REVISTA 40

C.RECENSIONES BIBLIOGRÁFICAS

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RECENSIONES BIBLIOGRÁFICAS

Arturo Felipe Onfray Vivanco [1]

PRADO, PEDRO. Un juez rural. Nascimento, Santiago, 1924, 258 páginas.

Hace algunos meses llegó a mis manos, casi por azar, la primera edición de un añoso libro, publicado en 1924 por la editorial Nascimento. Se trataba de la novela de Pedro Prado (1886-1952) titulada Un juez rural, la cual había permanecido, por un, atribuyo, error de empaste, con sus hojas sin abrir por casi un siglo. Con emoción comencé, con un abrecartas, el proceso de develar una a una sus hojas largamente selladas.

Se trata la mentada obra de una de las novelas centrales de la literatura nacional, escrita por el fundador del recordado Grupo de los Diez, una pléyade de intelectuales, entre ellos notables artistas visuales, escritores y músicos, que descolló en la escena cultural del primer cuarto del siglo XX.

En dicho fértil territorio germinó Un juez rural, obra que testimonia los derroteros de Esteban Solaguren, un arquitecto —al igual que Pedro Prado—, en su breve ejercicio, de dos meses, como juez de subdelegación en, entonces, la periferia de Santiago.

Si bien la novela, allende las consideraciones al oficio judicial, explora con atención los aspectos cognitivos y psicológicos del protagonista así como el contexto familiar y social del protagonista, a lo cual se suman las cuestiones asociadas a la evolución del lenguaje y de la narración, todos temas de gran interés, en las líneas que siguen quisiera centrarme en algunas consideraciones sobre el oficio del juez de subdelegación y su retrato en la novela, un repaso sobre los más relevantes casos sometidos al conocimiento del magistrado y, finalmente, ciertos acentos sobre la renuncia a su posición en la judicatura.

En cuanto al oficio del juez de subdelegación y su retrato en la novela, los desarrollos a tal ejercicio asociados se inician con un largo sobre apoyado contra un florero, el cual el protagonista abre de manera displicente, “mas, cuando sus ojos recorrieron el pliego que el sobre contenía, una sonrisa indefinible se insinuó en la comisura de sus labios”, al advertir la proposición de su nombre como juez frente a las advertencias de su mujer quien le reclamaba: “Una nueva molestia que te echarías encima”. Si bien en el protagonista hubo iniciales reticencias —“¿Me crees loco? Yo, juez… Aunque… tal vez me agradase, sabes… pero ya presiento las molestias”— finalmente aceptó el cargo y de un arquitecto —en cuyos días no estaban ausentes las “reyertas con contratistas y obreros”— transitó a un juez en un juzgado de subdelegación, quien está llamado a resolver en conciencia.

Se trata, a los ojos de la cultura legal interna hoy predominante en el país, de una opción más bien distante de aquella que favorece la existencia de jueces legos, que, como se afirma en estudios de fines del siglo XIX, se explica, por un lado, por las dificultades asociadas a la provisión de ciertos cargos judiciales, tal como se afirma en una memoria de prueba que linda ya los ciento treinta años: “(…) inútil sería siquiera indicar la idea de que todo puesto judicial deba ser servido por letrado, o, mejor dicho, que ningún lego pueda administrar justicia, por cuanto habrían de ser raros los letrados que consintieran en administrar la de mínima i menor cuantía”; a lo cual se suma, por otro lado, el valor que pueden aportar destacados ciudadanos en favor de una mejor justicia, más allá de su falta de formación formal en el ámbito del Derecho. A dicho, respecto, en el mismo texto —titulado “De la jurisdicción de los jueces no letrados” — se afirma que “esto es un honor, porque debe recaer solo en personas que inspiren plena confianza i porque de las instituciones sociales ninguna considero llamada a desempeñar un papel mas importante que el poder judicial, base del orden i de la propiedad; i porque creo que ningún cargo público proporcionará más satisfacción a los que lo ejercen que aquel que les confiere la facultad de dar a cada uno lo suyo, sin tomar en cuenta el caudal de las personas que piden la protección de la lei”. Ciertamente, en la especie, se advierte un incordio para el jurista actual, al menos aparente, entre Derecho y Justicia, que resulta en una ventana para permitir comprender, de mejor manera, finalmente, ambos institutos, con sus correspondientes zonas de fricción.

