DOCTRINA ADMINISTRATIVA

CONSECUENCIAS CONSTITUCIONALES DE LA DOCTRINA SOBRE RESPONSABILIDAD OBJETIVA DEL ESTADO. Dr. Eduardo Aldunate Lizana

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Consecuencias Constitucionales De La Doctrina Sobre Responsabilidad Objetiva Del Estado

Dr. Eduardo Aldunate Lizana*

  1. Introducción

Un grupo de trabajadores demanda al Fisco por la responsabilidad del Estado en la quiebra de su empresa empleadora, responsabilidad emanada de la omisión en una adecuada fiscalización que, oportunamente ejercida, habría impedido dicha quiebra. Un particular demanda al Fisco por los perjuicios que sufre al no poder llevar adelante un proyecto inmobiliario, debido a desórdenes públicos derivados del conflicto indígena en el centro sur del país; existiendo para el Estado el deber de resguardar el orden público. Otra -la señorita Parraguez Correa- herida por una piedra expelida al paso de un vehículo en la carretera, que le ocasiona la amputación de parte de uno de sus dedos, demanda al Estado por la responsabilidad derivada del incumplimiento de su obligación en el cuidado de caminos y carreteras. Y obtiene en primera instancia sentencia de condena contra el Fisco por noventa millones de pesos.

A primera vista, estos casos, descripción gruesa de acciones intentadas contra el Fisco en un pasado cercano, corresponden a problemas actuales a los que se ve enfrentado el Derecho Administrativo nacional.

¿Qué regla es aplicable a la acción u omisión del Estado (en principio del Estado-administrador), que causa daño? ¿Cuál es la correcta articulación, entre otros, de los artículos 38 i. II CPR, 3 i. II, 4, y 44 i. II Ley 18.575, art. 141 D.F.L.2/19.602, respecto de la fórmula legal responsabilidad-falta de servicio, frente a la fórmula de responsabilidad objetiva acogida en sede jurisdiccional? Y, por último, ¿cómo maneja una jurisdicción estas categorías con los modelos conceptuales propios de un derecho destinado a resolver controversias entre intereses particulares?

Para muchos, estos ya no son temas de debate. El Estado es responsable de todo daño, qué duda cabe, ante el artículo 38 de la Constitución y 4 de la Ley 18.575, y su posición al servicio de la persona, consagrada por el artículo 1 inciso IV de la Carta, presenta como obvia y digna de salutación la argumentación del fallo en rol C-5021-1997 del 22º Juzgado Civil de Santiago, Parraguez Correa con Fisco de Chile “21º Que para poder resolver el asunto sublite, es necesario tener presente que la fuente, el origen de la obligación de reparar no es la existencia de una culpa, de una falta, sino el desequilibrio producido en las relaciones de los individuos, desequilibrio injusto, perturbación de una igualdad que es necesario reparar.

(…)

23º Que todo daño, cualquiera sea el órgano del Estado que lo haya provocado y cualquiera sea la

naturaleza del damnum, es un detrimento de la esfera jurídica del individuo, es decir, un menoscabo, una lesión y, en consecuencia debe ser indemnizado total e íntegramente a fin de restituir a la víctima en la situación que estaba antes de sufrirlo. Además el daño debe resarcirse cuando la víctima no está en obligación de soportarlo, por tratarse de una lesión antijurídica, porque implica una desigualdad en las relaciones jurídicas en que ella se encuentra.

24º Que la responsabilidad del Estado, es una responsabilidad constitucional consagrada principalmente en los artículos 6º y 7º de la Carta Fundamental Chilena, que hacen que el ejercicio de la función estatal respete la Constitución en su totalidad, y, por ende, se compense, se restituya a la víctima de un daño cometido por el Estado en su actividad, víctima que no está obligada jurídicamente a soportarlo.

Que la responsabilidad estatal, es el medio jurídico por el cual se asegura el debido respeto de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, entre otros, la integridad física y la vida y el derecho de propiedad, como es el caso sublite.

