DERECHO ADMINISTRATIVO

LA INEXPLICABLE AUSENCIA DE UNA JUSTICIA ADMINISTRATIVA EN EL ESTADO DE CHILE27 Rolando Pantoja Bauzá

Lectura estimada: 87 minutos 125 views
Descargar artículo en PDF

 

 

DERECHO ADMINISTRATIVO

LA INEXPLICABLE AUSENCIA DE UNA JUSTICIA ADMINISTRATIVA EN EL ESTADO DE CHILE

Rolando Pantoja Bauzá*

 “Es deber del hombre servir al espíritu con todas sus potencias y recursos, porque el espíritu es la finalidad suprema de la existencia humana (…) La cultura es la máxima expresión social e histórica del espíritu” (Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, 1948, Preámbulo).

  1. EL RECONOCIDO DINAMISMO DEL CONSTITUYENTE

Y DEL LEGISLADOR CHILENO

“Chile ha conquistado su independencia en breve tiempo, sin grandes sacudimientos y ha afianzado sus instituciones sin profundos trastornos internos. Ha dado tiempo a que se formasen en su seno verdaderos estadistas. Su administración ha estado por lo mismo desde el principio exenta de grandes máculas y aunque la tendencia al conservadurismo ha sido allí muy acentuada, las reformas institucionales y sus progresos en la administración no han sido pocos, ni de escasa trascendencia” (Carlos María de Pena, profesor de la Universidad de Montevideo, República Oriental del Uruguay, 1900)[1].

En Chile, el gran dinamizador de la vida y del desarrollo de la Administración del Estado ha sido el constituyente-legislador, constituido por el Presidente de la República y el Congreso Nacional, guiados por esa sensibilidad especial que caracteriza a la naturaleza política y que le permite percibir necesidades sociales de acuerdo con criterios de realidad antes que ceñidos a exigencias teóricas.

Dentro de una tradición de inclinación abiertamente aplicativa y no constructiva, como es la que heredó y practica la profesión jurídica chilena, ha debido ser el legislador quien trace la línea innovativa en el campo ius administrativo. La doctrina y la jurisprudencia se han orientado a explicar, ordenar y viabilizar el ordenamiento jurídico, pero sin alterar su rol de aplicadoras de normas.

Ello ha sido así, no solo porque constitucionalmente corresponde al legislador crear, modificar y suprimir cargos públicos, y fijarles sus atribuciones; crear, modificar y suprimir servicios, y determinar sus funciones; sino porque también es a él a quien le cabe regular las consecuentes situaciones y relaciones jurídicas que concurren en el ámbito de la Administración del Estado, regularizándolas, haciéndolas conforme a Derecho.

El papel innovativo del constituyente y del legislador habría de destacarse notablemente durante el período de mayor desarrollo administrativo del país, durante el Estado Social, cuyo origen y desarrollo data de 1920 en adelante, pues en esta época el legislador supo superar inteligentemente las limitaciones constitucionales de 1925, que enturbiaban la consagración de la descentralización administrativa funcional en la nación chilena, y crear por vía legal justamente un complejo escenario de servicios de ese carácter, llamados hoy día servicios descentralizados por la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, cuya proliferación y densidad haría decir a un procesalista, en 1970, en tono de desaliento si no de protesta, que “No hay nada más sombrío, por no decir oscuro, dentro de nuestra legislación, que lo relacionado con las corporaciones y fundaciones de derecho público. Nadie tiene, entre los entendidos, un concepto claro y seguro sobre esta intrincada cuestión y, para mayor confusión, las nuevas leyes, lejos de explicarla en cualquier forma, han venido a complicarla aún más con la creación de ciertas instituciones con los nombres de fiscales y semifiscales, denominación esta última que ni siquiera es propia, con sólo atender a que el vocablo “semi” significa mitad precisa, por lo que aquellas instituciones debieran llamarse mejor “cuasifiscales”[2].

  1. SU EXTRAÑA INEFICACIA EN MATERIA

DE JUSTICIA ADMINISTRATIVA

Por eso extraña, por decir lo menos, la ineficacia mostrada por el legislador en el establecimiento de la Justicia Administrativa como sistema general de composición de los conflictos jurídicos administrativos que se promuevan en el país, tal como la ha consagrado el mundo occidental, más aún cuando la Constitución Política de la República, desde hace ya muchos años, ha instituido en Chile una Justicia Civil, una Justicia Militar, una Justicia Criminal, una Justicia Constitucional, una Justicia Electoral, una Justicia de Cuentas y consultado también la existencia de una Justicia Administrativa, sin alcanzar concreción real, presentando así, con esta omisión, al país, al día de hoy, ante la comunidad nacional e internacional, como la única nación de Occidente que carece de un sistema de Justicia Administrativa concebido y estructurado dentro de los parámetros aceptados por el mundo contemporáneo, dentro de un Estado democrático y social de derecho.

El legislador ha rehuido, pues, componer los conflictos contencioso administrativos a través de sedes jurisdiccionales generales, privilegiando una casuística que ha abierto esfuerzos judiciales de generalización, surgidos de la necesidad antes que de un sentido de la institucionalidad, lo que dificulta, cuando no entrampa, su fluida aplicación.

Esta actitud legislativa levanta, pues, la interrogante de establecer por qué se ha producido una situación de esta naturaleza, en circunstancias que en verdad todos los índices de país se orientan en otra dirección, favoreciendo una Justicia Administrativa que sirva de cierre virtuoso al circuito del Estado de Derecho.

  1. LA DOCTRINA IUS ADMINISTRATIVA SE HA DEBATIDO ENTRE LA ESPERANZA INICIAL DE CONTAR CON UNA JUSTICIA ADMINISTRATIVA, EL DESCONCIERTO DE UNA AGITADA CASUÍSTICA POSTERIOR Y LA DECEPCIÓN POR UNA INERCIA MANTENIDA EN EL TIEMPO

En estas condiciones, lo contencioso administrativo en la doctrina ha oscilado entre la esperanza forjada por la Constitución Política de 1925, que consultó la existencia de la Justicia Administrativa; el desconcierto suscitado por la inorgánica concreción posterior de ese mandato por el legislador y la desilusión provocada por la inercia de una omisión legislativa mantenida hasta el día de hoy, cuando el país se precia de contar con una Constitución del siglo XXI, la Carta Fundamental de 2005.

En efecto, cuando el constituyente de 1925 consagró por primera vez en el ordenamiento nacional la existencia de tribunales administrativos a cargo de jueces independientes de la Administración Pública para juzgar los actos de las autoridades políticas o administrativas, un soplo de entusiasmo recorrió las aulas universitarias.

Este gran vacío de nuestra legislación administrativa parece camino de salvarse desde la Constitución de 1925, que reconoció, en forma explícita, la necesidad de asegurar a los particulares el amparo de sus derechos lesionados por actos arbitrarios de las autoridades políticas o administrativas, mediante la creación de tribunales administrativos”, anotaba en la década de 1940 el profesor Guillermo Varas Contreras[3].

Mas, el transcurrir de los años fue diluyendo este ilusionado entusiasmo frente a la actitud negativa mostrada por el legislador a dar cumplimiento al mandato constitucional, para dar paso al desconcierto. “La ausencia de órganos jurisdiccionales especiales para el conocimiento general o en plenitud de lo contencioso administrativo”, hará ver el profesor Hugo Pereira Anabalón en 1971, ha generado un panorama que “no puede ser más inorgánico, falto de técnica y de sistema”, dominado por múltiples organismos creados por la ley a título de “mecanismo vigente para la composición de los conflictos administrativos[4].

Ya en nuestros días, al año 2000, un distinguido profesor universitario, que por años ha dedicado su atención profesional y doctrinal a esta materia, no ha vacilado en renunciar a las expectativas que hizo surgir aquella posibilidad de su creación. “Se termina el siglo XX sin tribunales contencioso administrativos y las esperanzas que alguna vez se tuvieron de su creación en ese siglo, se esfumaron –constata el profesor Pedro Pierry Arrau–. Aquellos que nos hemos dedicado al derecho administrativo como disciplina académica, hemos vivido toda nuestra vida universitaria en gran parte vinculada a este problema, y, duro es decirlo, estoy llegando a estas alturas a la conclusión que finalmente no se establecerán. Al menos, no en nuestro tiempo[5].

 

  1. EN LA RUTA DE UNA EXPLICACIÓN: ¿QUÉ FACTORES HAN LLEVADO A HACER DE CHILE EL GRAN AUSENTE DEL MAPA OCCIDENTAL DE LA JUSTICIA ADMINISTRATIVA?

En los círculos ciudadanos e incluso universitarios, acostumbra atribuirse este desinterés del Gobierno y del legislador por establecer la Jurisdicción Administrativa a dos razones principales: por una parte, se dice, la historia del mundo occidental demuestra que todo Gobierno es reacio al control, empeñado en una búsqueda insaciable de poder y arbitrio: libertad de acción; por la otra, se manifiesta, la creación y mantención de los tribunales administrativos demandaría un gasto que el país no está en condiciones de soportar.

Sin embargo, la realidad demuestra que estos argumentos carecen de fundamento en la realidad chilena.

Desde luego, los Gobiernos del país, por tradición hispana, arraigada en una práctica de siglos, han estado sometidos desde siempre a controles formales y sustanciales de gran profundidad, y a responsabilidad pública, los que se han mostrado cada vez más rígidos y completos a medida que transcurren los años y los tiempos. Hoy día, por ejemplo, Chile es el único país del mundo que obliga a las autoridades gubernativas y administrativas a decidir solo mediante decretos y resoluciones, bajo pena de nulidad, y a exigir que estos actos, una vez dictados y antes de ser ejecutados, cumplan un control preestablecido de constitucionalidad y de legalidad a cargo de un organismo externo, constitucionalismo autónomo, en un trámite obligatorio que precede y condiciona su vigencia y ejecución posteriores, desde luego su validez, trátese de declaraciones de voluntad del Presidente de la República, de un jefe de servicio o de un gobernador de provincia, la toma de razón a cargo de la Contraloría General de la República.

Mal podría pensarse entonces que la sujeción al control individual ejercido por medio de demandas ciudadanas pudiera ser una causa tan poderosa como para fundar en él el desinterés del Gobierno por crear los tribunales de la Justicia Administrativa, si ya está sometido a ese control jurídico de oficio que ejerce la Contraloría General de la República, en forma independiente, conforme a sus propias políticas y facultades de fiscalización, y que abarca todo su actuar.

Tampoco esa falta de interés puede fundarse en la carencia de recursos financieros para sufragar los gastos que requiera su implementación y mantención, como lo han hecho ver incluso los anteproyectos y proyectos redactados hasta ahora para establecer estas sedes jurisdiccionales, que movidos por esta preocupación se han adelantado a contemplar su establecimiento solo en las ciudades más importantes de la nación, autorizando un proceso gradual de expansión posterior, a medida que se requiera y que lo permita el presupuesto nacional.

Efectivamente, la práctica ha demostrado la inconsistencia de este argumento. Piénsese, por ejemplo, en que la realización de la reforma procesal penal y de la reforma procesal civil en materia de familia, junto con movilizar e incorporar a miles de personas a los nuevos organismos, implicó también una inversión de muchos millones de dólares, sin que la implementación de estas importantes iniciativas legislativas haya experimentado tropiezo alguno por razones financieras, como que está funcionando en todo el país, y la que estaba pendiente se finiquita el próximo 1 de octubre.

Considérese solamente que la Reforma Procesal Penal ha significado pasar, de un sistema de 79 Jueces del Crimen, al actual, que consta de 420 Jueces de Garantía y 396 Jueces Penales Orales, incorporados al Poder Judicial; de 642 Fiscales designados para servir en el Ministerio Público; y de 417 Defensores Públicos, sin contar las 232 abogacías privadas licitadas y adjudicadas a lo largo del país por la Defensoría Penal Pública para cumplir adecuadamente las finalidades de la gran reforma, y que el apoyo profesional y administrativo que requieren esos órganos ha requerido del nombramiento de cinco mil seiscientas personas, según las estadísticas que se registran en el sector.

En el mes de enero del año 2004, el Ministro de Justicia manifestó que el costo total de implementación de este nuevo sistema ascendía a trescientos cuarenta mil millones de pesos.

