REVISTA 38

C. RECENSIONES BIBLIOGRÁFICAS

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Arturo Felipe Onfray Vivanco[1]

AMUNÁTEGUI PERELLÓ, CARLOS. Teoría y Fuentes del Derecho. Ediciones UC, Santiago, 2016, 139 páginas

Carlos Amunátegui Perelló es un destacado profesor miembro del claustro académico de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, quien obtuvo su doctorado en Derecho en la novel pero prestigiosa Universidad Pompeu Fabra, ubicada en la ciudad de Barcelona, en cuyo seno, para quienes hemos cultivado el Derecho Procesal, es imposible obliterar nombres de prestigiosos catedráticos tales como Francisco Ramos Méndez, discípulo dilecto del recordado Manuel Serra Domínguez.

Si bien el autor integra el Departamento de Derecho Privado de la Facultad, los cursos que imparte en ella se entroncan con los estudios clásicos del Derecho, a saber, el Derecho Romano, la lengua latina y el ramo de Teoría y Fuentes del Derecho, lo cual aparece de una forma manifiesta de la lectura del texto objeto de este breve comentario.

La interdisciplinariedad de las Ciencias Jurídicas, tan bien relevada por autores como François Ost, recuerda la necesidad de establecer puentes entre el Derecho y otras áreas del saber, así como entre la dogmática y sus fundamentos amén de la consideración de sus consecuencias prácticas.

En tal sentido, el estudio de los prolegómenos del Derecho se revela como un ejercicio esencial para la adecuada comprensión del origen y sentido de las normas y de su ubicación en la sociedad actual.

El ensayo, con elegancia y fluidez, ajeno a las ampulosidades, mas profundo en su desarrollo, allende de un inicial recato del autor –asociado a la necesidad de hacerse cargo de un curso semestral de Teoría y Fuentes del Derecho, materia que, como afirma, es ajena a sus prácticas iniciales– reflexiona, en el capítulo primero, titulado “El Derecho”, sobre los institutos centrales de la teoría del Derecho, que incluyen temas como el concepto de Derecho, la noción de justicia y el alcance de las normas. A continuación, en el capítulo segundo, “Fuentes del Derecho”, revisa en forma específica dichas fuentes, un elemento esencial del estudio de la teoría del Derecho, en el cual distingue entre la ley y las formas no potestativas de generar normas jurídicas, en las cuales considera a la costumbre y a la jurisprudencia.

Cabe repasar, a continuación, brevemente, los apartados que integran el capítulo primero de la obra, relativo al Derecho:

En primer lugar, en su introducción refiere la existencia de una pléyade de conceptos del Derecho, a cuyos efectos profundiza en las opciones de una definición, en general, distinguiendo las de naturaleza ostensiva de las verbales, ya sea extensivas o intensivas. Las primeras “intentan definir un ser otorgándole atributos”; las segundas “intentan descomponer a la entidad definida a fin de entregar una característica fundamental que lo delimita de otros seres”. En la especie, dada las complejidades de la construcción de una noción de Derecho, el autor, más que definirlo, intenta explicarlo “de una manera histórica, esto es, diacrónica, a fin de intentar esclarecer su función. Una vez establecida su función, podremos intentar postular una definición, que, por supuesto, no puede pretender la exactitud epistemológica de las tautologías matemáticas. En pocas palabras, puesto que el Derecho es una entidad que hace algo, intentaremos determinar sus efectos, y a través de estos, postularemos una definición”.

En segundo lugar, cabe considerar el concepto de Derecho, el cual, por lo demás, como otros institutos, “se refiere a una realidad que se genera históricamente”, a cuyos efectos resulta de interés la exploración de su descripción en el lejano oriente, donde el autor recuerda la labor de Tsuda Masamichi, autor del primer libro de Derecho Occidental publicado en Japón (Taisei kokuhoron), lo que, por lo demás, es un testimonio del interés del autor por el lejano oriente, como bien lo refleja su estudio sobre “Roma y el concepto de propiedad en el Código Civil del Japón Moderno”, amén de su experiencia como profesor en la Universidad de Osaka. En los prolegómenos de la historia del concepto de Derecho el autor se remonta a la época medieval, en la cual la balanza como símbolo de la justicia recoge la expresión latina “de rectum”. Se desdibuja así el origen ordinariamente vinculado con el ius romano, el cual admite una diversidad de palabras asociadas al Derecho, en particular, un conjunto de normas, una atribución del sujeto y el resultado de la acción. Allende tal constatación, sí rescata el autor una definición de Derecho en Roma, atribuida a Celso quien afirma que ius est ars boni et aequi, esto es “el derecho es el arte de lo bueno y lo igual”. Afirma el autor respecto de la definición celsina que ésta “sindica al derecho como un instrumento creativo, reglado, que intenta generar dos dimensiones de la justicia: la pública, relacionada con la justicia distributiva, y la privada, dependiente de la justicia distributiva. El derecho, en este sentido, pretendería modificar la realidad creando hechos nuevos que no existen en ella, los cuales estarían adaptados a una entidad ideal denominada justicia. Sería, en este sentido, un instrumento que conecta el mundo del ser con el mundo del deber ser”.