25º Que esta responsabilidad constitucional del Estado, dado que es de una persona jurídica estatal, es lo que la doctrina denomina responsabilidad objetiva y directa, que se funda sobre la base de la causalidad material, es decir, no se atiende a la subjetividad del agente como tampoco por la actividad del tercero. Por ende esta responsabilidad está regida por el Derecho Público, por tratarse de la rama del Derecho que regula la actividad del Estado, en su actividad de bien común, pues la suya es una de distribución, asignación o reparto, ya que al Estado se le ha conferido por la Carta Fundamental, poderes de supraordenación para que pueda propender al logro del bien común.

27º Que la responsabilidad que el actor exige del Fisco, es la que se conoce entre los publicistas con el nombre de falta de servicio, noción que está recogida en la Ley Nº 18.575…”

Para quienes piensan así (vid supra), este fallo ha de ser una demostración: la jurisdicción ordinaria y en su caso el recurso de protección, ofrecen una tutela completa y eficaz a los derechos de los habitantes en Chile. Las voces de quienes ven en esta tendencia un problema, y se atreven aún a promover la necesidad de una jurisdicción especializada en el ámbito de las controversias de los particulares contra la Administración, pueden ser enterradas por arcaicas o “extranjerizantes”. La República puede, pues, respirar tranquila y complacida.

Sin embargo, tras las diferentes posiciones que pueden existir en el debate sobre la responsabilidad del Estado, y en particular en la controversia “responsabilidad falta de servicio” versus “responsabilidad objetiva”, se encuentra una cuestión que trasciende en mucho al Derecho Administrativo y alcanza a la médula misma de nuestro sistema constitucional. Y con esto no aludo, sino en una mínima medida al texto de nuestra Carta vigente. Mucho más me refiero a los principios subyacentes al orden estatal y constitucional. Cada vez que se toma posición respecto de la extensión de la responsabilidad del Estado se asume un concepto del Estado y su función, de la relación entre autoridad y libertad, y de la articulación entre interés común e intereses particulares.

Las siguientes reflexiones no entran al debate propio de la doctrina administrativa nacional, ya enriquecido con los aportes de los profesores Caldera, Fiamma, Oelckers, Pantoja, Pierry y Soto, por citar algunos. Pretende, por el contrario, alejarse de esta perspectiva, para situar el tema bajo el prisma constitucional y examinar cuáles son sus facetas relevantes bajo este escrutinio. En particular, analizar la relación existente entre la doctrina de la responsabilidad del Estado por la que se opte, y la idea que del Estado, y del esquema de distribución de poderes y de decisiones políticas, resulta de esa opción.

  1. Actuación estatal, cargas y daños

Expresado en términos sencillos, y compatibles con el constitucionalismo moderno, la existencia del Estado se justifica en la posibilidad de una disminución imperativa y legítima de la esfera de nuestras libertades o nuestro patrimonio; ya sea para armonizar o pacificar, o al menos establecer un límite recíproco en el ejercicio de los derechos de los particulares; ya sea en aras de un interés común, cuya realización eventualmente puede ir en contra de todos los intereses particulares concretos en un momento determinado. La contrapartida que soportan los individuos frente a esta actividad del Estado puede denominarse, sin entrar aquí en precisiones propias de la Teoría de los Derechos Fundamentales, una carga. La noción de carga es, entonces, una noción básica, el tercer vértice de un triángulo formado, además, por la idea de libertad y bien común. Si sometemos al Estado a una teleología de bien común, principio de servicialidad y al deber de respeto de los derechos de las personas, no podemos olvidar que su actuar, precisamente en vistas a alcanzar dichos objetivos, consiste en ser autoridad, esto es, imponer cargas. Decir esto es obvio, pero necesario para comprender el aserto: allí donde el Estado no existe para distribuir cargas, su existencia es innecesaria, por cuanto basta un orden de tipo contractual/transaccional entre sujetos que coordinan sus intereses en un plano de igualdad.

Por carga, entonces, se entiende aquí toda consecuencia que puede ser apreciada como una disminución en los derechos de la persona, derivada del actuar del Estado. Dicho en términos generales (no jurídicos, sino políticos) carga viene a significar perjuicio. Este perjuicio puede expresarse como el detrimento en la esfera jurídica reconocida a un individuo, como las limitaciones o restricciones a sus derechos. Puede también revestir la forma de un perjuicio de carácter material, que llega a tanto como la privación de libertad de un individuo al servicio de la justicia (hay que recordar que la detención y la prisión preventiva son cargas a las que está sometido incluso el inocente), de la defensa (servicio militar), de la función electoral (vocales de mesa), o bien una disminución de riqueza en vistas a la mantención general de los poderes y servicios públicos (tributos).

