A. DOCTRINA

EL FENÓMENO DE LA DELINCUENCIA: ¿REALIDAD SOCIAL, INVENTO COMUNICACIONAL O ESPECTÁCULO DE MASAS?. Edgardo Viereck Salinas

Lectura estimada: 30 minutos 1238 views
Descargar artículo en PDF

 

 

EL FENÓMENO DE LA DELINCUENCIA:

¿REALIDAD SOCIAL, INVENTO COMUNICACIONAL O ESPECTÁCULO DE MASAS?

Edgardo Viereck Salinas [1]

RESUMEN: En el presente artículo se buscan puntos de encuentro entre el fenómeno de la delincuencia, tal como lo entienden y puede encontrarse tratado en las Ciencias Sociales –particularmente la Sociología y la teoría de la Comunicación–, el Cine y el Derecho, especialmente el Derecho Penal.

ABSTRACT: This article looks for points of encounter between the phenomenon of crime, as it is understood by social sciences – particularly in Sociology and in communication theory – , cinema and law, especially criminal law.

PALABRAS CLAVE: Criminología – Cine – Delincuencia – Derecho Penal – Sociología – Teoría de la Comunicación.

KEYWORDS: Communication theory – Crime – Criminal law – Criminology – Film – Sociology.

TABLA DE CONTENIDOS: I. Introducción. II. Las ciencias sociales, el cine y el derecho penal. III. El delito en el cine y la política de los grandes géneros. IV. Reflexiones finales. Bibliografía.

TABLE OF CONTENTS: I. Introduction. II. Social Sciences, cinema and criminal law. III. Crime in cinema and politics of the great genres.

  1. Final thoughts. Bibliography.
  2. Introducción

En las siguientes líneas, intentaremos identificar algunos puntos de encuentro entre el fenómeno de la delincuencia, tal como lo entienden y puede encontrarse tratado en las Ciencias Sociales –particularmente la Sociología y la teoría de la Comunicación–, el Cine y el Derecho, especialmente el Derecho Penal.

¿Qué hay de común en el afán de todas estas distintas disciplinas por interesarse en el fenómeno delictual? ¿Debería haber algo? ¿Por qué?

Son estas algunas de las preguntas que intentaremos plantearnos. Será, por tanto, una invitación a visitar o revisitar el tema desde una perspectiva interdisciplinaria.

Se trata entonces de repasar estos tópicos con un cierto aire fresco.

Por otro lado, cabe preguntarse por el aporte concreto de cada una de estas disciplinas a una mejor comprensión del fenómeno delictivo en general.

  1. Las ciencias sociales, el cine y el derecho penal

II.1. Ante todo: ¿Por qué justamente estas disciplinas?

Por una razón muy simple: el delito es hoy materia de ley, tanto como insumo predilecto de los medios de comunicación y material de interés para el arte y el espectáculo popular, principalmente el cine entendido como la expresión culminante de lo que se conoce como la cultura de masas.

Asimismo, la delincuencia dejó de ser monopolio de los espacios donde se construía la verdad desde una atalaya “inmaculada”, como, por ejemplo, las iglesias, pues ellas mismas, sin importar su credo, han perdido su ancestral reputación de inmunidad pasando a ser lugares donde también es posible encontrar delincuencia y delincuentes.

Esto ha provocado, como consecuencia, otro fenómeno discursivo de interés, y es que se ha dejado de hablar del delito como un asunto de moral o de valores absolutos o eternos, para mirarlo como un fenómeno social más.

En pocas palabras, sin dejar de ser importante, el delito dejó de ser un asunto trascendente para convertirse en contingente, esto es, pasó a ser una cuestión política y social mucho más que moral.

A esto han cooperado de manera decisiva, sin duda, el desarrollo de disciplinas como la Sociología y la Antropología Criminal, así como la Filosofía Contemporánea, con aportes que han obligado a la misma Ciencia Jurídica a revisar tradicionales postulados acerca del delito como una cuestión de lo debido y de lo prohibido, para ubicarlo en un terreno más complejo en que conviven acercamientos que proponen a la transgresión punible como un objeto polivalente, digno de atención por sus variadas dimensiones.