Vino, entonces, la “visita de acatamiento” del secretario del juzgado, el señor Galíndez, planteando, como primer dilema, la posibilidad de administrar justicia en la propia casa o en “la sencilla morada de su humilde servidor”, opción, esta última, que tomó el novel magistrado. Su territorio jurisdiccional correspondería a la actual zona de Cerro Navia, en entonces parte de los suburbios de la ciudad, los cuales se extendían amplios ante el juez, a cuyo respecto advierte quien relata: “Cuando pensó Solaguren que en lo que abarcaba su vista, campos y poblados, todos los hombres que en ellos consumían anónimamente sus existencias, tarde o temprano acudirían a él para que dirimiese sus cargos y querellas, sintió una penosa confusión. Experimentaba a la vez orgullo por lo amplio del radio donde ejercería su autoridad, vivo deseo de fallar siempre guiado por la dulzura, y manifiesta inquietud de que sus propósitos fuesen vanos, pues, dada su ignorancia de las leyes, era lo más probable que su desempeño como juez fuese poco airoso”. La Justicia y su autoridad incardinadas así, en un día ordinario, en quien tienen por misión aplicarla. Ante la vastedad del oficio y del desafío, la asunción de la responsabilidad y la pequeñez de quien la asume.

Comenzó, entonces, el trabajo, con una gran carga laboral, como advertía el secretario, quien señala al magistrado: “Es este un Juzgado de gran movimiento. Resulta un milagro llevar las causas sin retraso”, avizorando, de tal modo, la injusticia que comporta una decisión tardía. Siguieron los rezongos de la esposa: “Enfermo como anda, con sus nervios cada vez más cansados e irritables, con el gran trabajo que tiene en la ciudad… pues, ahora, acepta servir de juez… y, luego ¿para qué? Para granjearse la mala voluntad de los que tengan que soportar sus sentencias”; y continuaron, luego, los recovecos de normas poco amigas de la economía procesal y un desfile de gentes, hasta entonces, ajenas: “Una mujer enteca y verdosa, querellándose por ciertos útiles de su propiedad que le retenía una comadre; un hombre, la cabeza con lienzos sucios manchados de sangre seca, en busca de castigo para sus asaltantes; dos mujeres, la menor de ellas diciéndose víctima de una continua persecución amorosa; emperejilada y presumiendo juventud y señorío, una vejancona, en términos rebuscados pedía se castigase a un chacarero que le engañara en la venta de ciertos almácigos de cebollas; cargos sobre un puerco muerto por venganza vecinal: murallas medianeras aun impagas; y los litigantes seguían, seguían, sin término, exponiendo los casos más heterogéneos”.

En cuanto a los conflictos conocidos por el juez Esteban Solaguren, vale la pena desarrollar un breve repaso sobre los más emblemáticos entre ellos, en los cuales trasunta, como es propio de los jueces no letrados, la consideración de aspectos que hoy nos resultan ajenos a la justicia predominante en el país, dominada por las formas procedimentales y el celo normativo, sin perjuicio de su progresiva humanización merced al reconocimiento de la máxima protección de los derechos humanos, así como del desarrollo de los valores constitucionales.

Su primer conflicto a resolver fue el de un arrendatario quien debía tres mensualidades. En su decisión, junto con reconocer la importancia de cumplir con las obligaciones contraídas, no obliteró la realidad económica que subyace en el caso, al menos como un testimonio de la situación social de la época.

Así, por un lado, “visto que cualquiera sociedad está constituida a base del cumplimiento de nuestros compromisos contraídos en el seno de ella, y que la no realización del que nos corresponde fatalmente perturba la ejecución de otros compromisos que obligan a la persona ante la cual quedamos en falta, y que ésta persona, a su vez, está ligada a otras y otras, y así sucesivamente, y en número interminable; la falta de cumplimiento de un compromiso, considerado el trastorno creciente e ilimitado que trae consigo, debe castigarse con la pena mayor”.

Empero, por otro lado, agrega el magistrado una observación respecto del demandante, uno de los ricos propietarios de la comuna, a cuyos efectos considera la desigual repartición de la riqueza pública y las exigencias exageradas que gastan los detentadores de la fortuna “para obtener la cancelación de lo que adeudan pobres gentes, lleva sin esfuerzo a estas últimas a juzgar las comodidades tan diversas que la vida ofrece a unos y a otros, y que con dicho examen llegan los proletarios a apreciar en forma primitiva y con criterio práctico y egoísta la organización económica actual, y encontrándola injusta, no es raro que demuestren su descontento, se liguen a los innumerables desposeídos y alimenten la idea de una revuelta que originen una nueva repartición de los bienes, pero no de las capacidades y virtudes, y logren así, con el crecer del alud, una revolución que por sus frutos mezquinos los desconcierte, ocultas siempre las causas reales, sumiéndose por el fracaso todos los espíritus en mayor confusión y en el más escéptico fatalismo, con evidente perjuicio para el lento y doloroso progreso de la humanidad”.

