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FUNDAMENTOS TEÓRICOS PARA LA REGENCIA DEL PRINCIPIO DE ESPECIALIDAD EN LA RESPONSABILIDAD PENAL ADOLESCENTE. Nicolás Chacana Alegría

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FUNDAMENTOS TEÓRICOS PARA LA REGENCIA

DEL PRINCIPIO DE ESPECIALIDAD EN LA

RESPONSABILIDAD PENAL ADOLESCENTE

Nicolás Chacana Alegría[1]

Resumen: Sobre la base de una justificación retributivo-democrática de la pena, entendemos que los criterios para la adscripción de culpabilidad, tanto formal como material, desembocan necesariamente en el reconocimiento del carácter especial de la conducta delictiva de un adolescente, lo cual, conforme al principio de igualdad, obligaría a un tratamiento penal diferenciado. Con todo, la dificultad esencial que tiene por objeto resolver este trabajo es si para el reconocimiento del principio de especialidad basta con establecer una morigeración de las penas establecidas en el Código Penal, o si se requiere de un estatuto legal específico que regule los delitos adolescentes.

Abstract: On the basis of a retributive-democratic justification of punishment, we understand that the judgment for the adscription of guilt, both formal and material, necessarily lead to the recognition of the special nature of the criminal teenage behavior, which, according to the principle of equality, would force differential punishment treatment. However, the essential difficulty wanted to solve in this paper, is whether to recognize if the principle of specialty is enough to establish a restraint of punishments established in the Penal Code, or if it requires a specific law regulating adolescent crimes.

Palabras clave: Culpabilidad – Principio de especialidad – Régimen extraordinario de Derecho penal – Responsabilidad penal adolescente – Retribucionismo

Conforme a una justificación retributivo-democrática de la imposición de la pena2, parece evidente lo problemático de llevar esta

2 La propuesta puede encontrarse latamente desarrollada en el capítulo I de la tesis de grado de este autor (2015), pp. 18-171. En forma sintética, la misma aboga por la consideración de criterios formales –conocimiento, autocontrol volitivo y exigibilidad, todos objetivados en la conducta delictiva y apoyados argumentativamente en la ausencia de excepciones de carácter formal, tales como la inimputabilidad, el error de prohibición invencible y la inexigibilidad de una conducta conforme a Derecho– y materiales –falta de sentido de la justicia y de lealtad comunicativa de quien, en tanto ciudadano, puede entenderse autor de la norma en el contexto del ejercicio regulado de su autonomía pública, y por ende destinatario de un deber de respeto en el plano del ejercicio de su autonomía privada, siendo además un criterio material importante en esta propuesta la exigibilidad sistémica como parámetro de legitimidad del Estado para requerir la solución al conflicto social de racionalidades, subyacente al delito de forma alternativa a éste, conforme a los ámbitos de autonomía privada que reconoce y asegura a los sujetos para el cumplimiento de su rol social–. Todos estos criterios, valorados en conjunto, deben dar lugar a la identificación más o menos adecuada del grado de reprochabilidad de cada conducta delictiva, de manera de poder imponer, proporcionalmente, la pena apropiada a ese reproche.

 Sobre nuestra justificación retributivo-democrática de la pena puede consultarse la siguiente bibliografía básica: BUSTOS y HORMAZÁBAL (2006), pp. 447451; HABERMAS (1992), pp. 169 y ss.; HABERMAS (1998), pp. 63 y ss.; HABERMAS (1999), pp. 391 y ss.; KIDHÄUSER (2009), pp. 17 y ss.; MACKIE (2000), pp. 101-110; MAÑALICH (2005), pp. 64 y ss.; MAÑALICH (2007), pp. 120 y ss.; MAÑALICH (2009), pp. 58 y ss.; MOORE (1993), pp. 15 y ss.; RAWLS (1955), pp. 235-243; RAWLS (1995), pp. 45 y ss., 137 y ss.; RAWLS (2006), pp. 17 y ss., 63 y ss.; STRAWSON (1992), pp. 9 y ss.

 Sobre el principio de proporcionalidad, nos valemos en parte de la propuesta de VON HIRSCH (1998), pp. 45 y ss. Sucintamente, el autor sugiere como criterios: 1) proporcionalidad ordinal, según la cual delitos de igual gravedad deben ser castigados con igual severidad. Este criterio tiene tres sub-exigencias: a) paridad: delitos de gravedad semejante merecen castigos de severidad similar; b) graduar de acuerdo con el rango: ordenar los delitos en una escala de penas que refleje su severidad; c) espaciar las penas: el espacio entre la gravedad de las penas debe reflejar el espacio entre la gravedad de los delitos. Pero, que el grado de desaprobación que se expresa a través del castigo sea una convención, no implica que toda convención sea igualmente aceptable. Existen, pues, límites a la severidad del castigo, a través del cual se expresa el grado de desaprobación por la conducta previa defectuosa, y estos límites son establecidos, precisamente, por la: 2) proporcionalidad cardinal o no-relativa. Sobre la gravedad del delito, concordamos con Von Hirsch en que el

propuesta al ámbito de la justicia penal juvenil, pues debemos dar cuenta de un déficit relevante de autonomía privada en los adolescentes y de un déficit absoluto de autonomía pública. ¿Cómo conciliar lo anterior con una asunción democrática del Derecho penal, en que la pena se impone porque, en último término, los sujetos pueden ser vistos como partes del Derecho penal material nos ofrece criterios para discernir entre conductas en que hay un mayor o menor grado de intencionalidad y voluntariedad. Lo que no nos otorga, ergo, son criterios para determinar la graduación de la entidad del daño provocado o el valor del bien jurídico violentado. Sobre este asunto, y a diferencia de este autor, creemos que el punto de medición de la importancia de los bienes jurídicos está en las posibilidades que entregan para vivir en sociedad. Sólo así puede explicarse que bienes como el patrimonio del Estado sean salvaguardados por medio de prescripciones de carácter penal. En cuanto a la gravedad de las penas, coincidimos con Von Hirsch en que deben valorarse conforme a la afección que representan para el estándar de vida de los sujetos –o dicho en otros términos, para la posibilidad de éstos de proveerse de una buena calidad de vida conforme a sus capacidades–. Entonces, acorde a estos criterios podrán aplicarse las reglas de proporcionalidad ordinal.

 La cuestión deviene más compleja al hablar de la proporcionalidad cardinal. Necesitamos puntos de anclaje mínimos y máximos que den cuenta del grado de reproche que expresa la pena, entendiendo que el espectro de opción del juez para elegir entre distintas penas con eficacia retributiva debe ser flexible. En nuestra propuesta, el “espacio de juego” fijado por los puntos de anclaje estará dado por la mínima y máxima magnitud de privación de bienes jurídicos admisible conforme a un Derecho penal del ciudadano. No podrán, por ende, imponerse penas degradantes o deshumanizadoras, ni tampoco penas que no expresen la imposición de un mal sensible a quien delinque –en el entendido que el reproche por medio de la irrogación de un mal deviene en reconocimiento de la dignidad del sujeto–. Luego, la fijación de los puntos de anclaje debe determinarse primero en el punto mínimo, de manera que el delito menos reprochable pueda concordar con la pena menos severa que implique la imposición de un mal sensible. Desde ahí, las penas deben ir en aumento conforme aumenta la gravedad de los delitos, hasta llegar al límite máximo que prescribe que los penados sean tratados dignamente. Dentro de ese espacio de juego es donde deben operar los criterios de proporcionalidad ordinal, de manera que la severidad de las penas, en todos los casos, sea proporcional al grado de reproche que los delitos merecen –conforme a los criterios formales expuestos de grado de intencionalidad y voluntariedad y de entidad del bien jurídico protegido por la norma quebrantada–.

