras los hechos, sin que pueda servir de barrera la existencia de una persona jurídica, la percepción de la doctrina que ha derivado en la conciencia de la necesidad de “alzar el velo” refuerza la posibilidad de verificar la comisión de delitos desde las personas jurídicas y abre espacio a la participación delictual entre personas naturales y jurídicas. Cierta­mente, en los casos criminales se debe ir más allá de la doctrina del alzamiento del velo y sancionar a la persona jurídica pues, en caso contrario, los representantes penalizados serán sustituidos por otros al servicio de la voluntad criminal que no era exclusiva de los indivi­duos en particular sino del ente colectivo, de sus órganos.

A la postre, en mi opinión pues, en conexión con el levanta­miento del velo, desde el punto de vista penal, simplemente estamos ante técnicas investigativas y criterios jurisprudenciales de realidad, mas que ante nuevos conceptos. Estos criterios de realidad se vienen haciendo cargo, afortunadamente, de realidades delictuales contem­poráneas y del imperativo lógico de comprender el ilícito concreto, incluso debiendo ir más allá de la persona jurídica cuando sea del caso -sin excluirla por cierto-, tras todos los culpables y probar debi­damente las hipótesis delictivas pues la culpabilidad, por principio y garantía constitucional, no se puede presumir de derecho para nadie, persona natural o jurídica que sea, si se tiene en debida cuenta el carácter personalísimo del Derecho Penal y el principio de culpabi­lidad.

Es, en todo caso, atinado estimar que la sociedad o su velo no pueden ser consideradas barreras jurídicas que se interponen entre los autores y sus hechos. Debe eso sí llamarse la atención a los par­tidarios de la doctrina en comento en cuanto no basta perseguir a los socios representantes, pues el propio ente puede ser autor o partícipe y proseguir en su política criminal con otros agentes, separando de sí a los ya condenados.

En suma, volviendo al tema de nuestro estudio, a propósito de los entes colectivos como identidades distintas de sus respectivos miembros, nos debemos preguntar y determinar en cada caso si éstos, como tales, en ejercicio de su propia voluntad y a través de sus órga­nos decisorios, en concreto, pueden participar por acción u omisión en la perpetración de un delito. En otras palabras, si la asociación en cuestión puede saber y querer un delito implicado en su actuar y optar libremente por su realización en vez de someterse al Derecho, atendiendo a sus intereses corporativos preeminentes del momento; o si, debiendo saber orgánicamente del contenido criminal de alguna de sus acciones, la puede ignorar en modo orgánicamente inexcusable.

En cuanto a qué delitos pueden llevar a cabo las personas jurí­dicas, al parecer no es suficiente limitarlos a los delitos económicos o de contenido patrimonial, pues las personas jurídicas pueden poner en peligro otros bienes jurídicos, como el honor de personas o de empresas, o la vida y salud de las personas, cuando operan en ámbi­tos relacionados. Según Righi,[23] “el problema no pasa por delimitar el círculo de delitos que pueden imputarse a una persona, sino por definir cuidadosamente el conjunto de presupuestos que deben reque­rirse para determinar la responsabilidad del ente colectivo (…). Las alternativas que se presentan son similares a las que existen respecto de los delitos culposos o los impropios de omisión”.

Sólidamente contrario a los planteamientos relativos a la exis­tencia de responsabilidad penal de las personas jurídicas se ha ma­nifestado Gracia Martín[24], quien, reconociendo la trascendencia del delito económico y el rol que en éste desempeñan las empresas y otras asociaciones, rechaza que las personas jurídicas sean capaces de tener responsabilidad penal, salvo que se cree un derecho penal distinto para ellas. Sus fundamentos, pese a que no los comparto, son muy coherentes con la dogmática clásica y creo, por lo mismo, que es conveniente referirse a algunos.

En primer lugar, es interesante destacar que descarta del todo la teoría de la ficción y estima en cambio que la “persona jurídica es un factor real activo en el ámbito y en el acaecer sociales”, y que es  “una realidad propia distinta de las personas físicas”[25], pese a lo cual no es más que un centro de imputación normativa de efectos jurídicos respecto de los cuales no son coincidentes el sujeto de la acción y el sujeto de la imputación. Por lo anterior, al sujeto de la imputación en su opinión, le “faltan la conciencia y voluntad en sentido psicológico y, con eso, la capacidad de autodeterminación, facultades humanas que necesariamente han de tomar prestadas a hombres”.[26]

Vale decir, la persona jurídica carece de capacidad de culpabi­lidad, pero también de capacidad de acción en sentido estricto, pues, en palabras del autor, “el criterio de imputación del hecho objetivo a la persona jurídica no puede tener carácter jurídico-penal, sino que tendrá otra naturaleza, pues aquel no puede ser imputado a ninguna acción de la propia persona jurídica”, la que, por lo mismo, “no puede realizar acciones típicas”[27].

En tema de sanción, Gracia Martín, así como Bajo Fernández,[28] estima que no pueden serles impuestas a las sociedades sanciones de Derecho Penal y que, en su opinión por lo demás, “el Derecho Admi­nistrativo sancionador sólo se diferencia del Derecho Penal cuantita­tivamente, pero no cualitativamente”, cuestión de la que discrepo del todo por las razones diferenciadoras sustantivas, de garantía penal, antes dichas. En definitiva, ante la realidad de los ilícitos económicos, él postula que “el futuro de la dogmática jurídico-penal en cuanto a la lucha contra la criminalidad económica que se desarrolla a partir de la actividad de una empresa debe orientarse al desarrollo de instru­mentos jurídicos de responsabilidad de las personas físicas que actúan para la empresa.[29]

Ante la extensión de los planteamientos del autor que, como hemos visto, alcanzan a distintos elementos de la dogmática penal (ac­ción, tipo, culpabilidad y pena), he preferido referirlos someramente antes de entrar a los problemas teóricos específicos que acaparan la atención de los penalistas en relación con los ilícitos de las empre­sas organizadas como personas jurídicas. Lo mismo haré con Marino Santos Barbero[30] quien, conciente de la necesidad de sancionar las graves infracciones que pueden cometer las corporaciones, considera, sin embargo, necesaria la construcción de un Derecho Penal paralelo puesto que los conceptos de acción, culpabilidad y pena, “aplicados a la persona jurídica tienen un contenido radicalmente distinto que aplicados a la persona física”.[31] Tal afirmación parte de la base de considerar a las entidades colectivas incapaces de acción. Estas, en concepto del autor, no accionan: “su actuar es una construcción jurí­dica” y, explica esta afirmación, subrayando que si bien pueden con­venir contratos, los entes morales no pueden llevar a la práctica una violación ni un asesinato. En realidad, Barbero Santos une en un solo acto dos instantes diferentes del ilícito, decisión y ejecución, como luego veremos. En cuanto a la capacidad de culpabilidad se remonta a “la instancia de la conciencia” y señala que en esa las personas ju­rídicas no pueden inhibirse por la consideración de la amenaza de la pena. Respecto a la capacidad de pena agrega que las entidades colec­tivas no pueden sufrirla como un mal, amén de que, por ejemplo, no se las puede privar de libertad. La sensibilidad del autor respecto de la capacidad infractora de las personas jurídicas, sin embargo, como decía, es fuerte y hace presente la necesidad de “la imposición a la persona moral de medidas de defensa social”.

7.-PRINCIPALES PROBLEMAS TEÓRICOS PARA DETERMINAR LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

Como se puede observar de lo dicho, el debate dogmático pe­nal, en general en el mundo, sobre si es posible y debe hacerse efecti­va la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se centra en tres aspectos principales: si las corporaciones son capaces de acción en cuanto tales; si tienen capacidad para ser culpables en modo separado de sus agentes; y si son capaces de recibir y cumplir pena, cuestión a la que debe agregarse el tema no menor de política criminal acerca de si la pena “penal”, valga la redundancia, es necesaria a su respecto o bastan las sanciones infraccionales, administrativas, además de exi­gírseles el cumplimiento de sus obligaciones civiles.

8.-CAPACIDAD DE ACCIÓN

En cuanto al primer asunto, debemos recordar que toda la vida comunitaria se estructura sobre actividades finalizadas a un propósi­to. Los miembros de la sociedad, naturales o jurídicos, se proponen fines y eligen los medios requeridos para su obtención y para ponerlos en movimiento, con conciencia del fin. Esta actividad final se llama “acción” y se diferencia del simple suceso de la naturaleza en cuanto éste no es dirigido conscientemente desde el fin a alcanzar, sino que transcurre, acontece. Para el Derecho Penal, al respecto, no interesan los hechos de la naturaleza, ni los actos reflejos, sino la conducta o la omisión dirigidas a conciencia y libremente. La aplicación de las normas penales supone la “voluntariedad” de la conducta en cuestión, como presupuesto esencial del juicio jurídico-penal y, tal voluntarie­dad, es la posibilidad de dominio, mediante la voluntad, de la activi­dad o no actividad de que se trate (esto es, a través de la capacidad para un querer final).

En cuanto a las omisiones mediante las cuales se cometen deli­tos, cabe agregar que el ordenamiento jurídico se ocupa de las accio­nes finales no sólo en cuanto al fin, sino que, también, en cuanto que el actor indebidamente confíe en la no producción de determinados resultados socialmente no deseados, o no piense en ellos debiendo y pudiendo hacerlo, y realice, de este modo, negligente o imprudente, el ilícito. El ordenamiento jurídico espera que el sujeto obligado emplee en la elección y en la aplicación de sus medios de acción un mínimo de dirección final, esto es, el cuidado pertinente a las circunstancias, y conmina las conductas relevantemente descuidadas con una pena cuando el resultado no deseado se produce (sólo excepcionalmente sanciona la negligencia que no produce daño).

En relación con las personas jurídicas, entonces, la cuestión es si éstas son capaces de accionar en cuanto tales, con una identidad di­ferente a la de sus representantes, o si no accionan en modo separado del actuar de las personas físicas que operan para la corporación. El tema hoy no es tan polémico como en el pasado y son pocos los que sostienen que no son autónomas y que no actúan en la realidad social con una impronta propia, así sus miembros sigan o no siendo los mismos. En el asunto, sin embargo, cuando se profundiza acerca de las consecuencias de la acción, surgen diversos matices pues no para todos quienes aceptan la capacidad de acción de las corporaciones es aceptable, en cambio, que éstas puedan ser culpables y responsables penalmente por dichas acciones, en modo independiente de quienes actuaron por ellas como sus representantes.

Para quienes todavía sostienen la incapacidad de acción de las personas jurídicas, el énfasis va puesto en la ausencia a su respecto de una voluntad óntica, sicológica, y en su dependencia en el actuar de otros que lo hacen por ellas. Sin embargo, es innegable que las demás áreas del derecho tienen la cuestión por pacífica y consideran a las asociaciones como sujetos de derechos y de obligaciones, las que pueden cumplir como carga o incumplir. Así ocurre en los ámbitos del derecho civil, del comercial, del marítimo, del tributario, del procesal, del económico, y, como hemos señalado, del constitucional.

No está demás destacar, desde otro ángulo, que es un hecho no discutible que las entidades corporativas nacionales o transnacionales poseen patrimonio propio y derechos, los que, de ser lesionados, las facultan para defenderse y perseguir, esto es accionar como tales, ante los tribunales de justicia por los delitos de que son víctimas. Se limita así la discusión sobre la capacidad de acción penal de las personas jurídicas a su capacidad de perpetrar delitos y, en vez de ser víctimas, ser hechores.

Se arguye, para sostener la incapacidad de acción de las personas jurídicas, el que deban actuar siempre por intermedio de otros, que son personas naturales. Pero tal razonamiento cae ante el mismo derecho penal tradicional, familiarizado con el autor mediato, ya mencionado, en conjunción con ejecutores materiales. El autor, como sabemos, no necesita, para ser tal, cumplir por sus propias manos el hecho en cada una de sus fases, sino que se puede servir del actuar de otro, pero es igualmente autor, pese a no colocar sus manos, en cuanto posee el dominio del hecho respecto de la realización del tipo.