Antes de cerrar el capítulo el juez se enfrenta a los derroteros del razonamiento judicial y, en línea, con las reflexiones de destacados estudiosos del Derecho, rescata el elemento intuitivo en la decisión, el cual, de alguna manera, viene a contradecir el iter ordinario de la decisión judicial, tal cual normalmente es enseñado. A tales efectos, indica: “Creemos juzgar por riguroso razonamiento lógico, y no hacemos sino rellenar a posteriori el espacio que media entre el caso que se nos presenta y nuestra intuición inmediata sobre él. Se engaña o miente quien cree construir razonamiento como algo ajeno a la conclusión espontánea que entrevió desde el primer instante. No por quedar oculta a los que no saben observarse, desde el primer momento, ella deja de estar menos presente. Después para fingir una aparente continuidad que dé vigor a lo que decimos, o a que nos libre de culpa por las consecuencias al parecer deducidas, rellenamos el espacio en blanco con huecas trabazones lógicas”.

Luego la obra nos relata el proceso del almácigo de cebollas, a cuyo respecto el conflicto considera los peligros de la venta de cosa ajena y de las ambiciones asociadas, en ocasiones, a tales compras. En la especie la “señora de las cebollas” compró a don Beño una serie de almácigos de la referida planta, advirtiendo, luego, a la hora del retiro de las especies, que su dueño era otra persona, quien la sacó afuera a empellones.

En este asunto el juez, considerando más allá del engaño, la ambición de la adquirente advierte lo siguiente: “En el caso de don Beño o del almácigo de cebollas, el Juzgado desestima la demanda, porque no es verdad que existan en transacciones de negocios los llamados tontos pillos. Sucede que nuestra avaricia es más ciega que la más torpe de las simplezas ajenas; es ella la que nos reduce a un grado inferior de estupidez al de los cretinos públicamente reconocidos”.

Un personaje central en la historia es Mozarena, amigo, artista y cómplice de las “veleidades pictóricas” de Solaguren. A propósito de las salidas a terreno, frecuentes en los aficionados a la pintura del paisaje, el juez advierte la diferente perspectiva de los observadores ante un mismo acontecimiento, lo cual le lleva a reflexionar sobre las imperfecciones de la prueba de testigos, a cuyo respecto sostiene: “¿La distinta colocación de un mismo asunto, ya en el primero, ya en los últimos planos de dos cuadros de idéntico tamaño, pintados por dos personas de conocimientos y tendencias artísticas semejantes, había bastado para que el resultado de ambas reproducciones fuese tan distinto? (…) Todas las cosas se entrelazan con sus mutuos reflejos, y cada una de ellas se prolonga en el ambiente que la circunda como para alcanzar su verdadero y pleno significado. Pero ¿cuáles son los límites de ese ambiente? Cada observador lo fija a su antojo. Ver resulta ser, así, arbitrariedad de la limitación”.

Sigue luego un evento que el autor denomina de persecución amorosa, en cuya virtud la víctima de la misma, Luzmira, pide a la justicia que castigue al persecutor, Teodoberto, “conminándolo a mayores penas si persiste en sus persecuciones y requiebros”, las cuales, según afirma, “perturban su tranquilidad y lastiman su honra”.