 Finalmente, huelga hacer presente que creemos que dentro de los límites cardinales, y una vez realizada la operación de los criterios de proporcionalidad ordinal, deben obrar, a modo de morigeración del reproche –como garantía del ciudadano frente al Estado–, los criterios materiales de culpabilidad, de manera que, por ejemplo, un menor reconocimiento de autonomía privada –con la consecuente menor exigibilidad sistémica– debe redundar en un menor reproche penal y por tanto en una reducción de la pena aplicable.

acuerdo social subyacente a las normas de conducta y como beneficiaros de los productos de la cooperación social en el ámbito de su autonomía privada?

1.  Principio de igualdad formal y principio de igualdad material[2]

Burkhardt apunta muy bien a que hay casos en que no se imputa culpabilidad, a pesar de que el delincuente ha actuado con conciencia de que podía haber elegido y actuado de otro modo[3]. Es decir, el argumento decisivo en estos casos no es que el sujeto actúe sin libertad, sino que su libertad no parte desde el mismo punto que la libertad de otros, lo que puede conducir a una atenuación del reproche o a su supresión. Podrá observarse, por ende, que el quid del argumento radica en un principio: el de igualdad. De lo que se trata, en definitiva, es de considerar las situaciones iguales de forma equivalente y las diferentes de forma distinta, suponiendo que se atiende a un mismo criterio esencial de diferenciación. Ello es lo que denominaremos principio de igualdad formal[4].

Entonces, la pregunta principal de este trabajo, sobre cuya respuesta podríamos fundamentar un tratamiento penal especial para los adolescentes, sería la siguiente: ¿podemos plantear que existe alguna característica esencial en que jóvenes y adultos sean diferentes a efectos de su responsabilidad penal?

2.               El adolescente como sujeto en desarrollo y la culpabilidad formal como criterio esencial de diferenciación

La tesis que se intenta defender en lo sucesivo es que los adolescentes poseen características relevantes para la responsabilidad penal pero diferentes a las de los adultos, de manera que la respuesta por sus hechos delictivos debe ser también diversa.

La adolescencia es un invento cultural, es una etapa de transición entre la niñez y la adultez, pero con especificidades propias que permiten describirla en términos especiales[5]/[6].

Nos agrada caracterizar a la adolescencia como un período de moratoria psicosocial, es decir, como una transición que supone un prolongado período de entrenamiento de roles adultos, de valores y capacidades, acompañado (para unos pocos) de un amplio conjunto de oportunidades y alternativas de elección[7].

El problema de la identificación temporal de la adolescencia, con todo, es que existen distintas posturas y amplios márgenes de edad para su determinación. Por eso, comenzaremos exponiendo, genéricamente, el estado de la discusión en psicología evolutiva.

Piaget fue uno de los primeros psicólogos en dar cuenta de que en la pubertad ocurre un cambio cualitativo en la naturaleza de la capacidad mental, y no un mero cambio cuantitativo, dando lugar –esta etapa– al pensamiento relativo a operaciones formales. En efecto, entre los 7 y 11 años, Piaget estima que el niño se encuentra en la etapa del pensamiento “relacional” o de las operaciones concretas, conforme al cual es incapaz de diferenciar con claridad entre lo mentalmente construido y lo perceptivamente dado. Con la aparición de las operaciones formales, en cambio, el joven ya es capaz de construir proposiciones contrarias al hecho, conforme al criterio de “posibilidad”, facilitando un modo hipotético-deductivo de abordar la solución de problemas, es decir, es capaz de poner al propio pensamiento como objeto del pensar, asimilando nociones de probabilidad y creencia[8], todos elementos necesarios –y suficientes– para la imputación en el primer nivel –por lo que el dolo no podría constituir un criterio de diferenciación relevante–.

Si bien es cierto que no existe evidencia científica incontrovertible en cuanto a la edad precisa en que puede esperarse que aparezca el desarrollo del pensamiento formal o abstracto, sí podemos establecer un margen. Peel ha mostrado en sus estudios que entre los 13 y 15 años de edad tiene lugar un acentuado cambio que hace que gran parte de los adolescentes de 15 años alcancen un nivel de pensamiento abstracto o formal[9]. Asimismo, Engelmayer ha señalado que “[t]odos los reconocimientos acerca de las trayectorias evolutivas de la formación de conceptos, la abstracción, conclusión, juicio y capacidades mnémicas coinciden en que la línea demarcatoria ha de trazarse en el período de la segunda transformación morfogenética, es decir entre los 12 y 14 años”[10]. Lo anterior hace que podamos establecer un presupuesto de argumentación plausible, basado en la evidencia científica de la psicología, siendo razonable esperar que a los 14 años aparezca en los sujetos el desarrollo del pensamiento formal[11].

Pero, ¿por qué es importante para el análisis de la responsabilidad el desarrollo de las capacidades cognitivas de los sujetos? La importancia principal radica, a nuestro entender, en que existe una correlación entre estas capacidades y el desarrollo del pensamiento moral, relevante a objeto de una justificación genuina de la responsabilidad penal en base al criterio del merecimiento. En efecto, Kohlberg[12] ha realizado una importante propuesta de correlación entre estadios de desarrollo moral en niños y adolescentes y el desarrollo de sus capacidades cognitivas. El autor describe 6 estadios en el desarrollo moral de niños y adolescentes: estadio 1: “orientación castigo-obediencia”; los comportamientos que son castigados son considerados malos. Estadio 2: “hedonismo instrumental”; el niño se comporta “bien” a fin de obtener recompensas. Los dos primeros estadios pertenecen a la etapa pre-convencional. Estadio 3: “orientación hacia las relaciones interpersonales”; la buena conducta es aquella aprobada por los demás. Estadio 4: “mantenimiento del orden social”; la buena conducta consiste en cumplir con el propio deber, mostrando respeto por la autoridad y por el mantenimiento del orden social, por el propio bien. Los estadios 3 y 4 pertenecen a la etapa convencional. Estadio 5: “contrato social y/o orientación de la conciencia”; en un comienzo, el comportamiento moral se rige según una concepción de derechos y niveles generales establecidos por la sociedad, entendida como un todo, pero más tarde existe una creciente orientación hacia las decisiones íntimas de la conciencia. Estadio 6: “orientación según principios éticos universales”; existe una tendencia a formular principios éticos abstractos y a guiarse por ellos. Los estadios 5 y 6 pertenecen a la etapa post-convencional.

En la propuesta de Kohlberg, los estadios pre-convencionales equivalen al nivel de las operaciones concretas, y los estadios convencionales y post-convencionales se corresponden con el nivel de las operaciones formales[13]. Si lo anterior es cierto, entonces podemos establecer una relación entre atribución de responsabilidad moral y estadios cognitivos respectivos. Pero hay que ser cautos con las conclusiones apresuradas, pues como bien se ha hecho constar, el logro de un estadio cognitivo constituye, probablemente, una condición necesaria mas no suficiente del respectivo logro del correspondiente estadio moral[14]. Llegar a un determinado estadio moral es función también del nivel de socialización de los valores morales, cuestión indefectiblemente relacionada con la integración de la moral hegemónica a través del proceso educativo formal.

Asimismo, aún nos podemos cuestionar si existe una relación entre la pertenencia a un determinado estadio de desarrollo moral y el comportamiento efectivo de los sujetos. Al respecto, se ha afirmado que el nivel de juicio moral es tan sólo uno entre muchos factores que determinarán una acción concreta en situaciones en las que está implicada la moral. En efecto, además del juicio moral, las variables que determinan la acción son el conocimiento moral, la socialización, la empatía y la autonomía[15].