Frente a esta realidad, parte de la doctrina, en pos de sustentar la incapacidad penal de los entes colectivos, ha insistido en centrar la cuestión en el ámbito decisional, señalando que el autor mediato, en todo caso, toma decisiones específicas per se. Me parece claro que los entes colectivos también lo hacen mediante sus órganos e instan­cias estructuralmente pertinentes y, si quisiéramos hacer un paralelo, podríamos decir mediante su cabeza principal y decisoria. Tampoco el ser humano al accionar involucra en la decisión a todo su cuer­po, ni solamente a su cuerpo, pues incorpora en sus decisiones su experiencia y su entorno. Por otra parte, el cuerpo como tal, sin su órgano pensante y decisorio, ni las circunstancias de experiencia y contexto, tampoco determina consecuencias jurídicas. Tal es el caso de los actos reflejos o autómatas, o de los totalmente incapaces. Las corporaciones por su parte tienen un modo de actuar y decidir carac­terístico, connatural a su estructura, y eligen sus opciones a través de sus órganos especializados. Este último concepto lo esclareceremos más adelante, para que no se confunda con los representantes ni con las personas físicas que los integran.

Es efectivo que los seres vivos están dotados de una organiza­ción peculiar que se mantiene a sí misma y los hace ser vivientes. La autopoiesis es el proceso que crea y mantiene la propia organización y existencia. Este concepto ha sido desarrollado por Maturana y Va­rela con fundamento en los sistemas biológicos que se mantienen y evolucionan[32]. Pero la autopoiesis, como sistema operativo, no debe necesariamente quedar monopolizada por los seres biológicos, y lo que en biología es una organización fundada en unidades de organi­zación relacionadas en modo físico-químico, en lo social, en términos analógicos, se reproduce en la cultura compartida, comunicada, tam­bién autorreferenciada y reflexiva, con lenguaje propio. Así podemos distinguir un grupo de otro, no por sus miembros cada uno individual­mente conocido, sino por el conjunto específico que todos expresan en un sistema y que los perfila y cohesiona como grupo específico. El niño y la empresa o ente colectivo, como decía en términos ana­lógicos, almacenan signos, los interpretan, elaboran otros y adoptan decisiones consistentes con lo por ellos conocido.

En este asunto, me detendré sólo en la postura, muy reciente por lo demás, del catedrático de Madrid Gómez Jara-Díez[33], quien, al profundizar en la capacidad de culpabilidad de los entes colectivos, esclarece bastante sintéticamente, desde el punto de vista del cons­tructivismo operativo, cómo tanto los seres humanos como las orga­nizaciones empresariales del mundo moderno son sistemas autopoié­ticos, aunque en modo diferente: lo que en el ser humano es acción, en la empresa es organización, en un paralelismo evidente.

Es una realidad visible que las empresas, con el tiempo, han desarrollado una complejidad interna que ha devenido en una capa­cidad indiscutible de “autoorganización, autodeterminación y auto-conducción”, cuestiones que, sin capacidad de actuar o de acción, no son posibles. El rol significativo de las empresas, su incidencia en los destinos económicos, en los asuntos públicos y en la formación de opinión, las han hecho merecedoras de normas de imputación de deberes y obligaciones, a la par de sus derechos. Las empresas, y sus confederaciones, participan en el debate público y, muchas veces, de­terminan normas legales. Pensemos, en Chile, en la postura y colisión de intereses con la autoridad y usuarios que ha suscitado la reforma de regulación respecto de los fondos de pensiones (AFP) y de las ase­guradoras de prestaciones de salud (ISAPRES).

Desde Chile se alzan reflexiones fundadas en la materia, como la de Matus,[34] quien señala que “Desde hace años se constata que las estructuras clásicas de imputación en este terreno llevan a la “irres­ponsabilidad organizada”, puesto que se han construido en referencia a la persona física y no se adaptan con facilidad a la realización de delitos en el marco de organizaciones empresariales dotadas de un alto grado de institucionalización, hasta el punto de que se ha podido afirmar que “las grandes empresas capitalistas modernas constituyen, en general, por su organización interna, modelos inigualados de orga­nización burocrática rigurosa”, citando a su vez a Weber, M. en ¿Qué es la burocracia?[35]

El autor se hace cargo también de los argumentos que se opo­nen a la consideración de la empresa como un aparato organizado de poder. Al respecto se refiere primero a la afirmación en orden a que, del hecho que la empresa se constituye para desarrollar una actividad lícita se debe concluir en la ausencia de fungibilidad del ejecutor.. Re­futa tal afirmación señalando que: no “puede negarse la fungibilidad de los miembros aludiendo simplemente a que en determinados deli­tos contra el orden socioeconómico el ejecutor material necesita espe­ciales conocimientos de ingeniería financiera u ocupar cierta posición

en la entidad, por lo que no resultaría fácil sustituir a un miembro de la organización por otro”.[36]

En cuanto al segundo argumento contra la concepción de la empresa como aparato estructurado de poder¨, en cuanto se afirma que “sólo muy difícilmente podría decirse que la empresa reviste la estructura jerárquica rígida que caracteriza a los aparatos organizados de poder”, Matus señala: “lo cierto es que la mayoría de las empresas, y no necesariamente sólo las calificables de grandes, disponen de las estructuras organizativas jerárquicas propias de los aparatos de poder. Las empresas modernas se caracterizan por la descentralización y di­visión del trabajo en un sistema de mutua dependencia de los distintos departamentos que las conforman, pero también por el principio de jerarquía (…).”[37]

Y, desde nuestro punto de vista y tema de análisis, nos interesa dar espacio a la reconocida capacidad de “filosofía” y de “actitudes” de la empresa, como tal, aprobadas por su organización, la que, como organización, es un sistema que no puede identificarse con las perso­nas físicas que circunstancialmente la integran. Al respecto Matus, sin inclinarse por la responsabilidad penal de la propia persona jurídica, señala: “Un injusto dentro de la empresa puede dar lugar a dos tipos de responsabilidad: en primer lugar, responsabilidad por la filosofía de empresa; en segundo lugar, responsabilidad por la organización empresarial. La filosofía de empresa constituye un injusto sistémico cuando produce o favorece la comisión de delitos por miembros de la empresa. Por tanto, la responsabilidad de la empresa sólo se funda en su propio injusto de sistema, constituido por la filosofía criminó­gena de empresa. Ahora bien, esto por sí solo no es suficiente para fundamentar la responsabilidad penal, haciéndose necesario que esa filosofía se exteriorice por medio de una acción. Esto significa, pues, que un miembro de la empresa ha de realizar un comportamiento que lesione una norma, pues la responsabilidad por la filosofía criminóge­na de empresa presupone adicionalmente un injusto por el resultado. Esta responsabilidad debe ser imputada, en primero lugar, al propio empresario, imponiéndose una sanción pecuniaria al titular de la em­presa. (…) “…el comportamiento lesivo de una norma por uno de los miembros de la empresa no es imputado a la empresa como injusto de acción, sino como injusto de la propia empresa por el resultado, y la imputación se fundamenta en la relación existente entre la filosofía criminógena de empresa y el comportamiento lesivo de la norma por uno de sus miembros.” En cuanto a la culpabilidad afirma que como “el injusto de una filosofía criminógena de empresa se encuentra en el ámbito ético-social, también se encuentra en ese ámbito la culpabilidad de la dirección de la empresa. La culpabilidad de una empresa como autor consiste en haber permitido la realización del injusto. La culpabilidad de la empresa y de su dirección consiste en haber creado y cultivado la filosofía criminógena de empresa (…). Junto a esta responsabilidad de la empresa existe también responsabilidad penal individual de los miembros de la empresa que hayan ocasionado la filosofía criminógena de empresa o hayan permitido actitudes empresariales criminales individuales dentro de la empresa.”

Concluye entonces, a diferencia de lo que hemos venido sosteniendo acerca de la capacidad penal de la propia persona jurídica que, “En concreto, deben responder individualmente los miembros de la empresa que, en virtud del puesto que ocupan, estaban obligados a interponerse frente a las infiltraciones criminógenas, es decir, quienes tenían posición de garante.” Es decir, responsabilidad de las personas físicas y no del ente jurídico pese a aceptarse.

En pocas palabras, las empresas actúan en la sociedad, con­tratan, accionan judicialmente, imponen criterios, dialogan con la autoridad y, así como pueden cumplir sus deberes, pueden también incumplirlos, llevando adelante hasta una filosofía empresarial y sos­teniendo actitudes criminales. Y no puede ser de otro modo pues fata­lidad alguna podría determinar que siempre, necesariamente, los en­tes colectivos sólo actuaran respetando la ley. Cabe preguntarse, por qué reconocerles capacidad de accionar en todos los ámbitos menos en el penal, en franco privilegio respecto de las personas naturales.

Por lo demás, estimo que sería un craso error excluir la posibilidad de dolo en un directorio, pues el dolo no es una extrema perversidad del alma para el derecho, sino solamente la dirección o fin concientemente dirigido de la acción. En efecto, la esencia del dolo no es más que conciencia clara y decisión de la acción que se conduce; conciencia como momento intelectual, conocimiento de los hechos y de sus circunstancias esenciales, y decisión, como momento volitivo, querer de la conducta en cuestión. En dos palabras: saber y querer, lo que se está haciendo. ¿Puede preferir (querer) una empresa vaciar por menor costo sus riles sucios en aguas puras conociendo (saber) las consecuencias contaminantes de ello? Más aun, puede asumir deliberadamente a priori el costo de pagar la multa administrativa correspondiente si ésta es menor que las inversiones necesarias para procesar los desechos y evitar la contaminación, caso en el cual estamos ante un dolo directo. En una hipótesis menos antisocial, la empresa, prisionera de su lógica costo-beneficio, puede absolutamente no querer que la contaminación se produzca y, sin embargo, aceptarla como un mal posible, pero necesario o, incluso, esperar que casualmente no se produzca un daño. Esta situación puede derivar en un dolo eventual o en una culpa conciente, según sus particularidades. Es sabido que delimitar el dolo eventual de la culpa (consciente) es uno de los problemas más difíciles y discutidos del Derecho Penal, cuya solución depende de la representación que de los hechos consiguientes a su decisión se haya hecho efectivamente el autor cuando la producción de la consecuencia concomitante dañosa no está unida necesariamente al fin o a los medios, sino sólo en forma posible. En tal caso, habrá que distinguir: si el sujeto contó con que se produciría el resultado indebido y lo aceptó a regañadientes, caso en el que estaremos ante un dolo eventual, o si, en cambio, el autor confió en que no acontecería el resultado dañoso, caso en el que estaremos ante una hipótesis de culpa, esto es, de falta del cuidado debido.

Por cierto, las más de las veces, los ilícitos empresariales dependerán de omisiones culposas y no de decisiones dolosas, y, a este respecto, es útil recordar que para considerar concurrente el dolo no basta la potencialidad del resultado indebido, el autor (directorio en el caso) debe haber tenido realmente conciencia de las circunstancias del tipo penal que necesariamente se realizarían a raíz del acuerdo y, esa conciencia, debe ser concomitante al acuerdo en modo tal de haberse representado los votantes la consecuencia ilícita como fin, como medio o como circunstancia concomitante de la decisión. Si se prescinde de la conciencia actual de las circunstancias del hecho en el concepto de dolo, se destruye la línea divisoria entre dolo y culpa, que, como decía, será la hipótesis más recurrente.

9.-CAPACIDAD DE CULPABILIDAD

La culpabilidad fundamenta el reproche penal contra el autor de un ilícito penal en cuanto éste no omitió la acción antijurídica pudiendo hacerlo. Toda culpabilidad es culpabilidad de la voluntad que gobierna el acto delictual, y de allí la importancia de los acuerdos de un directorio respecto de los hechos de relevancia penal que derivan de lo resuelto, como veremos luego. Lo reprochable, en sentido penal, es la voluntad que opta por no dirigir su acción de acuerdo a la norma, prefiriendo infringirla.