En cuanto a la Justicia de Familia, su instalación, como se ha adelantado, está prevista para el 1 de octubre de 2005, día en que comenzarán a funcionar los 258 Jueces de Familia, adscritos a 60 tribunales especiales, a los cuales se sumarán 77 Juzgados de Letras que tendrán competencia en esos asuntos, todos los cuales reemplazarán a los actuales 51 jueces de menores que existen en el país, todo ello con una inversión inmediata de cincuenta y cinco mil millones de pesos.

Siendo así, sostener que la inexistencia de una Justicia Administrativa en Chile se explica por una falta de recursos financieros, es una explicación que también carece de todo sustento, ya que los hechos demuestran fehacientemente que al existir voluntad política pueden incorporarse innovaciones modernizadoras radicales en beneficio de la comunidad nacional.

Estos antecedentes agudizan la inquietud que suscita el por qué de la falta de voluntad política para instaurar la Justicia Administrativa general en la República, pese a la evidencia real y técnica de su necesidad.

Pareciera que la respuesta que más se ajusta a la forma de vida nacional, en esta materia, se encuentra en diversos factores, entre los cuales sobresalen dos:

  1. La desinteligencia nacional en alcanzar una solución inteligente y coherente para el tema de la Justicia Administrativa, ya que del análisis del iter histórico de lo contencioso administrativo en Chile surge la imagen sorprendente de un aciago y persistente desencuentro de la doctrina en el enfoque de las ideas claves del sistema, provocando con ello un agudo desconcierto ciudadano frente al tema, que alcanza al legislador; y
  2. Una institucionalidad que se ha ido acomodando flexiblemente a esa ausencia, sin advertir que estos paliativos de una indefinición legislativa, en definitiva han cerrado las puertas a su aceptación, sea porque han tendido a absorber las asuntos contencioso administrativos, lo que ha hecho con éxito el Poder Judicial, o a suplir la ausencia de esas sedes jurisdiccionales, lo que ha alcanzado con iguales resultados la Contraloría General de la República, aunque ni uno ni otra con la eficiencia y eficacia que requiere la satisfacción real de esas necesidades de país.
  1. EL AGUDO DESENCUENTRO DOCTRINAL

Una de las importantes razones que ha cegado la vertiente contencioso administrativa de una justicia general de composición de conflictos administrativos en Chile, ha sido el desafortunado desencuentro doctrinal en el análisis del tema, creando con ello un escenario de contradicciones que ha sido fuente de incertidumbre y agudas desconfianzas, con el efecto de haber minado gravemente las convicciones iniciales que favorecían la concreción de esa laudable idea, llevándola al estado de desconformación institucional en que hoy se encuentra.

Cronológicamente, esas disonancias concurren en todas las interpretaciones modeladas por la doctrina, desde sus análisis de la Constitución de 1828 hasta los de la 1980, cuya normativa recogió la de 2005, pasando por las modificaciones mayores o menores de 1833, 1874 y 1925, y aun de 1989, a propósito de la importante ley Nº 18.825, que nuevamente dio origen en esta materia a afirmaciones en blanco y negro que no contribuyeron constructivamente a ningún resultado de país.

  1. El desencuentro doctrinal frente

a las Constituciones de 1828 y 1833

La actitud asumida por la doctrina frente a los artículos 96 numeral 3º de la Constitución de 1828, y 104 numeral 7º de la Carta de 1833, que entregaron el conocimiento de los juicios “que resulten de contratos celebrados por el Gobierno, o por los ajentes de éste en su nombre” a la Corte Suprema de Justicia, y el de “las disputas que se suscitaren sobre contratos o negociaciones celebradas por el Gobierno Supremo i sus ajentes” al Consejo de Estado, respectivamente, marcan el inicio de los desenfoques de análisis que se han dado en el ámbito de la Justicia Administrativa.

Los autores que se ocuparon de analizarlos no dudaron en afirmar que se hallaban en presencia de la primera regulación chilena de lo contencioso administrativo, por el solo hecho de constatar allí la presencia administrativa, sin reparar en que los conflictos derivados de las contrataciones o negociaciones a que ellos se referían eran por aquellos años asuntos reconocidamente civiles y que las únicas notas originales que presentaban esos Códigos Constitucionales, al aprobar dichos preceptos, radicaban en haber confiado el conocimiento de esos negocios civiles a un tribunal distinto del de la instancia que regularmente había de conocerlos, en el primer caso, y haberlos sustraído de la órbita de competencia de la jurisdicción civil, para adscribirlo a un órgano de Gobierno, como era el Consejo de Estado, en el segundo.

Lo contencioso administrativo empieza en Chile con la Constitución de 1828”, dirá en este sentido el profesor Juan Antonio Iribarren en 1936, adhiriendo así a lo expresado en 1930 por Eduardo Alcayaga, quien, en su memoria de prueba para optar al Grado de Licenciado por la Universidad de Chile, había afirmado que “La Constitución de 1828 establecía (…) lo contencioso administrativo”.

El profesor Manuel Jara Cristi ejecutoriaría con su autoridad estas aseveraciones señalando que “la Constitución de 1828 partía del principio de la unidad jurisdiccional[6][7], pero sin detenerse tampoco a precisar por qué en este caso cabía hablar de un contencioso administrativo si solo se trataba de un contencioso de la contratación, más aún cuando la posibilidad de demandar pecuniariamente al Estado en asuntos civiles siempre se había entendido abierta a los agraviados en sus derechos por actitudes imputables a organismos estatales.

A su vez, refiriéndose al Código Político de 1833, otro memorista de la Universidad de Chile, José M. Rojas González, habría de sostener que el artículo 104, atribución 7ª del Código Político de 1833, consagraba una función contenciosa administrativa de naturaleza administrativa jurisdiccional, porque en él la “facultad de administrar justicia en esa materia le correspondía a un órgano administrativo”, que se situaba “en el mismo rango que la Jurisdicción civil y penal”, dentro del “Sistema de Justicia Delegada”, una de las variantes del “Sistema Administrativo” de organización de estos tribunales, y cuya característica se encontraba “en que –en él– la facultad de juzgar corresponde en principio a la Administración y ésta la delega en organismos especiales formados con personal que la misma Administración proporciona y al cual se le concede la debida independencia para el correcto desempeño de sus funciones[8], incurriendo en un defecto análogo: identificar presencia administrativa con contencioso administrativo, sin detenerse a establecer en verdad qué era lo que constituía lo contencioso administrativo.

En la perspectiva del tiempo, con todo, parece claro que antes que consagrar una Justicia Administrativa, en tanto aplicación jurisdiccional a los conflictos jurídico administrativos, lo que estas Constituciones buscaron establecer no fue otra cosa que dar seguridad de juzgamiento al Estado, dentro de la libertad, el año 1828, confiando los más importantes asuntos contenciosos del país a la Corte Suprema de Justicia, y dentro del orden, en 1833, al entregarlos al Consejo de Estado, órgano formado por hombres públicos de probada experiencia en asuntos estatales, sin que este pragmatismo constitucional pudiera abonar la idea de que esos Códigos Políticos estaban reconociendo por ello en esas contrataciones la caracterización jurídica especial que les atribuye naturaleza administrativa diferenciada de los demás actos jurídicos, ya que lo único que comprobaban como peculiar en ellas era el monto de lo involucrado y sus consecuencias, cuya consideración se estimaba importante para la sociedad toda.

La readecuación de este contencioso contractual dispuesta por la Carta de 1833 en relación con su precedente, surgió sin lugar a dudas de esa búsqueda en que se empeñó aquel período patrio, de establecer “los medios de asegurar para siempre el orden y la tranquilidad pública”, que había guiado a sus redactores y que destacara el Presidente Prieto en el preámbulo de la Constitución, espíritu que sería ilustrado por la experiencia captada en Londres por uno de los padres de ese Código Constitucional, el insigne Mariano Egaña, primer Decano de Derecho del país republicano, quien hizo ver a su padre la importancia que revestía para Chile el conocimiento de los sistemas inglés y francés, consolidados desde formas tan distintas en sus respectivos territorios, en una clara línea de desenvolvimiento institucional adaptada a sus específicas maneras de ser.

Muy defectuosa habría quedado mi educación política, si yo no hubiese venido a Francia –le dice a don Juan Egaña, en carta fechada en París el 16 de febrero de 1828–, porque es preciso observar estas dos grandes naciones vecinas y comparar-las. De esta comparación resulta que se penetra uno prácticamente de grandes verdades políticas, cuyo conocimiento es indispensable para servir a la Patria con provecho. Cuando uno conoce por medio de esta compa-ración –sus características–, alcanza la certeza de aquel importantísimo principio que nada valen las instituciones si no están apoyadas sobre el carácter nacional, o lo que es lo mismo, que las leyes nada son sin las costumbres[9].

En el contexto de su época, no cabía, pues, en 1833, someter al Jefe de Estado a un fallo condenatorio de la Corte Suprema de Justicia, como lo admitía la Constitución de 1828, porque eso equivalía a debilitar peligrosamente la majestad del Estado, representada por el Jefe de Estado.

Los hombres de 1833 habían optado por realzar la potestad presidencial y en esta definición no pudieron menos que arrastrar al artículo 99 numeral 3º del Código Político de 1828, pero ajenos por supuesto a reconocer en esas contrataciones, alguna especial naturaleza que los revistiera del carácter potestativo público que reconocía al ejercicio de la autoridad política.

Los constituyentes de 1833, ha dicho Alberto Edwards, se inclinaron decididamente por la prerrogativa pública. Los fuertes poderes del Jefe de Estado surgirían, así, no “de una usurpación y de un abuso –como en un golpe de Estado–, sino por ministerio de la ley (…) Los constituyentes de 1833 comprendieron que los males inseparables de toda dictadura, y aun de todo poder demasiado vigoroso, serían reducidos a su mínimo, si legitimaban constitucionalmente esa forma de gobierno. Su autoridad –así, la del Presidente de la República– sería más sólida y más respetable. Los elementos de desorden no se encontrarían delante de un revolucionario como ellos, que por obra de la audacia y sin más derecho aparente que su capricho usurpa la soberanía del pueblo y pisotea las leyes fundamentales. El poder absoluto que ejercieran antes los Presidentes coloniales en nombre del soberano legítimo que era el rey de España, lo ejercerían ahora los Presidentes de la República, delegatarios también, en teoría, del nuevo soberano que era el pueblo. Nada iba a cambiar, Chile seguiría gobernándose en la forma a que estaba acostumbrado[10].

La Constitución de 1833 consagra la existencia de “un monarca constitucional”, acotaría Guillermo Feliú Cruz[11].

El artículo 104, atribución 7ª, al radicar el juzgamiento del contencioso de los contratos celebrados por la Administración al Consejo de Estado, no respondió, por consiguiente, a una convicción institucional ni teórica, no manifiesta una convicción a priori del constituyente sobre la necesidad de una regulación distinta de la común; fue solo el fruto del pragmatismo autoritario que animó al constituyente de 1933 frente al estado de cosas existente en la época, por lo que parece inductivo a error teorizar el contenido de ese precepto para erigirlo en una expresión normativa que en esos términos sería pionera de lo contencioso administrativo en Chile y en Occidente, lo que es ciertamente desmesurado.

  1. El desencuentro doctrinal frente

a la reforma constitucional de 1874

Más abierto y contrastante habría de ser el desencuentro doctrinal que se produjo en 1874, a raíz de una de las grandes reformas impulsadas por el pensamiento liberal a la Constitución de 1833, a la cual los espíritus avanzados de aquel tiempo, que eran mayoría, veían ya por aquellos años como una simple prolongación del autoritarismo colonial, contradictorio con el espíritu y la vivencia republicanos.

Los fuegos los encendió el segundo profesor de Derecho Constitucional con que contó la República, don Jorge Huneeus, al argumentar que la atribución 7ª de su artículo 104, al confiar el contencioso contractual al Consejo de Estado, copiaba servilmente el modelo de “los franceses, que han inventado el sistema jurisdiccional administrativo-contencioso”, ideación de un régimen del “más atroz despotismo”, para ampliar el radio de su arbitrariedad.

Organícense “las cosas de manera que no exista posibilidad de que se promuevan contiendas de competencia –decía en 1891– y entonces no habrá para qué preocuparse de establecer quién ha de decidirlas. Adóptese el sistema que rige en Inglaterra y en Estados Unidos, países en los cuales jamás juzga la Administración, y desaparecerán por completo esas competencias que han sido entre nosotros tan frecuentes, y que, con placer lo notamos, van disminuyendo de día en día, merced al espíritu que en estos últimos años ha dominado en nuestra Legislación, de arrancar de manos de la Administración la facultad de fallar asuntos contenciosos”.