Lo cierto es que la conciencia, entendida en su función frenadora de impulsos y como medida para la decisión, es la única que posibilita el surgimiento del conflicto moral, a partir del sentimiento de culpa[16]. Esto se vincula directamente con la capacidad de autodeterminación o capacidad del adolescente de gobernarse a sí mismo, conforme al desarrollo del autoconcepto y de la propia identidad. En cuanto al desarrollo de la identidad, según investigaciones, su formación concluye en los últimos años de la adolescencia, es decir, es al concluir la adolescencia que del sujeto puede predicarse una estabilidad en su identidad que haga posible predecir con algo de seguridad, tanto para él como para los demás, su forma de comportamiento[17]. Esto es importante, pues el nivel de identidad alcanzado se encuentra en estrecha correlación con las destrezas sociales, la ansiedad experimentada, la autonomía y el nivel de conflicto con las autoridades. En cuanto al desarrollo del autoconcepto, especial importancia reviste el análisis de la autoestima, en la medida en que investigaciones constatan la existencia de diferentes trayectorias de ésta, que guardan directa relación con la aparición de conductas problemáticas o antisociales[18].

Con todo, respecto del análisis del autocontrol volitivo podemos encontrar evidencia científica proveniente desde el campo de las neurociencias, que demostraría la existencia de diferencias importantes y decisivas entre el cerebro de los adolescentes y de los adultos. Trajtenberg señala:

“Las diferencias de funcionamiento cerebral entre adolescentes y adultos es clave ya que determina la habilidad y capacidad para: pensar, evaluar y comparar alternativas y sus posibles resultados; procesar información para la toma de decisiones; controlar determinados impulsos o tendencias a la acción. Rutherford plantea que mientras los adolescentes procesan la información a través de la amígdala cerebral fuertemente asociada a las emociones, los adultos tienden a filtrar la información [de] los datos a través del córtex pre frontal, parte del cerebro mas (sic) asociada al pensamiento racional y a la regulación y control de los impulsos”[19].

Podemos observar de lo expuesto que no obstante que en la adolescencia puede esperarse, conforme a la evidencia, la concurrencia de un nivel de pensamiento formal –incluso cuando temprano– y un nivel de pensamiento moral convencional o post-convencional, esta etapa se caracteriza por ser un período especialmente problemático, atendido a que el sujeto se encuentra en búsqueda de una identidad y en entrenamiento de las capacidades cognitivas y volitivas recién adquiridas para su futuro desenvolvimiento como ciudadano. Ello se traduce, en definitiva, en que el adolescente tiene capacidades cognitivas, de desarrollo moral y de autocontrol volitivo en desarrollo, lo cual redunda en que sean comparativamente menores que las de un adulto, que para efectos del Derecho penal es el sujeto-objeto paradigmático de atribución de responsabilidad[20]/[21].

Como señaláramos, el nivel de desarrollo de las capacidades cognitivas y morales es condición necesaria, mas no suficiente, para la correcta racionalización de una conducta. La capacidad de motivación de un sujeto por las prescripciones penales también es función del nivel de internalización de los valores sociales. Si es la educación formal la que propende a dicha internalización, nos atrevemos a plantear que la educación básica completa provee de la socialización mínima para comprender el sentido y fundamento de los acuerdos morales subyacentes a las normas de comportamiento penal, y la educación media es la que estabiliza una comprensión completa23. Entonces, a los 14 años (edad en que concluye la educación básica normalmente) podemos encontrar rudimentos de una capacidad de motivación socialmente relevante, y a los 18 años (edad en que normalmente concluye la formación escolar media) una capacidad de motivación completa[22]. Si el comienzo de la adolescencia podemos trazarlo a los 14 años, según la evidencia científica más generalizada, y conforme al criterio de la educación formal podemos identificar su término a los 18 años, creemos que un lapso de 4 años para la experimentación de las nuevas capacidades adquiridas es un espacio de tiempo razonable[23].

23 Ello, por cierto, da cuenta de una importante diferencia entre derecho y moral. Como no basta que el sujeto esté dotado del uso de la razón ni de la culpabilidad moral (o consciencia moral) para ser culpable penalmente, sino que además se requiere haber sido iniciado en el artificial cosmos jurídico, no es válido equiparar consciencia moral a consciencia de la antijuridicidad. Así se expresa, siguiendo a Zubiri, BERISTAIN (1992), p. 110. Lo último, por cierto, requiere de un grado de socialización de consensos morales que la educación formal provee.

Todo lo anterior logra explicar que la motivabilidad del adolescente respecto de las normas de conducta penal sea menor que la de un adulto, y esto, a su vez, logra justificar un reproche penal cuantitativamente diferente.

Aclaremos: aunque moralmente hablando no se considera preferible a un delincuente que carece de un nivel de comprensión de la importancia de los bienes jurídicos protegidos subyacentes a los tipos penales a uno que sí tiene dicha comprensión y aun así violenta el bien[24], lo relevante, y que hace ser a la conclusión diferente para el caso de los adolescentes, es que nuestras expectativas normativas son distintas, ya que razonablemente podemos esperar que un adolescente tenga una comprensión deficiente de los intereses básicos sociales implicados en la trasgresión de normas de conducta, pues ha tenido menos oportunidades de desarrollar el conocimiento de dichos intereses atendidas sus habilidades cognitivas, volitivas, de desarrollo moral e integración social en proceso de formación[25]. Dicho en otros términos, lo sustantivo del argumento es que nuestras expectativas normativas de comportamiento respecto de los adolescentes son menores no sólo porque éstos han tenido menos tiempo para internalizar los consensos morales expresados en las normas de conducta penal, sino que además porque la evidencia científica demuestra que la adolescencia es un período en que es razonable esperar que las habilidades cognitivas, volitivas y morales se encuentren disminuidas en comparación a las de un adulto[26].

Lo anterior hace que el criterio relevante de diferenciación pueda recaer en estas capacidades y sin embargo no llevar a conclusiones contradictorias para el caso de adultos que tengan sus capacidades disminuidas. Lo que realiza el Derecho penal, en efecto, es estabilizar expectativas de conducta, y esta estabilización debe proveer de criterios rígidos en sus extremos que no den lugar a excepciones. La garantía de esto es permitir un adecuado ejercicio de racionalidad instrumental de los sujetos en cuanto al cálculo de las eventuales consecuencias jurídicas de sus actos, y asimismo, dar cuenta de una insalvable falencia de la justicia penal, ya que ésta requiere estabilizar expectativas de conducta, porque es, en la práctica, imposible introducirse en la mente de cada infractor con el objeto de medir su nivel empírico de reprochabilidad[27].

3.  La menor resiliencia al castigo y la tolerancia especial

Que de los adolescentes pueda esperarse una menor resiliencia al castigo obedece a dos cuestiones diversas: primero, que en tanto la intensidad de las sanciones se mida en referencia a la importancia de los intereses afectados por éstas para el “estándar de vida” de una persona común, entendiendo por intereses a aquellos recursos que una persona habitualmente requeriría para llevar adelante una vida satisfactoria, la afectación que sufran los adolescentes siempre será más onerosa en comparación a los adultos, pues los jóvenes tienen un específico interés de desarrollo. En efecto, como lo expone Von Hirsch:

“El joven requiere adecuadas oportunidades escolares y de aprendizaje: necesita estar en una atmósfera razonable de crianza, por ejemplo una familia; requiere la exposición a modelos de rol adecuados; y necesita comenzar a desarrollar lazos con amigos y relaciones confiables. Estas no son meras preferencias, sino intereses reales: una persona joven debería contar con estos recursos para madurar en forma adecuada y tener una buena vida”[28].

Pero además, en segundo lugar, podemos aseverar que el adolescente es más sensible al castigo por la particular conformación de su identidad, la cual se encuentra en desarrollo, de manera que la connotación de censura del castigo penal puede repercutir de forma negativa en su formación. Ello quiere decir que la censura penal puede repercutir en la formación del sujeto como un futuro ciudadano, mas no que el adolescente en sí sea más sensible –es decir, que se le afecte más en sus sentimientos– a la imposición de la pena. Así, si al adolescente en todo caso se le debe dar la oportunidad de ser un ciudadano en la adultez, lo que realiza la pena es, precisamente, diluir dicha posibilidad de forma más estrepitosa que en el caso de los adultos –pues estos últimos ya son ciudadanos–.

