TEORÍA DEL DERECHO

REHABILITACIÓN E IMPACTO DE LOS PRINCIPIOS EN EL DERECHO. Agustín Squella Narducci

Lectura estimada: 39 minutos 698 views
Descargar artículo en PDF

 

 

REHABILITACIÓN E IMPACTO DE LOS

PRINCIPIOS EN EL DERECHO*

Agustín Squella Narducci**

I.

Rehabilitación e impacto de los principios en el derecho”: así he titulado el trabajo que me dispongo a leerles y que ustedes tendrán la paciencia de escuchar. Un título, como se percibe de inmediato, que da cuenta abreviada de dos hechos más o menos indiscutibles, a saber, que asistimos hace ya tiempo a una expansión de los principios en el derecho y a una serie de repercusiones que esa expansión tiene en el tratamiento de algunos temas importantes de filosofía y teoría del derecho.

Pero antes de continuar, déjenme decirles que pocas actividades pueden resultar más atractivas en la vida universitaria que compartir una mesa de trabajo con ayudantes, esto es, con jóvenes académicos que inician la carrera que les conducirá más tarde a las jerarquías que se reservan para los docentes e investigadores de mayor trayectoria.

Es probable que seminarios como el que hoy se inicia resulten útiles para los ayudantes inscritos en él, pero de lo que a mí no me cabe duda es que seminarios como éste resultan en más de algún sentido vivificantes para los académicos de más edad y trayectoria que tenemos la suerte de intervenir en él.

La Ayudantía, un tiempo de inicio de la carrera académica que ustedes perciben tal vez como demasiado largo, es, en verdad, un momento privilegiado, sobre todo si se lo asume, como creo que debe ser, al modo de un genuino período de formación y no como una suerte de reserva de emergencia a la que echar mano en los casos en que falte alguno de los profesores titulares, adjuntos o auxiliares que tienen la responsabilidad de las actividades docentes, de investigación y extensión que se desarrollan en una universidad.

Por lo mismo, más que las unidades académicas demandar de sus ayudantes la realización anticipada y muchas veces inorgánica de actividades docentes, o de tareas menores y rutinarias de simple apoyo a la docencia y a las actividades de evaluación, son los ayudantes quienes deben demandar de sus unidades académicas el establecimiento de condiciones para que el tiempo en que permanezcan en esa jerarquía de inicio de la carrera académica sea ante todo un auténtico tiempo de formación, dentro o fuera del país, y en lo posible derechamente fuera del país, lo cual pasa también porque los ayudantes asuman los esfuerzos y los riesgos que suponen los programas de formación, tales como magisters y doctorados, a los que tendrían creo yo que procurar acceder, en lo posible en centros extranjeros debidamente acreditados.

No quiero sugerir que durante el tiempo en que permanezcan en esa jerarquía de inicio los ayudantes no deban tener contacto alguno con actividades docentes o de apoyo a la docencia. Todo lo contrario, deben participar en actividades de ese tipo, puesto que ellas contribuyen también a su proceso de formación; pero deben tenerlas sujetas a una programación y dosificación adecuadas y no como resultado de ocasionales sobresaltos que se producen en la administración del curriculum por la imprevista y ocasional falta de un profesor de alguna de las otras jerarquías.

Pues bien: este Seminario es una de esas actividades que se proyectan y realizan en el espíritu de contribuir a la formación de los ayudantes y, por lo mismo, es preciso felicitar a la dirección de la Escuela y a los profesores Aldo Valle y Claudio Oliva, quienes han estado a cargo de organizar el presente Seminario. Un Seminario, además, que no es sólo para los ayudantes, sino que se hace con éstos e incluso por éstos, ya que descontada ésta y un par de intervenciones más, la mayoría de las otras intervenciones, que dan los principales contenidos al Seminario, estarán a cargo de los propios ayudantes de nuestra Escuela.

Pero vamos ya al grano y demos inicio a la parte sustantiva de esta exposición, aunque no sin hacer antes una advertencia, a saber, que ella no será más que una introducción general al tema de los principios. Ello en atención a que una conceptualización y caracterización de los principios en el derecho, así como un análisis de los mismos al hilo de las contribuciones que sobre el tema han hecho determinados autores, serán cometidos que abordarán las diversas exposiciones que seguirán a ésta en el presente Seminario.

Las exposiciones iniciales en un Seminario como el que hoy da comienzo tienen esa ventaja y, asimismo, esa complicación. Ventaja –digo– porque quien la tiene a su cargo puede desenvolverse en un plano más bien general y de contornos no necesariamente muy precisos; y complicación –añado–, porque las exposiciones de este tipo tienen siempre una pretensión introductoria que no resulta fácil de satisfacer. Como la propia palabra lo indica, una introducción es algo que no llega nunca al fondo de las cosas, porque tampoco puede hacerlo y porque renuncia deliberadamente a algo semejante, pero una introducción es también algo que no puede ser hecho útilmente sino partiendo de cuestiones básicas que sólo pueden haberse decantado suficientemente después de un largo camino. En otras palabras: una introducción queda inevitablemente sin concluir el camino, pero de alguna manera supone haber transitado el camino.