La llamada jurisdicción contencioso administrativa, agregaba, solo se explica por la filosofía de su creador, “El sistema napoleónico, concentración audaz del más atroz despotismo”, ya que solo un régimen de esa naturaleza “ha podido tener interés en asilarse en el falso argumento que sirve de apoyo a la jurisdicción administrativo-contenciosa”.

Hay que borrar “por completo y con mano firme, todo aquello que aún se conserva en nuestras instituciones del sistema francés”, concluía afirmando convencidamente.

La reforma del año 1874, al suprimir la atribución 7ª del artículo 104 del Código Político de 1833, “es el mejor argumento que puede oponerse a los defensores de la jurisdicción administrativo-contenciosa, si todavía los hubiere en Chile”, recalcaba. “Todo esto, que hoy nos parece tan obvio, pues es una lógica consecuencia del principio de la separación de los Poderes Públicos, fue lamentablemente desconocido en diversas leyes, las que hoy están –¡a Dios gracias!– completamente derogadas[12].

Las opiniones del señor Huneeus tuvieron y aún tienen repercusión doctrinal en el país.

Sin embargo, ellas se revelan doblemente injustificadas y se presentan al observador más bien como un ejemplo más de la accidentada ruta que ha seguido la Justicia Administrativa en Chile.

Eran injustificadas, en primer lugar, porque no se ceñían a los hechos históricos e institucionales. Aquella afirmación que asimilaba la situación creada por el artículo 104 atribución 7ª de la Carta de 1833 al “sistema francés”, como él sostenía, para encontrar allí un preconcebido ánimo de alimentar el “más atroz despotismo”, considerada en sí misma, más que remontarse a Francia encontraba su origen en una antigua práctica nacional heredada del sistema español, desde el cual evolucionó el sistema republicano nacional, haciéndola suya, por razones de oportunidad.

Es sabido, en efecto, que durante la monarquía española, bajo el Imperio de los Austrias y de los Borbones, no existió en el reino o en la capitanía general, separación de los poderes del Estado, atendida la summa potestas ejercida por el rey, nota peculiar de la época y de ese régimen político, como lo registra la historiografía.

En Chile, “Los gobernadores reunían en sus manos –recuerda Enrique Zorrilla Concha– el poder político, administrativo y militar”, y “En materia judicial, de acuerdo con su título de Gobernadores, Capitanes Generales y Justicias Mayores, conocen de las apelaciones interpuestas contra las sentencias de los alcaldes ordinarios”. A nivel territorial, los corregidores y alcaldes mayores, que eran designados por el Gobernador, eran sus verdaderos representantes, “por lo que podían conocer en asuntos de gobierno, de guerra, de pacificación y alzamiento”, y “en materia judicial, de pleitos civiles y criminales, tanto en primera instancia, sin usurpar la competencia de los alcaldes ordinarios, como de las apelaciones entabladas contra los fallos de estos últimos”.

Al implantarse “el régimen francés de Intendentes y subdelegados –expresa Zorrilla Concha– estos funcionarios pasaron a ejercer el papel de Justicia Mayor, sustituyendo a los corregidores y alcaldes mayores, con similares atribuciones judiciales, aunque superiores[13].

Es injusta, en segundo término, la apasionada crítica formulada por el profesor Huneeus, porque la verdad es que surge de un concepto incompleto de lo que era, significó y representa el sistema contencioso administrativo en el régimen de justicia occidental. Como lo señala explícitamente, para él, “el único caso en que concurrían –los requisitos de un contencioso administrativo– era en el de las cuestiones referentes a contratos celebrados por el Gobierno o por sus agentes, a los cuales se refería la parte 7ª del artículo 104”, porque en ese supuesto, si “la ruptura del contrato no fuere motivada por el contratista, [los tribunales del fuero común] declararían que éste tenía derecho al abono de perjuicios con arreglo a la ley, y fijarían su monto, si había lugar a ellos”. Por lo demás, reconoce, “En el caso propuesto [no cabe] que los Tribunales ordinarios pudieran rever, revocar ni dejar sin efecto el acto administrativo que motivare el pleito[14].

En otros términos, el profesor Huneeus no hace sino aplicar principios generales de Derecho Civil al examen de lo que él denomina contencioso administrativo, desconociendo la originalidad de la justicia administrativa, que emanaba justamente de no ser un juzgamiento de contratos, sino de decretos de la autoridad, de los actos unilaterales del poder ejecutivo, hecho inédito para la publicística decimonónica y el rasgo verdaderamente novedoso del nuevo mundo administrativo del mil ochocientos.

La cruda y enérgica condena del profesor Huneeus: “los decretos sentencias, absurdos como el sistema mismo de jurisdicción administrativo-contenciosa, que no concebimos cómo puede ser concebido por publicistas de nota[15], junto con desacreditar públicamente el sistema, ignoró la filosofía que sustentaba a la Justicia Administrativa, para caer, contradictoriamente, en una defensa de la razón de Estado, pues se tradujo en la consolidación de la inimpugnabilidad de los decretos y resoluciones de la autoridad administrativa, consagrada por el Código Civil del peluconismo, que en su artículo 45 reconocía como caso fortuito o fuerza mayor: imprevisto al que es imposible resistir al “acto de autoridad de funcionario público”, y que él hace suyo al afirmar que no cabe, “en el caso propuesto, que los Tribunales ordinarios pudieran rever, revocar ni dejar sin efecto el acto administrativo que motivare el pleito”.

En la proyección de los tiempos, la tesis del ilustre Jorge Huneeus contribuyó a confundir, más que a aclarar la arquitectura republicana y democrática que el pensamiento liberal buscaba establecer, con la agravante de arrojar un descrédito infundado sobre la Justicia Administrativa, al mostrarla con perfiles despóticos, opuestos a la creación de un ámbito de verdadera defensa de los derechos de las personas, y manteniendo en definitiva un statu quo autoritario que frenaría severamente cualquier solución a las necesidades de justicia del país.

  1. El desencuentro doctrinal frente

a la Constitución Política de 1925

Con todo, la dictación de la Ley de Organización y Atribuciones del Poder Judicial prohibió en 1875 a los órganos del fuero común intervenir en asuntos propios del Poder Ejecutivo, y con esa prohibición superaría la imagen Huneeusiana, restableciendo la convicción generalizada, por lo demás, que animaba a la sociedad chilena del 1800, en orden a que la competencia judicial se hallaba circunscrita al ámbito de los conflictos privados, incluyendo en ellos a los suscitados por el Estado cuando actuaba en la misma forma que los particulares, criterio que partía del mismo artículo 547, inciso 2º, del Código Civil.

Por eso, no se cuestionó ni puso en duda la afirmación que hiciera el profesor Fernando Alessandri Rodríguez en 1925, en el seno de la Subcomisión de Reforma Constitucional, al proponer la creación de “Tribunales Administrativos”, de que la justicia ordinaria “es y se declara incompetente” para conocer de demandas enderezadas en contra de una resolución administrativa, lo que derivaba en que “si un particular sale perjudicado con alguna de estas resoluciones, no tiene más que el recurso de la conformidad”, a menos que “consiga con el Ministerio respectivo que derogue el decreto”.

Con todo, añadió, “es tanta la necesidad de que estos actos puedan ser revisados por algún Tribunal, que aun hoy día algunas Cortes de Apelaciones se han creído autorizadas para ello no obstante su clara incompetencia”.

Pese a la reticencia mostrada por algunos miembros de la Subcomisión: “la creación de estos Tribunales Administrativos (…) va a constituir un rodaje peligroso e inútil”, observó don Eliodoro Yáñez, en definitiva la Subcomisión aprobó la idea de establecer estas sedes jurisdiccionales, lo que hizo en el artículo 87 de la Carta de 1925[16].

Artículo 87. Habrá Tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resolver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros Tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de ley.

Un articulista del Diario Ilustrado, de vena conservadora, criticó acerbamente esta iniciativa, mostrándola, entre exclamaciones que denotaban asombro e indignación, como un instrumento fraguado por el Gobierno para reforzar su poder político en perjuicio de los ciudadanos. Se trataba, se dijo, de “Tribunales Administrativos”, constituidos por funcionarios públicos, por agentes del Estado sometidos a la jerarquía presidencial, llamados a justificar las pretensiones procesales del Gobierno.

No era éste, empero, el espíritu que animaba a esta iniciativa, Por ello, don Fernando Alessandri no dudó en proponer una aclaración del texto ya aprobado por la Subcomisión de Reformas, a fin de cegar toda suspicacia. Esta sugerencia condujo a la intercalación de una frase que precisara que el artículo establecía tribunales independientes, tribunales propiamente tales, como habría de quedar consignado en el artículo 87, al disponer que dichos tribunales estarían “formados con miembros permanentes”.

Lo que se pretende –hizo ver el señor Alessandri en la sesión trigésimo tercera de las celebradas por la Subcomisión de Reforma Constitucional– es que de los actos de las autoridades administrativas que deban ejecutarse de acuerdo con las leyes y que no queden sometidos a la revisión de los Tribunales ordinarios, pueda reclamarse a estos Tribunales Administrativos. Son tribunales encargados de lo contencioso administrativo[17].

No obstante lo anterior, la cátedra de mediados de siglo favorecería un nuevo y desconcertante desencuentro en la apreciación del texto constitucional y de la Justicia Administrativa en Chile.

En 1959, el profesor Enrique Silva Cimma, en su “Derecho Administrativo”, publicado por la Editorial Universitaria, habría de afirmar perentoriamente que la jurisdicción contencioso administrativa era una función estrictamente administrativa, “una actividad administrativa esencialmente contenciosa, pero administrativa siempre, por lo que su ejercicio ha de corresponder precisamente a la Administración como cuestión innata, por naturaleza, y sería por lo tanto el principio de la separación de poderes, en el sentido de radicación de atribuciones distintas en cada uno de ellos en razón de la materia sustancial, el que impediría afirmar que esta clase de actividades habría de corresponder al Poder Judicial”.

Los actos jurisdiccionales –afirmó– son actos administrativos. De allí que la doctrina haya distinguido con mucho acierto entre Administración activa y Administración jurisdiccional o contenciosa, radicando la esencia de los actos que ejecuta la primera, en su carácter imperativo y en el hecho de que se cumplen in actum en razón del fundamento activo de la Administración, que provee siempre al bienestar general”.

La Administración contenciosa, en cambio, no ejecuta actos administrativos de mando, sino que de jurisdicción, oyendo y resolviendo sobre los derechos heridos o lesionados por los actos de autoridad[18].

En todo caso, no fue éste el único desencuentro doctrinal que habría de producirse en torno al artículo 87 de la Carta Fundamental de 1925.

Hubo otros. Entre ellos, por ejemplo, el relativo al contenido jurídico del contencioso administrativo previsto en esa disposición.

Mientras el profesor Pedro Pierry Arrau afirmaba que lo contencioso administrativo en la Constitución de 1925 apuntaba a establecer en Chile el contencioso anulatorio, ya que el contencioso patrimonial se había confiado a los tribunales del fuero común[19], los profesores Patricio Aylwin Azócar y Hernán Pitto Dalmazzo, bajo la misma Carta Política, sostenían, respectivamente, que “El examen de este precepto –del artículo 87– revela el propósito del Constituyente de establecer una jurisdicción contencioso administrativa con plenitud de competencia en la materia”, con competencia para conocer de “los diversos recursos contencioso administrativos”, y fundamentalmente de los recursos o acciones de anulación y de plena jurisdicción, y que, “evidentemente –en palabras del profesor Pitto– el tribunal verdaderamente contencioso administrativo tendrá jurisdicción plena, en el sentido que ante él se podrán ejercer todas las acciones que la ley [haya] establecido a favor del particular[20].

  1. El desencuentro doctrinal frente

a la Constitución Política de 1980

Los ecos de aquellas encontradas opiniones habrían de proyectarse al estudio del anteproyecto de Constitución de 1980, como se advirtió tempranamente en la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, en cuya sesión 303ª, de 5 de julio de 1977, uno de los miembros de la Subcomisión de Estudio de lo Contencioso Administrativo manifestó haber sido instruidos por la Comisión en el sentido de que el ejercicio de la Justicia Administrativa habría de radicarse en el Poder Judicial. “El señor Pierry –miembro de esa Subcomisión– observa que la Comisión Constituyente había establecido [entre] las bases para que la Subcomisión trabajara, que tenía que ser el Poder Judicial el que conociera de lo contencioso-administrativo”, razón por la cual ellos se habían limitado a redactar un anteproyecto de procedimiento contencioso administrativo, sin referirse a su organización y atribuciones.