Conforme a esto, nuevamente podemos justificar un tratamiento penal cuantitativamente más benévolo para los adolescentes. Con todo, lo que queremos justificar en este trabajo es que el tratamiento también debería ser cualitativamente diverso. Para ello no basta sólo asumir una menor capacidad de culpabilidad de los menores ni su menor resiliencia al castigo, sino que se requiere un paso argumentativo más. Dicho paso está dado, a nuestro entender, por una característica esencial de la adolescencia: este período etario se caracteriza por ser uno de moratoria psicosocial. Que se trate de un período de moratoria psicosocial nos obliga a asumir, de querer ser consecuentes, que está permitida la prueba y el error de manera más laxa que en el comportamiento de quienes tienen una identidad ya formada –como normativamente podemos establecerlo respecto de los adultos–. Lo anterior es lo que compone lo sustantivo de la caracterización del imperativo de tolerancia especial para con los adolescentes, y da lugar a poder justificar un tratamiento penal cualitativamente diferente[29]. Ello puede motivar al legislador a establecer sanciones cualitativamente menos onerosas para los adolescentes, más allá de una simple atenuación de la magnitud de las penas previstas para los adultos.

4.  El ejercicio de la autonomía pública y privada en los adolescentes

Como un criterio relevante dentro de lo que hemos asumido en este trabajo como culpabilidad es la exigibilidad sistémica32, pues una legitimación del castigo penal debe venir dada desde las condiciones posibilitadoras que la sociedad entrega al individuo para el desenvolvimiento de su autonomía privada, a modo de ejercicio de su rol social. Pero además, el Derecho penal, para gozar de sustento democrático, debe poder legitimarse conforme a un modelo en que el sujeto punido pueda ser visto como autor de la norma cuyo quebrantamiento fundamenta su sanción.

Respecto del reconocimiento de la autonomía privada en adolescentes, y sin querer entrar en mayores discusiones dogmáticas por no ser objeto de este trabajo, es sabido que nuestro Código Civil33 reconoce en los menores de 18 años una capacidad de ejercicio atenuada. En efecto, se califica a los hombres de entre 14 y 18 años, y a las mujeres de entre 12 y 18 años, como incapaces relativos. Conforme a esto, su capacidad de ejercicio se encuentra circunscrita a la realización de actos por parte de su representante, y los actos realizados por el menor de edad en forma independiente sólo producirán obligaciones naturales deducibles de su peculio profesional, sin perjuicio de tratarse de actos jurídicos anulables, todo ello según puede desprenderse de las reglas del Título X del Libro I sobre patria potestad, y de los arts. 26, 1447, 1470, 1682 y 1684, todos del CC.

de tolerancia especial no sería otro que el de una apuesta encaminada a proyectar una vivencia responsable de la autonomía de los jóvenes que delinquen una vez que sean adultos, de manera que no deberían ser cargados indebidamente con consecuencias penales por sus malas elecciones anteriores.

  • Supra, nota N° 1.
  • En adelante, CC.

Entonces, nuestra legislación civil entiende que el adolescente no tiene plenamente desarrolladas sus capacidades como para administrar su patrimonio de forma responsable. Ello, de ser consecuentes, debe proporcionalmente ser compensado con una disminución del reproche penal implicado en la imposición de una pena, pues la participación relevante del sujeto en el tráfico jurídico es deficitaria[30]. Dicho en otros términos, la regulación legal no le permite al adolescente participar de forma autónoma en la repartición de los beneficios de la cooperación social, lo cual debe corresponderse con una disminución del reproche por el quebrantamiento de las expectativas de conducta institucionalmente fijadas y cuyo fin es posibilitar la coexistencia pacífica de los distintos ámbitos de racionalidad estratégica de los sujetos. Así, si al adolescente no se le reconoce plena autonomía para beneficiarse del acuerdo social, tampoco se le debe reconocer plena autonomía para quebrantarlo. Ello debe redundar, entonces, en una atenuación –cuantitativa– del reproche penal.

Lo problemático, con todo, se da en el análisis del ejercicio de la autonomía pública de los adolescentes –análisis cuyo objeto, como se dijera, es dar un fundamento voluntarista a la vigencia de la institución del Derecho penal–, quienes no tienen siquiera un reconocimiento morigerado de ésta, ya que derechamente no pueden participar del proceso formalmente regulado de creación de normas[31]. Por ello, siempre la imposición de la pena puede devenir en un mero ejercicio de imposición coactiva de la moral hegemónica, sin criterios materiales de justificación subyacentes.

Para sortear esta objeción, debemos partir asumiendo que el ejercicio de la autonomía pública, por medio del ejercicio regulado del derecho a voto, no depende de su efectivo ejercicio. En consecuencia, puede asumirse que siempre el ejercicio de la autonomía pública es eventual, pues en la mejor de las situaciones depende de la voluntad del sujeto de ejercer su propia autonomía –en el caso de no encontrarse regulado el voto como obligatorio, como es el caso de Chile–. Que la autonomía pública no dependa de su ejercicio, luego, hace compatible su existencia con su no ejercicio.

Hasta aquí el argumento es un tanto confuso, pero admite ser clarificado de la siguiente manera: la única diferencia relevante entre quien no tiene reconocida una participación por medio del voto en los canales formales de generación de normas y quien, por voluntad propia, decide no ejercer el reconocimiento del derecho a voto que la ley le otorga, es justamente que el último puede, si quiere, votar. Pero el adolescente tiene reconocido un derecho potencial de ejercicio de su autonomía pública, pues de cumplir la mayoría de edad puede ser en plenitud considerado un ciudadano.

Como el problema de la autonomía pública, al igual que el del resto de los requisitos concurrentes para la atribución de culpabilidad, no puede ser analizado en términos binarios de todo o nada –pues admite gradualidad–, y en el caso de los adolescentes dicha gradualidad está dada por la estipulación de un plazo –la mayoría de edad– que, cumplido, dará lugar al reconocimiento del derecho a voto, la conclusión para el análisis de esta autonomía debe ser la misma: en tanto es reconocida de en lo que Bustos llama ‘la capacidad del Estado de exigir la observancia de las prohibiciones y mandatos’ a los adolescentes: las normas que deben respetar no han sido establecidas ni pueden ser democráticamente cuestionadas por sus destinatarios adolescentes, dadas las exclusiones de que son objeto por el sistema político respecto del derecho a elegir y ser elegido como miembro de los poderes legislativos”.

forma potencial –que equivale a decir “gradual”–, la reprochabilidad por una conducta no conforme a Derecho debe ser proporcionalmente más baja[32].

Este reconocimiento progresivo tanto del ejercicio de la autonomía privada como pública en los adolescentes tiene justificación: se trata de otorgar espacios de autonomía conforme a las propias condiciones psíquicas y sociales de esta etapa vital. Esto se vincula directamente con el reconocimiento de la dignidad –principio de responsabilidad por los actos– y del cuidado especial que la sociedad entiende debe tener para con ellos, pues se trata de asumir que transcurrido el lapso temporal de la adolescencia, el sujeto ejercitará una ciudadanía responsable, sin perjuicio de no quererlos cargar indebidamente con eventuales malas decisiones que puedan haber tomado en su juventud.

5.                  El principio educativo como criterio esencial en la imposición de penas a adolescentes

El asumir que los adolescentes representan “ciudadanos en potencia”, hace que junto al ideal retributivo sea legítimo sustentar criterios de prevención especial positiva en la imposición de la pena. Es decir, si queremos ser consecuentes con esta especial preocupación de la sociedad por la adolescencia, que se traduce en un reconocimiento parcial de su autonomía privada y en un reconocimiento potencial de su autonomía pública, debemos mostrar una especial preocupación por entregar condiciones adecuadas para un entrenamiento eficaz de las capacidades cognitivas, volitivas y sociales en proceso de desarrollo.

