MATERIA CONSTITUCIONAL

LOS NUEVOS TRIBUNOS. José Antonio Viera-Gallo Q

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Los nuevos tribunos

José Antonio Viera-Gallo Q.*

En la clásica separación de los poderes del Estado, la magistratura tenía reservado un papel de menor relevancia política. El Legislativo dictaba la norma imperativa de carácter universal; el Ejecutivo administraba los asuntos públicos conforme a la ley, y el juez era quien resolvía las controversias entre los ciudadanos. Sus decisiones sólo tenían efecto para el caso particular, mientras que los otros dos poderes tenían un radio de acción de índole general; eran, por definición, “políticos” y su actuar se refería directamente a la suerte de la República, es decir, al bien común que ellos definían y perseguían.

Tradicionalmente, en sistemas jurídicos como el nuestro, al magistrado se le restringía al máximo su poder discrecional. La ley determinaba la ritualidad del proceso, le señalaba cómo debería apreciar la prueba de los hechos, determinaba la lógica de su razonar y el método hermenéutico para interpretar la norma jurídica. Montesquieu afirmaba que “el juez era la boca de la ley”. Su accionar estaba rígidamente determinado por ésta. Por ello la función parlamentaria o ministerial fue siempre socialmente más valorada que la del juez.

La división de las funciones o atributos del poder tuvo su máxima expresión en la Constitución de los Estados Unidos y en el pensamiento de los “padres fundadores”, en especial Madison. Consagra una cierta independencia entre las tres instituciones básicas del sistema político, a fin de que se pueda verificar el control constitucional recíproco. Ello no excluye que exista una cierta área común de competencia. En general, todas las constituciones consagran sistemas de gobierno mixtos en que el Ejecutivo y el Legislativo tienen algunas funciones judiciales y la magistratura cierta competencia en materias políticas.

Sin embargo, la evolución reciente de las democracias ha otorgado al Poder Judicial un papel más expectante en materias de innegable relevancia política. Las acciones de fiscales y jueces incomodan a los poderosos y los alegatos de los abogados, muchas veces transmitidos por radio y televisión o reproducidos por la prensa escrita, impactan a la opinión pública. Los focos de atención se vuelven cada vez con más frecuencia hacia el atrio de los tribunales, que se ha convertido en un lugar privilegiado del debate de los asuntos de trascendencia pública.

Mientras decae la figura del político, arrastrada por la crisis de las ideologías, la pérdida de importancia de los Estados frente a la globalización y una cada vez mayor exigencia de transparencia y probidad, crece la del juez como protagonista social.

En ciertos países hemos visto, incluso, cómo la magistratura se ha convertido en agente transformador del sistema político, como ocurrió con el caso “manos limpias” en Italia o ha incidido directamente en los respectivos procesos políticos, inculpando o sometiendo a proceso a Jefes de Estado o autoridades de Gobierno, como sucedió con Carlos Andrés Pérez, en Venezuela; Fernando Collor de Melo en Brasil; Ernesto Samper, en Colombia; Carlos Salinas de Gortari, en México; el caso GAL en España; Helmut Kohl, en Alemania; Jacques Chirac, en Francia; Bill Clinton, en los Estados Unidos, para no hablar de los ex dictadores o de los tribunales especiales para la ex Yugoslavia, Ruanda y Camboya, destinados a juzgar crímenes de guerra y genocidio.

Al mismo tiempo, en esta sociedad de la imagen y de la información fragmentada, cuando se han diluido los metarrelatos de la modernidad, las reivindicaciones colectivas se expresan a partir de casos individuales. Los sujetos políticos colectivos dieron paso a la multiplicidad de actores, según demandas sectoriales, relevando los llamados intereses difusos (derechos humanos, paz, medio ambiente, mujeres, transparencia, etc.). Para estos nuevos sujetos, una forma privilegiada de intervenir en la vida pública es llevando a los tribunales casos emblemáticos. Así sucedió con la leche en polvo de Nestlé, las empresas tabacaleras y las centrales nucleares, por ejemplo.