La capacidad de culpabilidad es el asunto más complejo en la materia que estamos abordando relativa a la responsabilidad penal de la persona jurídica, y no lo es sólo en términos teóricos, sino que también prácticos. Además de ser difícil de percibir esa voluntad distinta, supraindividual, que opta y puede ser culpable, es difícil de comprobar si esta voluntad concurre en concreto, en cada caso, por ejemplo, cuando un órgano se ha impuesto a la persona jurídica, excediendo su función, violando sus estatutos, pero actuando en beneficio de la corporación. Al respecto el comité de ministros del Consejo de Europa, el 20 de octubre de 1988, en la recomendación citada (88-18), propone incentivar “la adopción de medidas por las que se haga a las empresas responsables” de tales infracciones, aun cuando no esté identificado el hechor material. Tal es la dimensión del problema y tan dura es la reacción europea, llegando a una suerte de responsabilidad objetiva de la empresa, esto es, sin culpabilidad propiamente tal.

Sin estar de acuerdo con tal extremo sancionador, me parece en cambio del todo posible y lógico fundar la culpabilidad penal de una persona jurídica en modo análogo a la culpabilidad de los seres humanos. Lo anterior pese a que es fuerte la doctrina que sostiene que los entes jurídicos son incapaces de culpabilidad. Por ejemplo, Bajo Fernández[38] , quien reconoce que las personas jurídicas deben responder con sanciones por sus infracciones, no las considera capaces de culpabilidad y sostiene que “ debemos de reconocer, sin rasgarnos las vestiduras, que es imposible mantener el principio de culpabilidad frente al Derecho Sancionador (penal)[39]  de las personas jurídicas” y, el autor, ante la realidad del ilícito económico, estima que la alternativa sancionatoria administrativa cumple el rol de la sanción penal sin impases lógico-dogmáticos; considera, por lo demás, equiparables ambas sanciones, señalando que la polémica acerca de sus diferencias es semántica y que, en todo caso, el derecho penal de las personas ju­rídicas es un derecho penal en cuanto es sancionador, pero diferente, como lo es el de los menores o inimputables adultos.

La supuesta incapacidad de culpabilidad de los entes colectivos tiene distintos soportes argumentales.

Para algunos no es posible, en cuanto la culpabilidad dice relación con el hombre libre y moral y las personas jurídicas no tendrían autoconciencia ni voluntad en el sentido psicológico, dependiendo, al efecto, de sus decisiones, de las que adoptan sus órganos.

Para otros, en conexión con el planteamiento precedente, la objeción estriba en que, mientras los ilícitos penales tienen contenidos ético-sociales, los meramente infraccionales -de los cuales las personas jurídicas sí pueden ser sujetos activos- son neutrales para la sociedad. Tal neutralidad explicaría por qué en el ámbito administrativo infraccional no hay objeción para reconocerlas responsables y sancionables y por qué no es problema la culpabilidad, categoría reservada al ser humano, moral. Esta línea argumentativa encuentra numerosos detractores, y destacados, como Welzel, Jeschek, Tiedemann y, por cierto, Hirsch. El derecho infraccional, si bien puede tener algunas normas neutras desde el punto de vista ético social, tiene también normas que dicen relación con la puesta en peligro de bienes jurídicos altamente valorados por la sociedad, como la protección de la vida ante los riesgos del tráfico vehicular, o de la salud humana en las normas protectoras del medio ambiente, o el patrimonio de los individuos, en las regulaciones financieras, previsionales, entre tantas otras. Por lo demás, como destaca Hirsch [40], en una sociedad pluralista es bastante difícil delimitar suficientemente, de entre las normas que tipifican delitos, aquellas con fundamento ético. Pero, ¿son las actuaciones de las corporaciones independientes de lo ético, ajenas a la moral predominante? ¿Es neutro contaminar deliberadamente aguas públicas, o poner en riesgo los ahorros de los pensionados? A mayor abundamiento, acerca de los alcances éticos y morales que incumben a las conductas de las corporaciones, es del caso recordar que éstas, para el Derecho y para el mundo de los negocios, tienen imagen y

honra, las que integran su valor y, por ello, son dignas de protección jurídica. Así, como lo detallaremos algo más adelante, la Constitución Política de Chile garantiza a las personas jurídicas el derecho a defender su imagen.

Se cuestiona también la capacidad de ser culpables de los entes colectivos desde el ángulo de observar que, si se culpabiliza al ente se debería exculpar al agente u órgano. Tal afirmación debe ceder ante la evidencia de ser muchos los delitos perpetrables con pluralidad de autores en diversas formas de colaboración y no por ello la culpabilidad de uno de los involucrados excluye la de los restantes. La eventual culpabilidad de una empresa, por cierto, no puede excluir la concurrencia de una voluntad singular dolosa, independiente o concertada, de alguno de los dependientes que actúan por ella y pueden darse distintas combinaciones de participación, en sentido amplio, en un mismo hecho delictivo [41]. Cada reproche de culpabilidad, en los casos con pluralidad de sujetos activos, tiene sus propios y específicos fundamentos, pudiendo algunos individuos resultar exculpados y, otros, culpables.

Estimo, sin embargo, por las razones que luego expondré, que las personas jurídicas pueden perpetrar culpablemente delitos. Para indagar acerca de la posible responsabilidad penal, propia, de la persona jurídica y no de la de sus agentes, es necesario determinar la existencia de la voluntad societaria y, cuándo, precisamente, es ésta la involucrada en el ilícito y no la de algún integrante de la misma, que, como decíamos, puede extralimitarse a espaldas de la persona jurídica, pero actuando en beneficio de ésta o, derechamente, puede obrar en su individual y propio interés, usando a la persona jurídica, abusando en realidad de su cobertura, el llamado velo societario.

10.-LA VOLUNTAD PROPIA DE LA PERSONA JURÍDICA

En cuanto a la existencia de una voluntad propia del ente colectivo cabe preguntarse si el modo de aprender y conocer del sistema psicológico humano es tan excluyente como para no poder ser proyectado a las organizaciones y empresas de los hombres.

Muchas sociedades o empresas, ciertamente, no tienen el nivel de desarrollo organizacional que les permite conocer y resolver por sí mismas, y, tampoco en sus objetivos reales o profundos pretenden siquiera tener capacidad de optar por sí mismas. Así ocurre en las sociedades de pantalla, las que, si bien tienen responsabilidades civiles, no pueden tenerlas en lo penal, por no ser responsables en los hechos de sus actos, ejecutados bajo el poder de otro designio. Por ello, deben responder por estas sociedades de papel los dueños del designio, personas jurídicas o naturales que sean. Así debiera ocurrir también, pues el acento se pone en situaciones organizacionales y de hecho, con las sociedades instrumentales heteroadministradas, carentes de voluntad propia y, en realidad, instrumentos o prótesis de otras voluntades. No es el caso, por cierto, de las sociedades que operan en bolsas de comercio, ni el de las que específicamente administran bienes ajenos, como los fondos de pensiones, las aseguradoras de diversa índole o las instituciones bancario-financieras, todas suficiente y debidamente organizadas para responder plenamente de sus actos y dotadas efectivamente de las sinergias internas que dan realidad a la identidad y voluntad corporativa.

Respecto a la existencia de la voluntad societaria y su desarrollo, me parece interesantísimo el análisis de Gómez-Jara Díez, en orden a distinguir personas jurídicas imputables y, otras, inimputables, según el grado de desarrollo estructural y sistémico alcanzado. Las empresas, como las personas, dice el autor, se desarrollan con el tiempo, maduran al punto de poder ser hechas responsables de sus actos. En el caso de las empresas, éstas desarrollan complejidades organizativas y operacionales internas que les permiten tomar decisiones, optar . Y lo anterior obliga a considerar un concepto de culpabilidad “funcionalmente equivalente al de las personas”.  Vale decir, si interpreto bien al autor, debe construirse el reproche de culpabilidad en términos análogos, aunque distintos en que se consideren: la obligación de acatar las normas legales vigentes, la libertad de auto-organizarse y la de optar a través de sus órganos competentes ante los deberes legales, respetándolos o infringiéndolos. A ello debe agregarse, como ocurre en general en materia de culpabilidad, que sea exigible y posible en concreto la conducta conforme a derecho; sólo en estas circunstancias son legítimos el reproche de culpabilidad y la aplicación de sanciones.

Se debe, pues, ahondar en una visión constructivista de la cul­pabilidad, desde el punto de vista del constructivismo operativo como corriente epistemológica de la teoría de los sistemas sociales auto-producidos o autopoiéticos antes referidos. El individuo -tanto en los aspectos cognoscitivos y sociales del comportamiento como en los afectivos- no es ni mero producto del ambiente ni simple expresión de sus disposiciones internas. Es una construcción propia, que se va produciendo permanentemente como resultado de la interacción entre el propio sistema funcional y la información o motivación externa. Así el saber no es reflejo de la realidad, sino una elaboración del ser y, cada ser, humano o no, realiza tal síntesis en su sistema organizacio­nal, con sus esquemas ya adquiridos y en relación con su medio. En el caso de los entes colectivos complejos el saber resulta de la inter­conexión dinámica del todo con sus partes, en razón de su estructura y de sus sistemas operativos. En este sentido el ente colectivo es un actor que, por el nivel de evolución de los sistemas societarios en el mundo moderno, es reprochable por sus opciones cuando le es exigi­ble conformarlas al Derecho en vez de ser contrarias a las normas y debe, por lo mismo, superar la “lógica costo-beneficio” en pro de la “lógica derechos-deberes”.[42]

Es, entonces, el nivel organizacional actualmente logrado por las empresas el que hace posible que éstas alcancen autónomos proce­sos decisorios, nutridos por afluentes e información, en modo paralelo a como lo hacen los hombres, y, por ello, que deben responder, como tales, por sus propias opciones.

Ahora bien, ¿cuándo una sociedad alcanza esa madurez? Se­gún Gómez-Jara Díez,[43] ello acontece cuando “se produce una acu­mulación de círculos autorreferenciales que llegan al encadenamiento hipercíclico de los mismos, momento en el cual emerge verdadera­mente el actor corporativo (…) como sistema autopoiético de orden superior”. El ente colectivo desarrollado, en cuanto sistema autopoié­tico, construye su propio conocimiento -distinto del de las identida­des psicológicas individuales en él integradas- y lo hace mediante las interrelaciones que se producen tanto al interior de cada uno de sus órganos colegiados cuanto a las que se generan entre sus diversos órganos, todos en interacción con el entorno, incluido el normativo. Esas relaciones sinérgicas, de ida y de vuelta, son indispensables y se retroalimentan, sin que ningún elemento por separado pueda consi­derarse autopoiético, es decir, pueda llegar a conocer y a optar; sólo todos en sinergia pueden hacerlo. (Varios autores destacan como algo parecido ocurre con las manadas que cazan colectivamente desarro­llando estrategias, o con el hormiguero. Los grupos y los individuos con sus propios y diferentes sentidos, vivientes en sus propias y para­lelas estructuras funcionales).

Y así creo debe entenderse el asunto: la corporación se alimenta en conocimientos de sus órganos y los alimenta, feedforward y feedback, las fuerzas de la autopoiesis, interactuando con ellos interrumpidamente en el flujo cíclico de la información, su procesamiento y las resoluciones a que ese conocimiento conduce. La jerarquía y las competencias propias de cada órgano determinarán estructural y sistémicamente, en cada oportunidad, las opciones correspondientes a las políticas corporativas. Lo anterior se relaciona con las coordenadas básicas de todo conocimiento y aprendizaje desde un punto de vista constructivista, tan en boga hoy para comprender el conocimiento y aplicarlo a la enseñanza, y del todo aplicable al saber y querer de la empresa adulta.

En general, la voluntad del ente colectivo se expresa directa­mente a través de sus órganos y no existe entre éstos y la persona moral ninguna relación, pues los actos de los órganos son los actos propios de la persona jurídica; hay identificación total. Esto es del todo diferente a lo que ocurre en el caso de la representación, situa­ción en la que el representante suple la voluntad de la persona jurídica realizando actos por sí, pero cuyas consecuencias jurídicas se radican en el patrimonio del representado. Al respecto es muy clara la puntua­lización que realiza Lyon[44]: “La relación que existe entre aquellos que obran por la persona jurídica y esta misma, no puede ser confundida con la representación, fundamentalmente por los siguientes motivos: a) porque órgano es un concepto jurídico que en la práctica resulta más amplio que la representación. Lo demuestra el hecho de que, por una parte, no todo representante es órgano y, por otra parte, no siempre la relación orgánica implica una relación de representación”.