Sólo ello puede compensar el déficit de origen en la punición de quienes no tienen participación relevante en el proceso nomogenético, ni tienen participación autónoma plena en los beneficios de la cooperación social[33].

Utilizando la terminología de Strawson, la adolescencia no provoca la suspensión de nuestras actitudes reactivas ordinarias hacia el agente, ya sea al momento de la acción o en todo momento, como sucede en el caso de los niños o de los enfermos mentales[34]. Por el contrario, el acto criminal de un adolescente mantiene nuestras actitudes reactivas ordinarias, pero con una pequeña desviación: la actitud reactiva, en este caso, se encuentra íntimamente asociada a una actitud positiva que denominaremos “tolerancia”. Reprochar a un adolescente, entonces, es entender que el mismo merece tolerancia o una especial consideración, por encontrarse en un período vital caracterizado sustantivamente por el ensayo en la utilización de las nuevas capacidades adquiridas, y por entender que al mismo no se le puede cargar indebidamente por las malas decisiones que haya tomado en este período de prueba. Pero esta tolerancia no puede mantenerse sólo en la consciencia social, sino que debe ser objetivada, al ser parte integrante del reproche implicado en la imposición de la pena. La objetivación de esta actitud, luego, sólo puede darse por medio de la aplicación del principio educativo, entendido como complemento necesario del principio retributivo en la imposición de la pena adolescente[35].

A nuestro entender, este principio educativo, de querer conservar la justificación retributiva que hemos dado del Derecho penal –y de querer salvar los dilemas lógicos que vienen aparejados a la toma de postura por teorías mixtas de justificación de la pena–, no puede operar a nivel interno de justificación de la sanción[36].

Ya en el nivel de justificación de la pena, la teoría retributiva y el principio de proporcionalidad derivado del principio de merecimiento que le da sustento, prescriben la regulación de penas que expresen de forma genuina la morigeración del reproche penal a adolescentes, atendida su menor capacidad de culpabilidad, su menor resiliencia al castigo, el imperativo de tolerancia especial para con estos sujetos, el incompleto reconocimiento de su autonomía privada y el potencial reconocimiento de su autonomía pública.

Pero además, la especial característica de la culpabilidad adolescente prescribe que el reproche sea uno que permita la retroalimentación moral del sujeto imputado, es decir, que el mensaje moral ínsito en la norma quebrantada sea mostrado al infractor de forma explícita y no meramente implícita como ocurre con la imposición de penas a adultos. Y la única forma de mostrar explícitamente el mensaje moral de la norma es educando en el contenido de ese mensaje. Por ello, el reproche penal particular a los adolescentes debe incluir dentro de su catálogo penas que, no obstante imponer un mal –restringir intereses–, muestren que el quebrantamiento del contenido de la norma es un acto que atenta contra la justicia[37]/[38]. Esto revela al adolescente que el camino institucional y democráticamente admisible para poner en cuestión la vigencia de las normas es el ejercicio público regulado de la capacidad deliberativa.

Reprochar en estos términos no es desconocer la autonomía comunicativa del adolescente ni tratarle como “tigre de circo” –en la metáfora de Von Hirsch43–, sino que es reconocer que reprochar a un adolescente es una operación sustantivamente diferente que reprochar a un adulto. Entonces, el reconocimiento de la autonomía en el caso de los adolescentes puede ser legítimamente parcial, en la medida en que se le entreguen las herramientas para un potencial reconocimiento completo44/45 y en tanto ese reconocimiento parcial de autonomía se

del por qué la educación no puede operar a nivel interno de justificación de la pena. Piénsese, nos señala, en el caso de un delincuente rehabilitado, procesado por su delito muchos años después de su comisión. No existe necesidad preventiva especial (educación), pero sí existe necesidad preventiva general integradora, en tanto confianza en la vigencia de la norma quebrantada. Nosotros diremos, contrariando un tanto a Jäger, que más que necesidades de prevención integradora, lo que mantiene en pie la exigencia de castigo son las necesidades retributivas, en cuanto entender que se debe imponer un castigo merecido a quien ha quebrantado normas beneficiosas para todos.

 COUSO (2006), pp. 51-62, se pronuncia, en términos estrictos, por la operatividad del principio educativo como beneficio del adolescente. Si ha de utilizarse dicho principio, señala el autor, se hará para limitar el grado de intervención penal del Estado –por ejemplo, para seleccionar una sanción ambulatoria en desmedro de una privativa de libertad–.

  • Sobre esta metáfora, que el autor utiliza para ilustrar casos en que el mensaje normativo implícito en la norma de conducta se ve cooptado por razones prudenciales para no delinquir atendido lo desproporcionado de las penas aplicables, véase VON HIRSCH (1998), p. 37.
  • Aclaremos: la entrega de herramientas (o capacitación) no implica la provisión de chances de desarrollo, pues ello no es tarea del Derecho penal, sino de una política social. Por el contrario, dicha provisión dice relación, simplemente, con que en el contexto punitivo se declare al adolescente que delinque que su acción, comunicativamente, es una que sólo tiene sentido dentro del ejercicio de la autonomía pública. Pero como se trata de sujetos en desarrollo, dicha explicitación debe ir acompañada, para ser efectiva, de medidas positivas –educativas– encaminadas a posibilitar un futuro ejercicio efectivo de la autonomía pública como único método democrático admisible de puesta en cuestión de la moral hegemónica.
  • Con todo, hay que ser cuidadosos. CILLERO (2008), p. 415, nos señala que el conjunto de derechos del niño y la necesaria protección integral de éstos, conformevea reflejado en una disminución proporcional del reproche. Que haya reconocimiento quiere decir que el principio de merecimiento sigue siendo el eje justificador de imposición de la pena, de manera que si la culpabilidad del adolescente es menor, el reproche también debe serlo, con la salvedad de que la particularidad de la adolescencia obliga a introducir elementos positivos encaminados a que el reconocimiento parcial pueda convertirse en un reconocimiento completo46/47.

al criterio del interés superior del niño, constituyen un límite al poder punitivo y socioeducativo del Estado. En nuestra opinión, si bien es verdadero y ajustado a la evidencia lo planteado por Cillero, no es menos cierto que en la medida en que el merecimiento siga ocupando un lugar central, el mismo es autosuficiente para operar como límite al ius puniendi estatal. Los miedos de Cillero provienen de la evidencia histórica de casos de ejercicio de ius puniendi que desconocen garantías penales básicas como el principio de culpabilidad, cuestión que ha ocurrido con la vigencia del modelo tutelar o de la situación irregular.

  • Dichos elementos positivos, insistimos, dicen relación con la explicitación del contenido moral del acuerdo implícito en la norma de conducta penal, encaminada a demostrar al adolescente (potencial ciudadano) la importancia del ejercicio de la autonomía en su faz pública como único método de puesta en cuestión de la vigencia de las normas –o de puesta en cuestión de la moral hegemónica–.

 Este argumento, por cierto, difiere mucho de uno expuesto en clave de prevención general positiva. En efecto, de plantearlo de esta última forma cobraría valor la objeción de Beatriz Cruz, en el sentido de que las peculiaridades de la delincuencia juvenil –su carácter mayoritariamente leve y su estrecha relación con la fase propiamente adolescente– hacen que sea difícil establecer, con meridiana certeza, que la delincuencia juvenil cuestione la vigencia de la norma penal. Pero en clave retributivo-democrática, de lo que se trata no es de establecer la pérdida de vigencia fáctica de la norma, sino simplemente de constatar que el acto delictivo es uno que, comunicativamente, sólo tiene sentido en el contexto del ejercicio de la capacidad pública deliberativa. Para una exposición de estas críticas a una justificación preventiva general positiva de la pena adolescente, véase CRUZ (2006), p. 49.