En la especie sentencia el magistrado, buscando un equilibrio entre los dispares y encontrados caminos de la galantería y la conquista en cuanto opuestos a los de la majadería sino del abuso y acoso: “Aun cuando en el caso presente de Luzmira (…) y Teodoberto (…), la demandada declara rotundamente no tener nada que ver con Teodoberto, y busca el amparo de la justicia para que castigue a éste por su persecución amorosa; y si bien se puede estimar como una tozudés ridícula, despreciable y punible la actitud del demandado, este Juzgado no da, ni dará lugar a quejas por asuntos amorosos, porque dicho sentimiento usa de armas que aún a los propios interesados engañan, como pueden ser el desprecio y hasta las mismas querellas, no buscando, sin embargo, inconcientemente, otra cosa, con su uso, que el deseo de tejer una más firme unión allí donde iba descosiéndose. Por todo lo cual, no siendo dable ver con claridad en los sentimientos de los presentes querellantes, el Juzgado, por precaución, desestima la demanda; previniendo al inculpado Teodoberto (…)  que si los considerandos en que se basa esta resolución le sirven para tomar mayores bríos en su empresa y ésta no tiene, a pesar de ellos, salida, y otra vez la joven Luzmira acude a demandarlo por igual causa, el Juzgado, a pesar de la jurisprudencia aquí asentada, lo puede penar por necedad peligrosa, porque no es difícil extraer tan mezquino componente de la celebrada mezcla del amor”.

En cuanto al hombre de la cabeza rota, agredido por una anciana y dos mujeres, el cual, con insistencia, concurre al despacho del magistrado, “siempre con los mismos vendajes sucios de mugre y de sangre seca”, en demanda del pago de unas sillas que les habían sido mandadas componer y que terminase, luego de una disputa, con ellas rotas en la propia cabeza del demandante, viene el juez de nuestra historia a resolver, luego de practicar una inspección personal del tribunal, con la siguiente admonición al demandante: “Si usted tuviese más heridas y contusiones, yo no castigaría a la señora (…)  y sus hijas; no las castigaría, aun cuando el incidente haya ocurrido como usted señala, y no como ellas dicen. El espectáculo nauseabundo que durante una semana larga me ha venido dando usted con su cabeza cubierta con vendas llenas de suciedad y sangre seca, sus gestos por falsos dolores, su constancia en persistir deseoso de aparente justicia, me han hecho saber que, si la sangre fresca perturba la serenidad y trae vivas ansias de pena el daño, la sangre seca produce la misma repulsión que los deseos vengativos”.

En el capítulo de los vagabundos se menciona la característica audiencia de los martes, en las que “el juez hacía presentarse a los presos por vagabundaje y ebriedad”, los cuales, acorde a la ley, debían ser castigados por el delito de vagancia, a cuyo respecto, decide el magistrado que “mientras yo sea juez, los que no tengan domicilio fijo, los que no ejerzan oficio ni trabajos conocidos, y a quienes se encuentre caminando o en ociosidad constante por campos y poblados de mi jurisdicción, no serán detenidos por la policía. Sé que contravengo la ley; pero he sido nombrado para juzgar en conciencia. El solo hecho de la pereza y de la vagancia no puede estimarse como una falta. Estos hombres libres que van y vienen sin término, o reposan profundamente, pensando o no pensando en nada, ejecutan, mientras se concreten a ello y no intervengan en robos o depredaciones, una vida primitiva, pero digna”.

Luego se revisa una querella por injurias, la cual relata de los problemas de vecindad, y algo más, al afirmar la demandante, que vive en el callejón de Arteaga, sin meterse con nadie y su vecina, afirma “ha dado en la flor de insultarme el día entero: desde la calle, desde el interior del sitio, mientras lava; mientras cuida las ollas; en fin, que comienza cuando el gallo canta, y sigue hasta que las velas no arden”. Como contrapunto, la demandada reclama la mentira del reclamo y afirma, respecto de la demandante, que “es ella la que pasa pajadereando a todo el vecindario con sus cuentos y enredos, es ella la deslenguada, para ella todas las mujeres somos unas grandísimas”. En el escenario de reclamos y testimonios contradictorios, finalmente, decide el magistrado: “Vista: la agilidad del demandante, demandada y testigos de ambas partes han demostrado en la tarea de increparse mutuamente, y el placer innegable que tal ejercicio les trae, con lo que hacen ver que todas ellas están acostumbradas a soeces polémicas que amargan aún más sus vidas misérrimas, se condena ante todo por estupidez, luego por empecinamiento, y en último término por sucias y majaderas, a todas las presentes, sin falsos distingos entre interesadas directas o testigos comparecientes; pues si unas han revelado ser menos procaces, la verdad es que lo han sido a pesar de sus manifiestos deseos, pues de dejarlas trabadas en liza por más tiempo, sin lugar a dudas todas quedarán en igual nivel de desvergüenza en el uso de los más atroces dicterios y de las más inmundas injurias. Por lo tanto, cada una de las presentes deberá pagar tres pesos de multa, so pena, a la que no lo hiciese, de dos días de prisión, calculando que el recuerdo de esa suma de dinero, o el tiempo de reclusión señalado, les harán meditar en las razones en que se funda esta sentencia. Otrosí: La penada que reincida será castigada con multa doble a la última que recibiera, hasta lograr equilibrio estable entre el castigo y su condena posterior”.