Es el caso de la asamblea de socios, que tiene funciones deliberati­vas, pero carece de poder de representación; b) “porque, por lo mis­mo, el concepto de órgano resulta absolutamente insustituible si se quiere explicar la naturaleza jurídica de la asamblea de socios”; y c) “porque el representante expresa su propia voluntad, lo que permite suponer una voluntad distinta, separada o contraria a la del represen­tado. En cambio, el órgano es siempre el depositario y el portador de una voluntad única, que no es otra ni puede ser diferente, separada

o contraria, a la de la persona jurídica. Esta es la única explicación satisfactoria al hecho de que la persona jurídica responda penalmente por la actividad ilícita de sus órganos, cuando, por ejemplo, ella se ve expuesta a sufrir sanciones pecuniarias por las conductas contrarias a la ley antimonopolios en que incurra la administración”.

Históricamente la voluntad de las personas jurídicas se ha ex­plicado en función de la representación, lo que es errado por las ra­zones antes expuestas, pero, aún tratándose de delegación, no debe perderse de vista que por el hecho de la delegación el poder jerárquico no desaparece, sino que se acrecienta, puesto que el delegado actúa por el delegante, siendo en este sentido, ambos, uno mismo.

Es Gierke quien da la primera versión de la teoría del órgano, la que es bastante más cercana a la organización y sistemas de las modernas personas jurídicas. Éste considera a las sociedades capaces de actuar y de querer, lo que hacen por medio de los órganos que han asignado al cumplimiento de específicas funciones corporativas: la entidad quiere por su órgano.

Se criticó esta posición porque, si el órgano fuera una parte indivisible de la persona jurídica, no podrían existir relaciones entre éste y la entidad, y, sin embargo, relaciones jurídicas entre quienes actúan por el órgano y la sociedad existen, por ejemplo contractuales. Es Jellineck quien responde a la crítica y para ello distingue entre el órgano y el portador del órgano, siendo el primero la función y, el segundo, la persona física que la desempeña. La relación de la socie­dad con sus órganos, valga la redundancia, es orgánica, funcional, y responde al sistema organizativo de la entidad. Los órganos son parte de la misma estructura social sin que puedan dividirse la persona jurí­dica; hay en su existencia división del trabajo. Lo anterior, por cierto, no excluye que algunos órganos estén, además, dotados de poder de representación, como el directorio de las sociedades anónimas, los socios administradores de las sociedades colectivas mercantiles, entre otros, casos en los cuales la fi gura del órgano absorbe a la del repre­sentante.

11.- VOLUNTAD CULPABLE DE LA PERSONA JURÍDICA

En cuanto a la responsabilidad de la empresa por el actuar del órgano administrador frente a terceros, se debe estar a las normas generales del derecho común y a las especiales de las leyes que rigen a las sociedades. En correspondencia con estas normativas, por los ilícitos que perpetren y los daños que causen los órganos actuando es­tructuralmente, debe responder el ente colectivo. Lo anterior no obsta a que deban responder también los administradores en el caso en que hayan participado en el ilícito, como se decía, como cómplices o en­cubridores, o como coautores, sumando su voluntad individual a la de la empresa. Tampoco debe excluirse el caso en que el órgano engañe a la persona jurídica, por diversos medios, utilizándola, cuestión del todo distinta, como ya antes refería.

En el asunto de la responsabilidad jurídica general de la entidad por el actuar de sus órganos, Lyon precisa[45], citando a Andreas von Thur, en Derecho Civil, Personas, pp. 210 y 211, que la responsabi­lidad de la persona jurídica por los actos de sus órganos se funda en que éstos “entra(n) en relaciones con terceros en virtud de su calidad y puede(n) perjudicarlos por medio de recursos sociales que tiene(n) a su disposición. Corresponde al concepto actual de la equidad que responda un patrimonio cada vez que en su administración se oca­sionaren daños a terceros. Así como el individuo soporta las conse­cuencias de sus actos, la asociación debe soportar la de sus órganos, aun cuando cometan actos ilícitos en perjuicio de terceros, ya que por medio de éstos realiza su objeto”.

El argumento levantado por algunos, relativo a que las perso­nas jurídicas no consideran en sus estatutos la comisión de delitos y no dan mandato para delinquir, me parece una falacia, pues la empre­sa ha organizado establemente operaciones y ha designado personas para obrar en nombre suyo, bajo su dirección. La actividad así estruc­turada, dirigida a un fin colectivo, no está exenta de incurrir en exce­sos e ilícitos, tanto desde la perspectiva de quien da la orden cuanto desde la perspectiva de quien la ejecuta. Resulta, pues, a mi juicio del todo forzado, arbitrario y desigual, liberar al ente de lo que sus órga­nos realizan dentro de la esfera del poder corporativo, utilizando los medios, poderes o recursos societarios.

La voluntad de los órganos colegiados de las sociedades re­quiere de un sistema que les permita determinar la voluntad del ór­gano y en consecuencia de la asociación. Ello se logra a través del voto de los sujetos humanos que integran la instancia pertinente; así se forma la voluntad de la mayoría, la que, según Tulio Ascarelli, re­ferido por Lyon, en Sociedades y Asociaciones Comerciales, p. 160, “se descompone en una serie de declaraciones psicológicas distintas y que presentan, cada una, su propia individualidad (…). Significa que, desde el punto de vista jurídico, el voto que contribuyó a formar el acuerdo es distinto al acuerdo mismo (…); sin embargo, como quiera que se conciba a la voluntad de la mayoría y al resultado del escru­tinio que llamamos acuerdo, el hecho es que la ley y los estatutos le atribuyen un efecto singular: el de constituir, para todos los efectos jurídicos, la voluntad de la persona moral”[46].

Específicamente, en la materia penal, en conexión con lo ante­rior, es muy esclarecedor Jakobs.[47] En síntesis, señala que una vota­ción que concluye en un determinado resultado es un acto preparato­rio, un elemento psicológico del delito de que se trate. El acuerdo, por su naturaleza e inserción orgánica en el ente no se realiza automáti­camente, sino que es ejecutado por personas, a su vez responsables y que, por lo mismo, pueden evaluar la juridicidad de la conducta que se les pide u ordena. De este modo Jakobs subraya que la votación es distinta de la ejecución del hecho, cuestión relevante para este análi­sis. La votación es “preparación de un hecho” y, “más precisamente, intervención durante la planificación de un hecho”[48]; es una de las razones por las que actúa el dependiente de suerte tal que la decisión votada es, a fin de cuentas, una intervención psíquica en el devenir de los hechos, es influencia psíquica en el ejecutor. Esta influencia, hay que subrayarlo, sólo cobra relevancia penal al comenzar la implemen­tación o ejecución del acuerdo, pues ni siquiera el dolo (y menos la negligencia) como mera resolución es penalmente relevante, ya que el Derecho Penal no se dirige a las intenciones, salvo cuando éstas se convierten en hechos, cuando comienza, al menos, su ejecución, por ejemplo, al comunicarse por el encargado de la votación el acuerdo al dependiente adecuado para llevarlo a la práctica.

Volviendo a Jakobs, éste, para determinar con precisión la in­cidencia de cada voto en el acto preparatorio, supone didácticamente seis casos, colocando a los votantes en distintas hipótesis, de las que señalaré las dos primeras, que denomina como de “conformidad for­mal”, pues las variantes del cuándo y cómo votar pueden ser muchas y, a cada una, corresponderá una consecuencia lógica[49]: a) votar favo­rablemente un acuerdo que el votante sabe que se logrará sin que ese voto sea necesario; b) votar cuando, aun pese a no estar constatada formalmente la mayoría, de hecho, es evidente que existe la mayoría suficiente para lograr el acuerdo. ¿Son responsables los votantes, en los casos a) y b), de lo que se ejecute en virtud del acuerdo, pese a ser sus votos innecesarios para el logro del acuerdo y, en tal sentido, sobrecondiciones?

La respuesta la encuentra el autor en el subrayar dos cuestio­nes fundamentales, con un gran detalle que omitiré por la naturale­za de este estudio. La primera, que “en el plano del Derecho Penal no se trata genuinamente de la causalidad, sino de la imputación, como por tanto (sic) la causalidad aparece en el Derecho Penal como un derivado de la imputación”. Tal consideración lo lleva a señalar “que es necesario en cuanto a la causalidad según la función de la imputación”[50]. La segunda cuestión fundamental es comprender que, en materia societaria, “no se trata de cometer por sí mismo, sino -si acaso- de intervención prestada psicológicamente”[51], distinguiendo, como ya se señalaba, acto preparatorio o, según sus palabras más pre­cisas, intervención durante la “planificación” de un hecho y que, tal preparación, es irrelevante penalmente mientras no se inicia la tenta­tiva por el ejecutor.

De ambas consideraciones me resulta lógico concluir, coinci­diendo del todo con el autor citado, que el acuerdo es el fundamento

o razón para que se impute a la corporación también como suyo el hecho del ejecutor. La preparación respecto de la ejecución se realiza simultáneamente por todos los votantes favorables al acuerdo inde­pendientemente del momento en que votan, pues la constatación del acuerdo no tiene tiempos separados para cada votante y, su cumpli­miento por el delegado o competente empleado, es el momento de la ejecución concreta del acuerdo, en un mismo tiempo para todos los votantes, simultánea, precisamente, para todos. Es por ello que en los casos supuestos todos son responsables, sin que sea posible conside­rar algunos votos como superfluos o sobrecondiciones, pues, desde el punto de vista normativo y no natural, “cada voto a favor de una gestión negocial antijurídica que pudiera producir una mayoría es una condición para la aprobación del acuerdo de una gestión negocial (por ejemplo) constitutiva de un riesgo no permitido” [52].

De este modo, los directores, en los ejemplos señalados, en el caso de ser éstos los votantes, ya sea que voten formal o infor­malmente a favor de realizar una acción antijurídica, exteriorizan su voluntad simultáneamente en la ejecución de la conducta acordada y son todos causales respecto de esa conducta, como coautores, y la coautoría, es autoría, cuya particularidad consiste en que el dominio del hecho unitario es común a varias personas. Por su parte, el voto disidente de quien pudo impedir (negando el quórum) la votación, implica también responsabilidad por su omisión deliberada.

La inasistencia al acuerdo y el no brindar el quórum para evitar el acuerdo contrario a Derecho me parece razonablemente exigente, pero la responsabilidad penal de los directores es llevada a su extremo más alto por Jakobs, cuestión que ya no comparto, al considerar como deber del director el de obstaculizar el acuerdo indebido solicitando especialmente otra votación, contraria al acuerdo ilícito, aun sabiendo que su moción no obtendrá mayoría, pues, el rechazo de esa moción (omitida) “se debería valorar como superación de un obstáculo”[53], obstáculo que el garante, en buenas cuentas, no opuso.

Volviendo a lo central, entonces, la responsabilidad penal de los votantes directores por los hechos de los dependientes de la em­presa estriba en la relación sine qua non existente entre la preparación por ellos (apoyo a la decisión colectiva que opera como influencia psíquica decisiva del hecho ilícito) y la ejecución por éstos de lo acor­dado (realización del hecho punible por el competente empleado, con o sin dolo de su parte). Sin el acuerdo del órgano superior colegiado la acción de los dependientes carecería de razón o fundamento corpo­rativo y no podría ser imputada a la empresa.