La trasgresión punible ya no es solamente una cuestión digna de reprobación sino también de observación, pues bien vista resulta digna de respeto y consideración.

Así es como este tema lo ha recuperado, por ejemplo, el arte contemporáneo a través de la Literatura, el Teatro y el Cine.

Y así es como, por otra parte, lo ha reconocido un conjunto no menor de países cuyas políticas criminales han evolucionado desde la sanción meramente retributiva hacia la búsqueda de otras vías de solución. De hecho, se habla de prevenir y no sólo de sancionar.

Los catálogos punibles han disminuido, las prisiones han sido reemplazadas por otras formas de compensación del daño causado, la mediación entre víctima y victimario ha ganado terreno entre las herramientas del sistema penal para superar los problemas derivados de cárceles sobrepobladas que no garantizan la paz social. Se habla de delitos irrepetibles y de promover el acercamiento entre víctimas y victimarios.

Estamos frente a un panorama muy distinto del que era posible apreciar hasta no mucho tiempo atrás.

Pero, más allá de todos estos indesmentibles avances, ¿son las cosas tan diferentes ahora? ¿Se cometen menos crímenes que antaño? ¿Vemos hoy al criminal de manera tan distinta a como lo vieron nuestros padres o abuelos?

Vamos por parte.

II.2. ¿Qué nos dicen el arte y el espectáculo?

Reiteramos que el mundo del crimen es tema recurrente y protagónico en la cultura de masas, especialmente en el Cine, a tal punto que se ha convertido en uno de sus géneros clásicos, más conocido como cine policial, con sus variantes de cine de gánsteres, film noir, cine negro o criminal.

Se trata de un amplio abanico de películas, muchas de ellas convertidas en íconos universales, que dan cuenta del interés de la industria fílmica y sus creativos –directores, guionistas y productores– correlativo al interés del gran público, en todo el mundo, por ver historias que los sumerjan en el mundo de los que violan la ley.

El crimen y quienes lo cometen convoca y es objeto de curiosidad morbosa, y la figura arquetípica del criminal resulta fascinante por encontrarse en los extramuros de la comarca.

Se trata de una imagen que cruza el mito y la pesadilla colectiva a la vez.

Nadie quiere estar en el lugar del delincuente perseguido o fugitivo, pero todos fantasean con parecerse a él alguna vez pues nos recuerda que libertad existe incluso más allá de los límites impuestos por la sociedad.

El criminal nos recuerda el mal pero también la posibilidad de rebelión contra el orden establecido. Nos resulta temido y atractivo, incómodo y a la vez fascinante.

Estamos ante una paradoja de la que el Cine saca partido estético, además de económico.

Pero, más allá del espectáculo y el negocio, ¿se puede hablar de un aporte real del Cine a la comprensión del fenómeno delictivo? ¿O se trata apenas de un ejercicio de proyección fantasiosa de una seudo realidad?

La respuesta no podrá ser única pues las películas son artefactos culturales de una peculiar complejidad.

A la vez que obras de expresión artística, las películas son objetos de culto y fetichismo, como también referentes para la moda, material de interés para los estudiosos y negocio. Todo a la vez.

Así, lo que una película puede ofrecer como mundo posible opera en el inconsciente colectivo como gatillador de fantasías (y fantasmagorías, por qué no decirlo) pero también como visión premonitoria de un futuro próximo que el “ojo del artista”, por su especial sensibilidad, se presume que ha podido intuir.

El cine, está dicho, impone modos de vivir, sentir y percibir, valida conductas, sugiere horizontes valóricos y opera como “abre latas” de la caja de Pandora en la que se encierran todo tipo de ilusiones, pulsiones y represiones individuales y compartidas por toda una comunidad.

Toda esta complejidad depende de múltiples factores coyunturales, incluyendo las estrategias comunicacionales y hasta el presupuesto para marketing con que cuenta una película al momento de su estreno, y muchas veces son esos los factores que definen la suerte de la obra, entendida como producto de consumo, en términos de cómo será recepcionada, comprendida y valorada, ya sea que se convierta en éxito inmediato o, por el contrario, le tome tiempo –a veces años– poder ganarse un espacio como objeto estético de culto o referencia de expertos acerca de un determinado tema.