Pero los desencuentros no habrían de detenerse allí, pues al analizarse en la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución Política el texto del anteproyecto de la Carta Fundamental de 1980, habrían de sucederse otras actitudes igualmente desconcertantes.

Así, por ejemplo, los miembros de esa Comisión tenían el convencimiento pleno de que los tribunales contencioso administrativos debían establecerse definitivamente en el país, y sus intercambios de opinión contaron incluso con la activa cooperación de la señorita Ministro de Justicia. Con todo, habría de darse el caso sorprendente de que la misma Ministra, en la sesión 307ª, celebrada el 26 de julio de 1977, desautorizó la competencia que habrían de asignarse a esos órganos juzgadores, negándoles tajantemente la posibilidad de ejercer facultades anulatorias de los actos administrativos ilegales. Sería inaceptable, afirmó, conferir a esos tribunales “la facultad anulatoria”, ya que tal potestad “tiene el inconveniente práctico de que podría convertir a tales tribunales el día de mañana en los administradores del Gobierno, en administradores de la nación”. “Eso lo encuentra de una peligrosidad ilimitada”, consignan las respectivas Actas Oficiales, al transcribir su afirmación, que fue apoyada por un profesor de Derecho Procesal presente en ese momento en la sesión de estudio de esta materia.

En esto –subrayó la Ministra– interpreta el sentir del Presidente de la República, con quien conversó sobre la materia[21].

Sin embargo, la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución había demostrado en diversas oportunidades, v.gr., en la sesión 354ª, celebrada el miércoles 19 de abril de 1978, tener clara la arquitectura funcional de la justicia administrativa. En esa ocasión el señor Raúl Bertelsen hizo ver en términos explícitos en este sentido, que “las dos grandes vías de lo contencioso administrativo son el recurso de anulación y el de plena jurisdicción para obtener una indemnización”, y en la sesión 303ª, celebrada el martes 5 de julio de 1977, aceptaría que, “básicamente, lo contencioso administrativo [está constituido por] el recurso entablado para anular un acto de la Administración”, confirmando los ejes maestros de la construcción occidental de lo contencioso administrativo, los mismos ejes que ahora se veían contradichos por la Ministra de Justicia del Gobierno Militar, interpretando “el sentir del Presidente de la República, con quien conversó sobre la materia”.

En otro aspecto, ha de recordarse que la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución se demostró abiertamente judicialista. El artículo que acotó en el anteproyecto de Carta Fundamental la competencia absoluta del Poder Judicial así lo consagró, al atribuir a los órganos judiciales no solo facultades para conocer, juzgar y hacer ejecutar lo resuelto en las causas civiles y criminales, como era de rigor en la historia constitucional chilena, sino al agregar a ellas, además, en texto expreso, iguales facultades respecto de las causas contencioso administrativas. Este criterio fue compartido por el Consejo de Estado, el órgano gubernativo revisor del anteproyecto, y así fue elevado a conocimiento de la Junta de Gobierno, órgano llamado a aprobar el proyecto que habría de ser sometido a plebiscito.

El inciso 1º del artículo 79 del Anteproyecto de Constitución Política aprobado por la Comisión de Estudio, hecho suyo por el Consejo de Estado bajo el número 73[22], dispuso, por eso, en su primera parte, que “La facultad de conocer de las causas civiles, de las criminales y de las contencioso administrativas, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley”.

Artículo 79, inciso 1º, 1ª parte. La facultad de conocer de las causas civiles, de las criminales y de las contencioso administrativas, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley.

Se trataba de superar anteriores interpretaciones y puntos de vista eliminando de raíz cualquier equívoco que pudiera despertar el texto de ese importante precepto. De allí la redacción evidentemente explícita del artículo 79, que aunque fue observada y no compartida por el Presidente de la Corte Suprema de Justicia y Presidente de la Subcomisión de Estudio de las Normas Constitucionales relativas al Poder Judicial, don José María Eyzaguirre, por estimar inoficiosa la inclusión en él de la frase “y de las contencioso administrativas”, por redundante, en su concepto[23], fue aprobada en esos términos.

Con todo, la Junta de Gobierno no aceptó los planteamientos coincidentes de la CENC y del Consejo de Estado respecto del actual artículo 76, inciso 1º, pues eliminó de él la frase “contencioso administrativos” para incorporarla al artículo 38 inciso 2º, circunscribiendo la competencia absoluta del Poder Judicial únicamente a los ámbitos civil y criminal, e independizando a los tribunales contencioso administrativos para conocer de la Justicia Administrativa.

 

Artículo 38, inciso 2º. Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales contencioso administrativos que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario que hubiere causado el daño.

En esta forma se aprobó el proyecto de Constitución sometido a plebiscito, y aprobado en él con la misma redacción rigió hasta la reforma constitucional del año 1989, dispuesta por la ley Nº 18.825.

Pero este antecedente no sería bastante para superar el desencuentro doctrinal que había asolado el campo de los entendimientos en materia de Justicia Administrativa, ya que refiriéndose a esos artículos 38 y actual 76, el profesor Gustavo Fiamma Olivares continuará sosteniendo que “Ya no tiene ningún asidero dentro del régimen constitucional chileno” sostener la incompetencia absoluta del “Poder Judicial (…) para revisar los actos de la Administración del Estado”, como solía hacerse al amparo de la Constitución de 1925. “Basta solo con mencionar el artículo 38, inciso 2º, (…) en relación a lo dispuesto en el artículo 79”, para comprobar, con el primero de ellos, que las personas lesionadas por la Administración pueden ocurrir “ante los Tribunales contencioso administrativos” en demanda de sus derechos, y con el segundo, que dichos tribunales “quedarán sujetos a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema”, para verificar que ellos han de ser órganos del Poder Judicial.

  1. El desencuentro doctrinal frente

a la reforma constitucional de 1989

El escenario en que se había desenvuelto la Justicia Administrativa en el país habría de verse remecido una vez más por la hermética reforma constitucional aprobada por la ley Nº 18.825, de 1989, surgida de un acuerdo entre el Partido Renovación Nacional y la Concertación de Partidos por la Democracia, por una parte, y el Gobierno Militar, por la otra, que fue analizada y redactada por una Comisión de Juristas formada por personas representativas de esas sensibilidades[24], quienes trabajaron en un ambiente de reserva que explica el no contar con actas de sus sesiones y solo con su informe final: “Acuerdos de la Comisión Técnica de Reforma Constitucional”, de 5 de abril de 1989, cuyos numerandos 6º y 24 se limitan a consignar, sin explicaciones, el cambio de redacción sufrido por los respectivos artículos[25].

Sin embargo, esta reforma constitucional asume una importancia capital en el ámbito contencioso administrativo, desde el momento que dio su conformación actual al organigrama de la justicia en Chile. Por su trascendencia, causó estupefacción en los círculos ius administrativos: esta “reforma (…) resulta inexplicable, dado el propósito general que tuvo la reforma del año 1989”, hará presente el profesor Pedro Pierry Arrau[26].

De acuerdo con ella, se eliminaron del Código Político las dos remisiones claves que la Junta de Gobierno había hecho a los tribunales contencioso administrativos en sus artículos 38 y 79; el primero, al establecerlos; el segundo, al confiar al legislador su forma de sometimiento a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema de Justicia.

Artículo 38, inciso 2º. Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus órganos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales contencioso administrativos que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario que hubiere causado el daño.

Artículo 79, inciso 1º, 3era parte. Los tribunales contencioso administrativos quedarán sujetos a esta superintendencia conforme a la ley.

De esta manera, mientras el texto constitucional aprobado y plebiscitado en 1980 contemplaba los tribunales contencioso administrativos, el texto post 1989 borró estas expresiones de la Constitución, dándole al artículo 38 inciso 2º una peligrosa similitud de redacción con su antecesor del anteproyecto redactado por la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, que modelaba junto al artículo 73 (76), el principio de la unidad jurisdiccional en el Poder Judicial.

Iniciando un nuevo capítulo en el iter de los desencuentros doctrinales que jalona la historia de la Justicia Administrativa en Chile, esta reforma fue celebrada con júbilo por el sector judicialista, en una versión que posteriormente habría de ser seriamente contradicha.

Celebrándola, el profesor Gustavo Fiamma Olivares estimó altamente positivo que ella hubiera hecho desaparecer del mapa jurídico chileno la idea misma de los tribunales contencioso administrativos, proclamando, una vez más, la defunción misma del sistema de Justicia Administrativa. “La [consecuencia] más obvia de ella es la desaparición definitiva, dentro del ordenamiento constitucional, de los tribunales contencioso administrativos –afirmó– [y el] inmediato trasvase de las competencias que para el conocimiento de los asuntos administrativos pudieren haberle correspondido a aquéllos, a los tribunales ordinarios. En consecuencia, tanto el ejercicio como la titularidad de esas competencias quedan radicadas en éstos[27].

Después del plebiscito de 1989 y la consiguiente reforma constitucional que, entre otros artículos, modificó el inciso 2º del artículo 38 de la Carta –dirá el profesor Enrique Silva Cimma, adhiriendo al anterior parecer–, el problema ha sido aclarado definitivamente en el sentido de entregar al Poder Judicial plena competencia en la materia contenciosa administrativa”, la “que, a nuestro juicio, es hoy indiscutible[28].

Pero esa consecuencia: el automático “trasvase de las competencias” contencioso administrativas a los tribunales del Poder Judicial, que en forma indiscutible entendían verificar los señores Fiamma Olivares y Silva Cimma después de la entrada en vigencia de la ley Nº 18.825, tropezaba irremediablemente con el claro sentido del mismo Código Político.

Por una parte, porque el artículo 38 inciso 2º no decía lo que ellos decían que decía. No es efectivo que la eliminación en ese artículo-lo de la frase “tribunales contencioso administrativos” haya significado la remisión automática de esos asuntos a la magistratura común, porque el constituyente mantuvo una cláusula de reserva a favor del legislador, preceptuando que el derecho a reclamo, por él franqueado, habría de ejercerse ante “los tribunales que determine la ley”, no ante los tribunales ordinarios, como entienden aquellos autores.

Por otra parte, porque la historia fidedigna de la Carta de 1980, que en esta materia sigue a la Constitución de 2005, certifica la transformación del diseño judicial establecido por la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución y el Consejo de Estado por parte de la Junta de Gobierno, que implantó en la Constitución una arquitectura jurisdiccional distinta de la que se le había propuesto, y que significó y significa negarle al Poder Judicial el carácter de única magistratura juzgadora del Estado, para reducir estrictamente su competencia absoluta a los solos asuntos civiles y criminales, naturaleza juzgadora que es la que le ha reconocido el país a esta Magistratura desde la aurora de los tiempos republicanos.

No extrañó, por eso, que uno de los miembros de la Comisión de Juristas del año 1989, el profesor don Carlos Andrade Geywitz, al analizar “La reforma de la Constitución de 1980”, manifestara tener una opinión del todo diferente a la expresada por los señores Fiamma y Silva.

Para el profesor Andrade Geywitz, en efecto, esa supresión de la frase “tribunales contencioso administrativos” de los artículos 38 y 79 de la Carta Fundamental de 1980 no importó la eliminación de dichas sedes jurisdiccionales del texto de la Constitución, lo que jamás habría estado en la mente de sus redactores, puesto que su objetivo estuvo dirigido más bien a flexibilizar el artículo 38, permitiendo al legislador adscribir la competencia contencioso administrativa a los tribunales ordinarios en tanto se creara por el legislador la Justicia Administrativa, evitando que se repitiera la interpretación pos 1925, que les había negado esa posibilidad.

Para alcanzar ese objetivo, la Comisión de Juristas eliminó la remisión expresa que esos artículos hacían a los tribunales contencioso administrativos y confió “a la ley” la determinación del tribunal competente para conocer de la Justicia Administrativa, incluyendo, y no desechando la creación de “los tribunales contencioso administrativos”, permitiéndole al legislador, asimismo, regular, si lo consideraba del caso, el alcance de la posible superintendencia de la Corte Suprema de Justicia sobre esas magistraturas, “pudiendo en consecuencia la ley que los cree, señalar su independencia, su dependencia del Poder Judicial u otra forma de integración a la Administración del Estado[29].