Lo dicho es, a mi juicio, altamente relevante para la compren­sión, desde el punto de vista de la teoría penal, de la culpabilidad de los directores de una empresa, en sentido totalmente opuesto al aná­lisis ya referido de Gracia Martín. De no perfilarse como realidad la voluntad corporativa como tal, ¿cómo distinguir a los socios gestores del delito de los otros y del personal ajeno a los hechos o, incluso, contrario a ellos? En definitiva, debe quedar en claro que la respon­sabilidad penal de la entidad no puede ser confundida con la de sus miembros, algunos inculpables y, otros, eventualmente también cul­pables junto al ente en distintas posiciones de participación en sentido lato. Como señala Hirsch, no sólo la culpabilidad de la corporación no es idéntica a la culpabilidad de sus miembros, sino que “… antes bien, debe decidirse en forma separada acerca de ambas” [54].

Es de recordar al respecto, por lo demás, que en materia penal los vínculos entre los ejecutores y los dueños de la acción criminal y, en general, entre los distintos sujetos activos colocados en diver­sas relaciones recíprocas concretas, dan lugar a distintas soluciones doctrinarias y legales, las que no se excluyen entre sí sino que son al­ternativas, dependiendo su aplicación de las particularidades de cada caso. Así encontramos, por ejemplo, aplicables en estructuras jerár­quicas organizadas la Teoría del Dominio del hecho, de acuerdo con la cual es autor quien, en razón de una decisión de su voluntad, tiene las riendas del acontecer típico, según clarificaba Maurach. También calza perfectamente a la situación la visión de Roxin, según el cual quien ordena desde una colocación predominante de poder, dentro de una organización jerárquica, es autor mediato como “autor detrás del autor”, “el hombre de atrás” o “el hombre del escritorio”, en sus co­nocidas expresiones. El dominio del hecho por “el hombre de atrás” viene dado por su dominio sobre la organización, cuya estructura je­rárquica garantiza el cumplimiento de la orden por el ejecutor, siendo éste un individuo fungible, ya que, en definitiva, de negarse a cum­plir la orden, puede ser reemplazado por otro individuo equivalente y más dúctil. En otra hipótesis, derechamente, podrá ser aplicable la coautoría por concierto previo, según como se hayan desarrollado los acuerdos y los hechos. Por su parte, los que cumplen las directivas son quienes ponen en obra la acción típica como autores ejecutores, con distintas responsabilidades individuales, desde ser propiamente coautores a ser, incluso, no culpables, según haya sido su participa­ción en el dominio del hecho según se ha venido diciendo.

De todo lo sumariamente visto, resulta que el límite de la res­ponsabilidad penal para las personas jurídicas depende, por una parte, del plano normativo en cuanto a los deberes que les conciernen y que el Estado les ha impuesto, y, por otra, de su calidad organizacional e independencia, las que le permiten forjar conocimiento y adoptar orgánicamente, valga la redundancia, opciones propias en circuns­tancias concretas, según su grado de madurez institucional y según la realidad de sus declaraciones estatutarias, sustantivamente ciertas y no de pantalla.

En todo caso, se debe tratar, por la racionalidad del Derecho, de sujetos no sólo capaces de comprender, de conocer las normas que los rigen, sino, también, de sujetos que en el momento de los hechos se encontraban en condiciones concretas de serles exigibles las con­ductas ajustadas a derecho. En tema de culpabilidad, no está demás recordarlo, sea cual sea el caso “hipotetizable”, se debe tener siempre presente la necesidad de considerar respecto del o los autores y par­tícipes, la exigibilidad de otra conducta conforme a Derecho. Es ésta una cuestión de justicia esencial que no puede ser ignorada respecto de ningún imputado, persona natural o jurídica que sea. Esta verda­dera garantía de sentido común se traduce en que, quienes actuaron (activa o pasivamente) pudieron, en la realidad vivida, considerado su contexto, estructurar su voluntad de acuerdo a las normas, y libre­mente, sin embargo, optaron por no hacerlo. Sólo en tal evento les puede ser reprochable a título de culpabilidad la lesión o puesta en peligro concreto de ciertos bienes jurídicos, la comisión de delitos.

12.-CAPACIDAD DE PENA

Vamos al tercero de los puntos señalados. Sobre las sanciones penales para las sociedades se plantea otro debate. ¿Son las socieda­des capaces de pena?

El asunto no es menor si se piensa que el concepto de pena se ha orientado desde Kant en la perspectiva de la personalidad moral del ser humano. El asunto se relaciona, entonces y necesariamente, con el sentido de las penas: castigo, símbolo del poder, prevención general o especial.

En cuanto a las posibilidades preventivas de la pena no pare­ce sostenible que las corporaciones y sus socios sean indiferentes al efecto que sobre ellos y sus negocios producen las sanciones en mate­ria de reputación, funcionamiento y gastos. El problema se hace más difícil desde el punto de vista de la pena-castigo y de su relación con la justicia.[55] Pero esto se relaciona con el impacto simbólico de las penas. Al respecto Bustos[56] enfatiza el aspecto simbólico de la pena como “una autoconstatación del Estado”, constatación de su existen­cia y poder, y de ahí su carácter simbólico y su función de protección de los ejes del sistema, que no son otros que los bienes jurídicos. Y no sólo los bienes jurídicos son una cuestión social, como veíamos, sino también la determinación de los sujetos responsables destinatarios de las penas, lo que aleja el asunto de lo psicológico y lo lleva al plano de la política criminal.

Ahora, en verdad, es ilusorio que el castigo ligado al reproche no impacte a todos los socios, culpables e inocentes. Lo anterior colo­ca sobre el tapete un tema difícil de justicia, relevante, y debemos pre­guntarnos si es debido que la sanción corporativa repercuta en los so­cios disidentes, en la minoría opositora a la acción que se sanciona, en los socios sin capacidad resolutiva ni de representación y que sólo se relacionan a los hechos en consideración a su participación financiera en la empresa. Pero debe tenerse en cuenta ante esto que los socios no responden personalmente, sino en la medida de sus inversiones, y és­tas involucran tanto posibilidades de ganancia como de pérdida por la gestión del negocio. Además, como remarca Hirsch[57], la cuestión en definitiva depende para los socios del hecho de asegurarse mediante la selección de órganos, procedimientos y controles confiables.

Lo cierto, me parece, es que, dadas como condiciones sine qua non la concurrencia efectiva de la exigibilidad de una conducta acor­de a derecho y la imputabilidad a una persona jurídica de un delito, sería contradictorio no sancionarla por sus actos, encastillados en una posición antropocéntrica de la responsabilidad penal, pese a recono­cérseles a tales entidades libertad, derechos y garantías. Las personas naturales en cambio, en iguales condiciones, sí recibirían la sanción penal como consecuencia de sus actos. Por lo demás, no sancionar a la empresa como tal permite a ésta disolverse, cambiar de aspecto y seguir operando bajo los mismos designios, especialmente cuando su proceder ha sido doloso.

Sobre la punición a las personas jurídicas, Bustos[58] reflexiona señalando que, si el Estado debe proteger los derechos de todas las personas, incluidas las jurídicas, debe poder restringirlos coactiva­mente también respecto de todas, incluidos los entes colectivos. Y agrega: si responsabilidad es exigibilidad en una situación determina­da, “no es en modo alguno improcedente abarcar dentro de esta con­ceptualización a las personas jurídicas”. Pero, más allá de la ciencia penal, pesan al respecto posturas políticas e intereses grupales domi­nantes, y debe pesar, en mi opinión, que, como contrapartida de los derechos que son reconocidos a las empresas, éstas deban adecuarse al ordenamiento jurídico vigente en lo que es pertinente a su modo de ser y actuar. Y no son pocos los casos en que no lo hacen. No son raros los casos bullados de excesos empresariales motivados por fines de lucro desmedido canalizado en prácticas de abuso del derecho y de las circunstancias sociales y económicas contingentes.

13.-NECESIDAD DE PENA

Es también, por lo dicho, a mi juicio, una cuestión social la ne­cesidad de la pena, y depende de consideraciones político-criminales sensibles a “la consideración de la vida social, de las relaciones con­cretas que se dan en ella”.[59] Se discute bastante, sin embargo, si existe tal necesidad práctica o si bastan la responsabilidad civil y el sistema infraccional administrativo a su respecto.

La respuesta, sin duda, es cultural y se relaciona necesariamen­te con las observaciones iniciales de este capítulo y de la perspectiva en cuanto al porqué, hoy, tiene relevancia el tema. La visión que cada uno tiene de la vida económica social contemporánea puede ser o no concordante con nuestros comentarios acerca del rol determinante de las empresas en el mundo interconectado y financieramente sofistica­do en que estamos insertos, rol que incluso, a mi juicio, es bastante más trascendente que el de las personas naturales.

Señalábamos que es un privilegio injusto eximir de responsabi­lidad penal a las personas jurídicas por hechos respecto de los cuales las personas naturales serían penalmente sancionadas. ¿Cuál es la ra­zón del privilegio para excluir a las sociedades de la responsabilidad penal, si son, en cambio, para todos los demás efectos, sujetos plenos de Derecho?

Una razón importante parece ser que, en este ámbito, sea más difícil visualizar la lesión de los bienes colectivos, sobre los que re­cae generalmente el golpe de los ilícitos de las corporaciones, como lo son el orden público económico, la protección del medio ambien­te, la seguridad social, la del consumidor o usuario, entre otros que abordaremos en el capítulo relativo a estos bienes jurídicos. No pocas veces plantear sanciones a las empresas pareciera obedecer a postu­ras interesadas e ideológicas, contra la clase empresaria, e, incluso, anti-grandes trasnacionales y globalización, por decirlo en pocas pa­labras.

Esteban Righi[60] señala cómo es erróneo no incriminar a las personas jurídicas “predicando que los efectos preventivos que se procuran con la pena se obtienen satisfactoriamente incriminando al socio involucrado”. Tal postura, a juicio de Righi, (a) no considera el margen de impunidad que se genera debido a la despersonalización propia de las modernas empresas, (b) que habitualmente no son iden­tificables las personas físicas cuya decisión las convierte en autores, y (c) que en muchos casos no coinciden el sujeto que realiza la ac­ción con el que obtiene el beneficio patrimonial. Agrega el autor que “la fungibilidad de las personas que actúan contraviniendo las nor­mas penales afecta así el sentido disuasivo de la amenaza penal (…). Carece de eficacia la imposición de sanciones a las personas físicas, pues el factor criminológico en muchas oportunidades está dado por la función que cumple el sujeto dentro de la organización empresarial, por lo que su sucesor reiterará el mismo comportamiento, y el medio en que se desempeña sigue generando los mismos estímulos. Por otra parte, Righi destaca cómo la división y delegación de tareas en la empresa es causa de impunidad, pues resulta “difícil imputar a un alto directivo un comportamiento realizado en el seno del organismo y ejecutado por empleados”. Cada persona por sí misma no reúne todos los presupuestos de punibilidad.

Además, limitar la responsabilidad de las personas jurídicas, particularmente de las grandes empresas, sólo al derecho privado en el ámbito civil es criminógeno. La perpetración de ilícitos resulta sin mácula, lo que abre un especial espacio de tolerancia al delito, el que es tratado y sobre todo “visto”, en el caso en que la víctima reclame en sede civil, como un incumplimiento contractual, vale decir, una pugna de intereses individuales sin implicancias para el Estado de Derecho ni para el bien común. Especialmente relevante al respecto es el tema de la responsabilidad de las empresas por el producto que comercializan o el servicio que otorgan, cuestión que afecta diversos bienes jurídicos de interés público, por ejemplo la salud, al distribuir­se, deliberadamente, un alimento contaminado, o las pensiones en el caso de fraude a los cotizantes.