Hablamos de la imagen que el espectáculo fílmico, y por derivación otros espectáculos masivos, ofrecen del delito y el delincuente.

II.3. Por su parte el Derecho, ¿qué imagen ofrece del delito y de quien lo comete? ¿Colabora realmente a una mejor comprensión del fenómeno delictivo? ¿Qué consigue con sus recursos y técnicas? ¿Sancionarlo? ¿Regularlo? ¿Evitarlo? ¿O promoverlo?

La ley penal (chilena) es esencialmente retributiva y se encarga de las conductas de los hombres, no de los hombres en cuanto tales.

No se castigan formas de ser sino actos debidamente probados, y el castigo busca ser razonable según ciertos parámetros de cálculo de la culpabilidad, que aspiran a acercarse a un cierto ideal de justicia y equidad.

Se presume que con esto se está validando el imperio de la ley entendida como mecanismo que pretende ser ejemplarizador, de cara a una masa ciudadana presuntamente expectante de ver cómo se evita la proliferación del caos y la barbarie.

Hay allí una ilusión de encontrar la paz social.

Pero no se trata de cualquier paz, sino una paz que resulte como consecuencia de un determinado orden, un orden para que haya Patria, ya sea por la razón de la Ley o, en su defecto, por la fuerza coactiva de los Tribunales y el sistema de prisiones.

El sistema legal penal descansa sobre un fino equilibrio entre libertad y vigilancia, entre respeto a los derechos individuales y necesidad de paz colectiva.

Dejar hacer pero bajo ciertos parámetros de convivencia, lo que equivale a permitir la expresión genuina de la persona humana en todas sus potencialidades, siempre y cuando no pase a llevar a los demás.

Se trata de un llamado de corte esencialmente liberal, sin duda, que hoy en día adquiere una variante aún más sofisticada: la de las libertades vigiladas bajo la forma de democracia tutelada.

La oferta de seguridad ha aumentado, pues la sensación general de inseguridad también ha aumentado.

Tal pareciera que la apertura liberal no ha conseguido sino poner al individuo al borde de un abismo, que no es otro que el abismo del exceso y el descontrol.

Se habla de libertades individuales y derechos de la persona, se discute la necesidad de más o menos Estado, se insiste en eliminar las trabas a la iniciativa y el emprendimiento, con lo cual el hombre parece poder volar a sus anchas.

Pero, por otro lado, se reclama orden ante los arrebatos de una población exaltada –o indignada–, hija de esta suerte de abundancia libertaria, que se manifiesta hastiada del exceso de trabajo, de la burocracia estatal, del abuso del sistema financiero, sin que a la vez consiga controlar su ambición por tener más y, ojalá, cuanto antes.

Entretanto, la banca sigue proveyendo de crédito y la autoridad hace esfuerzos por no elevar impuestos de manera de dar el mayor espacio posible a que el dinero fluya y, con ello, la libertad de hacer y poseer porque de eso se trata todo, finalmente, al menos según los gurúes que hablan del fin de la historia y otras finas yerbas.

Puede decirse que nunca antes hubo tantos recursos para alcanzar el bienestar y, a la vez, tanta gente en el mundo entero reclamando su imposibilidad de alcanzarlo.

Ante este panorama, sin duda paradójico y repleto de contradicciones conceptuales y sobre todo morales y éticas, se le exige al legislador lucidez y eficacia en su tarea de conservar el orden y la paz social.

El Derecho debe ayudar a controlar la ambición sin coartar la libertad que la genera, y debe proveer instrumentos útiles para hacer justicia, pero siempre que todo siga funcionando como hasta ahora pues estaría demostrado que es este, y no otro, el camino adecuado para el crecimiento, entendido como la antesala del desarrollo.

La ley penal, encargada de regular esa complicada zona fronteriza entre lo permitido y lo prohibido, no sólo enfrenta dilemas diarios asociados a tipificar o no una cierta conducta, sino que además debe arreglárselas con un sistema de pesquisa, sanción y vigilancia cada vez más costoso –pues respetar los derechos individuales es caro– y cada vez menos eficaz, pues el encierro físico se vuelve ilusorio ante las posibilidades de la tecnología, especialmente la tecnología de las comunicaciones, que permite estar en todas partes y ninguna a la vez, y facilita la caída de cualquier muro o la apertura de cualquiera reja.