Reviso ahora el párrafo anterior y descubro en él un probable tufillo de arrogancia. ¿Cómo es eso de haber transitado el camino? Con todo, mantengo lo dicho, porque lo que constituye una arrogancia es creer que se viene de vuelta del camino y yo no he dicho más que lo he transitado, o creído transitar, y que haberlo hecho es un esfuerzo que ha de ser completado antes de atreverse a ofrecer una introducción acerca de aquello que uno pueda haber encontrado en la ruta.

II.

Parece haber un desplazamiento evidente en el foco de atención de la filosofía del derecho. Un desplazamiento que va desde la norma jurídica al ordenamiento jurídico, en primer lugar, y luego desde el ordenamiento jurídico a las operaciones o actividades que consisten en producir, aplicar e interpretar el derecho.

Ese traslado en la filosofía del derecho en cuanto a la atención que presta sucesivamente a temas o aspectos distintos del fenómeno jurídico –en un momento la norma jurídica, en otro el ordenamiento jurídico, y más tarde a las operaciones de producción, aplicación e interpretación del derecho– es producto, casi con toda seguridad, de que la disciplina que llamamos de ese modo, si bien mira siempre al derecho, no tiene uno o más asuntos fijos de los que haya de ocuparse por modo invariable, sino que va tratando de diversos temas según el interés que éstos toman en un momento dado y según las preferencias que sobre unos u otros de esos temas desarrollan quienes cultivan la disciplina.

Yo acostumbro poner de manifiesto ese carácter cambiante de la filosofía del derecho, o acaso tan solo dinámico, recordando cómo la revista española “Doxa”, en el primero de sus números, a inicios de la década de los 80, preguntó a 50 filósofos del derecho y profesores de la asignatura no qué es la filosofía del derecho, sino de qué temas se había ocupado cada uno de los encuestados al hacer filosofía jurídica e, incluso, de cuáles temas se ocuparía probablemente en el futuro.

Como ustedes ven, a la hora de aclarar un tanto de qué trata una determinada disciplina es bien distinto preguntar a quienes la cultivan qué es esa disciplina que preguntarles cuáles son de hecho los temas de que se han ocupado y los asuntos que con mayor probabilidad atraerán su atención en el futuro próximo.

Tal como le pasa a la propia filosofía, a la filosofía general, que se pregunta una y otra vez acerca de sí misma, de su objeto, de su método, de la manera cómo podría controlar sus resultados o proposiciones, esa filosofía regional que es la filosofía del derecho vive también obsesivamente pendiente de sí misma, vive en cierto modo ensimismada, y se interroga con insistencia sobre el objeto que le es propio, sobre los problemas que le conciernen, sobre las preguntas para cuya respuesta ella se constituye como disciplina.

El filósofo polaco Lezseck Kolakowski dice que debe haber algo raro en el oficio de filósofo desde el momento que es una constante a lo largo de su historia que quienes lo practiquen se pregunten insistentemente acerca del objeto y sentido de la actividad que practican. Un sastre, por ejemplo –por mencionar otro oficio tan digno como puede ser el de filósofo–, hace sencillamente buenos trajes y no se pregunta sobre el objeto o propósito último de su actividad. En cambio, los filósofos dedican no poca parte de su tiempo y energías a discurrir en torno a preguntas tales como ¿qué es filosofía?, ¿cuál es el objeto de la filosofía?, o ¿qué sentido puede tener filosofar?, dando así lugar a todo un capítulo de su actividad que acostumbra llamarse “metafilosofía”, al constituir, precisamente, una pesquisa o reflexión acerca de la propia filosofía. Heidegger mismo –el principal filósofo del siglo pasado– escribió un bello texto, titulado “¿Qué es eso filosofía?”, en el que para dar una respuesta a esa pregunta invitó a oír la palabra “filosofía”. Fíjense ustedes, a “oír” la palabra “filosofía”, tal y como siglos atrás la dijeron los griegos para referirse a esa actividad que surge del asombro, es decir, de la “agitación afectiva” que se produce al darnos cuenta que hay el ser y no la nada.

Decíamos antes que los filósofos del derecho no son ajenos a ese sino de la filosofía general, y que los filósofos del derecho van también por la vida preguntándose obsesivamente qué es lo que hacen, por qué lo hacen y para qué lo hacen.

Quizás haya algo de mala conciencia en el origen de ese afán por preguntarse acerca de ella misma que muestra la filosofía y también la filosofía del derecho, pero lo que quería destacar hace algún momento es que la filosofía del derecho, a la hora de indagar acerca de sí misma, ha seguido dos estrategias bien distintas, a saber, la que adoptó en la década de los 60 la revista francesa “Archivos de filosofía del derecho”, y la que 20 o poco más de años siguió la revista española “Doxa”: la primera de esas publicaciones preguntó a sus encuestados, ¿qué es la filosofía del derecho?, un modo de preguntar que sugiere que la filosofía del derecho sería algo determinado y determinable, una actividad que ostentaría un cierto grado de fijeza acerca de su objeto y método; en cambio, la segunda de las publicaciones mencionadas no preguntó a sus encuestados qué es la filosofía del derecho, sino de qué problemas o asuntos se ocupaban ellos al hacer filosofía del derecho, una manera de preguntar –esta última– que sugiere un dinamismo de la disciplina en cuanto a los temas o asuntos en que va según los tiempos fijando su atención.