Lo grave es que los intereses en juego en el mercado afectan a la generalidad de la población, por ejemplo, en el consumo, en las prestaciones de salud o previsionales, en los servicios de diversa ín­dole, y es deber del Estado de Derecho proteger a todos los habi­tantes en condiciones de igualdad jurídica, la que, en el caso de los sectores sociales débiles, sólo es posible en virtud de la vigencia del ordenamiento jurídico, del respeto cabal de las leyes. Los derechos constitucionales de las personas naturales son, obviamente, una cues­tión de derecho público y, como señala Taruffo[61], concierne al Estado de Derecho “impedir que los derechos se transformen en cosas que se compran en el libre mercado”. Permitirlo sería una perversión del sistema, creadora de marginación jurídica, económica y social para vastos sectores de la sociedad, en grave detrimento de los individuos, de los seres humanos a cuyo servicio están el Derecho y el Estado, según la opinión ampliamente predominante. La justicia civil actual no es capaz de garantizar la justicia sustancial de interés público pues asistimos a la crisis de la concepción publicista del derecho civil, y el juez civil tiene como tarea (pasiva por lo demás, pues debe seguir el impulso de las partes) resolver el conflicto entre los litigantes es­pecíficamente involucrados en el juicio y no es su misión develar la verdad ni hacer justicia. Muy distinto, por no decir opuesto, es el rol del juez penal.

En pro de la “administrativización” de estos ilícitos pareciera, a primera vista, que ello es conveniente desde el punto de vista de las garantías penales, pues, según algunos autores, proteger los bie­nes jurídicos colectivos, sociales, implicaría adelantar la protección a situaciones de peligro abstracto, aparentemente desvinculadas del principio de ofensividad que rige a todo el derecho penal. Mas no es así; siguiendo a Bustos[62], en el caso de los delitos que afectan bienes jurídicos colectivos, como ocurre en los delitos económicos, el bien jurídico colectivo es en sí mismo el objeto de la tutela penal, y no lo es el interés derivado de esa tutela correspondiente a las personas naturales relacionadas con ese bien jurídico. En tal sentido, el orden público económico, por señalar uno, puede ser lesionado o puesto en peligro concreto, impactando dañosamente intereses del colectivo y por tanto a todos sus miembros, con independencia de los eventuales y particulares derechos subjetivos subyacentes, respecto de los cuales la lesión al bien jurídico, si puede estimarse de peligro, es abstracto. En todo caso, la protección del bien jurídico colectivo es un buen complemento de los bienes jurídicos individuales, los que existen en el sistema valioso digno de protección penal, de carácter masivo, re­ferido al funcionamiento mismo del sistema social.

Sin embargo, la estrategia de controlar los ilícitos empresa­riales vía derecho penal administrativo está bastante difundida. Por ejemplo, en Alemania según la ley federal de contravenciones o in­fracciones administrativas. Pero esta tendencia implica una lesión a los principios garantizadores de un Estado de Derecho, como los de legalidad y pro reo, disminuye las garantías procesales, e involucra al Poder Ejecutivo en la resolución de los asuntos. En esta visión, la pena criminal sólo se distingue de la sanción administrativa por el órgano del Estado que la impone. Hay, entonces, en la desviación adminis­trativista, lesión de cuestiones fundamentales del Estado de Derecho, y está involucrada una contradictoria afirmación: que las personas jurídicas pueden cometer infracciones administrativas y, sin embargo, no pueden perpetrar delitos. No resulta muy fácil de comprender, por lo demás, cómo una persona jurídica puede perpetrar infracciones ad­ministrativas y, sin embargo, no puede cometer delitos.[63]

Según la valoración política de la época y lugar, la lesión de sistema ínsita en la lesión de un bien jurídico colectivo determinado puede ser de relevancia penal o no serlo, en dependencia de cómo el asunto es percibido por el Estado en cuanto a su trascendencia para el interés común y a su posibilidad de manejarlo. Las más de las ve­ces, en nuestro medio, el problema se considera controlable sólo con sanciones administrativas, afectando seriamente la percepción de la gravedad del asunto por la ciudadanía, pues, en el fondo, no cae sobre el infractor-empresa la mácula, como decía, de lo criminal, es decir, se le baja el perfil al asunto.

Para concluir este acápite, debe sí señalarse que lo cierto es, de todos modos, que las categorías clásicas de la dogmática penal no son así, pura y simplemente, trasladables de las personas naturales (en torno a las cuales se construyeron) a las personas jurídicas, nuevos actores sociales tanto y más potentes que el ser humano, al que en varias áreas de negocios han desterrado. Adecuar la dogmática a las realidades que la historia va colocando en evidencia para la adecuada protección de bienes jurídicos actualmente percibidos como valiosos, requiere del ejercicio de la analogía y ello no es algo nuevo. Ya se acomodó el derecho penal clásico a los delitos culposos, más allá de los dolosos, y a los omisivos frente a los de acción. Asimismo, reco­noció la existencia de autores mediatos junto a ejecutores materiales, incluso inculpables.

Como insiste Tiedemann, en sus variados aportes al tema, se trata de construir (o adecuar) el derecho penal de estos nuevos y po­tentes sujetos de la vida social, las personas jurídicas, para no incurrir en una evitable, y por lo mismo reprochable, ceguera ante la evolu­ción socio-económica de la que somos protagonistas.

14.-INTERROGANTES CONEXAS

La demanda de hacer efectiva la responsabilidad penal de las personas jurídicas, además de las adecuaciones legales, lógicas y de sentido común relativas al proceso penal y a las penas (para ampliar en modo razonable sus posibilidades de aplicación considerando, por ejemplo, multas, suspensiones, inhabilitaciones, disoluciones, comi­sos o vigilancia de la autoridad, entre otras), requiere de varios otros acomodos normativos.

Entre éstos destaca el seleccionar las acciones punibles per­tinentes a las corporaciones, pues, como se decía, no es posible que éstas, en cuanto tales, sean idóneas para cometer toda clase de delitos ni para cobijar toda suerte de ánimos. Obviamente, algunas conductas o circunstancias, como ánimos específicos, no podrán serles nunca atribuibles, como un abuso deshonesto, un miedo irresistible, un áni­mo libidinoso. Pero ello no cambia las cosas, así como a un hombre pobre y marginal no podrá nunca atribuírsele el tráfico de influencias o el uso de información privilegiada, que, por su menoscabada posi­ción social y económica, no puede poseer. En otras palabras, no todos los delitos han de poder ser imputados a todas las personas naturales o jurídicas que sean.

También es necesario determinar las eventuales posibles vícti­mas de los delitos societarios y los bienes jurídicos que estas entida­des pueden afectar.

Otro problema es el tocado tangencialmente al comenzar el acápite sobre la capacidad de culpabilidad de las personas jurídicas, relativo a la eventual responsabilidad sin culpabilidad acreditada, planteada por el comité de ministros del Consejo de Europa, esto es, resolver qué seres humanos y en qué virtud, actuando por la corpo­ración, tienen la capacidad de involucrar la responsabilidad penal de la organización, y en relación con qué conductas desplegadas. A este respecto, a grandes líneas, parece lógico que deba tratarse de perso­nas que sean órganos o representantes de la corporación conforme a sus estatutos, como ocurre respecto de las personas jurídicas en las restantes ramas del Derecho, y que actuaron u omitieron dolosa o culposamente deberes de vigilancia. Se trata, en definitiva, de acotar hasta qué nivel de empleados debe descenderse para entender invo­lucrada a la asociación, como tal, cuando éstos actuaron por ella en función efectiva de su tarea corporativa. A este respecto la respuesta anglosajona y europea es bastante extensiva y se alarga a todos los dependientes, cuestión que se aleja de los criterios que sustentan la responsabilidad civil y la garantía constitucional de responder sólo en función de la propia culpabilidad; se llega así, en algunos casos, al extremo de atribuir responsabilidades, como decía, objetivas en casos en que, en los hechos, la organización societaria no ha tenido la posi­bilidad de conocer oportunamente del hecho ilícito ni de optar por su evitación, sin haber incurrido en un descuido organizacional injustifi­cable. En esta materia es relevante el análisis de Bottke[64], quien entra en un profundo detalle respecto de los hechos ilícitos de subordinados por los cuales deben responder como garantes los empleados supe­riores, distinguiendo a éstos, absolutamente, de los hechos excesivos de los subordinados, ajenos por completo a las instancias directivas. Penetra también el tema de la cuasi-causalidad de la no evitación de los hechos indebidos de los subalternos, incrementando o no riesgos con la omisión.

El porqué y cuánto el titular de la empresa o sus más altos directivos deban responder y hasta dónde por acciones peligrosas y antijurídicas de otros miembros de inferior rango en la empresa, ha dado lugar a una enorme variedad de fundamentos, distintos y hasta contradictorios, sobre el deber del garante. Jakobs, por ejemplo, hace pesar exclusivamente sobre el titular de la esfera de organización la conducta ilícita o peligrosa de sus empleados. Otros ponen el acento en cada caso en la prueba concreta de la responsabilidad efectiva por la no evitación de hechos indebidos de los subalternos, buscando un fundamento de justicia material, compuesto de un momento real y un momento normativo. Bottke[65] en particular, como fundamento de jus­ticia material del deber de garante del titular de la empresa, coloca la “organización en provecho propio (…) Las personas activas en ellas y ocupadas en faenas peligrosas y las cosas utilizadas o producidas como fuentes de peligro criminógeno, así como la compensación so­cial de beneficios y cargas de semejante organización”. Es decir, tiene en cuenta que la libertad del mercado crea fuentes de peligro para terceros, las que la sociedad acepta, y que el titular de la empresa debe considerar, junto a las ventajas que espera de su actividad, como una carga. El fundamento material de la responsabilidad del autor, en el caso de los altos directivos que incurren en una omisión dolosa, lo funda en el “modo configurativo del proceso de actuación, del domi­nio relevantemente asumido del que tiene el deber de seguridad sobre la causación típica de riesgos”. Se trata de autoría de omisión mediata por el dominio relevante del hecho del superior. Una cuestión distinta, en relación con lo anterior, es la conducta imprudente, respecto de la cual en nuestro tema no cabe hablar de autor, sino de responsable: el titular o directivo debió poner más cuidado en la gestión de su acti­vidad, y esta responsabilidad permanece aun cuando el subordinado haya actuado con dolo, por haber lesionado el titular el deber de segu­ridad que a él correspondía.

Surge, también, como cuestión conexa sobre el particular y que indicaba al comienzo del capítulo, si la responsabilidad penal, necesa­riamente, debe limitarse a personas jurídicas legalmente constituidas o si, extensivamente y por las mismas razones de fondo, las sanciones pueden extenderse a empresas en sentido lato, u otras colectividades, atendiendo a la realidad de su operar. El tema es relevante especial­mente en Europa, donde se asienta con vigor la concepción de los delitos de las empresas, como ocurre en el mundo anglosajón.

15.-EN CUANTO A CHILE

Las personas jurídicas en nuestro país, más allá de toda duda, son actores principales en los grandes temas económicos y sociales. Es necesario tener presente, además, que en nuestro país, como en muchos otros, existen ámbitos de acción económica reservados a los entes colectivos en modo excluyente, como el de los medios de co­municación social o el previsional, ambos de tan sensible importancia para el bien común.

Chile, como precisa Vodanovic[66], fue el primer país de cuna napoleónica en destinar un título de su Código Civil a las personas jurídicas. No obstante esa histórica apertura conceptual a la realidad económico-social de la época y esa avanzada visión de futuro, la doctrina y la praxis nacional actuales no reflejan sensibilidad ante el operar criminal de algunas personas jurídicas, ello pese a la creciente consideración del asunto en el ámbito internacional -como hemos re­ferido- al que estamos más fuertemente ligados en el plano comercial y financiero. Nuestras normas procesales y penales, por lo demás, giran siempre en consideración al imputado y condenado ser humano, lo que hace necesarias, para una distinta aproximación al problema, adecuaciones normativas específicas, dependientes de los criterios políticos criminales de nuestro legislador.

Pero, pese a no existir en la legislación general[67] la responsabi­lidad penal de las personas jurídicas, son indiscutidas en cambio las responsabilidades civil y administrativa por las acciones u omisiones contrarias a las normas de las empresas, sin que nadie sostenga que los entes colectivos sean incapaces de infringir leyes u otras dispo­siciones, precisamente, civiles o administrativas. En ese entendido, operan entes fiscalizadores en la mayoría de las áreas sensibles en lo económico social y que están entregadas, principalmente, al operar de entidades jurídicas. Así tenemos la Superintendencia de  Admi­nistradoras de Fondos de Pensiones (SAFP), la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras (SBIF), la Superintendencia de Servicios Sanitarios (SISS), la Superintendencia de Isapres (SISP)[68], la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC), la Super­intendencia de Valores y Seguros (SVS), la Subsecretaría de Teleco­municaciones (SUBTEL), la Superintendencia de Seguridad Social (SUSESO)[69] y la Superintendencia de Casinos de Juego (SCJ).