  • Una postura distinta respecto del contenido del principio educativo es defendida por CRUZ (2006), pp. 26-27, para quien no resulta apropiado definir el contenido de dicho principio a partir de la finalidad perseguida por el Derecho penal, aludiendo a la pretensión genérica de que el menor alcance una vida futura libre de delitos o de que interiorice los valores ínsitos en las normas penales. Antes bien, para la autora lo relevante es enfocar el principio educativo en clave individualista, es decir, desde el punto de vista del menor, lo cual exige atender a las circunstancias personales y contextuales en que ocurre el delito, para efectos de valorar la responsabilidad penal y decidir y modular la intervención socioeducativa a desarrollar, ello con el objeto de ofrecer al adolescente los instrumentos necesarios para promocionar su desarrollo autónomo e independiente.

                            Si bien consideramos que el principio educativo se yergue sobre el objetivo de

Lo anterior puede llevar al lector a preguntarse por qué no utilizar la misma justificación para penar a un niño, es decir, imponerle males pero agregando medidas educativas. A este escéptico podemos responderle: al niño no se le puede reprochar penalmente porque, simplemente, su nivel de desarrollo cognitivo es tan deficiente que ni siquiera podemos esperar normativamente que pueda comprender el sentido y alcance de los consensos morales implícitos en las normas de conducta, o dicho en otros términos, no puede predicarse a su respecto que desconozca la norma como razón eficaz para su acción. Pero del adolescente, quien se encuentra en una etapa de desarrollo cognitivo y moral más avanzada, podemos esperar ese reconocimiento del carácter de los consensos morales implícitos en las normas penales, aunque en un grado menor al que podemos esperar de un adulto. Como al adolescente puede adscribírsele culpabilidad en tanto puede fundamentarse que desconoce la norma como razón eficaz para su acción, lo que debemos hacer es enarbolar una fundamentación plausible para aplicarle el Derecho penal de manera justa.

6.               El reproche disminuido a los adolescentes y la necesaria regulación de un régimen extraordinario de responsabilidad penal

Hemos visto que un régimen de castigo penal de adolescentes puede legitimarse parcialmente, tanto por las especificidades propias del rango etario en cuestión, como por las capacidades disminuidas relevantes para poder desconocer una norma como razón eficaz para la acción. Lo

posibilitar el desarrollo autónomo e independiente del menor, éste no opera fuera del contexto comunicativo en que se desenvuelve la respuesta institucional al delito. De esta forma, la imposición de la pena siempre lleva aparejada un mensaje de reproche al sujeto que con su conducta manifiesta un déficit de sentido de la justicia. Luego, un Derecho penal justificado de esta manera, necesariamente soluciona el conflicto de racionalidades en favor de la racionalidad hegemónica, pero otorga las herramientas al adolescente para poner en cuestión dicha moral en el único plano en que ello es democráticamente admisible: en el plano del ejercicio (futuro) de la autonomía pública. Éste, a nuestro entender, es el único carácter que una medida educativa puede tener dentro del contexto de imposición de una pena justificada retributivamente.

anterior obliga a referirse a si es legítimo o no, y en qué grado, censurar la conducta de un menor de edad por medio de la imposición de penas[39].

Ya señalamos que los adolescentes tienen un grado de desarrollo cognitivo y moral que les permite reconocer a las normas como razones categóricas para la acción. Pero sucede que en nuestra regulación legal, el régimen ordinario de Derecho penal se creó para tener por objeto de adscripción a la conducta de adultos y no de menores de edad. Por ello, un respeto irrestricto a los principios de proporcionalidad e igualdad nos prescribe la elección entre dos opciones: o morigerar cuantitativamente la reacción penal del régimen ordinario respecto de los adolescentes, o crear un régimen cualitativamente distinto a su respecto.

La primera opción parece plausible, pues si asumimos que la culpabilidad del adolescente es cuantitativamente menor que la de un adulto, dicho grado debe corresponderse con una disminución en la imposición del mal –la pena– que refleje el nivel de reproche por el actuar previo defectuoso. Pero desconoce una importante cuestión: adscribir culpabilidad a un adolescente es una operación sustantivamente distinta que adscribirla a un adulto. Ello debe reflejar una diferencia cualitativa en el reproche penal, que dé cuenta, al mismo tiempo, que reprochar a un adolescente es un ejercicio retroalimentador de instrucción que entrega condiciones para el futuro ejercicio responsable de una autonomía plena –conforme al imperativo de tolerancia especial–. La relación entre reproche retributivo y educación es proporcional, pues a mayor reproche penal a un adolescente, mayores son las obligaciones educativas de la sociedad para con él. De ello, por cierto, no se puede dar cuenta sólo disminuyendo proporcionalmente el quantum de las penas.

Por lo anterior es que creemos que en el ámbito del Derecho penal juvenil se hace necesaria la institución de una regulación distinta, que refleje de forma suficiente las diferencias cualitativas entre ambos tipos de sujetos[40]. Para dar cuenta de estas diferencias es necesario, creemos, establecer un catálogo específico de penas aplicables a adolescentes, que exprese la obligación social de educar junto con castigar –aunque insistimos, la educación no opere a nivel de justificación interna de la pena–; regular la privación de libertad como medida de última ratio, en tanto se quiera ser consecuente con el imperativo de tolerancia especial y con la menor resiliencia al castigo por parte de los adolescentes[41]; establecer un catálogo específico de delitos adolescentes, en el entendido que su deficiente participación autónoma en el tráfico jurídico no lo hace parte –en forma independiente– de los beneficios de la cooperación social expresados en todos los bienes jurídicos protegidos por los tipos penales regulados en el régimen ordinario de Derecho Penal[42].

Lo anterior, por cierto, entendemos ha sido en parte el objetivo de la promulgación en nuestro país de la ley 20.084 sobre Responsabilidad Penal Adolescente[43]: reconocer que el régimen penal adolescente es uno extraordinario, del que debe darse cuenta con una legislación especial[44]. Esto se deja ver de manera más plausible si hacemos eco de la interpretación que Mañalich realiza del art. 10 N° 2 del Código Penal, conforme al cual éste constituiría una causa de inculpabilidad para el caso de la responsabilidad penal de los menores de 18 años, pero entendiendo que la segunda parte del mismo numeral establecería una verdadera apertura a un régimen extraordinario de responsabilidad jurídico-penal para aquellas personas que, siendo incapaces de culpabilidad en el sentido del régimen ordinario, se encuentran en tránsito biográfico hacia la satisfacción de los presupuestos de esa capacidad[45].

Por cierto, que nuestra LRPA constituya un régimen extraordinario de Derecho penal, en nuestra interpretación, no implica que la misma pueda llenar todos los criterios necesarios para una correcta aplicación del principio de especialidad. Con todo, las críticas concretas a la LRPA rebasan por mucho el objetivo de este trabajo. Es por ello que genéricamente dejamos establecidas nuestras propuestas sobre lo que debe ser un correcto reconocimiento de la especialidad del castigo penal a adolescentes, dejando al lector la tarea de corroborar si ello concuerda o no con nuestra regulación legal vigente[46].

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[1] NICOLÁS CHACANA ALEGRÍA. Abogado. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile. Ayudante ad honorem del Departamento de Derecho Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Correo electrónico: nicolas.chacana@cde.cl

[2] Para el desarrollo de este trabajo nos valdremos de las siguientes premisas establecidas en nuestra legislación nacional: la mayoría de edad se adquiere a los 18 años, teniendo a dicha edad los sujetos plena capacidad de ejercicio tanto en el ámbito de su autonomía privada (lo cual puede extraerse de la conjunción del contenido de los arts. 1446 y 1447 del Código Civil) como de su autonomía pública (art. 13 de la Constitución Política de la República); la responsabilidad penal de los menores de edad, conforme al artículo 3° de la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, se aplicará a quienes, al momento de darse el principio de ejecución al hecho, sean mayores de 14 y menores de 18 años, de manera que utilizaremos el término “adolescente” con esta connotación, sin perjuicio del hecho que si queremos usarlo con otra haremos expresa referencia a ello.