Así, el Derecho Penal se enfrenta no sólo a los tradicionales problemas filosóficos de su fundamento y justificación, sino a cuestiones urgentes y concretas de eficacia y validez.

Qué regular, y para qué regularlo.

Sobre todo, cómo regularlo para que la norma penal no se convierta en letra muerta.

El tema es crucial ya que en el área de lo punitivo la derogación por desuso se vuelve un fantasma tremendamente peligroso, pues conlleva el riesgo de la pérdida de reputación y respeto colectivo, antesala de otros peligros como la corrupción y el caos social, también conocido como anomia.

II.4. Y en este punto, ¿las Ciencias Sociales qué pueden aportar?

Mucho. Y a propósito de anomia, la Sociología se ha acercado al fenómeno del delito ofreciendo pautas de reconocimiento muy útiles para diferenciar hechos delictuales individuales de estrategias criminales amparadas por métodos y estructuras donde el sujeto se vuelve objeto de la manipulación y la violencia física y psíquica de redes organizadas para manipularlo en beneficio de fines “superiores”.

Por cierto, son solamente pautas que sirven como criterios generales, que no resuelven el caso a caso con el que deben lidiar a diario jueces, policías y encargados de investigar presuntas infracciones a la ley.

Pero, resulta interesante apreciar la concordancia que exhiben los modelos de análisis que ofrecen determinadas escuelas sociológicas, con los elementos que aportan, también, ciertas teorías de la Comunicación para comprender mejor el fenómeno de la transgresión, la marginación y el desorden social.

Asimismo, es destacable cómo muchos de esos elementos teóricos encuentran correlato fiel en la formas de expresión del Cine, a través de un imaginario que se instala como referente cultural y parámetro de verdad acerca de lo que es y no es el crimen y el criminal, en nuestra sociedad actual.

Estamos ante un tema vasto e inagotable en los estrechos márgenes de un artículo como este.

  • El delito en el cine y la política de los grandes géneros

III.1. Una película ofrece una poderosa arma de persuasión. Ahora bien, cuando hablamos de persuasión  convocamos a la teoría de la Comunicación para que nos ayude con su noción de persuadir, basada en la premisa de que la emoción puede mucho más que la idea cuando se trata de conseguir que un mensaje resulte efectivo. 

Del griego “per sua dire”, persuadir implica que alguien ha logrado decir algo de mejor manera que su audiencia, la que por eso mismo resulta persuadida. Algo así como “yo no lo habría dicho mejor”, según reza el refrán tradicional.

Ese alguien que es capaz de “decir las cosas mejor que yo”, para efectos de este ensayo, es el Cine, entendido en su triple dimensión de Arte, Comunicación e Industria.

En otras palabras, el Cine se puede entender como una herramienta que permite expresarnos y, a la vez, enviar mensajes que podemos, en el acto de enviarlos, ofrecerlos de manera estratégica para que se orienten al beneficio y al lucro, es decir, a convertir el mensaje en una mercancía “rentable” para quien lo emite.

El contenido esencial de esta “oferta de sentido” es, justamente, la percepción de mundo que la película entrega al espectador.

Por ahora nos interesa la dimensión del Cine como acto de Comunicación, que apela a la idea de que todas las películas nos dicen algo, aunque no busquen hacerlo de manera explícita y directa.

Es un hecho aceptado que hasta el film más comercial y realizado con el propósito de entretener sin más, contiene una idea del mundo o aspectos de eso que llamamos la realidad.

Ahora bien, si aceptamos la idea de que el Cine transmite mensajes, significa que las películas pueden llegar a incidir en el comportamiento de las personas de una forma significativa.

Revisemos un momento esta última afirmación, preguntémonos qué aspecto de la conducta humana puede llegar a ser modificado por la influencia del espectáculo cinematográfico y digamos que, en el nivel más primario, el espectáculo cinematográfico provoca un impacto en nuestra psiquis sin parangón en ningún otro arte o forma de entretenimiento.