Pues bien: y volviendo a la afirmación inicial de estas palabras, una perspectiva dinámica de la filosofía del derecho, es decir, la que asumió “Doxa” y no la que adoptó “Archivos de filosofía del derecho”, permite entender cómo es que la atención de quienes cultivan esta disciplina haya ido desplazándose en el curso del siglo pasado desde la norma jurídica al ordenamiento y desde el ordenamiento a las operaciones de producción, aplicación e interpretación del derecho. Así, por ejemplo, Kelsen y Cossio son autores que concentraron buena parte de su atención en la norma jurídica, en la estructura de ésta, mientras que autores como Santi Romano y Bobbio prefirieron mirar el ordenamiento jurídico, es decir, al conjunto que forman las normas jurídicas que rigen en una comunidad determinada. Recuerden ustedes que Bobbio se considera a sí mismo un normativista, es decir, alguien que para establecer el concepto de derecho se remite a la noción de norma, aunque con una importante prevención, a saber, que el derecho no es un tipo de norma, sino un tipo de conjunto de normas, un tipo, en fin, de ordenamiento. Así, cuando se afirma que el derecho tiene carácter coactivo, lo que se dice no es que cada norma jurídica aislada tenga ese carácter, sino que lo posee el ordenamiento jurídico en su conjunto.

No cabe duda, por otra parte, que nuestra comprensión del derecho mejora, o cuando menos se amplía, si pasamos del nivel de análisis de la norma jurídica aislada al del conjunto u ordenamiento que ellas forman.

Nuestra comprensión del derecho vuelve a mejorar si la atención se fija no ya en la norma aislada ni en el conjunto que ellas forman, sino en las operaciones de los determinados agentes u operadores que producen, aplican, acatan e interpretan esas normas, cosa que han hecho, además del mismo Kelsen y de Herbert Hart, autores más recientes, como es el caso de Aulis Aarnio, Jerzy Wroblewski, Neil MacCormik, Robert Alexi y Manuel Atienza, quienes han contribuido de manera muy importante y visible al desarrollo de una teoría del razonamiento jurídico, es decir, a una descripción de los procesos de producción, aplicación, acatamiento e interpretación del derecho, con ocasión de los cuales determinados agentes y operadores jurídicos discurren y enlazan proposiciones que, puestas de determinada manera, de unas de ellas se siguen otras.

III.

Ahora bien, si uno se concentra no en la norma jurídica ni en el ordenamiento jurídico en estado de reposo, sino en las operaciones de producción, aplicación, acatamiento e interpretación del derecho, no puede evitar preguntarse lo siguiente:

Si hay un conjunto de operaciones relevantes que aparecen a la vista cuando se mira al ordenamiento jurídico desde la perspectiva dinámica de esas mismas operaciones de producción, aplicación, acatamiento e interpretación del derecho, ¿qué es lo que a propósito de cada una de tales operaciones resulta determinadamente producido, aplicado, acatado e interpretado?

En otras palabras: si la filosofía jurídica atiende hoy de preferencia a operaciones que llamamos de producción, aplicación, acatamiento e interpretación del derecho, ¿qué es, concretamente, lo que en cada una de esas operaciones resulta producido, aplicado, acatado o interpretado?

El derecho –se dirá–, eso es lo que en cada una de tales operaciones, según el caso, resulta producido, aplicado, acatado e interpretado, lo cual –como se ve– conduce inevitablemente a la cuestión del concepto de derecho.

Repárese entonces en lo siguiente: al fijar hoy su atención en las cuatro operaciones antes señaladas, la filosofía del derecho repone sin quererlo una de sus cuestiones más propias y disputadas, a saber, la cuestión del concepto de derecho, porque al hilo de lo que son esas cuatro operaciones resulta imposible no preguntarse qué es el derecho, o de qué está hecho o compuesto el derecho, puesto qué sea el derecho, o de qué esté él compuesto, será lo que en definitiva resulta producido, aplicado, acatado e interpretado.

Producción del derecho, sí, pero producción de qué a fin de cuentas. Aplicación del derecho, sí, pero aplicación de qué finalmente. Y así.

Miren ustedes, entonces, dónde hemos ido a parar a propósito de esas cuatro operaciones: hemos ido a parar al concepto de derecho.

Producción, aplicación, acatamiento e interpretación de normas jurídicas, diría Kelsen, o de normas jurídicas primarias y secundarias diría Hart –perfeccionando la respuesta de Kelsen–, esto es, de normas jurídicas propiamente tales y de normas acerca de esas normas, una respuesta que todos aceptaríamos –al menos en principio o como punto de partida– puesto que por lo común empleamos la palabra “derecho” por referencia a una realidad de tipo normativo, es decir, para aludir a un cierto ordenamiento de la conducta que, entre otras propiedades destacadas, tiene la de ser coactivo, o sea, que cuenta con la legítima posibilidad de que sus normas puedan imponerse en uso de la fuerza socialmente organizada.