La pregunta es qué consecuencias perjudiciales derivadas de la acción del Estado (cargas) debe soportar la persona y cuáles no. No existe discusión alguna allí donde la propia ley determina la sujeción de los particulares a una carga, como en los casos descritos. Por otro lado, escapan a la noción de carga los daños derivados de una actuación ilícita, esto es, que provienen de un acto antijurídico o de una actuación material fuera de los fines previstos para la actuación estatal (por ejemplo, el daño producido a un inmueble particular con ocasión de trabajos de reposición de alumbrado público). Incluso, situaciones usualmente imputadas a los individuos como carga reconocen límites en casos extremos, sobrepasados los cuales surge responsabilidad del Estado (así el caso de la indemnización por error judicial). En otros casos el ordenamiento cancela la dimensión patrimonial de una carga, al establecer un deber de indemnización, como sucede en la

expropiación, y en las requisiciones o limitaciones al derecho de propiedad que causen daño en los estados de excepción constitucional (Art. 41 Nº 8 C.P.R., Arts. 17 a 19 de la Ley Nº 18.415).

La controversia actual en esta materia recae sobre las consecuencias de un actuar del Estado que, en sí mismo, es legítimo. Examinemos -a modo ejemplar y sin pretensión de análisis exhaustivo- algunas posibilidades:

  1. a) Una primera categoría podría describirse como consecuencias económicas directas derivadas del tratamiento jurídico dado por el Estado a un bien. Una nueva regulación de instrumentos financieros puede significar su mayor o menor valor en el mercado, que beneficie o perjudique a los respectivos titulares. La declaración de una especie arbórea como monumento nacional puede implicar una severa disminución del valor de los predios en que se encuentran los respectivos ejemplares, etc.
  2. b) Un segundo grupo de consecuencias puede denominarse consecuencias económicas directas – perjudiciales o beneficiosas- del resultado material del actuar del Estado. La construcción de una doble vía entre Santiago y La Serena significó un duro golpe a un conocido restaurante, cuya ubicación en la ruta 5 Norte lo hacía el lugar de almuerzo ideal para los viajantes de media mañana entre Santiago y La Serena. Por la sola circunstancia de ubicarse a la izquierda de la autopista de quienes viajan en dirección norte, hoy sólo es posible acceder a él viniendo desde esa dirección. El necesario desvío ha desalentado la concurrencia. O más bien, la ha desplazado a otras alternativas de este lado de la doble vía, que la han visto con la comprensible satisfacción.
  3. c) Un tercer conjunto se define en torno a consecuencias materiales que no derivan directamente, por sí mismas del actuar del Estado, donde es posible distinguir dos categorías. En algunos casos, el actuar del Estado lleva en sí la causa basal de una consecuencia indirecta. De la construcción de un camino con defectos no se deriva directamente daño alguno, pero su uso puede causar un daño, enfrentada que sea una persona al defecto mismo.

En otros casos no se reclama por una acción del Estado, o por la específica forma en que ésta se ha concretado, sino por una omisión, ya sea en el ejercicio de sus funciones (de fiscalización, de conservación de orden público), ya sea en la provisión de un determinado servicio (la forma especifica de información y conservación de un camino reconocidamente en buen estado).

El tratamiento de un deber de indemnización por los daños causados en cada una de estas categorías podría discutirse sobre las siguientes bases:

  1. a) Ante el deficiente marco conceptual de la noción de cargas, el primer grupo de casos se ha manejado en alguna jurisprudencia nacional como restricciones o limitaciones al derecho de dominio indemnizables al tenor del artículo 19 Nº 24 C.P.R (Galletué con Fisco, Corte Suprema rol Nº 16.743 de 1984), o en su caso, inconstitucionales (Rol Nº 207, roles Nº 245-246 del Tribunal Constitucional). Esta discusión es común a otros sistemas jurídicos y plantea un tema de responsabilidad por el Estado Legislador, cuando afecta a la propiedad, sin que exista hasta el momento una respuesta concluyente sobre el punto[1].
  2. b) Respecto de la segunda categoría, no parece haber base para estimar que las consecuencias derivadas de actuaciones materiales lícitas del Estado puedan ser indemnizadas, así como tampoco existe un equivalente en el Derecho Civil, para las consecuencias perjudiciales derivadas de actos lícitos. Todos los miembros de una comunidad soportan las consecuencias beneficiosas y perjudiciales de las acciones lícitas de otros. Sin embargo, y así como este principio, entre particulares, se modera a través de la discutida teoría del abuso del derecho, podrían encontrarse fórmulas para argumentar a favor de un derecho a compensación por el efecto perjudicial particular, correlativo de un deber de contribuir al Estado en el caso de un efecto benéfico particular. Esta idea no corresponde, en rigor, a la de igualdad ante las cargas públicas, como se ha sugerido en alguna oportunidad, ya que no se trata de aplicar bajo un principio de igualdad el mismo sacrificio a diversos afectados, sino precisamente a la inversa, compensar el efecto que una medida tiene sobre una persona a fin de que ésta no la soporte como carga. Puede apreciarse aquí, anticipando el desarrollo del tema en los párrafos siguientes, el alto componente de decisión política que tiene esta elección, relativa a cuáles consecuencias de las medidas estatales deben ser soportadas por los particulares y cuáles no.
  3. c) En el caso de daños ocurridos con ocasión de actuaciones lícitas, pero deficientes del Estado, se encuentra un fundamento teórico en un incremento del riesgo, que al concretarse en un siniestro produce daño, más allá del que se deriva de la propia actividad estatal. Así por ejemplo, carece de sentido reclamar al Estado por un accidente ocurrido en una autopista que ha construido por el solo hecho de que ella permite correr a una determinada velocidad a la cual los efectos de un choque son radicalmente más dañinos que en la velocidad alcanzada en un camino de tierra. Ciertamente la autopista implica la posibilidad de un aumento del riesgo, pero no lo incrementa por sí misma, desplazándose la causa basal del daño al particular que produce el accidente. Distinto es el caso de un diseño de la pista que, de acuerdo a las reglas del arte, incrementa el riesgo normal de su uso. Por ejemplo, defectos en la construcción en curva con inclinación negativa, o badenes profundos, en virtud de los cuales hasta la conducción normal y prudente puede derivar en un accidente. No sucede lo mismo en el caso de las omisiones a las cuales se la atribuye la calidad de causa o co-causa de un daño, ya que por definición la omisión sólo es tal contrastada con la posibilidad y eventualmente con el deber de un hacer.
  1. Responsabilidad y regla de responsabilidad

El criterio de deficiencia en la actuación, capaz de resultar en daños al incrementar el nivel de riesgo aceptable, ya sitúa el tema en aquél de la regla de responsabilidad aplicable al Estado. En principio, el daño debe ser indemnizado cuando proviene de una actuación antijurídica del Estado. La actuación lícita del Estado no se torna por sí ilícita si produce consecuencias dañinas, ya que eventualmente ellas deberán ser soportadas como cargas; a diferencia de lo que ocurre con los particulares, en que la consecuencia perjudicial directa para otro, derivada del ejercicio de mi libertad, torna este ejercicio por sí mismo ilícito. Este es el fundamento de la responsabilidad extracontractual civil. Es el daño por el uso de la libertad el que constituye la antijuridicidad y fundamenta el deber de indemnizar. Pero el Estado se mueve no en el ámbito de libertad propio de los particulares, sino en el ámbito de la juridicidad. Por tanto, para calificar de antijurídica una actuación -y mucho más una omisión- del Estado, es necesario identificar una regla positiva que disponga un modo de actuación específico, o bien un deber de actuación o de omisión, en su caso. Y si la actuación en sí es jurídica, deberá a su vez existir un criterio adicional que permita examinar qué consecuencias dañinas deben ser soportadas como cargas y cuáles no.