[3] BURKHARDT (2007), pp. 70-73, haciendo alusión a que el sustrato de la libertad de la voluntad se encontraría en las posibilidades alternativas a la acción delictiva.

[4] En el mismo sentido, CHAN (2013), p. 32.

[5] Cronológicamente, la Organización Mundial de la Salud la ha definido como el tiempo que comprende aproximadamente entre los 10 y 20 años de edad. Biológicamente ha sido conceptuada como el período que comienza con la aparición de los caracteres sexuales secundarios, prosigue con la adquisición de la capacidad reproductora y culmina con el cierre de los cartílagos epifisiarios y del crecimiento. Sociológicamente podemos describirla como el período de transición que media entre la niñez dependiente y la edad adulta autónoma, tanto económica como socialmente. Psicológicamente se ha señalado que la adolescencia es el período que comienza con la adquisición de la madurez fisiológica y termina con la adquisición de la madurez social, es decir, con la asunción de los derechos y deberes sexuales, económicos, legales y sociales del adulto. Así, GUAJARDO y MONTENEGRO (1994), p. 490.

[6] MARTIN (2004), p. 163, basándose en los estudios de Krech, David; Crutchfield, Richard S. y Livson, Norman, señala como puntos cronológicos aproximados los siguientes: el comienzo de la adolescencia se daría entre los 12 o 13 años, y su culminación entre los 18 y 20 años.

[7] En este sentido, GUAJARDO y MONTENEGRO (1994), p. 491.

[8] ENGELMAYER (1970), p. 155; COLEMAN (1995), p. 46. Con todo, este último autor (pp. 49-50) expone estudios que darían cuenta de que Piaget era demasiado optimista al plantear que es esperable que los adolescentes desarrollen el pensamiento operacional formal a la edad de 12 o 13 años. En efecto, estudios como el realizado por Shayer y colaboradores, en que se utilizaron un número de tareas científicamente orientadas dentro de un procedimiento estandarizado, han demostrado que sólo un 30 por ciento de los jóvenes alcanza, a los 16 años, el estadio de pensamiento formal temprano y un 10 por ciento el de pensamiento formal avanzado.

[9] COLEMAN (1995), p. 54.

[10] ENGERMAYER (1970), p. 156.

[11] Evidentemente, la adquisición del pensamiento formal es un proceso, por lo que entendemos no se adquiere el pensamiento formal avanzado de un momento a otro. Lo que desde la psicología evolutiva se nos quiere señalar es que a los 14 años, aproximadamente, es posible identificar el comienzo del proceso de adquisición del pensamiento formal, llamado, por esto, “pensamiento formal temprano”.

[12] Expuesto por COLEMAN (1995), pp. 56-57.

[13] Con todo, el mismo COLEMAN (1995), p. 57, arguye que estudios posteriores han formulado dudas respecto de las conclusiones de Kohlberg. Se ha señalado, al efecto, que parece más probable que el logro del pensamiento operacional formal sea necesario sólo para el razonamiento moral post-convencional.

[14] COLEMAN (1995), p. 57.

[15] COLEMAN (1995), pp. 59-60.

[16] ENGELMAYER (1970), p. 204.

[17] Señala COLEMAN (1995), p. 82, que no existen datos demostrativos de que un alto porcentaje de adolescentes experimenten una grave crisis de identidad, como creía Erikson, quien acuñó a la “crisis normativa” como característica propia de la adolescencia. Para una exposición de la propuesta de Erikson, véase GUAJARDO y MONTENEGRO (1994), pp. 497-498.

[18] Sobre las investigaciones a las que se hace referencia, véase CRUZ (2012), pp. 15-16.

[19] TRAJTENBERG (2012), p. 176.

[20] Es importante señalar que no creemos que el paso por cada etapa implique un cambio drástico en las características psíquicas de los individuos. En efecto, entendemos que cualquier subdivisión del proceso evolutivo humano deviene arbitraria, por no poder establecerse distinciones radicales entre las diversas etapas. Como destaca MARTIN (2004), p. 161, “la mayoría de los psicólogos defienden hoy en día que el desarrollo es un proceso de cambios cualitativos y cuantitativos, es decir, sostienen que algunos de los aspectos del desarrollo son continuos, mientras que otros aspectos muestran características similares a las etapas”.

[21] MALDONADO (2004), p. 128, se pronuncia en contra de la comprensión de una capacidad de culpabilidad parcial. Siguiendo a Cury, plantea que la capacidad de culpabilidad –como toda capacidad– no se puede tener parcialmente; se tiene o no se tiene. En el caso del elemento cognitivo de la culpabilidad, por ejemplo, no puede decirse que exista un entender a medias.

[22] BUSTOS (2007), p. 23, está de acuerdo, por las mismas razones, en fijar como edad mínima de responsabilidad penal a los 14 años.

[23] Por cierto, no se trata de que un niño de 13 años y 364 días adquiera, espontáneamente, capacidad de culpabilidad al cumplir 14 años. Pero tampoco se trata, como plantearían los seguidores de Roxin, que sólo necesidades preventivoespeciales y preventivo-generales de integración puedan dar cuenta de dicha diferencia, pues parece difícil establecer que la vigencia del Derecho no se vea contrariada –o lo sea en un sentido insignificante– por el menor de 13 años y 364 días y sí por el de 14 años, como tampoco parece razonable pensar que el menor de 14 años requiera de la imposición de medidas que ayuden a su reinserción social, bajo el paradigma del respeto a las normas del debido proceso, y a un menor de 13 años y 364 días se le puedan imponer medidas de carácter extrapenal. De lo que se trata, insistimos, es de lo que podemos generalizar como parámetro normal de lo esperable por la sociedad, conforme a la evidencia científica. Para un desarrollo de la teoría dialéctica de justificación de la pena de Roxin y su principio unilateral de culpabilidad, véase ROXIN (1981), pp. 103; 155; 172-173; 188-189.

[24] Como lo plantea VON HIRSCH (2012), p. 66, para el caso de los adultos, “moralmente hablando, no se considera preferible al ladrón domiciliario que carece de este tipo de comprensión al ladrón que comprende e igual ingresa y roba”.

[25] VON HIRSCH (2012), p. 67.

[26] Lo cual, asimismo, hace improcedente aplicar el argumento analógicamente para cada fase evolutiva de las personas, como si alguien quisiese establecer una justicia penal específica para infantes, adolescentes, adultos y ancianos.

[27] Ello hace que el rendimiento práctico del antiguo modelo de discernimiento sea nulo. MALDONADO (2004), p. 126, nos señala lo problemático del examen de discernimiento, atendida su imposibilidad como mecanismo de demostración de la capacidad de comprensión –de los actos y las valoraciones normativas– y autocontrol subyacentes al juicio de reproche que implica la culpabilidad. En el mismo sentido se pronuncia VON HIRSCH (2012), p. 69, quien aboga por un régimen de justicia penal juvenil de reducciones categóricas de penas en razón de la edad, y no en reducciones individuales (como sucedía con el modelo del discernimiento), por lo poco factible e inconveniente de este último modelo.

[28] VON HIRSCH (2012), p. 72. MALDONADO (2004), p. 118, se pronuncia en similar sentido: “La intervención coactiva –restricción de derechos– coarta espacios de ejercicio de derechos, de autonomía, que en definitiva, en esta etapa, constituyen espacios de formación. De ahí que deban administrarse procedimientos tendientes a minimizar dichos efectos desocializadores”.