Pero cuando se opta por definir el derecho por referencia a una realidad normativa, como es el caso de Kelsen, o preferentemente normativa, como es el caso de Hart, lo cierto es que en tal caso quedamos a las puertas de otra cuestión problemática, y quizás no menos problemática que la cuestión de definir el derecho. Me refiero a la cuestión de qué es una norma y qué tipo de normas son las que se articularían en ese ordenamiento que llamamos derecho.

La Filosofía del Derecho no abunda en episodios divertidos, pero ustedes conocen seguramente el que Kelsen y Hart protagonizaron en la Universidad de Berkeley, en la década de los 60, con motivo de un foro que sostuvieron ante un público ávido de escucharles y que sobrepasó las mil personas.

Kelsen era ya un respetable y retirado profesor de poco más de 80 años y Hart había publicado hacía poco su libro más importante “El concepto de derecho”.

Pues bien: como Kelsen insistiera en ese foro que el derecho es una realidad normativa, esto es, un conjunto de normas, Hart demandó a Kelsen una explicación acerca de qué es una norma, puesto que alguien que defina el derecho en términos de una realidad normativa –y ese era el caso de Kelsen en este foro– tiene naturalmente que aclarar qué es una norma, o sea, tiene que aclarar de qué hablamos cuando hablamos de normas, puesto que éste, el de las normas, sería el género al que pertenecería el derecho.

Como Kelsen siguiera diciendo que el derecho consiste en ser norma de conducta, y como Hart continuara asediando al maestro con la pregunta acerca de qué es una norma, Kelsen, ya fuera de sí por lo que consideró posiblemente una majadería de parte de Hart, respondió estentóreamente que “una norma es una norma”, pero lo hizo empleando un tono de voz tan inusualmente fuerte y agresivo en un octogenario, que Hart se asustó con la respuesta y cayó hacia atrás en su silla.

¿Pueden ustedes imaginarse episodio más inesperado y cómico que Kelsen diciendo que el derecho es norma, Hart preguntándole una y otra vez qué es una norma, Kelsen gritando a todo pulmón a sus buenos 80 años y con la baja y esmirriada contextura física que tenía que “una norma es una norma”, y Hart apanicándose ante el grito y cayéndose de su silla?

El episodio antes señalado lo cuenta el propio Hart en un opúsculo titulado “Una visita a Kelsen” (una visita con caída, podría decir uno ahora), que demuestra que el auténtico humor es el que se practica antes a costa de nosotros mismos que de los demás.

Pues bien: imaginemos por un instante que Dworkin hubiera estado en ese foro que sostuvieron Kelsen y Hart, y conjeturemos acerca de cuál habría sido su posición en él. Yo creo que todos estaremos de acuerdo en que el autor norteamericano, una vez que Kelsen respondió la pregunta de Hart –si es que lo que dijo puede ser considerado realmente una respuesta–, habría dicho algo como esto: “Bien, si aquí se afirma que el derecho es norma, ¿cómo es que en todo sistema jurídico podemos encontrar otros estándares, tales como los principios, que no son propiamente hablando normas o que no se comportan como normas?”. Y habría agregado posiblemente lo siguiente: “Si al hablar acerca del derecho, o al invocarlo, tanto legisladores como jueces, funcionarios de la administración, abogados y profesores de derecho mencionan en sus discursos estándares que no son lo mismo que las normas jurídicas que forman el ordenamiento en que operan tales actores, ¿cómo poder continuar afirmando que el derecho es nada más que un conjunto de normas?” Y ya entreverado en la discusión con Kelsen y con Hart, Dworkin habría dicho con toda seguridad a sus dos ilustres contendientes lo siguiente: “El error de ustedes no consiste en creer que el derecho es un conjunto de estándares o patrones de conducta que, como tales, sirven para guiar los comportamientos en determinadas direcciones y para calificarlos jurídicamente en las distintas circunstancias. El error de ustedes –habría concluido Dworkin– es creer que los únicos estándares son las normas, olvidando u omitiendo que junto con éstas conviven en todo derecho los llamados principios”.

Entra así en el campo de atención de la teoría del derecho la cuestión de los principios, un asunto, en todo caso, que antes de Dworkin habían tratado de manera sistemática autores como Esser y Del Vecchio, y que más tarde continuaron desarrollando autores como Jesús Lima, Genaro Carrió, Carlos Nino, Robert Alexi, Manuel Atienza, Juan Ruiz Manero, Luis Prieto, Alfonso García-Figueroa y, entre nosotros, especialmente, Alejandro Guzmán Brito. Sin olvidar por cierto que –nada nuevo bajo el sol– los romanos supieron también de los principios, aunque primero los denominaron “regulae iuris” y más tarde “maximas”, puesto que entre ellos los principios cumplían antes una función explicativa que normativa y se configuraban como recursos técnicos y pedagógicos que daban cuenta del derecho de esa manera breve, formal y atractiva que tienen los aforismos y los adagios.