De acuerdo a lo anterior, argumentar que el Estado debe responder, porque la Constitución (Art. 38) o la ley (Art. 4 LOCBGAE) señalan que existe derecho para reclamar por la lesión a los derechos, o responsabilidad por los daños en el ejercicio de funciones de órganos del Estado, no es otra cosa que decir que el Estado es responsable, porque es responsable, tautología que no aporta nada a dilucidar bajo qué concepto surge esa responsabilidad. Así, por ejemplo, es obvio que la persona afectada por un asalto puede argumentar que el daño que ha sufrido no se habría producido de haberse encontrado en el lugar y tiempo del asalto una patrulla policial. O que el daño sufrido por la demandante en Parraguez Correa con Fisco no se hubiera producido de haber limpiado la vía un servicio de mantención de caminos un minuto antes que pasara. Pero estas alegaciones no derivan en responsabilidad para el Estado, a menos que se logre identificar una regla que señale que debía existir una patrulla policial, o debía actuar un servicio de mantención de caminos, en el lugar y tiempo señalados, o bien que señale que el Estado debe asegurar en todo momento (a modo de obligación de resultado) la seguridad o la limpieza de los caminos. Esto es, decir que alguien es responsable (principio de responsabilidad) nada significa si no se formula igualmente el criterio sobre cuya base se determinará dicha responsabilidad (i.e. la regla de responsabilidad aplicable). En el caso de las actuaciones lícitas del Estado, la regla de responsabilidad permite discriminar las consecuencias negativas que los particulares deberán soportar como carga, de aquellas que calificables como daño darán lugar a una indemnización.

Una alternativa de regla de responsabilidad para el Estado, como estándar técnico, es la regla de responsabilidad escogida por nuestra legislación en el Art. 44 de la LOCBGAE. El Estado responde. ¿Y por qué responde? Por falta de servicio. El estándar de la falta de servicio permite la formulación de una regla de deber de actuación en concreto, tomando en consideración las particularidades de cada orden administrativo, para luego contrastarla con la actuación u omisión específica de la Administración que se sitúa como causa basal o al menos concomitante en la producción de un daño. Es importante destacar que este deber de actuación en concreto sólo puede estructurarse a partir de datos que, en gran parte,  escapan a la propia Administración, como son la asignación y disponibilidad de recursos, asignación de tareas y eventualmente de prioridades, cuestiones éstas que corresponden a las decisiones políticas. No es el mismo deber de actuar el que se puede exigir a un servicio público bien dotado en personal y recursos, que aquel que se puede demandar de uno que funciona en precarias condiciones. Y la diferencia entre uno y otro, en nuestro sistema, no es sólo una decisión política, sino que, además, es una decisión política que concierne también al órgano representativo.

La regla de la responsabilidad objetiva, por el contrario, se funda en la idea de la responsabilidad por daño, prescindiendo de la identificación de una regla de actuación específica para el caso. Suele señalarse que la estructura lógica de la responsabilidad objetiva consiste en eliminar un examen de los elementos subjetivos de la responsabilidad extracontractual, a saber, la presencia de dolo o culpa. Pero estos siempre se manifiestan, en términos positivos, como deberes de actuación (preventiva, diligencia debida, etc.) o abstención (respecto de la actividad que genera un riesgo, etc.). Por lo que estatuir que un sujeto determinado es responsable en términos objetivos releva al juez del examen de un deber de actuación (eventualmente preventivo que, cumplido, exime de responsabilidad) y lo remite a la constatación del daño y al análisis de la relación de causalidad.

  1. Implicancias constitucionales

La opción por una u otra regla trae consecuencias desde el punto de vista del concepto de Estado y de la distribución de los poderes públicos.

En un Estado identificado con el dominio patrimonial del príncipe, y en particular en el Estado policíaco de los siglos XVII y XVIII, el esquema de la responsabilidad objetiva podría haber encontrado plena justificación desde nuestro actual modo de pensar. La acción del Estado aquí puede ser apreciada como la de un tercero, gestionando su propio patrimonio, en vistas a un interés estatal autónomo y, por lo tanto, sería plenamente congruente exigirle compensación por todo tipo de daño causado a los particulares con ocasión de su actuar. Obviamente, esto no llegó, ni con mucho, a estar en la mente ni práctica del Estado de esos tiempos, donde, a lo más, y como atrevida construcción jurisprudencial, se llegó a desarrollar la teoría del Fisco como la de un patrimonio separado del dominio real y que, a diferencia de éste, podía responder por las consecuencias patrimoniales de los actos ilícitos de la autoridad. Pero es esta hipótesis de un patrimonio, interés y actividad separados de la colectividad, la única donde puede tener sentido una regla de responsabilidad objetiva.