La imagen cinematográfica, por sus características no sólo estéticas sino técnicas, es procesada por el ojo y el cerebro de forma tal que genera una sensación de “tiempo presente” muy similar –si no igual– al “estar allí” de manera concreta y directa.

Se trata de una manera muy poderosa de llegar al sistema neuroreceptor del individuo y, a través de este, a su inconsciente.

Por otro lado, el efecto de la “caja negra” que es la sala de cine ayuda a generar esa sensación de soledad e impunidad asociada a cierto anonimato en el que, por un momento, podemos permitirnos toda clase de emociones, reacciones y comportamientos, además de una total libertad de juicio acerca de las cosas.

Estamos hablando no sólo de que el cine puede dar opinión acerca de un cierto tema, sino de persuadir al espectador a cambiar su propia opinión acerca de un cierto asunto.

Agreguemos a esto que si la construcción de la película es lo suficientemente hábil desde el punto de vista narrativo, puede ayudar a generar una ilusión de visión objetiva tal que el espectador, además de cambiar su manera de ver, lo haga convencido de que fue él mismo quien hizo el proceso de revisar sus viejas opiniones pues la película sólo le “mostró” algo que él no había sido capaz de mirar por sí mismo, nunca antes.

Así, nos encontramos con la dimensión actitudinal, es decir, la dimensión más primaria de la conducta humana, la de las actitudes entendidas como las disposiciones mentales hacia un cierto aspecto de la realidad.

Digamos que toda actitud reconoce tres niveles: el cognitivo, que alude a lo que sabemos; el afectivo, referido a lo que sentimos; y el volitivo, asociado a lo que queremos.

Saber, sentir, desear. Sabemos algo y eso nos permite experimentar lo que sentimos respecto a ese algo. Sentir lo que sentimos por ese algo nos permite resolver qué queremos a su respecto.

Cuando llegamos a ese punto, la decisión que desencadenará la acción se encuentra prácticamente tomada.

Una decisión tomada es, en sí misma, una acción, pues hemos determinado nuestra actitud frente al objeto en referencia.

Nuestro “mapa mental” ha sido configurado y se ha consolidado una percepción, o una idea que implica un juicio a partir de la representación que nos hemos hecho de la realidad.

En una palabra, hemos sido modificados.

Cuando esto ocurre, el acto de Comunicación que ha servido de antecedente a todo este proceso ha hecho su tarea, que es la de promover cambios, desde la perspectiva de la persuasión.

III.2. Ahora bien, ¿cómo logra todo esto, por ejemplo, el discurso fílmico?

Una buena respuesta la encontramos en lo que se da en llamar la política de los grandes géneros, a su vez basada en otra teoría: la de las matrices de sentido.

La política de los géneros se confunde con el desarrollo de la industria cinematográfica, especialmente la norteamericana, léase Hollywood.

Desde su origen, preocupada por consolidar el negocio, la industria diseñó un modelo de trabajo que podemos llamar “en serie” y que, por lo mismo, requería “moldes” que permitieran la división del trabajo, la especialización creativa y una metodología que facilitara la producción adocenada de películas para alimentar la gran pantalla.

La operación resultó tan lucrativa como prestigiosa pues dio origen no sólo a un negocio de inimaginadas proporciones sino también a una

“época de oro” que dio reputación artística al cine hecho bajo esas pautas.

Se le llamó cine clásico, pues entregó las grandes pautas estéticas, narrativas, filosóficas y hasta productivas que sirvieron de referencia, y sirven hasta hoy, para que los estudiosos y los creadores de generaciones posteriores tomaran, copiaran, o se rebelaran contra este verdadero canon, dando origen a nuevas propuestas, movimientos y escuelas, denominadas vanguardias.

En este contexto, la consolidación del llamado cine criminal tomó un tiempo y no fue inmediata.

Se necesitaron al menos un par de décadas para que el género, originalmente de “gánsteres” y de estructura y estética algo precarias, pasara a ser un cine “criminal” propiamente tal.

El salto cualitativo se produjo cuando la figura arquetípica del gánster se convirtió en una figura de psicología más compleja, caracterizada porque en el fuero interno del héroe convivían propósitos loables – asociados a la búsqueda de la redención social y personal– con métodos indebidos que, sin embargo, eran mostrados como los únicos posibles para el delincuente.