En tercer lugar, en “Algo de prehistoria”, el autor revisa la sociabilidad humana, destacando que “lo seres humanos modernos, en materia de comportamiento social, nos distinguimos de los demás primates tanto en la capacidad de establecer comunidades más amplias, como en la baja conflictualidad intracomunitaria, lo que ha significado, progresivamente, perder nuestros atributos físicos que nos permiten defendernos unos de otros”. Tales comunidades más amplias, a su vez, permiten el surgimiento del sentido de justicia, en las cuales no es el mero instinto, sino la conjugación de intereses lo que prima.

En cuarto lugar, la justicia ya anunciada se revela como un elemento central del saber, el cual, según indica el autor, “a diferencia de la palabra derecho, la palabra justicia sí tiene paralelos en todas las culturas de las cuales tenemos noticias”. El texto realiza un breve pero notable periplo por el rol de la justicia en la polis griega, en especial a partir de la revisión de las Euménides de Esquilo, a lo cual suma, luego, las reflexiones de Protágoras para quien “un buen legislador debe preocuparse porque la población crea justas aquellas cosas que son útiles a la comunidad”.

En quinto lugar, el autor, frente a la omnipresencia de la justicia, se pregunta sobre la equivalente característica respecto del Derecho, a cuyo respecto recoge la vieja máxima “ubi societas ibi ius”, acuñada por Heinrich von Cocceji, un jurista austríaco, “quien, en sus comentarios de la obra de Hugo Grocio, intenta resumir el pensamiento de la Antigüedad en estos términos: “donde haya sociedad, ahí habrá derecho”. A ello sigue el desafío de establecer qué debemos entender por Derecho: un método de resolución de conflictos a través de la intervención de un juez; un conjunto de reglas: o una posición asignada a un sujeto determinado. El método histórico da luces al autor, quien afirma que “el derecho sería un instrumento que nos permite superar la sociabilidad simple de las comunidades pequeñas en que el hombre subsistió durante todo el paleolítico y establecer asociaciones más complejas, como la aldea, la ciudad y el imperio, que nacen como desarrollos del neolítico”.

En sexto lugar, el autor reflexiona sobre qué es una norma, a cuyos efectos advierte los derroteros de la misma como elemento del Derecho. En efecto, en la primera mitad del siglo XX, en concordancia con los prolegómenos del positivismo científico, la norma se configuró como el objeto propio del estudio del Derecho. Ella, destaca el autor, tiene dos partes, “una descripción de un hecho y una consecuencia jurídica imputada al mismo”. Entre ambas, el antecedente y el consecuente, está la imputación. En el ejercicio de delimitación de las normas, el autor distingue las normas jurídicas de otras como son las que provienen de la costumbre o de las reglas sociales. En esos derroteros revisa la importancia de la sanción, de la existencia de mecanismos de validación, de la necesidad de conformidad formal de la norma con la Constitución o con una norma básica, así como las imbricaciones entre moral y Derecho, particularmente claras en algunos sistemas jurídicos no occidentales.

Repasemos, a continuación, brevemente, los apartados que integran el capítulo segundo de la obra, relativo a las fuentes del Derecho:

En primer lugar, cabe considerar una introducción, en la que, a partir de referencias históricas, derrotero habitual en el texto, reflejo de la formación humanista del autor, identifica a las fuentes del Derecho como una metáfora lexicalizada que nace durante la Edad Moderna, la cual reconoce como clasificación fundamental aquella que distingue entre fuentes materiales y fuente formales. Afirma que “serían materiales el conjunto de circunstancias histórico políticas que dan origen a una norma en particular; mientras que serían formales el conjunto de circunstancias que dan validez, esto es, existencia jurídica, a una norma en particular”. Las señaladas fuentes del Derecho, las cuales, según el autor, se ubican en los derroteros iniciales de los estudios jurídicos, parecen, en ocasiones, confundirse entre sí, v.gr, la costumbre que puede probarse por sentencias o escriturarse por la doctrina. En dicho contexto, el autor simplifica la reflexión al centrarse en que algunas emanan del poder político, las cuales pueden ser llamadas leyes en un sentido amplio, y otras no.

En segundo lugar, cabe considerar la ley, a cuyos efectos, como punto de partida, considera la definición de nuestro Código Civil, que afirma que “la ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”. En diferentes apartados, el autor revisa distintos temas vinculados con la ley, v.gr. la ley y la voluntad; la ley y la Constitución; el alcance de los términos manda, prohíbe o permite; la jerarquía y la fuerza de ley; los tipos de leyes; la ley y el Poder Ejecutivo y el dominio legal; y los efectos de las leyes, tanto en el tiempo como en el espacio.