En el Estado de Derecho Democrático, el primer elemento a considerar es que los recursos estatales se originan primordialmente en el patrimonio de los propios habitantes de la República. En segundo lugar, estos recursos son limitados. Y, tercero, su aplicación corresponde a autoridades legitimadas democráticamente que, al menos en términos de la justificación del actuar del Estado, deciden y gestionan un interés común.

No me parecería pertinente reproducir tantas premisas básicas en un medio a ser leído por entendidos en la materia, de no ser por el hecho de que el quid del asunto radica, precisamente, en la conjunción de estos elementos por todos conocidos en el ámbito del derecho público, pero que suelen ser olvidados o situados fuera de contexto, en el afán y la buena intención de lograr una protección cada vez mas extendida a los derechos de las personas.

Entregar a la calificación jurisprudencial, sin base legal, la configuración de la regla de responsabilidad estatal, i.e. la decisión sobre la extensión de la responsabilidad del Estado por las consecuencias de sus actos lícitos, o por sus omisiones, podría admitirse en la hipótesis de un patrimonio fiscal distinto al constituido por el aporte de los ciudadanos. Sin embargo, en el Estado moderno toda condena a una indemnización por daños, causados con ocasión del actuar lícito del Estado, es una decisión jurisdiccional sobre los criterios de redistribución y asignación política de prioridades en la gestión de los servicios públicos, que en definitiva se dispensan sobre recursos obtenidos de los mismos particulares.

Aceptado el hecho que los recursos estatales son limitados -esto difícilmente será objeto de discusión- toda asignación de los mismos, por mínima que sea, es una decisión sobre prioridades en su aplicación. Es por esto que el permitir que la sede de decisión, en esta materia, sea la sede jurisdiccional, modifica radicalmente el esquema de distribución de poderes del Estado, desplazando una parte importante de las decisiones políticas a sede jurisdiccional. Esto ya se ha hecho patente en la discusión tocante a la responsabilidad del Estado-Legislador, relativa a la contraposición entre expropiación y regulación de la propiedad. De la calificación de una medida como expropiación o como regulación deriva la existencia o inexistencia de un deber de indemnizar y, por tanto, muchas veces de dicha decisión depende la viabilidad misma de una medida, confrontada con las posibilidades indemnizatorias del Estado.

Este carácter político de una jurisdicción capaz de calificar las decisiones del Legislador ya es un tópico a nivel de jurisdicción constitucional como jurisdicción política, en el tema que nos ocupa, particularmente referido a la definición legislativa de limitaciones al dominio (no indemnizables) versus figuras de expropiación (que dan derecho a indemnización). Pero no debe olvidarse que ocurre otro tanto en la calificación de la responsabilidad del Estado-Administrador por parte de la jurisdicción ordinaria. La decisión política que se le exige al juez, al cual se solicita compensación por daños en caso de la actuación del Estado, es intensa y lo lleva a enfrentarse a una especie de callejón sin alternativas satisfactorias de salida.

Una de ellas es cerrar los ojos ante la limitación de los fondos públicos y, cual sucede en la jurisdicción civil, fijar la indemnización conforme al daño sin consideración a la capacidad de pago del responsable. Ello exige que el juez ignore que está disponiendo de recursos que el Fisco ha obtenido de los contribuyentes y que, por lo tanto, en cuanto decisor-juez, está decidiendo el destino de cargas soportadas por los contribuyentes en beneficio de un particular y sustrayéndolas a otras posibilidades de aplicación en vistas al interés común[2].