Ante un reclamo de Galíndez, el secretario del tribunal, en relación a la mengua en los derechos de secretaría, en parte relevante asociada a quienes presenten demandas y luego no concurren a las correspondientes audiencias, tema, el abandono de las causas, que, hasta el día de hoy, resulta central entre las causales de término de los procesos, Esteban Solaguren decide, a propósito de quienes se desistieren, lo siguiente: “Todos aquellos que en vez de buscar amigablemente un arreglo a sus dificultades, se hayan presentado o en adelante se presenten a esta Secretaría y eleven una demanda y luego de iniciada desistan de proseguir en ella, y no concurran a la audiencia para la cual fueron citados, se estimará que se han servido de este Juzgado como de una arma para infundir miedo; y como no es posible prestarse a manejos de esa especie, y como ocurre que por verse libres de molestias y trámites judiciales, muchos son capaces de soportar injusticias, a trueque de que se les deje en paz; y como también sucede que quien revela haber arreglado un asunto con el cuco del juez, bien pudo arreglarlo sin tan barato recurso, este Juzgado, para no verse empleado en tan deprimentes manejos, manejos que sirven para ahuyentar soluciones de equidad, pena a cada uno de los querellantes desistentes a cinco pesos inconmutables, a beneficio íntegro del secretario del juzgado, que no está dispuesto a servir de mete miedos”.

Este tránsito de casos —a los cuales se suman otros, como el del caballo perdido, cuyo dominio, en el marco de las afirmaciones e incertezas, revela las dificultades del establecimiento de los hechos— concluye en la imploración de una madre por su hijo preso, hecho que hace patente las limitaciones de la justicia en orden a premiar a quienes ante ella concurren y los, como contrapunto, excesos a la hora del castigo, gatillando, en definitiva, su prematura renuncia a la magistratura.

La madre del ladrón señala al juez: “Su merced me disculpe; no vengo para que perdone, Joaquín siempre había sido bueno. Nunca lo había hecho, nunca! ¿Por qué lo hizo? Una desgracia, señor. Malas amistades. Su merced ha sido justo y clemente. Soy su madre, señor; su madre, y no me quejo…! —y la mujer, conteniendo su amargura, dominó un sollozo; lágrimas cansadas velaron sus ojos— NO debía venir y he venido… Es culpable, si; que se le castigue; es muy justo. Siempre había sido bueno, y nunca tuvo premio! Jamás ha bebido, ni jugado; un hijo dócil y amante de su madre… de su madre viuda y enferma, y de todos los hermanitos menores. El ha hecho ¡pobrecito! Las veces del finado su padre. Y ahora está preso; ha robado; es justo que se le castigue; pero nosotros, que contábamos sólo con su ayuda, vamos a ser arrojados de la pieza en que vivimos! Para comer he debido empeñar todo lo poco que teníamos; y, ahora sin cosa alguna de que hecha mano, enferma y con cinco hijos menores en medio de la calle, no sé a quién clamar… A una pobre mujer que trabaja el día entero para alimentar a sus hijos ¿quién la conoce? No debía molestar a su merced; sé que nada puede hacer; la ley es la ley. ¿A quién acudo, entonces? Él es culpable; pero, además de él, pagando estamos los inocentes. Y cuando él era bueno… y ya sin fuerzas la mujer entregóse al torrente de los sollozos que la vaciaban”.