De aquí la nueva redacción del artículo 38 inciso 2º del Código Político, dada por el constituyente de 1989 al Texto Constitucional y que es el texto vigente en la materia.

 

Artículo 38, inciso 2º. Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario que hubiere causado el daño.

El Informe con que el asesor del Ministro del Interior, don Arturo Marín Vicuña, coordinador entre el Ministerio y la Comisión de Juristas, elevó a conocimiento del Ministro dándole cuenta del contenido y alcance de las proposiciones de la Comisión Técnica, desautoriza también las opiniones de los profesores Fiamma Olivares y Silva Cimma. “Con esta modificación –se lee en ese Informe– se persigue aclarar que el constituyente no ha pretendido exigir que se creen tribunales (…) para lo contencioso administrativo”, dejando esta materia a la decisión del legislador, quien podrá asignar la Justicia Administrativa incluso a los tribunales del Poder Judicial. “La Constitución ordena al legislador que establezca la jurisdicción en la materia, a fin de que los derechos ciudadanos queden debidamente resguardados”, expresa en su informe el señor Marín Vicuña.

Esta tesis ha cobrado mayor autoridad jurídica en los medios nacionales a raíz del fallo Rol Nº 176, de 1994, del Tribunal Constitucional, cuyo considerando 6º acepta que “el objetivo de la reforma constitucional de 1989”, al eliminar “la referencia a lo contencioso administrativo, fue (…) que mientras no se dicte la ley que regule a los tribunales contencioso administrativos, corresponderá a los tribunales ordinarios del Poder Judicial el conocimiento de estos asuntos”.

  1. UNA TESIS JUDICIAL CONTRADICTORIA: DESDE LA FALTA DE JURISDICCIÓN A LA PLENA COMPETENCIA EN MATERIA CONTENCIOSO ADMINISTRATIVA
  1. Antecedentes

Bajo la influencia de las ideas que estructuraron el constitucionalismo moderno, los juristas chilenos que modelaron la institucionalidad republicana garantizaron los derechos naturales, inalienables e imprescriptibles del hombre y establecieron la separación de los poderes del Estado, compartiendo las observaciones de Montesquieu y del pensamiento francés en orden a que la única forma de resguardar la libertad política era dividiendo el ejercicio del poder único del Estado en magistraturas diferenciadas, ya que una experiencia eterna de la humanidad demostraba que cuando se reunía el total del poder público en una sola persona o en un cuerpo de notables, indefectiblemente se caía en la dictadura o el despotismo.

El ilustre Manuel Montt, profesor de Derecho Romano de la Universidad de Chile, Presidente de la República entre 1851 y 1861 y luego Presidente de la Corte Suprema de Justicia, hombre de “una voluntad de acero para respetar y hacer respetar la Constitución de 1833”[30], dio sello de autenticidad a esta configuración político jurídica de la República al hacer presente durante su mandato que “La Constitución no ha conferido a ningún Poder el derecho de hacer ilusorias sus prescripciones; como tampoco ha dado, a ninguno de los Poderes que creó, el derecho de anular las facultades propias de cualquiera de los otros”.

Así lo entendió también la Corte Suprema de Justicia. Por sentencia de 29 de mayo de 1914 señaló que “A pretexto de que las leyes no han sido bien aplicadas, los Tribunales de Justicia no pueden rever, ni apreciar, ni revocar, ni modificar los decretos que hubiere dictado el Presidente de la República sobre asuntos que corresponden a las atribuciones de éste”.

  1. El Poder Judicial carece de jurisdicción para conocer de la dictación y contenido de un acto administrativo, pero es competente para conocer de cualquier asunto de orden pecuniario que derive de ellos

 

Con todo, el Poder Judicial estaba necesariamente llamado a determinar el radio de cobertura de su competencia absoluta, en tanto y en cuanto requería indefectiblemente determinar hasta dónde llegaba ese grado de intangibilidad que reconocía a los decretos supremos, pues la misma complejidad de la vida práctica hacía que los decretos recayeran sobre toda una gama muy diversa de materias, entre las cuales había también algunas susceptibles de originar un conflicto civil, a menos que se admitiera la absoluta falta de jurisdicción del Poder Judicial frente a las decisiones de la autoridad administrativa, cualquiera fuere el contenido de sus actos y los efectos que acarrearan sus decisiones, lo que no ocurría así.

En este sentido, la Excma. Corte se inclinó por considerar que dentro del sistema republicano del país, que descansaba en un sistema de separación de los poderes del Estado, las atribuciones de la judicatura ordinaria habían de detenerse frente a lo que era dictación de un decreto o modificación de su texto, con mayor razón ante peticiones referentes a su extinción, cualquiera fuere la causa que promoviera lo pedido, pero, puntualizó, era plenamente competente para conocer de demandas pecuniarias dirigidas contra las autoridades administrativas, aunque en ellas estuviera comprometido de alguna manera un acto administrativo.

De aquí que aceptara en forma reiterada y uniforme que “Los Tribunales de Justicia son incompetentes para conocer y juzgar sobre montepíos, retiros y jubilaciones, y no pueden pronunciarse en esas materias, porque es facultad exclusiva del Presidente de la República”, según lo dispuesto por la Constitución Política[31], pero que también admitiera, simultáneamente, que eran competentes, en cambio, para juzgar los aspectos pecuniarios del acto administrativo de concesión de ese beneficio, relacionados con el monto fijado a una pensión, con su reajuste o con los descuentos ordenados practicar sobre ellas por la autoridad administrativa[32].

Fue esta jurisprudencia, precisamente, la que llevó al Presidente de la República, don Arturo Alessandri Palma, exitoso abogado de ejercicio profesional, a anotar en la sesión 33ª de la Subcomisión de Reformas Constitucionales, de 3 de agoto de 1925, que los tribunales ordinarios “revisan –las pensiones– en cuanto a la liquidación de los haberes de los que jubilan, pero no en lo que se refiere al derecho mismo”, lo que no le parecía al profesor Fernando Alessandri ser la buena doctrina aplicable en la materia.

En sentencias posteriores, la Corte Suprema de Justicia reiteró su tesis jurisprudencial. Resolviendo la contienda de competencia trabada en los autos Sociedad Cooperativa de Compraventa de Transportes Colectivos Ltda. (Socotransco Ltda.) con Fisco, determinó una vez más, el año 1974, que la demanda dirigida contra un decreto supremo hacía surgir “de inmediato la instancia de carácter contencioso administrativo a que se refiere el artículo 87 de la Constitución Política”, e inhabilitaba, en consecuencia, al juez común, para conocer de la pretensión correspondiente, lo que importaba, en ese caso concreto, concluir que “el Juez del Tercer Juzgado Civil de Mayor Cuantía de Santiago ha carecido en absoluto de competencia para conocer de este litigio”.

En verdad, pensaban en esta década los Presidentes de la Corte Suprema de Justicia, es necesario “resolver con urgencia la creación de los tribunales de lo contencioso administrativo, cuya falta cada día se hace sentir con mayor intensidad”, como lo hiciera ver don Ramiro Méndez Brañas al inaugurar el año judicial 1971, agregando el señor Enrique Urrutia Manzano, el año 1973, que, sin entrar en detalles, “podría adelantar mi opinión personal en orden a que creemos que la segunda instancia en esas reclamaciones debe ser del conocimiento o competencia de las Cortes de Apelaciones[33].

Ello, porque hasta entonces a la Excma. Corte le asistía la convicción de que “La circunstancia de que el legislador no haya dado vida a los tribunales contencioso administrativos que contempla la Constitución Política del Estado, precisamente para pronunciarse sobre los actos o disposiciones de las autoridades políticas o administrativas, no autoriza al Tribunal Supremo para constituirse en subrogante de la competencia de aquéllos, mayormente si la legislación vigente contempla otros medios de control para cautelar la juridicidad de los actos de la administración central o descentralizada”, como tuvo oportunidad de expresarlo en su fallo de 16 de abril de 1970.

  1. Aceptación judicial de una tesis administrativista:

los tribunales ordinarios carecen de jurisdicción para conocer

de lo contencioso administrativo por la vía de la acción, pero tienen competencia absoluta “por la vía de la excepción”

 

Los más influyentes profesores de Derecho Administrativo de las décadas 1940-1950 y 1950-1960, habrían de ocuparse de llenar el espacio en blanco que dejaba la falta de justicia administrativa, propendiendo a suplir por la vía interpretativa la “urgencia” denunciada por los círculos jurídicos en contar con esos tribunales contencioso administrativos.

Con tal objeto idearon una interpretación ampliativa de la competencia de los tribunales del fuero común, apoyada en la regla o principio procesal de la radicación, según las reglas procesales generales.

Don Guillermo Varas Contreras, con su experiencia como abogado del Foro, habría de sentar el criterio que prevalecería en definitiva en la doctrina y la jurisprudencia. Según este autor, si bien era cierto que “En general todo decreto debe ser cumplido, en el orden civil los tribunales de justicia llamados a apreciar la legalidad o ilegalidad de un decreto pueden negar sus efectos al decreto que estiman ilegal, cualquiera que sea el mérito que puede corresponderle en el orden administrativo o público”.

Esta tesis fue llamada de la competencia judicial en materia contencioso administrativo por “la vía de la excepción”, en tanto y en cuanto reconocía que el agraviado por un acto administrativo no podía accionar en contra de esa decisión a través de una demanda anulatoria, pero que nada impedía al juez, sin embargo, dentro de un juicio civil regularmente promovido ante él, desechar un acto administrativo para dar prioridad a la aplicación de la ley.

Ella fue reiterada en la década siguiente por los profesores Patricio Aylwin Azócar y Enrique Silva Cimma, quienes afirmaron que era indudable la competencia de los jueces del fuero ordinario para “interpretar el alcance de los actos administrativos y aun calificar su legalidad”, en palabras del primero de ellos; “puesto que si se privara a los jueces de esta libre apreciación, quedarían impedidos de ejercer completamente sus funciones”, en la explicación ofrecida por el segundo[34].

En momentos sociales difíciles, esta doctrina se hizo valer agresivamente por los demandantes ante los tribunales del orden común y fue sancionada como criterio jurisprudencial por la Corte Suprema de Justicia.

Ocupado un predio en la década de 1960 por sus trabajadores y decretada por el Presidente de la República la reanudación de faenas, con el consiguiente nombramiento de un interventor encargado de implementar esa medida, el dueño del terreno dedujo querella posesoria de amparo ante el tribunal de primera instancia pidiendo ser restituido en su posesión alterada por la ocupación ilegal, escrito que fue admitido a tramitación por el Juez de Letras de Melipilla. El Presidente de la República, que lo era don Eduardo Frei Montalva, pidió dejar sin efecto esa resolución judicial, argumentando que con ella se estaban desconociendo prerrogativas inherentes al Jefe de Estado, lo que contravenía la Constitución y la ley, y haciendo presente al juez, al mismo tiempo, que de persistir en su decisión, entendiera trabada la respectiva contienda de competencia y elevara los autos a la resolución de la Corte Suprema de Justicia, conforme correspondía.

El fallo de la Excma. Corte, del año 1967, hizo suya la tesis del profesor Varas Contreras y el voto de prevención confirmatorio de lo resuelto, suscrito por el “Ministro señor Varas (don Eduardo)”, dejó constancia explícita de las opiniones de los profesores de Derecho Administrativo que la suscribían, como fundamento de la sentencia que reconoció la competencia del juez civil para conocer de la querella de amparo, desestimando el planteamiento del Ejecutivo.

Análoga actitud, con iguales argumentos, asumió la Suprema Corte en materia criminal. El año 1972 acogió el recurso de queja presentado por don Juan Bravo Ramos, propietario de la empresa periodística “La Mañana” de Talca, en contra de los ministros de la Corte de Apelaciones de esa ciudad, por haber negado lugar a la querella interpuesta por los delitos de usurpación, daños y atentado contra la libertad de trabajo en contra de quienes habían irrumpido en el inmueble de la empresa, ocupándolo ilegalmente, argumentando que era improcedente dar curso a los autos criminales por existir un decreto supremo vigente que había normalizado lo ocurrido con el nombramiento de un interventor.