Frente a la dificultad de los poderes Ejecutivo y Legislativo para procesar demandas particulares, las organizaciones de ciudadanos siguieron el ejemplo y buscaron resoluciones judiciales favorables a sus intereses que sirvieran para sentar jurisprudencia, procurando al mismo tiempo que los medios de comunicación las difundieran y la opinión pública tomara conciencia de los hechos. Así, la magistratura se ha visto enfrentada a tener que dirimir conflictos que tienen un fuerte impacto político y que no logran encauzarse con celeridad en sus ámbitos tradicionales.

Este fenómeno ha coincidido con el establecimiento y desarrollo de la justicia constitucional, cuya competencia se ubica en la frontera entre el derecho y la política al preocuparse por mantener la vigencia de las normas básicas, la vida pública y el respeto a los derechos de las personas.

En el caso chileno, ello se ha dado a través de la proliferación del recurso de protección, que ha colocado a la Corte Suprema ante el desafío de tener que decidir sobre temas que antes le eran ajenos, como los principales proyectos de inversión, por la vía de cuestionar su impacto ambiental; sobre aspectos básicos de la vida de las personas, como las tarifas de los servicios públicos, o incluso en las diversas problemáticas valóricas que surgen en la sociedad, como ocurrió con la prohibición de “La Última Tentación de Cristo” y actualmente en la cuestionada autorización para la venta de la denominada píldora “del día después”. Nunca la Corte Suprema había tenido un papel más relevante en la vida pública.

En décadas pasadas, era evidente que la sociedad valoraba más la ley que el debate caso a caso, propio de los procesos judiciales. Era consecuente con el triunfo de la razón, de la cual la ley parecía una expresión lógica. Incluso, desde antes que Platón, se consideraba mejor el gobierno de leyes que el de los hombres. Y Aristóteles reforzó el criterio al sostener que las leyes no se dejan arrastrar por la pasión como ocurre con el alma humana. Ello suponía que el legislador, a su vez, debía respetar ciertos principios básicos que se derivaban de la naturaleza de las cosas y de la tradición de cada pueblo.

En la medida en que el Poder Judicial es concebido como garante del respeto de los derechos de las personas frente al poder Ejecutivo e incluso Legislativo (mediante la justicia constitucional), su importancia política aumenta. El juez, junto con representar al Estado, al igual que el tribuno en la República romana, es también expresión del reclamo ciudadano frente al poder. Según la terminología de Hans Kelsen, los derechos humanos constituyen un límite a la validez material del Estado.

La sociología y la ciencia política han contribuido a develar la naturaleza del poder y descubrir quiénes lo ejercen y cuál es su fuente de legitimidad, lo que ha dado una mayor capacidad de intervención al ciudadano. La política ha perdido su aura sacra.

Lo curioso es que el propio ordenamiento jurídico establece una institución encargada de hacer respetar esa frontera. La magistratura en la democracia moderna se ubica a mitad de camino entre el Estado propiamente tal y la sociedad. Es un poder de garantía que se ejerce a través de las denominadas facultades conservadoras. Y luego de las experiencias totalitarias y dictatoriales del siglo XX, existe una mayor conciencia de la importancia de esa garantía y, por lo mismo, el papel del juez ha crecido en la valoración ciudadana. Nadie está dispuesto a sacrificar ciertos derechos en nombre de la razón de Estado. El constitucionalismo concibe el Estado como un poder limitado.

Un punto de controversia se plantea en la actualidad con la emergencia de instituciones constitucionalmente neutrales, es decir, que no se adscriben a ninguno de los tres poderes. En nuestro sistema se habla de entes autónomos como la Contraloría General de la República, el Banco Central o el Ministerio Público. ¿Ejerce sobre ellos también la magistratura alguna suerte de control? ¿A través de qué métodos? El punto más difícil de dilucidar es el del Banco Central. En los otros casos hay ciertos criterios compartidos.

A diferencia de los otros poderes, el juez realiza siempre una función eminentemente práctica: deberá decidir si habrá de ejercerse o no la fuerza en contra del demandado o el acusado. Esa tarea se apoya en procesos cognitivos, pero termina en una decisión de voluntad. El racionalismo de corte positivista intentó despojar al juez de toda circunstancia que pudiera despertar sus pasiones.