La otra alternativa es abrir los ojos ante esta realidad y tener presente, al momento de la decisión, que se están fijando prioridades en el destino de recursos públicos limitados[3]. Y si es así, ¿cómo responde el juez al dilema político que se plantea? Supongamos que la jurisprudencia tiende a hacer responsable al Estado, según el criterio de Parraguez Correa con Fisco, y las respectivas dependencias administrativas, sobre la base de un cálculo conservador, pueden estimar que al menos existirán unos diez casos equivalentes al año producto de piedras en el camino, desplazadas por un vehículo hacia otro con resultados más o menos severos de daño (¿quién no ha conocido la experiencia propia o de algún amigo o pariente?). A fin de evitar condenas por unos 900 millones de pesos al año, destina 700 millones a un servicio de limpieza de calles. O, mejor, a la contratación de un seguro por responsabilidad civil, ya que el criterio establecido en Parraguez Correa con Fisco no le permitirá eximirse de responsabilidad alegando debida diligencia (servicio adecuado) si, aún a pesar de la limpieza, se producen nuevos casos, lo que materialmente no es descartable. Claro, el caso no es grave en esta cifra, para el presupuesto fiscal. Pero este criterio de responsabilidad estatal aplicado a todos los ámbitos, puede fácilmente multiplicarse por factores de 10 e incluso de 100. Es el volumen del presupuesto fiscal lo que lleva a la generosidad de los jueces en esta materia; pero es el principio el que se demuestra más allá de las cifras, ya que debe estar en condiciones de mantenerse aun cuando éstas aumenten.

Permanezcamos en el ámbito de vialidad. ¿Cuáles son las alternativas? ¿Reducción de insumos para la gestión pública, reducción de sueldos de los funcionarios públicos, reducción de plazas de funcionarios públicos, reducción de servicios públicos, de los proyectos a ejecutar, endeudamiento o aumento de impuestos para compensar ese monto? En una primera etapa, podrá decirse, la administración podría recurrir a la primera opción y esto, también en un momento inicial, quizás forzaría un deseable incremento en los niveles de eficiencia en el aprovechamiento de los recursos de la gestión pública. Alcanzado, sin embargo, un punto de equilibrio, sólo queda, o asumir una baja en la prestación de servicios o en la gestión de poderes públicos por falta de recursos materiales, o recurrir a las restantes alternativas. Y en ellas se puede apreciar la dimensión política de la sentencia condenatoria. ¿Qué proyectos deben dejar de realizarse, qué servicios suprimirse, por la falta de esos 700 millones? Por otro lado, si la responsabilidad es objetiva, de nada sirve el alegato de destino preferencial de recursos (por ejemplo, a la creación de una escuela rural o, en el mismo ámbito vial, a la reparación de puentes). Las prioridades elegidas por la autoridad gubernamental y legislativa al momento de fijar el monto y destino de recursos van a ser pasadas por alto, en definitiva, en toda sentencia condenatoria que se limite a constatar el daño y la relación de causalidad. Entre las consecuencias patrimoniales de no crear una escuela, de no construir un nuevo camino y de no limpiar los caminos existentes, la jurisprudencia claramente le fija un único destino a ese monto de recursos. De paso, también eleva los costos de la construcción de caminos con un deber de mantención y prevención a todo evento (una especie de securitización universal) que, consecuentemente incorporada en el cálculo de costos, será disuasiva de todo proyecto vial futuro.

La primera consecuencia, entonces, de desplazar a tribunales la fijación de la regla de responsabilidad aplicable a las indemnizaciones por daños derivados de la actuación del Estado-Administrador, es alterar el principio de separación de poderes entregándoles, sin más restricción que la propia argumentación jurisdiccional, un poder de decisión política sobre prioridades en la aplicación de recursos estatales, dirigiendo éstos específicamente a medidas destinadas a evitar todo daño patrimonial a los particulares no en términos de una debida diligencia o servicio, sino en términos materiales, para evitar en los hechos un daño que produzca la consecuente responsabilidad, bajo la regla de la responsabilidad objetiva. Las sentencias condenatorias se alzan, así, como criterios políticos de asignación de recursos públicos.