En este caso, la Excma. Corte aplicó la misma tesis: “Si bien los tribunales de justicia carecen de jurisdicción para dejar sin efecto un Decreto Supremo en razón de su ilegalidad, se encuentran plenamente facultados para desconocer eficacia al acto de autoridad que excede los límites que le han fijado la Constitución y las leyes, cuando dicho problema se discute dentro de un proceso cuyo conocimiento les corresponde”.

  1. La reivindicación valórica del Poder Judicial:

“No aceptamos el arrasamiento de todos los principios vigentes”. “Las libertades que consagra el Derecho actual son valores que se precisan no sólo conservar sino ampliar”.

La tesis Urrutia Manzano

 

Los argumentos jurídicos habrían de verse alcanzados irremediablemente por las transformaciones sociales y económicas que se sucedieron en el país desde el Gobierno del Presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1969), de filosofía demócrata cristiana, bajo el lema “Revolución en Libertad[35], hasta el del Presidente Salvador Allende Gossens (1970-1973), de pensamiento socialista marxista, que lo sucedió en el poder, bajo el lema de construir un “Camino Chileno al Socialismo[36].

Frente a los graves acontecimientos que se fueron sucediendo unos a otros en ese período y a las críticas que se dirigieron en contra del Poder Judicial, don Ramiro Méndez Brañas, Presidente de la Excma. Corte, en su Mensaje de inauguración del año judicial 1971, hizo ver decididamente que “Los magistrados no nos resistimos al avance del Derecho”, pero “no aceptamos el arrasamiento de todos los principios vigentes como algunos lo pretenden”, ya que “mientras el mundo se apresura en la búsqueda, descubrimientos y explicación de los misterios de la física, algunos gobiernos destruyen hasta la ilusión libertaria del hombre y lo someten a la tortura de no poder pensar en voz alta”.

Las libertades que consagra el Derecho actual son valores que se precisan no sólo conservar sino ampliar” (…) “Los hombres de derecho no podemos aceptar el cercenamiento de esos valores, porque el ciudadano del presente y del futuro pierde sin ellos la alegría de vivir, que en la más elevada de sus concepciones es pensar, estudiar, expresarse, todo ello libremente sin más trabas que el respeto a la jerarquía y a los derechos sociales y personales”.

Con todo, “en los tres últimos años, la justicia chilena ha sido víctima de los más injustos ataques” por parte de quienes “dicen preconizar el establecimiento en Chile de un orden nuevo”, agregó, y si bien el Poder Judicial está abierto a las críticas cuando se formulan de buena fe, las rechaza enfáticamente cuando revisten los caracteres de “la injuria soez o la calumnia aleve para pretender destruir nuestro patrimonio moral [logrado] a través de largos años de duro ejercicio”. Pese a ellas, “Todas las Cortes, nunca han comentado los actos del Ejecutivo y del Legislativo”, porque el Poder Judicial es consciente de su respetabilidad, y formulo “mis mejores votos porque [la] conserve, que contribuya a mantener el régimen democrático y que sea garantía para todos los habitantes de esta generosa tierra chilena de que podamos seguir pensando con libertad, creyendo libremente lo que nuestras conciencias nos señale, disfrutando legítimamente de lo que hemos adquirido y que la suprema garantía de la verdadera libertad nos permita expresar lo que pensamos y manifestar públicamente lo que creemos”.

El año 1973, el señor Enrique Urrutia Manzano, invistiendo la misma calidad, protestará de que en el año anterior “un grupo de secuaces pretendieran asaltar un Juzgado de Letras porque se había negado la excarcelación a unos sujetos de la misma condición política de ellos, y un Subsecretario de Justicia, llevando como lo expresó en ese entonces, la autoridad del Gobierno, concurrió al lugar de los hechos y arengó en forma tal a los subordinados que resultó amparándolos, e impidiendo al juez dictar las órdenes respectivas para despejar los alrededores del Tribunal”, y encontrará inadmisible, asimismo, que ese mismo año “un propio Ministro de Estado”, desde la Plaza Montt-Varas, “vociferara, es la palabra que acomoda, contra los miembros de esta Corte, y con un bullicio tal que ésta hubo de suspender sus labores, ante los infructuosos esfuerzos de Carabineros por hacer respetar el orden público”.

En cuanto a la Justicia Administrativa, para el señor Urrutia Manzano estaba por demás claro que “cuando la Constitución expresó en su artículo 87 que habría tribunales administrativos (…) no dijo implícitamente que mientras no se crearan tales tribunales, los particulares afectados con tales actos o disposiciones quedaban en la más absoluta indefensión, puesto que como lo establece el artículo 5º del Código Orgánico de Tribunales [a ellos compete] el conocimiento de todos los asuntos judiciales que se promuevan en el orden temporal dentro del territorio de la República, (…) con las solas excepciones que señala dicho precepto, entre las cuales no se encuentran los asuntos contencioso administrativos. Esto es indudable”.

La agitación de aquellos años no pudo excluir el delicado campo de la economía nacional, más aún cuando el Gobierno del Presidente Salvador Allende decidió implementar sus reformas hacia el socialismo prescindiendo de la vía legislativa, atendidas las facultades que le confería al Gobierno un importante decreto ley dictado durante la breve República Socialista de 1932, el Decreto Ley Nº 520, vigente al año 1970 en un texto refundido fijado por el Decreto Supremo Nº 1374, de 1969, y que por su mismo origen le otorgaba los más amplios poderes discrecionales para afrontar cualquiera disfuncionalidad que afectara a la economía nacional, permitiéndole acudir a una serie de medidas instrumentales para normalizar las anomalías detectadas, entre ellas, a la requisición y a la expropiación de bienes y establecimientos privados, industriales y comerciales.

A propósito de los muchos juicios provocados por estas medidas, la Corte Suprema de Justicia habría de sentar una nueva tesis frente a lo contencioso administrativo, en una doctrina que a la larga la llevaría a afirmar que las causas contencioso administrativas no eran más que causas civiles juzgables por los tribunales ordinarios.

En el fallo de casación de fondo recaído en los autos Tejidos Caupolicán S.A. con Oportos Ricci, Mario y otros, del año 1974, la Excma. Corte habría de sostener esta nueva doctrina. En sus considerandos 3º, 4º y 5º, esta sentencia afirmó, en efecto, que los artículos 2º y 5º del Código Orgánico de Tribunales radicaban en el Poder Judicial “el conocimiento de todos los judiciales, sean éstos contenciosos o no contenciosos, que se promuevan (…) dentro del territorio de la República”, sin más excepciones que las que el mismo artículo 5º enumera, entre las cuales “no existe ninguna relacionada con los conflictos contencioso administrativos”, de modo que ellos eran competentes para conocer de este tipo de conflictos.

En consecuencia, al presentarse una disputa de esta índole, los Tribunales Ordinarios son competentes para dirimirla”, porque civil es todo juicio en que “se litiga sobre intereses privados de carácter patrimonial”, en que no existe “una petición referida a un acto administrativo, sino a apreciar la validez de éste en orden de la jerarquía de las normas y en relación exclusivamente al fundamento de la acción” (considerandos 7º y 9º), se lee en esta sentencia.

  1. El concepto de causa civil “comprende todo lo que no sea penal”: las causas contencioso administrativas son causas civiles, de competencia de los tribunales del fuero común

El fantasma de un contencioso administrativo con hábitos administrativos que había levantado el señor Silva Cimma en 1959, habría de rondar las sesiones de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución. Para exorcizar el ambiente jurídico de esta “fatal” presencia, el profesor Raúl Bertelsen, en la sesión 397, del martes 11 de julio de 1978, de esa Comisión de Estudio, reiteró derechamente la idea de “que la jurisdicción contencioso-administrativa sea entregada a los tribunales ordinarios de justicia, sin crear una jurisdicción especial, porque se correría el riesgo de que tales tribunales quedaran dependiendo del Ejecutivo, lo que, a su juicio, sería fatal”.

La Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, como ya ha tenido oportunidad de recordarse, demostró ab initio una clara inclinación judicialista, de modo que la sugerencia no pudo tener mejor bienvenida. Así lo había puesto de relieve en las sesiones 303ª y 304ª de las celebradas por los miembros de la Comisión. Por eso, al redactar el primero de los artículos del capítulo referido al Poder Judicial, que llevó el número 79, y que equivale al actual artículo 76 en el Texto de 2005, la Comisión incorporó a él, para plasmar inequívocamente la intención que la animaba, a las causas contencioso administrativas como constitutivas, junto a las civiles y criminales, de la competencia absoluta de las magistraturas judiciales.

En la sesión 303ª, el señor Sergio Diez recordó que la Comisión entendía “que la expresión “causas civiles” comprende también lo contencioso administrativo. Pero, dada la tradición chilena –se preguntó–: ¿por qué no poner expresamente “causas civiles, criminales y contencioso administrativas? (…) la doctrina las ha dividido siempre –de esa manera[37].

Como no existirán tribunales administrativos, sino que serán los tribunales ordinarios los que tendrán procedimientos administrativos, –agregó el mismo señor Sergio Diez en la sesión 304ª– propone encabezar el artículo 79 (76) refiriéndose a las causas civiles, criminales y contencioso-administrativas. Se podría pensar que las civiles también comprenden a las contencioso-administrativas, pero en vista de la historia de la interpretación, él sugirió que se incluyera expresamente lo contencioso-administrativo, de manera que, como pasa con el Tribunal Supremo español, se empiece a dividir las causas en civiles, criminales y contencioso-administrativas, es decir, en las tres grandes etapas de la jurisdicción”.

Ante esta proposición, al señor José María Eyzaguirre, Presidente de la Corte Suprema y presente en la sesión en su calidad de Presidente de la Subcomisión Constitucional encargada de estudiar las normas relativas al Poder Judicial, reaccionó rechazando esa posibilidad, y al hacerlo hizo público, asimismo, el concepto que a ese año 1977 tenía formado la Excma. Corte sobre lo contencioso administrativo en Chile.

En efecto, para el señor Eyzaguirre, el hecho de incluir “a las causas contencioso-administrativas en el inciso primero –significaba caracterizarlas como distintas de las civiles–, con lo cual se le daba un carácter un poco limitativo el precepto ya que se lo apartaría de lo que siempre ha entendido la Corte Suprema por “causas civiles”, es decir, que comprenden todo lo que no sea penal. En realidad, agregar ahí la frase “y de lo contencioso administrativo” podría prestarse a que otras causas civiles similares no quedaran comprendidas en el artículo 79 (76)”.

El señor Diez le solicita que le aclare dicho concepto”.

El señor Eyzaguirre (Presidente de la Corte Suprema) le explica que la Corte Suprema siempre ha estimado que la frase “causas civiles” está solamente en contraposición con la de “causas criminales”. O sea, el panorama de las “causas civiles” comprende todo lo que no sea penal. Todas las contiendas “en el orden temporal”, de acuerdo con el artículo 5º del Código Orgánico de Tribunales (…) la jurisprudencia se ha uniformado en el sentido de que esa frase “en el orden temporal”corresponde a todo”.

El señor Diez manifiesta que tiene sus dudas. Indica que dentro de la forma clásica del derecho chileno, es cierto que las “causas civiles” comprenden todo lo que no es “causa criminal”. Hay “causas civiles” y “causas criminales”. Es la separación más primitiva de las causas: dividirlas en civiles y criminales. Pero la realidad es que la Constitución de 1925 sacó las administrativas –de las civiles– al crear los tribunales administrativos, y restringió la expresión “causas civiles”. La jurisprudencia ha sido bastante variada, hasta llegar a la actual jurisprudencia de la Corte Suprema. En esta materia existen sentencias en todo sentido, aunque, en realidad, en el último tiempo la jurisprudencia se ha uniformado”.

Aprobado el cuerpo del inciso 1º del artículo 79 del Anteproyecto de Constitución Política aprobado por la CENC fue confirmado por el Consejo de Estado bajo el número 73[38], hoy 76, y en él se recogió entonces, bajo esa redacción, la voluntad de los miembros de la Comisión de Estudio de la Constitución de 1980, de confiar al Poder Judicial la plenitud de la potestad juzgadora en Chile. Según este precepto: “La facultad de conocer de las causas civiles, de las criminales y de las contencioso administrativas, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley” (esta redacción fue, precisamente, la que rechazó más tarde la Junta de Gobierno, según se ha expresado supra, al eliminar de su texto la alusión “a las contencioso administrativas” para incluirlas en otro precepto, el artículo 38 inciso 2º).