Sin entrar en mayores detalles sobre la legislación vigente, a título meramente ilustrativo, hago presente que, en el caso específico de las sociedades anónimas chilenas, su forma de administración y responsabilidades las determina la ley N° 18.046. Sus artículos 31 y 40 disponen, en suma, que la administración la ejerce un directorio, elegido por la junta de accionistas. Y, el artículo 41 de la misma ley, establece que los directores deben emplear el cuidado ordinario en la administración y responden solidariamente de los perjuicios cau­sados. Esta solidaridad no crea una responsabilidad distinta de la in­dividual, puesto que los directores responden solidariamente por sus actuaciones dolosas o culposas, y no por las de otros directores. Esto significa que los directores que votaron en contra del acuerdo que genera la responsabilidad pueden salvar la propia haciendo constar su oposición al acuerdo en el acta. Por su parte, el artículo 45, de la ley de sociedades anónimas, establece además presunciones de res­ponsabilidad cuando la sociedad no lleva debidamente libros o regis­tros, reparte dividendos provisorios existiendo pérdidas acumuladas, u ocultare sus bienes, reconociere deudas supuestas o simulare ena­jenaciones.

Desde otro ángulo, no ya relativo a deberes y responsabilida­des, sino a derechos, en nuestra realidad jurídica, se abre camino el reconocimiento de derechos personalísimos a las sociedades y otras entidades colectivas, como el derecho al nombre, al honor, al derecho moral de autor, entre otros. En esta materia, Lyon destaca que “es un error creer que la finalidad de las personas jurídicas consiste en una mera separación de patrimonios”, idea que debe ser rechazada, a su juicio, no sólo porque reduce la atribución de personalidad a un campo, poco menos que similar a ciertos patrimonios fraccionados de afectación, sino porque además, y muy especialmente, “provoca una peligrosa inestabilidad en casi todos los derechos de la personalidad que asisten por igual a las personas naturales y jurídicas”. [70] Precisa que a los entes morales competen derechos de la personalidad, así como “viceversa, hay otras relaciones propias de los entes colectivos que no encuentran aplicación respecto de los particulares, como los que se refieren a la estructura corporativa”.

En este contradictorio escenario, nuestro Código Civil insinúa, en su artículo 545, inclinarse por la teoría de la “ficción legal”, postu­ra que ni en el resto de su articulado, ni en el resto del ordenamiento legal chileno, encuentra clara confirmación. Más aun, según Lyon[71], opinión que comparto, el Código Civil se apartó de esa teoría en mu­chas de sus consecuencias, y, por ello, debemos atenernos a la norma jurídica concretamente implicada en la cuestión y no a la doctrina en que parece sustentarse. El Código Civil, por ejemplo, las considera capaces de voluntad propia, cuestión que Savigny rechazó, y, en el ar­tículo 550, se refiere expresamente a “la voluntad de la corporación”. También el artículo 39 del Código de Procedimiento Penal[72] se aparta de Savigny y hace responsable a la persona jurídica por los daños que provoquen los delitos y cuasidelitos cometidos por su representante, siempre que éste actúe en la esfera de sus atribuciones.

Las personas jurídicas, por lo demás, son consideradas en nuestro país por la Constitución Política vigente, específicamente en materia de garantías y son diversas las referencias a éstas en el artícu­lo 19 de la Carta Fundamental, incluso atribuyéndoles el derecho a la protección de su imagen, como puede apreciarse en el numeral 12°. Específicamente, en cuanto al honor de las personas jurídicas, Lyon[73] señala que, considerando el honor como una emanación de la virtud interior que se proyecta, éste otorga o puede otorgar, a cualquier per­sona, incluidas las morales, mayor o menor prestigio o fama, con in­cidencia en sus intereses. Así, deberíamos entender que las personas jurídicas pueden ser ofendidas, asunto que debe relacionarse con su capacidad de ser culpables, cuestión que no ha preocupado a nues­tra doctrina, la que se ha detenido en un tema relativamente conexo, el abuso de la persona jurídica por sus integrantes físicos, ocultos, como se dice, tras su velo. Las asociaciones de personas, por su parte, con o sin personalidad jurídica, son también sujetos considerados por nuestro texto constitucional[74], y sólo se prohíben aquellas contrarias a la moral, el orden público o a la seguridad del Estado (numeral 15°). Confluye a lo anterior la apertura de la Constitución de Chile en materia de actividades económicas, garantizándose a todos, incluidas las personas jurídicas, “el derecho a desarrollar cualquiera actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional” (numeral 21°)[75].

Debemos entonces concordar con Lyon, en cuanto “es un error creer que la persona jurídica se aplica sólo al derecho privado”. La persona jurídica, según el autor, puede “extenderse a materias re­gladas por una ley que forma parte del derecho público”; la falsa creencia en contrario, aclara él, “proviene del error introducido por la teoría de la ficción (…). Las personas jurídicas son poderosas orga­nizaciones que albergan o resumen un conjunto de bienes y hombres para la consecución de un bien lícito y cuyo anhelo de ser conside­radas y tratadas como ‘personas independientes’ ha sido sancionado por el ordenamiento jurídico”[76]. El mismo ordenamiento, además, proporciona señales de los hechos de relevancia penal en que pueden incurrir las personas jurídicas, haciendo recaer la pena, sin embargo, en las personas naturales que las representan, incluso cuando éstas no han tenido participación personal culpable en los hechos; así por ejemplo, el Código Tributario, en su artículo 99 prescribe que “Las sanciones corporales y los apremios, en su caso, se aplicarán a quien debió cumplir la obligación y, tratándose de las personas jurídicas, a los gerentes, administradores o a quienes hagan las veces de éstos y a los socios a quienes corresponda dicho cumplimiento”. Lo anterior no deja de ser bastante cuestionable desde el punto de vista consti­tucional y del Derecho Penal, para el cual la responsabilidad penal es indelegable, personalísima y necesariamente fundada en la propia culpabilidad la que, además por mandato constitucional, no puede presumirse de derecho. Pese a ello, el Código Tributario establece una suerte de atribución objetiva y dispone el castigo de una perso­na natural en reemplazo de otra, jurídica, sin consideración alguna al modo y circunstancias de la participación, culpable o no, en base exclusivamente a la posición formal que se ocupa en el ente jurídico. Sin duda la jurisprudencia puede reparar en la profunda anomalía de la disposición citada e interpretarla armónicamente con el mandato constitucional requiriendo la concurrencia de culpabilidad personal en el sujeto humano llamado a sufrir la pena. Sin embargo, aún, re­paros judiciales en tal sentido no se han producido. Por su parte, en el Código de Comercio, en relación con las quiebras en que el fallido ha accionado en modo culpable o fraudulento, dispone en su artículo 232 que “Los gerentes, directores o administradores de una persona jurídica declarada en quiebra, cuyo giro quede comprendido en el ar­tículo 41, serán castigados, sin perjuicio de la responsabilidad civil que les pueda afectar, como reos de quiebra culpable o fraudulenta, según el caso, cuando en la dirección de los negocios del fallido y con conocimiento de la situación de éstos, hubieren ejecutado alguno de los actos o incurrido en alguna de las omisiones a que se refieren los artículos 219 y 220, o cuando hubieren autorizado expresamente dichos actos u omisiones…” Tal disposición, a diferencia de la citada en materia tributaria, si bien dispone la delegación de la responsabili­dad penal del fallido (persona jurídica) en las personas que la sirven, requiere, al menos, que éstas hayan participado en los hechos delicti­vos. En cuanto a que la quiebra culpable o fraudulenta es imputable a las personas jurídicas no cabe duda alguna, pues tanto el Código de Comercio como la ley N° 18.175 de 29 de noviembre de 2005, que modifica la Ley de Quiebras y fija su nuevo texto, se refieren indistin­ta y uniformemente a la quiebra de las personas naturales o jurídicas, mencionando expresamente a estas últimas a lo largo de todo el res­pectivo articulado.

Resulta, entonces, bastante fundado sostener que, en nuestro país (salvas la adecuaciones legales lógicas necesarias a las normas que sean pertinentes, especialmente las relativas a las penas y al pro­ceso), nada jurídico de fondo ni especial respecto del mundo que nos rodea obstaría a la posibilidad de hacer efectiva la responsabilidad penal de las personas jurídicas por los delitos que, mediante sus órga­nos, pudiesen perpetrar por su propia voluntad, ejerciendo libremente su capacidad de opción orgánicamente expresada e implementada. Respecto a esto último, vale decir, a la ejecución misma del ilícito, deben considerarse también respecto de las personas jurídicas los dis­tintos momentos del iter criminis y la posibilidad de delitos tentados, frustrados o consumados, así como los concursos de personas y de delitos. Por otra parte, naturalmente, así como cada ser humano no es idóneo para perpetrar toda clase de delitos sino sólo aquellos compa­tibles con sus características individuales y situación en el contexto social, las personas jurídicas tampoco pueden perpetrar toda suerte de delitos, ni cobijar toda especie de ánimo, sino sólo los razonablemen­te compatibles con su modo de ser y de actuar.

A la postre en Chile, como en el mundo, para sancionar penal­mente a las personas jurídicas por sus ilícitos no existen particulares dificultades dogmáticas. Tenemos sí, a diferencia de los países más avanzados, el problema real de la inexistencia de una política crimi­nal acorde a los tiempos, cuestión del todo decisiva para los ajustes legales necesarios que debería realizar el legislador. No está clara en la opinión pública ni en la de los gobernantes y legisladores la conve­niencia, oportunidad o necesidad social -en los tiempos que corren y en el escenario internacional en el que nos desenvolvemos- de sancio­nar penalmente a las personas jurídicas por sus infracciones con con­tenido criminal objetivo. Estamos enmarcados, respecto a los ilícitos de las empresas y personas jurídicas en general, como antes señalaba, en la mera responsabilidad civil y en la administrativa sancionatoria, cuestión de fuerte raíz y trascendencia cultural que denota el carác­ter marcadamente clasista de nuestro Derecho Penal, abocado a los delitos de los seres marginales y no a los conectados a los distintos poderes, social, económico o político.

En mi concepto, en cambio, al país en el que hoy nos desen­volvemos, tan integrado cultural y comercialmente con el resto del mundo, le corresponde una más alta sensibilidad frente al delito con­temporáneo, generalmente económico, y frente a sus modernos suje­tos activos, las más de las veces, personas jurídicas. Creo, en síntesis, que debemos preguntarnos si, en el presente, resulta justificado o no hacernos cargo del poder criminal y del impacto criminógeno de las personas jurídicas, más dañoso y trascendente para la vida del país y para el Estado de Derecho que los delitos de las personas naturales.

Concluyendo este capítulo, me parece que es más lógico in­vertir el problema inicial y preguntarnos si son las personas naturales capaces de cometer los delitos más trascendentes contemporáneos, lesivos de bienes colectivos, como las prácticas monopólicas, o en ge­neral los abusos de posiciones dominantes de mercado o de poder, la lesión del orden público económico por variadas vías que hacen per­der la confianza ciudadana, entre otros. Por lo demás, el mundo actual tiene cada vez menos espacios económicos para el hombre o la mujer aislados y se muestra “macroorganizado”, con múltiples organizacio­nes en red o simplemente conectadas en negocios e intercambios, en una lógica de grandes volúmenes; un mundo de organizaciones en el que las más desarrolladas compiten transnacionalmente mejor. Lo dicho convierte a la empresa en el más impactante sujeto activo, en todas las áreas, incluida la penal, de nuestra época. Poco puede incidir en ese mundo el hombre marginal, delincuente de sobrevivencia, al que antes nos referíamos.