Fue probablemente en el contexto de la tradición iusnaturalista, particularmente en el siglo XVIII, cuando se impone la palabra “principios”, para luego completarse en expresiones equivalentes como “principios jurídicos”, “principios generales del derecho” y, menos felizmente, en el caso de nuestro Código Civil y en el del Código de Procedimiento Civil, “espíritu general de la legislación” y “principios de equidad”.

Voy a eludir referirme aquí a las distintas doctrinas sobre los principios generales del derecho, es decir, a las diversas posiciones teóricas que existen a la hora de explicar qué son los principios y cuál es el fundamento que puede ofrecerse para ellos, aunque recomiendo sobre la materia el buen trabajo del autor español Jesús Lima Torrados, “La naturaleza de los principios generales del derecho”, que fue publicado en el Nº 23 de nuestra Revista de Ciencias Sociales. Un trabajo que, entre otros motivos de interés, tiene el de mostrar cómo diferentes códigos civiles han incorporado y regulado el tema de los principios y cómo lo han hecho, consciente o inconscientemente, de la mano de una u otra de las distintas doctrinas que existen acerca de la fundamentación de los mismos.

En todo caso, lo que interesa destacar es que en el curso de las últimas décadas se ha producido de manera muy evidente lo que Luis Prieto ha llamado la “rehabilitación” de los principios, un cierto boom de éstos –pudiéramos decir–, y no sólo a nivel del trabajo judicial, sino también en el del trabajo legislativo y académico. Esto último se muestra en que los jueces invocan comúnmente principios en sus fallos, los legisladores admiten hallarse vinculados a principios en su tarea de discutir y aprobar las leyes, y los profesores de derecho discurren hoy mucho más que antes en torno a cuestiones tales como la función de los principios, la índole moral o jurídica de éstos, y las diferencias de los principios con las normas jurídicas, sin omitir –por cierto– las referencias que a los principios hacen los profesores responsables de las distintas asignaturas dogmáticas, como es bien visible, por ejemplo, en el caso de los que enseñan derecho constitucional, derecho procesal, derecho civil o derecho penal.

Por otra parte, la rehabilitación de los principios, un fenómeno que no disuelve el normativismo de autores como Kelsen y Hart, aunque sí lo corrige de manera importante, tiene evidentes impactos en la cuestión del concepto de derecho, en la teoría de las fuentes del derecho, en el razonamiento jurídico, en las relaciones entre derecho y moral, y en la propia enseñanza del derecho.

En el concepto de derecho, porque la presencia en todo ordenamiento jurídico de estándares o patrones de conducta distintos de las normas obligan a corregir la posición de quienes definen el derecho como un conjunto o unión de reglas, como es el caso de Hart, quien sustituye la expresión “el derecho es algo que tiene que ver con normas” por la más abierta y matizada de que “el derecho es algo que tiene que ver preferentemente con normas”.

En la teoría de las fuentes del derecho, es decir, allí de donde se justifican las decisiones normativas de legisladores, jueces y autoridades de la administración, puesto que los principios jurídicos afianzan su posición y mejoran su nivel de importancia en el cuadro de las fuentes y salen de esa posición desmejorada que, al modo del art. 24 de nuestro Código Civil, los consideró alguna vez como un simple auxilio a la hora de interpretar pasajes oscuros o contradictorios de las leyes.

En el razonamiento jurídico, y no sólo en el razonamiento judicial, porque los jueces, pero también los legisladores, los funcionarios de la administración, los abogados y los profesores de derecho, a la hora cada cual de justificar los determinados actos normativos que les competen –caso de los legisladores, jueces y autoridades administrativas– o a la de dar suficiente base de sustentación a sus alegaciones o a las proposiciones cognoscitivas que ensayan en las obras de que son autores –caso de los abogados y profesores de derecho– invocan todos ellos ya no solo a las normas jurídicas que pesan en tales actos, alegaciones y proposiciones, sino también a los principios que pueden concernirles.

Así las cosas, cuando se habla, por ejemplo, del peso que tienen las normas jurídicas en el razonamiento jurídico que lleva a cabo cualquiera de los operadores antes mencionados, lo que corresponde ahora, merced a la rehabilitación y expansión de los principios, es hablar acerca del peso que las normas y otros estándares o patrones tienen en el razonamiento jurídico.

En las relaciones entre derecho y moral –habíamos dicho también– porque, al menos en la concepción que autores como Dworkin y Alexi tienen de ellos, los principios son considerados como exigencias de justicia, equidad u otra cualquiera exigencia de la moralidad, con lo cual la separación entre derecho y moral, e incluso la sola distinción entre uno y otro orden normativo, pierde pie y exige, cuando menos, algún tipo de revisión.

Por último, la así llamada rehabilitación y expansión de los principios tiene también sus repercusiones, o debería tenerlas, en el plano de la investigación y enseñanza del derecho, puesto que ni una ni otra de esas actividades podría ya continuar concentrada únicamente en las normas del respectivo ordenamiento, sino que tendría que alcanzar también a los principios y otros estándares o patrones de conducta, distintos de las normas, que pesan o gravitan también, de manera importante, en las operaciones de producir, aplicar, acatar e interpretar el derecho.