Anteproyecto. Artículo 79, inciso 1º, 1ª parte. La facultad de conocer de las causas civiles, de las criminales y de las contencioso administrativas, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley.

De esta manera, la jurisprudencia judicial tampoco ha contribuido a esclarecer el campo contencioso administrativo, pues sus posiciones han oscilado desde el reconocimiento de una falta de jurisdicción inicial en esa materia hasta una competencia jurisdiccional plena en ese terreno, homogeneizando incluso el concepto de causa civil con el de juicio contencioso administrativo, para efectos procesales judiciales.

  1. EL ROL JURIDIZADOR DEL CONTROL

ADMINISTRATIVO EXTERNO: “GARANTE DE LA VIGENCIA EFECTIVA DEL ESTADO DE DERECHO”

Ha contribuido, asimismo, a desplazar a la Justicia Administrativa del centro de la preocupación ciudadana y pública, una creación institucional que ha llegado a tener connotaciones autóctonas en Chile, surgida con abierta naturalidad del maduro Estado Social de mediados del siglo pasado y que en su rol jurídico aparece como inédita en occidente: la Contraloría General de la República.

Nació, como todas sus congéneres de la Costa Pacífico, de las proposiciones formuladas por la Comisión Kemmerer. Creada en 1927 de la fusión del Tribunal de Cuentas, la Dirección de Contabilidad, la Dirección General de Estadística y la Inspección General de Bienes de la Nación, buscó concretar un objetivo de orden en la gestión de los recursos públicos: personal, bienes y manejo del Presupuesto Nacional, y fines estadísticos. Su objetivo fue contribuir al buen funcionamiento de la nueva Administración por instalarse en el país, que buscaba transformar una organización contemplativa, tradicional, en una Administración eficiente, moderna.

Al ser concebida como un organismo dependiente del Gobierno, llamado a entenderse con el Presidente de la República a través del Ministerio de Hacienda, Cartera con la cual se relaciona con él hasta el día de hoy, la reforma constitucional del año 1943 habría de ser llamativamente comentada como fuente de su autonomía constitucional, ya que el nuevo artículo 21 inciso 2º que se incorporó al Código Político pasó a atribuirle poderes de autodeterminación en el ámbito de su competencia, sin injerencia alguna de cualquiera otra autoridad del Estado.

Artículo 21, inciso 2º. Un organismo autónomo, con el nombre de Contraloría General de la República, fiscalizará el ingreso y la inversión de los fondos del Fisco, de las Municipalidades, de la Beneficencia Pública y de los otros servicios que determinen las leyes; examinará y juzgará las cuentas de las personas que tengan a su cargo bienes de esas entidades, llevará la contabilidad general de la Nación y desempeñará las demás funciones que determine la ley.

Ahora bien, al margen de este alcance de la modificación constitucional, la verdad es que nada cambió en la funcionalidad contralora del país, que siguió realizándose en la misma forma en que lo había hecho desde 1927 en adelante y conforme a las mismas normas legales que la regían a 1943.

Los grandes cambios en la concepción contralora, los que habrían de imprimirle los rasgos de originalidad que la presentan con una fisonomía propia en el ámbito latinoamericano y diferente de la que hasta entonces la había caracterizado, provienen en realidad de la ley Nº 9.687, de 21 de septiembre de 1950, y de su ley orgánica Nº 10.336, de 1964, que es un texto refundido. Ellas son las que produjeron un giro de ciento ochenta grados en la Contraloría General, respecto de la concepción Kemmerer, haciendo de ella lo que es hoy día[39].

La ley Nº 9.687, de 1950, en primer lugar, porque en su artículo 8º, al fijar las plantas de personal de la Contraloría, incorporó el requisito de ser “abogado” para desempeñar los cargos de Contralor General de la República y de Subcontralor, separando, además, el ejercicio de los cargos de “Inspector General de Oficinas y Servicios Públicos y Jefe del Departamento de Inspección y Examen de Cuentas”, del de Subcontralor, constituyéndolos en empleos directivos diferentes entre sí.

Con profesionales del Derecho a cargo de la conducción de la Contraloría General de la República, las funciones contraloras tomaron un impulso y una dirección nuevos, al hacer revivir la intachable tradición jurídica heredada del Tribunal de Cuentas, una antigua magistratura vastamente respetada en el país por la inmaculada hoja de vida de sus ministros y por el destacado rol que jugó en la formación del Derecho Público Administrativo en el país, y cuya característica esencial fue su sentido de identidad con los más altos valores patrios.

Ha de recordarse en este sentido, por ejemplo, que uno de sus Fiscales por casi veinte años, don Valentín Letelier, primer profesor de Derecho Administrativo, dos veces Rector de la Universidad de Chile, gran educador: autor de una obra señera en educación en el país, “Filosofía de la Educación”, fue un personaje notable y un impulsor decidido e ilustrado de la visión jurídica de una Administración moderna[40].

Con los profesionales del Derecho en la conducción del más importante órgano de control administrativo del país, varió la dirección e intensidad del control que hasta entonces le habían impuesto a esta función los anteriores Contralores Contadores, lo que quedó de manifiesto, sobre todo, en la forma de entender dos de las grandes atribuciones que el legislador había confiado al organismo de control: la potestad interpretativa de la ley administrativa y la toma de razón de los decretos y resoluciones administrativos[41].

Por efecto de esta nueva manera de entender sus funciones, la Administración Pública se vio conminada a obedecer la ley administrativa, pero obligatoriamente debió hacerlo desde entonces en la forma interpretada y aplicada por la Contraloría General a través de sus dictámenes o informes en derecho y de la toma de razón, bajo apercibimiento de responsabilidad y sanciones[42].

En aquellos complejos momentos socioeconómicos que vivió el país bajo los gobiernos de los Presidentes Frei Montalva y Allende, esta forma de entender sus atribuciones por parte de la Contraloría General habría de llevarla a complementar su función de toma de razón abriendo instancias de audiencia a los interesados en la tramitación de un decreto supremo o de la resolución de un jefe de servicio, fundada en el derecho constitucional de petición que a ellos asistía, con lo cual ellos pudieron acceder, en el trámite de toma de razón, a los antecedentes que justificaban la adopción de la medida administrativa e impugnar, en su caso, su contenido a través de defensas y alegatos que el organismo contralor tenía presentes al momento de estudiar la constitucionalidad o legalidad del respectivo decreto o resolución[43].

Como resultado de este modo de ejercer sus atribuciones, la Contraloría General de la República profundizó en términos altamente positivos el proceso de juridización de la Administración del Estado, pero al mismo tiempo diluyó la urgencia del llamado a crear los tribunales contencioso administrativos que había hecho la Corte Suprema de Justicia, por presentarse en los hechos como un organismo de suplencia de su ausencia institucional.

El segundo factor de cambio que hizo de la Contraloría General lo que ella es en la actualidad, fue la dictación de la ley Nº 10.336, de 1964. Pese a llevar número de ley, este texto jurídico no surgió del debate parlamentario sino de un decreto supremo autorizado dictar al Ejecutivo por el legislador para actualizar la anterior ley de ese número, incorporándole las modificaciones aprobadas por el legislador con posterioridad a su dictación. Este texto refundido fue elaborado por la misma Contraloría General bajo la dirección del Contralor General de la República e incluyó además la doctrina interpretativa contenida en sus dictámenes. Para realizar este trabajo, el Contralor contó con la asesoría de don Daniel Schweitzer Speisky, un respetado hombre de derecho, que venía llegando al país luego de cumplir una misión diplomática en el extranjero.

Esta “ley” Nº 10.336, recogió, entonces, lo más avanzado de las tesis administrativas modeladas por el entonces Departamento Jurídico del organismo contralor, lo que se tradujo en un significativo y determinante cambio de redacción de los textos vigentes, la que fue aceptada sin observaciones de inconstitucionalidad o ilegalidad en el trámite de toma de razón, y que en síntesis implicó transformar la competencia de fiscalización por atribución que ejercía hasta entonces la Contraloría General, en una competencia contralora por naturaleza, es decir, se operó el cambio de un sistema de atribuciones taxativas de organismos y actos a un sistema de atribuciones abierto a todo asunto que denotara naturaleza administrativa, al margen de su denominación específica.

Esta significativa transformación se logró mediante el cambio del adjetivo “fiscal” –organismo fiscal, patrimonio fiscal, empleado fiscal, etc.–, que centraba la competencia contralora en lo fiscal, restringiéndola únicamente a los aspectos relacionados con el Fisco, persona jurídica de Derecho Público, por el adjetivo “público” –organismo público, patrimonio público, empleado público, etc.–, término genérico que se empleó como comprensivo de todo asunto relativo al sector público administrativo, formado por las personas jurídicas Estado-Fisco, los servicios descentralizados, los gobiernos regionales y las municipalidades.

En otras palabras, un organismo de control creado para fiscalizar la Administración gestión, el manejo de los recursos humanos, materiales y financieros de la Administración Pública, y servir fines de estadística pública, respecto del Fisco, manteniendo estas atribuciones, emergió erigido, después de estas modificaciones, en un organismo que controlaba la Administración gestión y la Administración función del Estado en general, y, en este último supuesto, la actividad desarrollada por el Gobierno ante la sociedad para cumplir los fines del Estado, conociendo y pronunciándose, en consecuencia, sobre todas las decisiones, importantes o secundarias, adoptadas por el Gobierno y sus agentes a lo largo y ancho del país, para cumplir con esas finalidades de bien público.

La Contraloría General de la República adquirió plena conciencia del rol que había pasado a desempeñar y de su importancia en la institucionalidad nacional. En su oficio de fecha 26 de agosto de 1987, dirigido a la Junta de Gobierno, no dudó en afirmar que conforme “con la tradición chilena, (…) la Contraloría tiene la calidad de órgano fiscalizador del manejo de los recursos públicos y de garante de la vigencia efectiva del Estado de derecho”.

Esta tesis, por supuesto, también ha contribuido a atenuar el interés ciudadano por crear una Justicia Administrativa en el país, en tanto y en cuanto ella justifica la apertura de instancias administrativas de reclamo con determinado nivel de exigibilidad, que mitiga la omisión mantenida por el legislador en el orden contencioso administrativo.

  1. CONCLUSIONES

Los antecedentes reseñados en el cuerpo de este estudio fortalecen la tesis ya planteada, en orden a que la ausencia de un sistema general de Justicia Administrativa en Chile no responde a causas específicas: deseo del Gobierno de sustraerse a cualquier mecanismo de control o falta de recursos presupuestarios, como se ha argüido en diversas ocasiones.

El iter de este tema revela que, en verdad, tras esa ausencia, en Chile se esconde una honda fractura sistémica en la estructura institucional, cuya profundidad ha impedido la formación de una convicción nacional sobre la materia.

Todos los protagonistas de esta obra de bien público dicen apoyar calurosamente la idea de instituir una Justicia Administrativa de carácter general en el país, destacándola incluso como una columna esencial de sustentación del Estado de Derecho, pero en la práctica, cual más, cual menos, ha hecho su aporte, bien intencionado a no dudarlo, pero aporte al fin, para impedir la concreción de esta iniciativa adoptando actitudes contraproducentes con esa finalidad y presentándose en definitiva, cada uno de ellos, como defensor de su propia verdad, de su propia Justicia Administrativa, la que como tal ha venido a quedar entrampada en el reducido espacio que le han dejado los paredones doctrinales y jurisprudenciales que se han levantado a su alrededor.

La doctrina, porque en una cruda reivindicación individualista ha hecho una interpretación pro domo sua que ha jugado más como factor de desorientación del país jurídico que como elemento constructivo de la institucionalidad, puesto que, en lugar de construir un cosmos jurídico, ha colocado a los diversos círculos ciudadanos ante un caleidoscopio de opiniones de discutible fundamento, aun incompatibles entre sí, defendidas dogmáticamente como verdades indiscutibles.

El Poder Judicial, porque luego de llamar con urgencia a la creación de los tribunales contencioso administrativos, reconociéndola como responsabilidad del legislador y proponiendo ideas concretas para su viabilidad, terminó sosteniendo el año 1977 que las causas administrativas no eran sino un tipo más de juicios civiles, que es lo mismo que negar la necesidad de su creación, pues al pensar así la Magistratura Civil pasaba a autoerigirse como habilitada por naturaleza para ejercer esa competencia.