La incapacidad de superar esta fatal contradicción hizo que el relato gansteril se convirtiera en el relato de seres desesperados, marginados, atrapados por las paradojas de un sistema social que no habían elegido y en el que debían, sin embargo, sobrevivir.

Ya no estábamos ante un “hampón” común y silvestre, sino ante un “criminal”, definido así por sus circunstancias, y no tanto por su conducta.

En efecto, para el espectador ya no se trataba de disfrutar la adrenalina de la “acción” propia de la peripecia criminal (planificación y comisión del delito, escapada, detención, etc.) sino de hacerse cómplice de la caída inevitable de un ser humano, que podría ser él, al cual acompañaba en su descenso al infierno. Una tragedia pura y dura, sin salida ni redención posible.

El género creció en densidad e interés, hasta un punto en que se volvió incómodo para los grandes estudios por las infinitas posibilidades que otorgaba a guionistas y directores para ensayar toda forma de mensajes críticos, a veces francamente corrosivos y al límite de lo subversivo, acerca de temas políticamente inconvenientes para una industria que dependía del beneplácito gubernamental para seguir gozando de buena salud.

El escenario de la guerra fría y la política anticomunista del Macarthismo marcaron el inicio del fin de este fecundo período, que dio a luz las quizás mejores películas sobre el mundo del crimen y los criminales.

Consecuencia de la expulsión y éxodo de gran parte de sus mejores exponentes y creativos, el género fue relegado por los mismos estudios a sus áreas de producción televisiva y, reconvertido en formato de series y tiras por capítulo, retrocedió hacia su primitiva forma de un relato de gánsteres y hampones, con una lógica de buenos y malos que simplificó el fenómeno delictual y lo redujo a material de pasatiempo casi familiar.

Luego del fin de la segunda guerra mundial, en Europa, habría una revitalización del género, principalmente por el interés teórico y estético de cineastas y críticos franceses y alemanes que descubren tardíamente un puñado de títulos que no habían podido apreciar antes, bautizando al género como “film noir”, nombre extraño pero muy acertado para dar cuenta de que el género no trataba de “gente mala”, sino de una dimensión de la realidad en la que el sistema social obligaba a que cualquiera, incluso sin saberlo, sacara lo peor de sí mismo y se convirtiera en delincuente.

Es esta la reflexión más útil y el aporte más concreto y directo que el arte cinematográfico pudo hacer al tema del delito, mostrando que la frontera entre el “bien” y el “mal” es demasiado fina como para poder separar a los “buenos” de los “malos”.

El Cine había logrado, por esta vía, humanizar un tema que siempre fue monopolizado por la reflexión filosófica de inspiración religiosa, demostrando que la definición del crimen y la figura del criminal era una cuestión social, política y cultural, asociada a intereses de grupos de poder, mucho más que a valores de supuesta vigencia universal.

El cine criminal o “film noir” había dejado una profunda huella que, luego, cineastas de vanguardia retomarían con nuevos temas y nuevas exploraciones estéticas y filosóficas, dando a luz nuevos clásicos.

No obstante, y aunque hubo ejemplos de buenos ejercicios estéticos que recordaban los mejores momentos del género en su expresión más pura, lo cierto es que el daño ya estaba hecho y no podía decirse que estuviéramos en presencia de un “regreso a la vida” de esta forma de expresión que, en su momento, tanto dijo acerca de lo que es el mundo del crimen y de quienes transgreden la ley.

Con todo, la tradición se proyecta hasta hoy, aunque con mucho menos fuerza que antes, quizás porque en los nuevos tiempos la insistencia por profundizar el fenómeno del delito resulta algo indigesta para una masa habituada a consumir velozmente mensajes de todo tipo.

Y a pesar de que pareciera hoy prevalecer el pastiche algo caricaturesco arraigado en la tradición del comic y la historieta simplista, lo cierto es que algo ya quedó instalado en el inconsciente colectivo como una marca de fuego: el delito y el delincuente ya no está “afuera” sino entre nosotros, y para ser más exactos, todos llevamos un delincuente en nuestro interior que debemos controlar.