En el fondo, por razones bastante similares, el Gobierno de Chile en el Mensaje 54-345, de 11 de octubre de 2001 con que some­tió al Parlamento el proyecto de ley que modifica el cohecho para dar cumplimiento a sus compromisos con OCDE, asume una suerte de compromiso en la materia, empeñándose a tratar el tema al momento de abordar la reforma integral del Código Penal. En efecto, el señala­do Mensaje en lo pertinente señala: “(…) si bien tradicionalmente se ha considerado que la persona moral no puede ser sujeto activo de un delito, en los países desarrollados ha emergido una tendencia, en los últimos años, en orden a reconocer la responsabilidad de las personas jurídicas. Así ha ocurrido tanto en los Países Anglosajones, como en Alemania, Dinamarca, Finlandia, Francia, Holanda, Japón, Noruega, Polonia, Portugal y Suecia.

En América Latina, en cambio, la posibilidad de imponer penas a corporaciones es regida casi exclusivamente en normas de derecho no codificado, pues los códigos penales de la región han seguido el principio opuesto. Cuba y Costa Rica constituían una excepción al efecto; pero, actualmente, luego de la adopción de nuevos códigos en los años setenta, sólo los Códigos Penales de México (artículo 11) y de Puerto Rico (artículo 37) la consideran.” El Mensaje además añade: “El análisis de la responsabilidad penal de las personas jurídi­cas resulta particularmente relevante desde el punto de vista social y criminológico, por cuanto la delincuencia cometida por las personas jurídicas ha crecido en términos cualitativos y cuantitativos en los últimos años. Las estadísticas señalan que los principales delitos en los cuales se ven involucradas las personas jurídicas en el mundo son, entre otros, los delitos contra el medio ambiente, los delitos económi­cos, la evasión tributaria, la corrupción pública y la obstrucción a la justicia, todos los cuales producen un impacto social profundo, fre­cuentemente mucho mayor al que resulta del actuar de personas natu­rales”. Lo expresado no es menor en relación con el estudio que nos ocupa y con lo que hemos planteado sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas en este Capítulo, considerando especialmente la vigencia y peso en Chile del principio societas delinquere non potest y la vigencia de los artículos 39 del Código de Procedimiento Penal y 58 del Código Procesal Penal, antes referidos. Además, tal Mensaje formula, como decía, una suerte de promesa gubernamental sobre la materia al declarar que “El estudio de una posible regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas es un tema de interés para el Gobierno. Sin embargo, ello debe tratarse en el marco de una normativa general y no a propósito de un proyecto de ley específico como el presente, en especial. En tal sentido, incorporar el referido análisis dentro del Programa de Trabajo de la Reforma al Código Pe­nal en actual estudio, constituirá una preocupación gubernamental”.

[1] CLARA LEONORA SZCZARANSKI CERDA. Ex Presidenta y actual Abogada Consejera del Consejo de Defensa del Estado.

2 Caro, Coria, Dino Carlos, en: El Penalista Liberal, p. 985 y siguientes. Este autor, en su homenaje a Rivacoba, comienza haciendo ver que éste, en su “Programa Analítico de Derecho Penal”, entendió el tema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas como un tema “de consideración especial”, desde la perspectiva del sujeto activo del delito.

3 Cfr. Righi, Esteban, Los delitos económicos, Ad Hoc S.R.L. Villela Editor, 2000, Buenos Aires, p. 146.

4 Caro, Op. Cit., p. 997.

5 Eurodelitos. Derecho penal económico de la Unión Europea. Director Klaus Tiedemann. Coordinador Adán Nieto Martín. Colección monografías. Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Cuenca. 2003. Versión española del trabajo del profesor Quintero Olivares publicado en 2002 por la Editorial Haynemann.

6 Cfr. Righi, Op. Cit., p. 144 y siguientes.

7 Hirsch, Hans Joachim, Derecho penal. Obras completas. Tomo III. Editorial Rubinzal– Culzoni. Buenos Aires, 2002, p. 114

8 Fukuyama, Francis, La Construcción del Estado, Ediciones B, S.A., Barcelona, España, 2004, p. 38.

9 Fukuyama, Op. Cit., 2004, p. 42.

10 Hirsch, Op. Cit., p.´111.

11 Cfr Alessanndri Arturo, Somarriva Manuel y Vodanovic Antonio, Tratado de Derecho Civil, T. I, Redactado y ampliado por Vodánovic Antonio, Ed. Jurídica de Chile, 1998, pp. 497 y siguientes.

12 Alessandri, Op. Cit., p. 500.

13 Alessandri, Op. Cit., p. 502

14 Hirsch, Op. Cit., pp. 112-113

15 Hirsch, Op. Cit., pp. 26-27.

16 Lyon Puelma, Alberto, Personas Jurídicas. Ediciones de la Universidad Católica de Chile. 2003, p. 22.

17 Lyon, Op. Cit., p. 25.

18 Gómez Jara-Díez, ¿Responsabilidad penal de todas las personas jurídicas? Culpabilidad e imputabilidad en un verdadero derecho penal empresarial”. Derecho Penal Contemporáneo, Revista Internacional, Legis, Bogotá, abril-junio 2006.

19 Kelsen, Hans, Teoría Pura del Derecho, Buenos Aires, 1965, p. 125 y siguientes.

20 Elementos de Derecho Civil, t. I, México, 1945, p. 256.

21 Lyon, Op. Cit., p. 42.

22 Lyon, Op. Cit., p. 45.

23 Righi, Ibídem, p. 141.

24 Gracia Martín, en A.A.V.V. sobre La responsabilidad penal de las empresas y sus órganos y responsabilidad por el producto. Editor J.M. Bosch S.L. Barcelona, 1996, pp. 35 y siguientes.

25 Gracia Martín, Op. Cit. p 38.

26 Gracia Martín, Op. Cit., p. 40

27 Gracia Martín, Op. Cit., p. 43

28 Bajo Fernández, en A.A.V.V. Responsabilidad Penal de las empresas y sus Órganos,

  1. 30.

29 Véase también en general a Bajo Fernández Miguel en A.A.V.V. sobre La responsabilidad penal de las empresas y sus órganos y responsabilidad por el producto. Editor J.M. Bosch S.L. Barcelona 1996. pp. 17 y siguientes.

30 Santos Barbero, Marino, en: “Estudios de Derecho Penal Económico”. Ediciones de la Universidad de Castilla–La Mancha. Editores Luis Arroyo Zapatero y Klaus Tiedemann. Colección Estudios. España. 1994. P. 25 y siguientes.

31 Santos Barbero, Op. Cit., p. 32.

32 Maturana, H. y Varela, F. (1990). El árbol del conocimiento. Madrid Debate.

33 Gómez Jara-Díez, Op. Cit.

34 Matus A., Jean Pierre, Derecho Penal del Medio Ambiente. Estudios y Propuesta para un Nuevo Derecho Penal Ambiental Chileno. Editorial Jurídica de Chile, Santiago, Chile, 2004, 245 páginas, pp. 130-142.

35 Matus, Op. Cit., p. 130.

36 Matus, Op. Cit., pp. 133-134.

37 Matus, Op. Cit., p. 135.

[38] Bajo Fernández, Miguel, Op. Cit., p. 30.

[39] Paréntesis del autor.

[40] Hirsch, Op. Cit. Pp. 118-119.

[41] Cfr. Hirsch, Op. Cit., p. 116.

44 Gómez-Jara Díez, Op. Cit., p. 15

45 Gómez-Jara Díez, Op. Cit., pp. 22-23.

46 Gómez-Jara Díez, Op. Cit, p. 125.

47 Gómez-Jara Díez, Op. Cit., p. 159.

48 Gómez-Jara Díez, Op. Cit., p. 168.

49 Jakobs Günther, en A.A.V.V. sobre La responsabilidad penal de las empresas y sus órganos y responsabilidad por el producto. Editor J.M. Bosch S.L. Barcelona 1996. pp. 75 y siguientes.

50 Jakobs Günther, Op. Cit., p. 76.

51 Jakobs profundiza otros casos como el de conformidad informal (voto a fi n posterior que no puede ser contabilizado); el de colaboración disidente (de quien pudo evitar la votación no otorgando quórum); el de no haber dificultado el hecho influyendo o actuando sobre los que decidieron); entre otros, y da numerosos ejemplos prácticos.

52 Jakobs Günther, Op. Cit., p. 78.

53 Jacobs Günther, Op. Cit., p. 79.

54 Jakobs Günther, Op. Cit., p. 81.

55 Jakobs Günther, Op. Cit., pp. 90- 91.

56 Hirsch, Op. Cit., pp. 121 y siguientes.

57 Hirsch, Op. Cit., pp. 125-126

58 Bustos Ramírez, Juan, Obras completas, T. II Control social y otros estudios. ARA editores, Perú, 2004, pp. 34 y siguientes.

59 Hirsch, Op. Cit. p. 128.

60 Bustos, Op. Cit. p. 785.

61 Bustos, Op. Cit. p. 180.

62 Righi, Esteban, Los delitos económicos, Ad Hoc SRL, Villela Editor, Buenos Aires, p. 125.

63 Taruffo, Michelle. La justicia civil: ¿opción residual o alternativa posible? Madrid: Trotta, 1996.

64 Bustos, Op. Cit., p. 192.

65 Righi, Op. Cit., p. 137.

66 Bottke, Wilfried en A.A.V.V. sobre La responsabilidad penal de las empresas y sus órganos y responsabilidad por el producto. Editor J.M. Bosch S.L. Barcelona 1996. pp. 129 y siguientes.

67 Bottke, W., Op. Cit., p. 142.

68 Alessandri, Op. Cit., p. 502.

69 Excepcionalmente, en atención al peso de la realidad económica y de sus modos, leyes especiales han tenido distinto criterio y han impuesto penas a las personas jurídicas como, por ejemplo, la disolución prevista en la primitiva Ley Antimonopolios, N° 13.305, reemplazada primero por el D.L. 211 de 1973 y, luego, por del DECRETO No. 511 de 17 de septiembre de 27/10/1980 que: “FIJA EL TEXTO REFUNDIDO, COORDINADO Y SISTEMATIZADO DEL DECRETO LEY Nº. 211, de 1973. La nueva normativa, en su art. 5, señala: “Deróganse las disposiciones del Título V de la Ley Nº 13.305.Declárase que las conductas comprendidas en los hechos constitutivos de delito con arreglo a lo establecido en los artículos 1º, 2º y 3º de esta ley, según el texto original del Decreto Ley Nº 211, de 1973, realizadas con anterioridad a la vigencia del citado cuerpo legal, no serán susceptibles de ser sancionadas en conformidad con lo expresado en los referidos preceptos, ni, tampoco, de acuerdo a lo que estatuía el Título V de la Ley Nº 13.305, derogado por el inciso anterior de este artículo, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 1º transitorio. Los criterios socioeconómicos, obviamente, han sido también determinantes, cada vez, en las modificaciones a esa normativa.

70 Dirigida al control de los entes aseguradores de las prestaciones en salud.

71 Con alcances también sobre los empleadores personas naturales.

72 Lyon, Op. Cit., p. 39.

73 Lyon, Op. Cit., p. 34.

74 El Art. 39 del C.P.P. prescribe: “La acción penal, sea pública o privada, no puede dirigirse sino contra los personalmente responsables del delito o cuasidelito. En el mismo sentido dispone el nuevo Código Procesal Penal: Art. 58 Responsabilidad penal. La acción penal, fuere pública o privada, no puede entablarse sino contra las personas responsables del delito.

La responsabilidad penal sólo puede hacerse efectiva en las personas naturales. Por las personas jurídicas responden los que hubieren intervenido en el acto punible, sin perjuicio de la responsabilidad civil que las afectare.

75 Lyon, Op. Cit., pp. 61-62.

76 Las anteriores constituciones, de 1833 y de 1925, utilizaban el término “habitantes”.

77 Cfr. Cea Egaña, José Luis, El sistema constitucional de Chile. Síntesis crítica. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Universidad Austral de Chile. 1999 y Dto. N° 100, D.O. de 22-09-2005 que fija texto texto modificado y refundido de la Constitución Política de la República de Chile.

78 Lyon, Op. Cit., p. 40.

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