En consecuencia, cuando advertimos acerca de los impactos que los principios tienen en el derecho, nos referimos tanto al derecho como ordenamiento cuanto al derecho como saber acerca de ese ordenamiento. Esto quiere decir, como es obvio, que en el título de esta ponencia –“Rehabilitación e impacto de los principios en el derecho”– la palabra “derecho” aparece utilizada en la doble acepción recién indicada, es decir, como un ordenamiento que concierne a la conducta humana y como un saber que concierne a ese ordenamiento. Puesto de otra manera, la rehabilitación de los principios produce impactos en el derecho, en el sentido estricto del término, y, asimismo, en la ciencia del derecho, en el objeto por conocer y en el conocimiento de ese objeto, en aquello que constituye al derecho ontológicamente y en aquello que constituye al saber jurídico desde un punto de vista gnoseológico.

“Los principios y otros estándares o patrones de conducta…”, acabo de decir. ¿Es que además de los principios hay otros patrones de conducta, también distintos de las normas, pero que no son principios?

Claro que los hay, al menos desde que a la Constitución española de 1978, en una acción sin precedentes en otros textos constitucionales, se le ocurrió hablar en el Nº 1 de su art. 1, es decir, en la primerísima de sus disposiciones, de “valores superiores” –“valores, digo, no “principios”–, identificando luego como tales a la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Con el agregado, además, de que la señalada Constitución dice que al Estado español le corresponde “propugnar” tales valores, es decir, no sólo proclamarlos, sino favorecer su concreción en la sociedad española, con lo cual coloca tales valores no sólo como fines a los que el Estado y el derecho deben mirar constantemente, sino como unas pautas o patrones que es preciso tomar en cuenta a la hora de aprobar las leyes, emitir actos administrativos, dictar fallos judiciales o conducir instancias alternativas de solución de conflictos, para lo cual resulta indispensable interpretar y dar contenido a esas grandes palabras de que se vale el Nº 1 del art. 1 cuando consagra los llamados “valores superiores”.

Si hay algo como “valores superiores” en un ordenamiento jurídico, distintos de los “principios” y de las “normas” del mismo ordenamiento, y por mucho que aquellos valores puedan expresarse por medio de principios y de concretarse en una o más normas, lo cierto es que se ha vuelto a expandir el tipo de estándares o patrones que es posible hallar en el derecho, un proceso de expansión que pasó primero de las normas a los principios, y ahora de los principios a los valores, mas no en cuanto a que los principios hayan sustituido a las normas, o los valores a los principios, sino en tanto a las normas se suman los principios y a éstos luego los valores.

Si uno pone sobre la mesa la citada disposición constitucional española se encuentra con varios problemas a la vez, el mayor de los cuales sea posiblemente el de dar contenido a cada uno de los cuatro valores allí mencionados, porque resulta indudable que se trata de una norma “que señala los fines a alcanzar y que deja a los operadores jurídicos la elección de los cauces más adecuados para su efectividad, lo que potencia el tema de la interpretación”, según expresa Gregorio Peces-Barba, profesor de filosofía del derecho y uno de los gestores del pacto constitucional que dio lugar a la comisión redactora de la Constitución española de 1978, de la que él formó también parte.

Pero al margen de la cuestión de los contenidos de los valores superiores –un aspecto que el antes mencionado autor trata con algún detenimiento en un librito que me parece clave en esta materia y que se titula de esa misma manera, a saber, “Los valores superiores”– está ciertamente la cuestión previa de qué se entiende aquí por “valores” y qué hace de tales valores que sean “superiores”, así como las cuestiones conexas de en qué se diferencian los valores de los principios y de las normas o de si acaso “valores” no es más que otra palabra para “principios”, o la de si los llamados “valores” no son sino simplemente “normas”.

Peces-Barba, por ejemplo, emplea indistintamente las palabras “principios” y “valores”, particularmente en un texto posterior al libro recién mencionado –“Derechos y deberes fundamentales”– y afirma también que la del Nº 1 del art. 1 de la Constitución española es una “norma material sobre normas”, o sea, una típica norma secundaria –por emplear aquí el lenguaje de Hart– cuya función es regular desde el punto de vista de sus contenidos a las demás normas del ordenamiento y no solamente dar a éstas una cierta orientación general.

Con todo, me gustaría decir que existe alguna base para considerar que los valores no son lo mismo que los principios y que el solo hecho de que determinados valores sean expresados por un enunciado de tipo normativo no los transforma, ipso facto, a ellos, los valores, en normas, porque no creo que pueda decirse –ni aun en el caso español que los pone en la primera de las normas de su ordenamiento constitucional– que la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político sean, en sí, normas. En otras palabras, el hecho de que determinados valores sean positivados, esto es, incorporados deliberada y conscientemente al derecho positivo, no los transforma en normas.