Se trata de un llamado poderoso a mirar el fenómeno del delito como algo que debe ser administrado sin la ilusión de erradicarlo de la faz de la tierra, pues la oscuridad que lo rodea forma parte de nuestras posibilidades, lo que equivale a decir que delinquir no es una cuestión de “ser” sino de “hacer”, y por lo mismo, no es un asunto alojado en una supuesta dimensión trascendente del mundo sino, al contrario, es parte de la contingencia.

En una frase: se trata de un asunto humano, no divino, del que nadie está libre y respecto del cual nadie puede pontificar.

En este contexto, resulta inevitable buscar la integración en vez de la marginación, a través de soluciones en vez de simples sanciones, lo cual implica un cambio completo de mirada hacia la comprensión más allá de la regulación.

Compasión más que indignación, y empatía más que curiosidad morbosa, pareciera ser el camino a seguir en este nuevo marco de sentido, en que el delito deja de ser un asunto de expertos para convertirse en un asunto de todos.

A fin de cuentas, hablar del delito y los delincuentes no es sino hablar de una de las más grandes paradojas sobre las que descansa el orden social que nosotros mismos hemos inventado: aquella en la que, de un lado, afirmamos que hay cosas debidas e indebidas y, por otro, vociferamos a todo pulmón clamando por una libertad sin límites.

El orden liberal ha caído en su propia trampa, cruzando dos mensajes claramente contradictorios, con el agravante de que parecieran necesitarse mutuamente pues no habría libertad posible de ser gozada sin unos límites y, sobre todo, una vigilancia adecuada.

Mirado así, este no es ya un problema moral, ético o legal, sino más bien comunicacional.

  1. Reflexiones finales

Somos Sujetos-en-la-Comunicación y Sujetos-en-el-Conocimiento antes que Sujetos del Derecho.

Esto significa que nuestra culturización, con toda su impronta de construcción simbólica e imaginería, se instala en nuestra psiquis antes que el conocimiento experto de la ley.

Nacemos para vivir en sociedad, es cierto, pero esto no significa que la noción del otro y de lo otro resulte como consecuencia de un aprendizaje normativo sino justamente al revés: construimos la dimensión normativa de nuestra existencia como una parte integrante del tejido simbólico con el que alimentamos nuestras ideas, creencias, percepciones y actitudes mentales frente a eso que reconocemos como la realidad.

Resulta especialmente importante considerar los elementos anteriores porque una de las claves para comprender la paradoja que ofrece el delito, y la figura arquetípica del delincuente, es que se trata de algo y de alguien que se parece a nosotros pero que nos recuerda aspectos de nosotros mismos que hemos preferido reprimir u ocultar.

El criminal viene hacia nosotros desde la otra orilla, desde el lado oscuro de la luna, y nos inquieta su cercanía pues tal como yo, o cualquiera que sea como yo, el criminal se ha construido a sí mismo en sus circunstancias y es su falta –o la vivencia subjetiva de una falta– de autodeterminación, lo que le ha impedido ver “mejores” horizontes de vida, siguiendo el camino del delito.

Hay aquí una coincidencia entre las miradas que ofrecen la teoría de la Comunicación, la Sociología criminal y la estética cinematográfica (entendida como la principal fuente generadora de íconos de nuestra cultura de masas) pues todas, sin proponérselo a priori, dan con una clave de enorme importancia: los victimarios son también víctimas.

Mientras el Derecho, y la ley como su herramienta primordial, insisten en regular y sancionar conductas individuales y aisladas del contexto, las Ciencias Sociales, la construcción mediática y el imaginario estético no se cansan de mostrarnos –y demostrarnos– que el crimen es un fenómeno que responde a ciertas lógicas y estructuras de las cuales somos todos en cierta forma responsables, lo que nos obliga a comprender otras dimensiones de la realidad y no sólo el “hecho delictivo” en cuanto tal.

Cuando hablamos de lógicas o estructuras que contradicen la idea del delito como un acto aislado, no nos referimos a la lógica de la fatalidad o de un destino “marcado por la tragedia”, sino a aquella otra que resulta como consecuencia de la estructura social misma y, por lo tanto, es obra del hombre y no de fuerzas superiores ante las cuales nadie puede hacer nada.