Como se advirtió, el magistrado presentó, en dicho escenario, su renuncia, afirmando lo siguiente: “…presento a US. la renuncia de mi puesto, aun cuando ocupe un cargo concejil, y por lo tanto irrenunciable, porque me encuentro confundido ante la evidencia que ahora, para mí, existe de no poder hacer justicia entre los hombres (…) Durante dos largos meses he sido llamado juez, sin ser, durante todo ese tiempo, en realidad otra cosa que una prolongación de la policía. Ante mí solo acudían los que pedían un castigo para sus prójimos. Los funcionarios que la Sociedad llama sus jueces son simples dispensadores de escarmientos…¿Pude yo, en todo el tiempo corrido desde el comienzo de este verano hasta la fecha, premiar alguna bella acción? ¿Tuve a mi alcance medios para lograrlo? A mi disposición sólo se ofrecían la barra, el calabozo, los trabajos forzados. ¡No he sido juez; he sido solo la mitad de un juez, la mitad ingrata y triste!… Tarde, demasiado tarde, con gran dificultad, vislumbrándolo apenas, vengo a caer en la cuenta de que la justicia es un deseo, un ansia, lejos de nuestra medida y distante de toda humana comprensión… Mas, como no hay hombres aislados, el castigo de cualquier individuo, culpable o no, trae una repercusión sobre infinidad de seres que le rodean; sus padres, sus hijos, sus parientes, amigos, conocidos; y aún simples compatriotas, y hasta seres distantes y desconocidos que no tienen noticia de los sucedido, reciben, tarde o temprano, debilitado o no, en alguna forma, el consecuencial encadenado. Como una campana que se golpea en un solo punto y toda ella vibra, más o menos ocurre con los hombres. Mi desesperación, señor Intendente, proviene de que no puedo aislar un individuo, el culpable, y castigarlo solo a él”.

Las líneas recorridas junto con retratar la instalación de un arquitecto como juez en una, entonces, comunidad rural, permiten establecer puentes entre el Derecho y la Literatura, disciplina que, en el país, conoce entrecruces vinculados con la construcción normativa, como los asociados a los aportes del poeta José Joaquín de Mora (1783-1864) en la elaboración de la Constitución de 1828 y del también poeta Andrés Bello (1781-1865) en la redacción del Código Civil, tarea que le ocupó casi cuatro lustros a partir de 1840.

Más allá dichos diálogos disciplinarios, la posibilidad de encontrar en la Literatura una fuente para facilitar la comprensión y enseñanza del Derecho ha sido, empero, un área del conocimiento, por largo tiempo, escasamente explorada en el seno de las aulas universitarias nacionales, a diferencia de los desarrollos que se advierten en otros países, epítome de ellos Estados Unidos, a cuyo respecto, en alguna oportunidad, en estas páginas comenté el texto de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum (1947) “Justicia Poética”, el cual, en la versión analizada, cabe destacar, fue publicado por la Editorial Andrés Bello.

En los años recientes, sin embargo, en algunas Facultades de Derecho, por ejemplo en la perteneciente a la Universidad de Chile, se ha comenzado a impartir, en el seno del Departamento de Ciencias de Derecho, a cargo del abogado viñamarino Joaquín Trujillo Silva (1983), el curso Derecho y Literatura; hecho al cual se suman otros derroteros como la participación, en la ceremonia de inauguración del Año Académico 2019 de la Facultad de Derecho, de la mentada universidad, de la ex Decana de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile y académica de número de la Academia Chilena de la Lengua, María Eugenia Góngora, con la clase magistral titulada Derecho y Literatura: el poder de las palabras. A tales pasos se agrega la reciente publicación, en julio de 2019, de la obra colectiva Ficciones jurídicas. Derecho y Literatura en Chile, cuyos editores son Emilia Jocelyn-Holt Correa (1989) y el ya señalado Joaquín Trujillo Silva.

Pasan así las palabras el cerco de la norma y de la dogmática jurídica y con sus formas persuaden e interpelan al lector para comprender, de una mejor manera, las esencias de los institutos jurídicos y de las cuestiones éticas a ellos asociados, conjugando, en un solo momento, la mirada retrospectiva propia del Derecho con la prospectiva asociada al modelo de ser humano virtuoso. No deja ello de ser así en la obra de Pedro Prado, en la cual, adicionalmente a la revisión del funcionamiento de la justicia, se exploran las virtudes a dicha función asociadas, entre las cuales brilla la cardinal de la prudencia, la cual lo conecta con los valores universales de la humanidad, todo a propósito de diversos institutos procesales, amén de subyacentes modos de vida, que, someramente, hemos revisado en estas líneas.

[1] ARTURO FELIPE ONFRAY VIVANCO. Abogado del Departamento

de Estudios del Consejo de Defensa del Estado y Profesor Titular Adjunto de la Escuela de Derecho de la Universidad Finis Terrae. Licenciado en Derecho y Educación, Magíster en Sociología del Derecho (MA) y en Teoría del Derecho (LLM) y Doctor en Derecho (PhD) de la Universidad Católica de Lovaina. Miembro de los Institutos Chileno de Derecho Procesal e Iberoamericano de Derecho Procesal y de la Asociación Internacional de Derecho Procesal.

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