Son valores, claro está, y se expresan casi todos ellos en una sola palabra, esto es, escuetamente, con gran economía de lenguaje, como acontece siempre en el caso de los valores –piensen en la belleza, en la utilidad, en la fortaleza, o en cualquier otro valor–, y, por lo mismo, nos crean el problema de identificar qué tipo de estándar son y cuáles son las diferencias que, en cuanto tales, tienen o reconocen con los otros estándares de los cuales hemos hablado en esta exposición, a saber, las normas jurídicas y los principios del derecho. En consecuencia, vale la pena preguntarse, en el caso de la ya citada disposición de la Constitución española, cuánto hay en ella de lenguaje prescriptivo y cuánto de lenguaje expresivo, o sea, cuánto de ella es realmente un mandato para los demás operadores jurídicos subordinados a la Constitución y cuánto expresa ella un sentimiento o una convicción del constituyente que quiere ser traspasada a esos otros operadores, con el fin de que éstos la hagan suya y la expresen o concreticen en el derecho que tienen competencia para producir.

En mi libro “Filosofía del Derecho”, próximo a aparecer[1], en el capítulo reservado al positivismo jurídico y, concretamente, en la parte de ese capítulo que trata del desafío que el constitucionalismo representa para el positivismo jurídico, discurro sobre el particular y digo que los valores son los grandes criterios de moralidad pública, tales como libertad e igualdad, y cuya abstracción, generalidad y fundamentalidad hacen indispensable su posterior desarrollo por los operadores de los distintos centros de producción normativa, en especial legisladores, jueces y funcionarios superiores de la administración. Ahora bien, que se trate de valores “superiores” –y me quedo ahora con esta última palabra– significa, como es obvio, que vinculan a todas las autoridades normativas que continúan el proceso de producción al derecho en condición de subordinadas a la Constitución que establece tales valores, aunque significa también que el propio constituyente está obligado a desarrollarlos en el cuerpo de la misma Constitución, es decir, en las disposiciones constitucionales que siguen a aquella que consagra los valores. Esto último quiere decir que la Constitución, junto con delegar el desarrollo de los valores superiores en otros centros normativos de jerarquía inferior, inicia ella misma ese desarrollo en el resto de las disposiciones constitucionales, por ejemplo, a través de aquellas disposiciones que en la Constitución tratan de los derechos fundamentales.

En cuanto a los principios de organización, tales como el de separación de poderes o el de independencia del poder judicial, son guías o directivas que ordenan una determinada institución o función estatal.

Tocante ahora a los demás principios, como el de buena fe, o el de que los pactos deben cumplirse, o el de que nadie puede beneficiarse de su propio dolo, sirven para afrontar casos concretos que no pueden ser resueltos en clara y directa aplicación de una o más normas jurídicas determinadas. Son, como vuelve a decirnos Peces-Barba, “una reserva de argumentos generales para decidir, que sólo se activan relevantemente ante el caso concreto”, aunque no por ello haya que descartar que legisladores y autoridades administrativas, al regular géneros de casos iluminados por uno de estos principios, puedan utilizarlos también al momento de dar contenido a las normas que tiene competencia para producir.

Sin olvidar, por último, que están también en las constituciones políticas, junto con los valores y los principios, los así llamados “derechos fundamentales”, que cumplen tanto la función objetiva de servir de guía a los procesos de producción, aplicación e interpretación del derecho por parte de los distintos operadores jurídicos, y la función subjetiva de juridificar aspiraciones morales tanto individuales como colectivas y aún más ampliamente planetarias, y que actúan, según la clase o generación de derechos de que se trate, como simples límites al poder, como participación en el origen y ejercicio del poder, como medio para obtener prestaciones que satisfacen necesidades espirituales y materiales básicas de la gente o como referentes para alcanzar determinados bienes que tienen que ver con la calidad de vida y la sobrevivencia del género humano en su conjunto.

De todas las categorías antes indicadas, quizás si la diferencia entre valores y principios sea la más difícil de explicar, aunque –a lo ya dicho– podríamos agregar ahora que los primeros son más abiertos a la interpretación que los segundos, y que, si se los mira como fines de derecho, ofrecen una incuestionable mayor gradualidad en su consecución que la que puedan admitir los principios. Si siguiéramos en esto a Robert Alexi, los valores, pertenecientes al campo de lo axiológico, y los principios, pertenecientes al campo de lo deontológico, se diferenciarían únicamente en sus funciones, puesto que los primeros determinarían lo que es mejor y los segundos se encargarían de transformar lo mejor en lo que es debido.

Con todo, recomiendo sobre esta materia, además de las obras de Gregorio Peces-Barba que ya fueron señaladas, las de Luis Prieto Sánchez, titulada “Constitucionalismo y positivismo”, y la de Javier Santamaría, titulada por su parte “Los valores superiores en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”. Esta última obra, como su mismo título lo indica, da cuenta de un amplio espectro de opiniones doctrinarias acerca de qué son los valores superiores y ofrece ejemplos concretos de fallos del Tribunal Constitucional español en los que se ha hecho interpretación y aplicación de la disposición que en el caso del ordenamiento constitucional español consagra como valores de ese tipo a la libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Con todo, cabe señalar que el aludido Tribunal Constitucional tuvo una primera etapa caracterizada por una indiferenciación jurisprudencial entre valores, principios y derechos fundamentales –una indiferenciación incluso de carácter terminológico, puesto que esas tres expresiones eran utilizadas indistintamente–, y luego una etapa de diferenciación tanto terminológica como funcional de las mismas. Analizar algunas resoluciones del Tribunal Constitucional español permite advertir también que los problemas que plantean expresiones como esas, además de la cuestión relativa al contenido de cada uno de los valores, principios y derechos fundamentales que el ordenamiento constitucional identifica como pertenecientes esas categorías, están las que conciernen a qué debe entenderse por “valores”, “principios” y “derechos”, cuál es la gradación o jerarquía de los mismos, y cómo deben resolverse las tensiones o conflictos en que unos y otros pueden encontrarse en un caso dado.