La Contraloría General de la República, por último, porque dentro de sus facultades de autodeterminación pasó a desempeñar un consciente papel resolutor de conflictos administrativos e interadministrativos supliendo de hecho la ausencia de tribunales administrativos, y a considerarse a sí misma como “garante del Estado de Derecho”, rol no previsto en esos términos por la Constitución ni por la ley, por lo que en lugar de instar por la creación de una Justicia Administrativa o completar inteligentemente el vacío institucional creado por su ausencia, con proposiciones efectivas de modernización, buscó reorientar el ejercicio de sus atribuciones en una dirección trazada unilateralmente, basada en su autonomía constitucional, para resolver conflictos jurídico administrativos a través del trámite de toma de razón o de sus dictámenes, los que impone como obligatorios para la Administración del Estado.

La falta de una Justicia Administrativa en Chile no debe ser, pues, motivo de desilusión para los diversos círculos jurídicos del país, porque ha adquirido magnitudes de compromiso nacional y dejado de ser un solo asunto de Derecho.

Ella sobrepasa en este instante cualquier esfuerzo jurídico que busque realizarse en tal sentido y representa el fracaso cultural de generaciones de chilenos que han sido, o hemos sido, incapaces de superar individualismos personales o institucionales, desechando el entendimiento constructivo para privilegiar un precipitado emprendimiento parcial de mejoras que en último término se han quedado ilegítimamente con los despojos de una Justicia Administrativa concebida como sistema general de composición de conflictos jurídico administrativos, desgarrándola en disputados islotes jurisdiccionales de dudosa especificidad propia y de discutida efectividad, en una actitud distante de la lúcida serenidad que requiere el tratamiento de un tema de país que centra su razón de ser en el equilibrio de las competencias estatales y en la razonabilidad de las soluciones institucionales, si se quiere, en la definición de una parte fundamental de la estructura institucional en que ha de erigirse el futuro de la República como Estado democrático y social de derecho, como es la que representa la organización de la Justicia en la República de Chile del siglo XXI.

* Rolando Pantoja Bauzá. Profesor de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y Presidente del Centro de Altos Estudios Administrativos.

1 Citado en el Prólogo del Resumen de Derecho Administrativo del profesor chileno don José Domingo Amunátegui Rivera, publicado en Montevideo, Uruguay, el año 1900: vid. pág. XXX.

[2] Anabalón Sanderson, Carlos. Tratado Práctico de Derecho Procesal Civil Chileno, 2ª ed. tomo 1º, volumen III, 2ª edición, Santiago de Chile, 1970, nota XXIX, pág. 184.

[3] Varas Contreras, Guillermo. Derecho Administrativo. Editorial Nascimento: Santiago. 1949, pág. 382.

[4] Pereira Anabalón, Hugo. Unidad de Jurisdicción y Justicia Administrativa en el Derecho Chileno. Revista de Derecho Público, 1971 Nº 12, págs. 49-50.

[5] Pierry Arrau, Pedro. Tribunales Contencioso Administrativos. Revista de Derecho, Consejo de Defensa del Estado, diciembre 2000 año I, Nº 2, diciembre 2000, pág. 97.

[6] Iribarren, Juan Antonio. Lecciones de Derecho Administrativo. Santiago: Editorial Nascimento, 1936, pág. 48. Alcayaga S., Eduardo, De lo contencioso administrativo”, memoria de prueba, Universidad de Chile, Imprenta El Esfuerzo, 1930, págs. 77- 78.

[7] Jara Cristi, Manual. Derecho Administrativo. Editorial Nascimento. 1943, pág. 267.

[8] Rojas González, José M. Tribunales contencioso-administrativos, memoria de prueba, Santiago: Universidad de Chile, 1934, págs. 11, 51 y 20.

[9] Véase: Campos Harriet, Fernando. Historia Constitucional de Chile, 6ª ed., Editorial Jurídica de Chile, 1983, pág. 359.

[10] Edwards, Alberto. Organización política de Chile, Editorial del Pacífico S.A., 1972, págs. 128-129.

[11] Feliú Cruz, Guillermo. Durante la República, en La Constitución de 1925 y la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Editorial Jurídica de Chile, 1951, pág. 112.

[12] Huneeus Jorge. La Constitución ante el Congreso, edición nacional, Imprenta Cervantes, tomo II, 1891, págs. 213, 226 a 228 y 230.

[13] Zorrilla Concha, Enrique. Esquema de la Justicia en Chile colonial, Escuela de Ciencias Jurídicas y Sociales de Santiago de la Universidad de Chile, Colección de Estudios y Documentos para la Historia del Derecho, Estudios Institucionales tomo IV, 1942, págs. 39 a 45.

[14] Huneuss, Jorge. Op. cit. page. 228.

[15] Huneuss, Jorge. Ibid., page. 214.

[16] Actas Oficiales de las sesiones celebradas por la Comisión y Subcomisiones encargadas del estudio de Proyecto de la Nueva Constitución Política de la República, Ministerio del Interior, Imprenta Universitaria Santiago de Chile, 1926, págs. 519, 520 y 368.

[17] Actas Oficiales, Op. cit., pág. 519. Véase, del autor: Alcance de la expresión “Tribunales Administrativos” empleada por el artículo 87 de la Carta Política, en Revista de Derecho Público, Facultad de Derecho, Universidad de Chile, Nº 2, enero de 1964, págs. 49 a 55.

[18] Silva Cimma, Enrique. Derecho Administrativo, tomo II, Editorial Universitaria S.A., 1959, págs. 390 y 386. Admitir esta idea sería “fatal”, apuntó el profesor Bertelsen Repetto en la sesión 397 de las celebradas por la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, de 11 de julio de 1978.

[19] Para la opinión del profesor Alessandri, véase lo expuesto por él en la sesión 33ª de las celebradas por la Subcomisión de Reformas Constitucionales el año 1925, y para la del profesor Pierry, la sesión 303ª de las celebradas por la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, en martes 5 de julio de 1977.

[20] Aylwin Azócar, Patricio. Derecho Administrativo, tomo II, Editorial Universitaria S.A., 1959, págs. 162-163, y 176 y sgts. Pitto Dalmazzo, Hernán, Organización del Contencioso Administrativo, en “Lo Contencioso Administrativo”, Universidad Católica de Valparaíso, Escuela de Derecho, Ediciones Universitarias, 1976, pág. 51.

[21] Ver Actas Oficiales, págs. 1312, 1403 y 1404.

[22] Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, Anteproyecto constitucional y sus fundamentos, Op. cit., pág. 380. Además, Textos comparados de los Anteproyectos de Constitución Política, diario La Nación, 9 de julio de 1980..

[23] Actas oficiales, Op. cit., sesión 303ª, celebrada en martes 5 de julio de 1977, pág. 1331.

[24] Esta Comisión de Juristas, que la prensa dio a conocer con el nombre de Comisión Técnica, estuvo formada por los señores Miguel Luis Amunátegui, Carlos Andrade G., José Luis Cea E., Francisco Cumplido C., Oscar Godoy, Juan Enrique Prieto, Carlos Reymond, Ricardo Rivadeneira, José Antonio Viera Gallo y Adolfo Veloso.

[25] Véase diario La Época, edición correspondiente al día viernes 7 de abril de 1989, sección Política, págs. 12 y 13.

[26] Pierry, Pedro. Op. cit. Págs. 102 y 103.

[27] Fiamma Olivares, Gustavo. Derecho y Libertad, diario El Mercurio, Santiago 18 de diciembre de 1989, pág. A 2. Para el profesor Fiamma, esta modificación importaría un tránsito en el Derecho administrativo, desde un “Derecho del Poder, por el Poder y para el Poder” a un “Derecho del Poder para la libertad”.

[28] Silva Cimma, Enrique. Derecho Administrativo Chileno y Comparado, Principios fundamentales, Editorial Jurídica de Chile, 1996, págs. 42 y 41.

[29] Andrade Geywitz, Carlos. Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980, 2ª edición actualizada, Editorial Jurídica de Chile, 2002, págs. 216 y 231.

[30] Amunátegui Solar, Domingo. La Democracia en Chile. Teatro Político (1810-1910), Universidad de Chile, 1946, págs. 120 y 125.

[31] Corte Suprema de Justicia, fallos de 21 y 30 de mayo, 13 y 15 de junio, y 28 de julio de 1898, y 23 de octubre de 1907.

[32] Corte Suprema de Justicia, fallos de 23 de septiembre de 1896, 18 de abril de 1904, 26 de octubre de 1906 y de 29 de julio de 1927.

[33] En el Mensaje correspondiente al año 1970, el señor Ramiro Méndez Brañas había hecho un detenido examen de los “Tribunales de lo Contencioso Administrativo”, desarrollando incluso las ideas matrices que habrían de regularse al establecerlos. Los Mensajes de los Presidentes de la Corte Suprema de Justicia inaugurando todos los días 1 de marzo el respectivo Año Judicial, se encuentran reproducidos in integrum en el tomo correspondiente a los meses de Enero-Marzo de cada año, de la Revista de Derecho Jurisprudencia y Ciencias Sociales, publicada por la Editorial Jurídica de Chile

[34] Estas opiniones las recogen y transcriben los fallos Juez de Melipilla con Presidente de la República, de 1967, en el voto de prevención confirmatoria, y Juan Bravo Ramos, de 1972.

[35] “Los últimos años de la administración de Frei se vieron ensombrecidos por un desorden social exteriorizado en huelgas, paros, “tomas” de predios, asaltos a mano armada protagonizados por grupos extremistas”. Véase: Villalobos, Sergio; Silva, Osvaldo; Silva, Hernando; Estellé, Patricio. Historia de Chile. Editorial Universitaria, 2004, pág. 868.

[36] El Poder Judicial también. En 1969, por primera vez en la historia judicial, su personal se declaró en huelga, “hecho sin precedentes en que jueces, auxiliares y subalternos hicieron abandono de sus funciones, situación que se prolongó por espacio de cinco largos días”, anotará el Presidente de la Excma. Corte, don Ramiro Méndez Brañas, en su Mensaje Inaugural del año judicial 1970. Este, y todos los Mensajes que se citan en este párrafo, se encuentran reproducidos in integrum en el tomo correspondiente a los meses de enero-marzo de cada año, de la Revista de Derecho Jurisprudencia y Ciencias Sociales, publicada por la Editorial Jurídica de Chile.

[37] Actas oficiales, Op. cit., sesión 303ª, celebrada en martes 5 de julio de 1977, pág. 1331.

[38] CENC, Anteproyecto constitucional y sus fundamentos, Op. cit., pág. 380.

[39] Véase: Pantoja Bauzá, Rolando, El Derecho Administrativo. Clasicismo y Modernidad. Editorial Jurídica de Chile, 1994, párrafos 57 y siguientes.

[40] El señor Valentín Letelier era profesor de Estado y abogado.

[41] El Proyecto Kemmerer no consultaba la existencia de un Departamento Jurídico, hoy División Jurídica, pues concebía a la Contraloría como un organismo de otra naturaleza. El Departamento Jurídico se creó con posterioridad, en 1928, por el Decreto del Ministerio de Hacienda Nº 162, de ese año.

[42] Así, el dictamen Nº 27.393, de 1992, habría de afirmar que “los dictámenes de la Contraloría General son obligatorios para los Servicios. Por tanto, su falta de aplicación implica tanto el no cumplimiento de la norma legal interpretada en el dictamen, cuanto la inobservancia de –su Ley Orgánica–, y puede, por tanto, irrogar responsabilidad para los funcionarios que deban adoptar medidas conducentes para ejecutar la ley cuyo alcance fijan aquellos dictámenes. Esta responsabilidad podría ser perseguida a través de los procedimientos que la ley establece al efecto”, entre ellos, un sumario administrativo, cuya instrucción es de libre determinación del Contralor General.

[43] Ello importó, v.gr., que las empresas del Estado, caracterizadas como servicios descentralizados, debieron someter todos sus actos a las formas públicas y sujetarlos al trámite de toma de razón. “Según los dictámenes Nos 36.146, de 1978, y 6.046, de 1984, el personal de la Empresa tiene la calidad de empleados públicos regido por la legislación laboral común, y por lo tanto sus contrataciones deben traducirse en actos formales sujetos al examen de juridicidad –toma de razón– que compete efectuar a esta Entidad de Fiscalización”, reiteró una vez más el dictamen Nº 2.096, de 1988. La Constitución de 1980 no aceptó esta tesis, como consta de sus artículos 87 y 88, actuales artículos 98 y 99 de la Carta de 2005.

CONTENIDO