[29] MAÑALICH (2013), pp. 218-219, plantea que el fundamento último del principio

[30] MALDONADO (2004), p. 115, se manifiesta de forma similar: “el Estado reconoce a los menores de edad ciertos y determinados ámbitos de ejercicio autónomo de sus derechos, asumiendo, por su parte, que el adulto detenta plena autonomía para la gama completa. Por ello el Estado no puede asumir un nivel de exigencia idéntico respecto de ambos, ni atribuir en base a su autonomía / responsabilidad, consecuencias equivalentes. Dicha exigencia aumenta, progresivamente, en forma paralela al reconocimiento de espacios de desarrollo y ejercicio autónomo del sujeto (principio de autonomía progresiva)”. En un sentido similar, pero refiriéndose a lo problemático de aplicar universalmente el mismo baremo de culpabilidad para adultos y adolescentes, apunta HORVITZ (2006), p. 98, para quien “no parece razonable hacer exigibles bajo amenaza penal ciertas conductas que presuponen la calidad de ser portador competente de roles en el tráfico jurídico-social y económico, cuando el propio derecho no considera a los jóvenes plenamente capaces para desempeñarse en ellos”.

[31] En el mismo sentido se expresa BERRÍOS (2008), p. 403, para quien “[e] s imposible desconocer que hay un importante déficit de legitimidad de origen

[32] Aclaremos este punto: que la única forma que pueda asumir la gradualidad en el caso del ejercicio formal de la ciudadanía sea la de un reconocimiento potencial del derecho a voto, obedece a que es imposible concebir el voto como unidad graduable –como en el caso de los otros requisitos de atribución de culpabilidad–. Y es imposible concebirlo de esta manera porque en la esencia de la democracia se encuentra la igualdad en el ejercicio del derecho a voto. Por eso, es impensable que una sociedad erigida sobre el paradigma democrático pueda justificar la validez parcial de un voto –como si el voto de los adolescentes pudiese valer medio voto, y el de los adultos un voto entero–. En un sentido similar, arguyendo que el concepto mismo de derecho moderno deriva su pretensión de legitimidad de la capacidad de integración social de los ciudadanos libres e iguales, se pronuncia HABERMAS (1998), pp. 94-95.

[33] En similar sentido se pronuncia VALENZUELA (2008), pp. 248-251.

[34] Véase STRAWSON (1992), pp. 12-15.

[35] Para una propuesta similar, que mezcla elementos retributivos y educativos en la práctica punitiva de adolescentes, véase DUFF y WEIJERS (2002), pp. 93 y ss.

[36] Sobre los dilemas lógicos que trae aparejada una toma de postura por teorías mixtas de justificación de la pena, véase MAÑALICH (2007), p. 134, quien sigue en esto la propuesta de “argumento de reducción al absurdo” de Michael Moore.

[37] Que siga operando el criterio de merecimiento, y por ende el reconocimiento de la dignidad personal del adolescente en tanto capaz de responder por sus actos voluntarios, implica que la solución es sustantivamente diferente de la dada por sistemas históricos de responsabilidad juvenil conceptuados como “tutelares”, ya que no se trata de formalizar la problemática social a través de la aplicación de medidas educativas o de readaptación, ni tampoco de sancionar a sujetos peligrosos para la sociedad que son incapaces de comprender el sentido y alcance de sus actos, pues en nuestra concepción los menores son sujetos de derechos.

[38] JÄGER (2013), p. 96, logra dar cuenta de la diferencia entre una medida educativa y una pena. En efecto, siguiendo a Karl Peters, el autor expone: “en la medida educativa, el principio educativo es el factor que determina la medida. El principio educativo domina la medida educativa. En el caso de la pena, el principio educativo sólo es una circunstancia que determina su ejecución. En la pena, el principio educativo sólo repercute cuando la esencia y la finalidad de la sanción lo permiten. Por mucho que se moldee la pena bajo una perspectiva educativa, ésta significa retribución por la infracción del derecho, expiación de la culpa del delincuente y seguridad para la comunidad”. Con todo, en nuestra propuesta, el ámbito de operación de las medidas educativas es más amplio, pues no sólo se trata de circunstancias que determinan la ejecución de la pena.

                    JÄGER (2013), p. 107, pone un interesante ejemplo para dar cuenta, fácticamente,

[39] HERNÁNDEZ (2007), p. 197, estima que atendido el menor grado de desarrollo y madurez asociado al tramo etario de los adolescentes, un clásico imperativo de igualdad ante la ley y justicia impondría la necesidad de otorgar un tratamiento diferenciado sobre la base de una situación reconocidamente diferente. FELD (2013a) también aboga por un reproche atenuado al adolescente, en cuanto sus capacidades cognitivas (de apreciación de consecuencias nocivas de sus acciones) y de autocontrol son menores, además de lo injusto de hacer cargar de forma severa a un adulto por las malas decisiones que pueda haber tomado en su juventud. En otro trabajo, el autor se pronuncia en el mismo sentido [FELD (2013b)], pero haciendo especial hincapié en la aplicación del principio de proporcionalidad por parte de los adjudicadores.

[40] En el mismo sentido se pronuncia CILLERO (2008), p. 413, para quien, si “entendemos que el adolescente es un sujeto de derecho y que está dotado, por regla general, de una capacidad de culpabilidad específica, es decir, propia de su desarrollo vital, que fundamenta un sistema especial de responsabilidad penal, se debe colegir que es necesario crear un sistema de justicia diferente”.

[41] MALDONADO (2004), p. 118, además se pronuncia en favor de una facultad revisora en la ejecución de las penas y la disposición a la brevedad del proceso. No obstante parecer plausible, no concordamos con que la facultad revisora en la ejecución de las sanciones sea una medida propia de la especialidad del régimen de responsabilidad penal adolescente, pues en cuanto el catálogo de penas y medidas educativas sea lo suficientemente amplio, se puede dar cuenta de la especial tolerancia para con el adolescente, y en tanto la justificación de la imposición de la pena sea una retributiva –operando el criterio educativo sólo a nivel externo–, la no existencia de necesidades de reinserción social no obsta al merecimiento de la pena que se impone. Por ello, en tanto la pena sea merecida, ésta debe ser aplicada.

[42] En el mismo sentido se explaya BUSTOS (2007), p. 28, quien señala que tanto los “[b]ienes jurídicos como el sistema de ingresos y egresos del Estado, el sistema crediticio, la libre, limpia y transparente competencia, etc. [,] no surgen en las relaciones sociales de los adolescentes, aunque el legislador se empeñe en ello y así lo establezca, y por consiguiente, serán normas totalmente vacías y sin aplicación práctica”.

[43] En adelante, LRPA.

[44] Como lo hace notar COUSO (2012), p. 150, el mensaje con que el Presidente de la República envió el proyecto de LRPA al Congreso es enfático en señalar que el sistema se basa en una “responsabilidad especial, adecuada a su carácter de sujeto en desarrollo”.

[45] MAÑALICH (2011), p. 97. Siendo incapaces en sentido del régimen ordinario, continúa señalando el autor, quien se valga de un menor de edad para delinquir siempre será, ceteris paribus, autor mediato. BUSTOS (1992), p. 6, sostiene, en sentido similar –pero respecto de la antigua regulación legal sobre responsabilidad penal adolescente–, que “el derecho penal o común ha sido configurado respecto de una respuesta de los mayores y no de los menores, es por eso que no se le puede aplicar a los menores y éstos son declarados inimputables. Se trata, por tanto, de una cuestión estrictamente de carácter político criminal y no de naturaleza metafísica o científica”.

[46] Empero, todas nuestras críticas al estatuto legal regulador de la responsabilidad penal adolescente pueden encontrarse en la tesis de grado de este autor (2015), pp. 228 y ss.

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