Sin embargo, el juez no puede desprenderse de su cultura y su conciencia: es una persona que intenta cumplir correctamente una función social. Al enfrentar una controversia, quiéralo o no, valora los hechos. La superación de la concepción racionalista ha llevado a la magistratura a tener una más clara conciencia de su labor creativa o constructiva del derecho, no sólo en ausencia de ley expresa para resolver el caso, aunque siempre respetando el ordenamiento de normas vigentes. Ello ha llevado a una mayor discrecionalidad en el ejercicio de sus atribuciones, incluso en los sistemas en que la función judicial se encuentra estrictamente reglamentada.

El juez se mueve según los criterios de su conciencia jurídica formal (la recta interpretación de la ley) y de su conciencia jurídica material (la necesidad de adoptar una decisión justa). Si la discrepancia entre ambas excede cierto límite, el juez se ve sumergido en las cavilaciones propias de la política, entendida como ecuación entre lo ineluctable, lo posible y lo equitativo. Tendrá, entonces, que escoger entre bienes relativos y males también relativos, atribuyendo responsabilidades a las partes en disputa. Todo pleito tiene varias soluciones justas y varias injustas posibles. El drama del juez es que debe crear certeza en un mundo que siempre se presenta como hipotético. Si la interrogante de Pilatos –¿Cuál es la verdad?– es acertada, a diferencia suya, el juez no puede lavarse las manos.

En el siglo XIX predominó un estilo limitado o riguroso y formal de aplicar la ley, que pretendía derivar la decisión judicial de métodos lógicos de inferencia o deducción a partir de ciertos principios generales. A mitad del siglo XX surgió un movimiento jurídico crítico, en especial en Francia y Alemania, destinado a tener una enorme repercusión. Entre sus consecuencias –junto a la confluencia de otros factores– está, precisamente, la mayor relevancia política de la magistratura en la sociedad.

El juez es visto hoy como un defensor del ciudadano. Cuando dicta una sentencia de interés público, no sólo resuelve un caso concreto, sino que envía un mensaje global a la sociedad sobre un tema, marca un rumbo, indica una dirección, provoca una nueva situación.

Estos cambios no están exentos de peligros; la magistratura puede involucrarse en los avatares de la política contingente y sufrir la tentación de usar sus atribuciones e influencia en función de los vaivenes de la opinión pública, olvidándose de las reglas del debido proceso y de las exigencias del derecho.

Los ciudadanos, que experimentan un cierto desencanto con la política y sus instituciones, producto de sus rigideces y lentitud, miran a la judicatura en busca de una magistratura que haga valer sus derechos y que defienda sus conquistas y se encuentran con una organización sujeta a esos mismos problemas.

Grave sería que el ciudadano viera, una vez más, frustradas sus expectativas.

Sin embargo, intentar retrotraer estos cambios resultaría inútil.

Difícilmente se podría hacer abstracción de procesos sociales y culturales, cuando no directamente políticos, que durante décadas han provocado transformaciones profundas en la función jurisdiccional. En la actualidad los jueces ocupan las primeras páginas de la prensa y abren los noticieros radiales y televisivos.

El desafío es diferente: ¿cómo preparar a los futuros magistrados para que ejerzan sus tareas, cada día más delicadas, con plena conciencia de los dilemas a que se verán enfrentados? ¿Cómo lograr que su formación esté abierta a la evolución de la cultura jurídica moderna, tanto nacional como internacional? En una palabra, hoy resulta mucho más difícil ser “un buen juez”, y quienes pretendan encaminarse hacia la judicatura, deben prepararse adecuadamente.

Por ello, los esfuerzos en modernizar el Poder Judicial y particularmente la creación de la Academia Judicial han sido un paso tan importante; pero el problema cala más hondo. Toca a la enseñanza del derecho y al desarrollo de nuestra cultura cívica.

Ante la crisis de la representación política, si los jueces no responden con prontitud y ecuanimidad a las demandas ciudadanas, ¿no se corre el riesgo que se desarrolle una suerte de privatización de la función jurisdiccional trayendo consigo no el imperio de la justicia sino el arbitrio del más poderoso?

*   José Antonio Viera-Gallo Q. Senador de la República.

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