Dicho en términos más sencillos, tal pareciera que ya nadie delinque por sí y ante sí, sino como consecuencia de factores que debemos analizar, porque se pueden analizar, como también cambiar pues son resultado de nuestras decisiones acerca de lo que el orden social debe y no debe ser, y puede o no puede llegar a ser.

El delito y el delincuente ya no pueden ser vistos como un “otro” que vive “fuera” de los límites de la ley “natural” sobre la que se sostiene toda sociedad “sana”, sino al revés, es decir, que son la ley y la sociedad las que crean estos límites que, naturalmente, no existen.

Siguiendo esta perspectiva, conceptos como la culpa, o la cuantificación de la pena, o ideas como aquella de la prevención general o la resocialización del condenado, debieran encabezar una larga lista de ideas que por mucho tiempo se han instalado acerca del delito y la figura del delincuente, las que debieran ser revisadas bajo la lupa de un humanismo de nuevo cuño, no ya inspirado en fundamentalismos altisonantes, ni deudor de alguna ilusión igualitaria sino, simplemente, basado en una cuestión de sentido común: todos podemos convertirnos en delincuentes, porque todos tenemos al menos una oportunidad en la vida para hacerlo y, lo más importante, porque todos alguna vez hemos al menos fantaseado con la idea de ser uno de ellos.

Quizás la primera de todas estas ideas a revisar, sea aquella que asume el delito como algo aprehensible por la vía de una cierta mirada “científica” y objetiva, cuando lo cierto es que se trata de una construcción social que cierta filosofía de inspiración teologizante y con afanes trascendentalistas en algún momento fraguó y se preocupó de consagrar como una verdad indiscutible en el imaginario colectivo, obviando el hecho de que se trata de un constructo cultural que ha alimentado una cierta actitud mental generalizada frente a este tema, entendida esta actitud mental exactamente como la definimos al principio, es decir, como un conocimiento, un sentimiento y un cierto deseo de que las cosas sean de un cierto modo, aunque la evidencia indique otra cosa.

Afortunadamente el peso de los acontecimientos, además de lo poco que logró la modernidad, con su promesa de superar la noción del crimen y el castigo para remplazarla por otra presuntamente más “eficaz”, son hechos que han ido lenta pero irrefutablemente dejando ver lo que el acusado dice en memorables palabras a su juez, apuntándole con el dedo en aquella inolvidable pieza teatral: no olvides que si tú estás allí sentado juzgándome, es porque yo existo.

Bibliografía

Coma, Javier. “Diccionario de Cine Negro”. Plaza-Janés Editores S.A. Barcelona. 1990.

Nakousi, M. y D. Soto (editores). Cine y Criminalidad Organizada. Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2012.

Arenas Carrillo, R. “Introducción a la Fenomenología”. Noemágico, 2006. Disponible en Internet en: http://noemagico.blogia.com/2006/033001-introduccion-a-lafenomenologia.php

Carregha, G. y otros. “La Fenomenología”. El Pensamiento Fenomenológico en la Comunicación. 2008. Disponible en Internet en: http://fenomenologia8.blogspot.

com/2008/05/la-fenomenologa.html

Colodro, M. “Esencia, intencionalidad y tensión en la Fenomenología de Husserl”. En: Revista Observaciones Filosóficas No. 3 – 2006. Disponible en Internet en: http://www.observacionesfilosoficas.net/fenomenologiamax.html

Josgrilberg, F., “La fenomenología de Maurice Merleau-Ponty y la investigación en comunicación”. Signo y Pensamiento. 2008, XXVII (enero-junio). Disponible en Internet en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=86005205

Rojas, I. “Theodor W. Adorno y la Escuela de Frankfurt”. En: Revista Convergencia.

Año 6, número 19: pp. 71- 86. 1999.

[1] EDGARDO VIERECK SALINAS. Cineasta. Abogado PUC. Post Título en

Realización Cinematográfica UDP (Chile). Post Título en Guión EICTV (Cuba) y

SUNDANCE FILM INSTITUTE. Ex Director Académico de la Especialidad de Cine, Escuela de Comunicación Audiovisual, UNIACC. Candidato a Magíster en Comunicación Estratégica por USACH.

CONTENIDO