Así las cosas –y con esto concluyo– cuando hablamos de producción, aplicación e interpretación del derecho, de lo que hablamos es de la producción, aplicación e interpretación de una masa de estándares o pautas de conducta, concretamente normas jurídicas, principios de derecho, valores y derechos fundamentales, sin olvidar algo que no carece de importancia, a saber, que no pocos de esos principios, valores y derechos tienen consagración a nivel de la Constitución y forman lo que se llama comúnmente Constitución en sentido material.

Una Constitución en sentido material que ha ido ganando cada vez mayor densidad, incrementando así el marco del mismo nombre que las autoridades normativas subordinadas a la Constitución tienen el deber de tener en cuenta y de respetar. Hoy, las Constituciones no se limitan a establecer el marco formal para la producción de las normas que le seguirán, especialmente la legislación ordinaria o común, fijando para ello quiénes y por medio de cuáles procedimientos estarán facultados para continuar el proceso de producción del derecho, un proceso –como sabemos– que resulta inseparable de las operaciones de aplicación y de interpretación del mismo derecho. Las Constituciones van ahora cada vez más lejos en la definición de un marco material que condiciona la producción de nuevas normas desde el punto de vista del contenido que sea posible y legítimo dar a éstas.

A ese fenómeno se le acostumbra llamar “Constitucionalismo”, y hay que reconocer, como hicimos antes, que su expansión está produciendo efectos de importancia en nuestra concepción del derecho, en la jerarquía y manejo de las fuentes del derecho, en el razonamiento y argumentación jurídicas que proveen de justificación a las decisiones normativas de legisladores, jueces y funcionarios superiores de la administración, en la manera como se configura la relación entre el derecho y la moral, y –por último– en lo que debería ser enseñado como derecho al interior de nuestras Facultades de Derecho.

Muchos impactos, como se ve, ha traído consigo la rehabilitación y expansión de los principios y de otros estándares que se añaden a las normas jurídicas, aunque cabría hacer un esfuerzo por determinar cuál es la real intensidad de cada uno de esos impactos.

Lo interesante, entre otras cosas, es que la expansión de los principios y de los valores a nivel constitucional ciñe o limita, desde el punto de vista del contenido, la actividad productora de derecho que la propia Constitución confía a otros centros normativos –por ejemplo, legisladores y jueces–, quienes puede decirse que pierden libertad como autoridades normativas subordinadas ahora a la Constitución en un sentido material cada vez más fuerte. Sin embargo, el carácter abstracto y general de esos estándares, sobre todo en el caso de los valores, exige un desarrollo ulterior de los mismos por parte de operadores jurídicos tales como legisladores, jueces y funcionarios de la administración, y abre la puerta a distintas interpretaciones acerca de los mismos. Menos libertad para aquellos operadores, por un lado, y, por el otro, más campo para la interpretación del derecho constitucional preexistente que ellos deben aplicar, lo cual significa, a fin de cuentas, más campo para diversas interpretaciones y, en consecuencia, para distintas soluciones normativas de parte de esos mismos operadores. Por un lado, el incremento de la masa de estándares a nivel constitucional limita las posibilidades de los operadores jurídicos que están subordinados a la Constitución, aunque, por el otro, la evidente menor densidad que tienen esos estándares trae consigo una ampliación del marco de posibilidades de interpretación y aplicación que ellos ofrecen.

Por otra parte, será esa misma interpretación y aplicación jurisprudencial la que irá confiriéndoles, gradualmente, una mayor densidad, de donde se sigue que los valores superiores del ordenamiento, lo mismo que los principios y los derechos, tendrán que resignarse a adquirir mayor concreción recorriendo para ello el largo y sinuoso camino de la jurisprudencia que los aplica y el no menos largo y complicado camino de la teoría del derecho que piensa en ellos y que procura echar algo de luz de la entidad de cada uno de esos estándares, de su contenido, de la función que cada uno de ellos cumple en el ordenamiento jurídico del que forman parte, de las condiciones en que pueden ser aplicados, de la gradación que ellos reconocen y de las fricciones en que pueden verse envueltos.

Pero eso es ya materia de otro trabajo y quizás pueda ser respondido, al menos parcialmente, en las interesantes exposiciones que están programadas a continuación en este Seminario.

*  Versión escrita de la ponencia presentada en el Seminario “Los principios en el Derecho”, Escuela de Derecho, Universidad de Valparaíso, 2001.

**  Agustín Squella Narducci. Doctor en Derecho, Profesor de Introducción al Derecho y de Filosofía del Derecho, Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.

[1]  Nota del Editor: El libro Filosofía del Derecho fue publicado en agosto de 2001, por la Editorial Jurídica de Chile.

CONTENIDO