REVISTA 37

C. RECENSIONES BIBLIOGRÁFICAS

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Arturo Felipe Onfray Vivanco [1]

COUTURE, EDUARDO. Los Mandamientos del Abogado. IURE Editores, México, 2002, 49 páginas

La grandeza de una obra se mide no solamente en su extensión, sino que, también, en su profundidad. Así algunos artistas, como Carlos Faz, han partido jóvenes y no obstante lo acotado de su trabajo, él se alza de una manera coherente y sólida, agigantándose con el tiempo. De igual modo, el breve poemario de nuestro premio nobel, Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, escrito cuando el autor tenía 19 años de edad, es probablemente la creación con la cual siempre se le recuerda, la que, no en vano, es una de las cúspides literarias del Siglo XX, un ícono de la cultura nacional y mundial.

Algo similar puede afirmarse del texto “Los Mandamientos del Abogado”, escrito por Eduardo Couture, el cual, pese a su reducida extensión, constituye un trabajo con enorme contenido ético, que se divulga generosamente en los despachos jurídicos en afiches que reproducen sus enunciados centrales.

Tal como en alguna oportunidad indiqué, en las mismas páginas de la revista que hoy acoge estos párrafos, Eduardo Couture fue un verdadero maestro y poeta del Derecho Procesal. En su medio siglo

de vida, además de alcanzar importantes honores, entre los cuales destacan el Decanato del Colegio de Abogados y de la Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo, desarrolló una relevante producción bibliográfica, la cual brilla “por la profundidad y firmeza científica y por la belleza de la forma”, incluyendo, según señala Adolfo Gelsi Bidart, cursos de orientación legislativa, monografías, libros de conceptuación general y obras de prelegislación, siendo ejemplos centrales de tal ejercicio la “Introducción al Estudio del Proceso Civil”, los “Fundamentos del Derecho Procesal Civil” y “Los Mandamientos del Abogado”.

La génesis de la obra “Los Mandamientos del Abogado” se remonta hacia fines de los años cuarenta, siendo su antecedente una publicación en la Revista de Derecho Procesal de 1948, a la cual siguió una conferencia pronunciada en el Colegio de Abogados de Buenos Aires, reproducida en el Boletín del señalado órgano en el año 1949.

Los mandamientos se estructuran sobre la base de un decálogo de máximas que se epitomizan en simples verbos rectores –estudiar, pensar, trabajar, luchar, ser leal, tolerar, tener paciencia, tener fe, olvidar y amar la profesión– los cuales son seguidos de un breve enunciado y un posterior desarrollo.

Así la exigencia de estudiar se asocia al hecho que el Derecho se transforma constantemente. El abogado, de no seguir sus pasos, cada día lo será un poco menos. Aquel juicio del maestro hoy, casi setenta años después de su formulación, se revela como una premonición. En efecto, hemos sido testigos de cómo, a partir de los años cincuenta, el Derecho ha conocido profundos cambios, entre ellos la Constitucionalización del Derecho, la Internacionalización del Derecho y el progresivo desarrollo del Acceso a la Justicia.

El pensar supone que el derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando. La zona de tránsito del relato desnudo de los hechos a las argumentaciones jurídicas que se someten al conocimiento del tribunal, no solamente resulta de aplicar la dogmática a las premisas fácticas, más, asimismo, otros elementos como son la inteligencia, la

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intuición y la sensibilidad. La dinámica que nace de tal sinergia supone la praxis del pensamiento aplicado.

La exigencia de trabajar reconoce que la abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia. En dicho ejercicio muchos casos serán de complejidad modesta, probablemente rutinarios. Algunos, sin embargo, serán los grandes casos de la profesión, los cuales, en algunos ámbitos, como acontece con la abogacía del Estado, son de recurrencia más frecuente. Todos ellos, del pequeño juicio de arrendamiento hasta el más complejo caso de responsabilidad estatal, sin embargo, requieren de una disposición de donación en pro del éxito de la justicia.

La lucha exige del abogado combatir por el Derecho, a lo cual agrega Eduardo Couture que el día en que el abogado encuentre en conflicto el Derecho con la Justicia, el profesional del Derecho debe luchar por la Justicia. En la explicación de la presente exigencia deontológica ocupa un rol central la necesaria distinción entre fines y medios, los cuales no deben ser confundidos ya que, de así acontecer, aparecerán prácticas ubicadas en los márgenes de los institutos procesales, como son las impugnaciones inmotivadas o las incidencias meramente dilatorias.

La exigencia de lealtad, supone ser leal con el cliente, a quien no se debe abandonar hasta que se comprenda su indignidad respecto del profesional; serlo con el adversario, aun cuando él sea desleal; y serlo con el juez que ignora los hechos y debe confiar en lo que el abogado dice y que, en cuanto al derecho, alguna que otra vez, debe confiar en el que el abogado invoca.

La tolerancia importa respetar la verdad ajena en la misma medida en que se quiere que sea tolerada la propia, lo cual no es sino una manifestación de la incerteza del Derecho, en cuanto las verdades de las partes, expresadas en los escritos principales del contradictorio, son contingentes y no es sino hasta la certeza de la cosa juzgada que aquella se supera.

La demanda de paciencia reconoce que el tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración. El desarrollo del procedimiento supone la necesidad de observar muchas formas de paciencia, ya sea para

escuchar, para soportar al adversario, para esperar la sentencia y, sobre todo, para soportarla cuando es adversa, tal como lo recuerda el drama socrático, ocurrido en el lejano año 399 antes de Cristo.

La exigencia de fe del abogado, afirma Eduardo Couture, debe canalizarse respecto del Derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; de la justicia, como destino normal del derecho; de la paz, como sustitutivo bondadoso de la justicia; y, sobre todo, de la libertad sin la cual no hay Derecho, ni Justicia, ni Paz.

El olvido se asocia a que la abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fuera cargada el alma del abogado de rencor, llegaría un día en que su vida sería imposible. Concluido el combate, se debe olvidar tan pronto la victoria como la derrota. Así los juicios no solamente exigen el desarrollo de una lucha correcta y leal, sino que también una necesaria capacidad de acatar el juicio jurisdiccional.

Finalmente, se impone amar la profesión. El abogado, dice Eduardo Couture, debe considerar la abogacía de tal manera que el día en que su hijo o hija le pida consejo sobre su destino, aquél considere un honor proponerle que se haga abogado o abogada. Dicha advertencia nace de la transformación del oficio en un arte, el cual se ama y, como todo amor, convoca, en especial a los hijos e hijas que permiten la construcción de la récit à la chaîne que es la vida.

Los mandamientos de Eduardo Couture son un decálogo, no de adoración como los del Deuteronomio y del Éxodo, sino de principios éticos, verdaderos compromisos del ejercicio profesional y alma del abogado. En tiempos de cambios y de crisis de los compromisos fiduciarios se busca un retorno a las esencias, como, por lo demás, lo propuso Francisco Carnelutti, curiosamente también en 1949, fecha de publicación de los mandamientos, en su celéberrimo Torniamo al giudizio, incorporado aquel ya distante año en la Rivista di diritto processuale.

[1] ARTURO FELIPE ONFRAY VIVANCO. Abogado del Departamento de Estudios

del Consejo de Defensa del Estado y Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Finis Terrae. Licenciado en Derecho y Educación, Magíster en Sociología del Derecho (MA) y en Teoría del Derecho (LLM) y Doctor en Derecho (PhD) de la Universidad Católica de Lovaina. Miembro de los Institutos Chileno de Derecho Procesal e Iberoamericano de Derecho Procesal y de la Asociación Internacional de Derecho Procesal.

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