En tercer lugar, el autor se refiere a las formas no protestativas de generar normas jurídicas, esto es las “formas de generar enunciados normativos que pertenezcan al Derecho objetivo que no sean dependientes del poder político”, en las cuales considera a la costumbre y la jurisprudencia, la que, a su vez, permite distinguir entre las interpretaciones de origen doctrinario y las de origen judicial. Se trata de enunciados cuyo valor radica más que en la coerción “en el prestigio y saber” de quienes los enuncian.

En el caso de la costumbre el autor reconoce los elementos clásicos que la constituyen, a saber, el uso social reiterado y la opinio iuris, elementos que tienen su origen en la obra de los glosadores, en cuyo derrotero no evade la pregunta central relativa a cómo es que un simple uso se transforma en un deber. Continúa con los puentes e incordios entre la ley y la costumbre, a cuyos efectos, recogiendo las ideas de Bártolo de Sassoferrato clasifica la costumbre en tres tipos: secundum legem, extra legem y contra legem. A este respecto se formula la clásica distinción nacional entre la aplicación de la costumbre en los ámbitos del Derecho Civil y del Derecho Comercial, la cual, si bien hoy deriva en resultados antitéticos, en su origen Andrés Bello lo consideró de una forma distinta. Indica el autor: “Bello, en su Proyecto de 1853 pretendió establecer este sistema para la costumbre en Chile, toda vez que en su primitiva redacción la costumbre regía ante el silencio de la ley. Curiosamente, dicha redacción no prosperó, pero fue finalmente rescatada por Gabriel Ocampo al redactar el Código de Comercio, donde se estableció la vigencia de la costumbre de manera supletoria a la ley”. Un último aspecto que parece relevante destacar dice relación con la interpretación consuetudinaria de los textos, que, como bien se sabe, no pueden escapar al sino hermenéutico, la cual, al descansar en el consenso del pueblo, “tendría un alto prestigio democrático”.

En el caso de la jurisprudencia, el autor la asimila a “una forma de actuar de los mejores intérpretes del derecho en una comunidad dada”, la cual si bien, ordinariamente, se asocia a la doctrina y a los jueces, el autor no desliga de otros sujetos como los “sacerdotes, científicos, inteligencias artificiales, chamanes, brujos o quienes sean”, variando su relevancia de conformidad a la auctoritas que ostente el intérprete. El autor recuerda el método de interpretación de la ley propuesto por Savigny, el cual considera una revisión de su estructura lingüística (elemento gramatical), de su contexto histórico (elemento histórico), de su estructura lógica (elemento lógico) y de su posición dentro de un sistema (elemento sistemático), más ello lo hace desde una perspectiva crítica, en la cual, junto con cuestionar la primacía del positivismo, aproxima el Derecho más a un arte que a una ciencia. A continuación, y en la parte principal del presente apartado, el autor revisa la evolución histórica de la jurisprudencia desde la antigua Mesopotamia hasta hoy, destacando sus reflexiones sobre Roma, el Alto Medioevo, el surgimiento del poder burgués, el Bajo Medioevo, la Revolución Francesa, la codificación, el auge y crisis de la Escuela de la Exégesis y el rol actual de la ratio decidenci.

A modo de conclusión el autor destaca, en primer término, que “el derecho es una herramienta, un medio que tiende a satisfacer una necesidad humana más profunda: la justicia”. El derecho se caracteriza “por la idea de un tercero imparcial y por el uso de abstracciones a partir de las cuales se puede juzgar un acto concreto que ha elevado una disputa”. Surge así la importancia de la norma, del derecho subjetivo y de la judicatura, diversas formas de entender el Derecho. Particularmente relevante es el rol del juez en cuanto “el derecho es fundamentalmente una herramienta de armonización social que supone la existencia de un juez, esto es, un tercero institucionalmente establecido, y un conjunto de principios, máximas y reglas que este aplica a un caso concreto que le es presentado”. No obstante, el naturalismo siembra la observación de qué sucede “si la aplicación de este conjunto de reglas a un caso concreto da lugar a un resultado injusto, repugnante al más elemental sentido de equilibrio y proporción”. El autor reflexiona sobre el dilema, pero, como advierte, es inevitable concluir el camino con las incertezas que se refieren al proyecto de ser humano que cada uno aspira ser.

[1] ARTURO FELIPE ONFRAY VIVANCO. Abogado del Departamento de Es-

tudios del Consejo de Defensa del Estado y Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Finis Terrae. Licenciado en Derecho y Educación, Magíster en Sociología del Derecho (MA) y en Teoría del Derecho (LLM) y Doctor en Derecho (PhD) de la Universidad Católica de Lovaina. Miembro de los Institutos Chileno de Derecho Procesal e Iberoamericano de Derecho Procesal y de la Asociación Internacional de Derecho Procesal.

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