La segunda, y quizás mas trascendente consecuencia, se deriva de la decisión judicial de asumir como regla de responsabilidad la regla de responsabilidad objetiva. Esta consecuencia consiste en una transformación sustancial de la idea de Estado. Hacer al Estado responsable de todo perjuicio que pueda producirse a causa de sus actuaciones u omisiones, sobre una base de responsabilidad objetiva, disuelve la razón de ser del Estado, ya que elimina la posibilidad de articular un interés común que justifique el deber de soportar las consecuencias perjudiciales de su actuar como cargas, y reduce al Estado a ser un mero intermediario de intereses particulares. Si no existe la posibilidad de imponer cargas, porque los particulares no deben soportar ninguna consecuencia negativa del actuar del Estado, y por lo tanto todo daño debe ser indemnizado, el Estado se reduce a un redistribuidor autoritativo en una operación que, en esencia, es de carácter transaccional: para toda acción del Estado que perjudique a algunos deberá existir la correspondiente compensación disponible obtenida de otros, incluyendo a los mismos afectados. El Estado se transforma así en un mero procesador complejo de medios de pago en relaciones privadas de beneficio y daño.

La tercera consecuencia se sitúa en una particular dimensión que sintetiza lo teórico y lo práctico. La regla de responsabilidad objetiva eleva a tal grado el costo de ciertas actuaciones estatales, que las únicas alternativas son prescindir de ellas o incrementar la carga tributaria (para respaldar las transacciones compensatorias a que necesariamente lleva este modelo). Simultáneamente, implica desde ya una tensión a la reorientación del gasto, a fin de evitar las reclamaciones indemnizatorias y a pagar las indemnizaciones ya fijadas jurisdiccionalmente. En un grado más extremo, y como se ha expresado previamente, puede llegar a inhibir proyectos estatales definidos de interés común (por ejemplo: una nueva ruta).

  1. Relevancia constitucional de una jurisdicción especializada

Este estado de cosas, más precisamente, el desarrollo de la jurisprudencia sobre responsabilidad estatal como responsabilidad objetiva, sólo puede explicarse en el contexto de una jurisdicción cuya formación conceptual está destinada a resolver controversias entre particulares, titulares de derechos que se ejercen en pos de intereses privados. Ahora bien, la desigualdad de relaciones que en sede civil llega a justificar un deber de indemnización es de la esencia de las relaciones de derecho público, dada por la posición del Estado como gestor de intereses públicos, y por lo tanto no puede ser traspasada sin más a una acción de indemnización por daños contra el Fisco.

El surgimiento de jurisdicciones especializadas no responde exclusivamente a un principio ordenador de la tarea jurisdiccional. No se discute que, sobre ciertas reglas o principios propios del derecho, en general, cada jurisdicción, la civil, la penal, la laboral, la de menores, maneja un instrumental argumentativo y un contexto propios. El principio protectivo del derecho laboral no es el mismo del derecho de menores, ni la tensión del debido proceso se aplica igualmente al diseño de un proceso criminal que al de un proceso civil. Las reglas de interpretación propias del derecho civil son superadas por la teoría de la interpretación constitucional, y así sucesivamente. Puede decirse que a cada una de estas divisiones de la jurisdicción corresponde un principio o finalidades específicos de la respectiva regulación jurídica, que a su vez reclaman modos o contextos de aplicación propios. Y si bien esta afirmación no puede extenderse en términos absolutos, sí admite un escrutinio particular en los casos en que, como el expuesto, la transposición irreflexiva de categorías propias de una jurisdicción llegan incluso a desnaturalizar los mandatos expresos de la ley.

Nuestra legislación vigente establece como regla de responsabilidad la falta de servicio. Obviamente, la correcta aplicación de este concepto técnico exige del juzgador un conocimiento de diversos elementos de Derecho Administrativo. El giro radical hacia la responsabilidad objetiva, desde Tirado con I. Municipalidad de La Reina hasta Parraguez Correa con Fisco, sólo puede explicarse a partir de un juez a quien estos elementos son ajenos. De otro modo, el fallo al menos debería contener un pronunciamiento del porqué en este caso el sentenciador se libera del mandato expreso de la ley y lo sustituye por su particular apreciación de la regla rectora de la responsabilidad del Estado Administrador. Sin embargo, la sentencia en Parraguez Correa con Fisco procede de modo totalmente inverso, igualando en su argumentación la fundamentación sobre la base de la responsabilidad objetiva (considerandos 23º a 25º) con la noción de falta de servicio (considerando 27º). Si se proyecta este proceder como una tendencia de la jurisdicción civil, y se enfrenta a las consecuencias que puede producir (expresadas arriba), se entiende que la demanda por una jurisdicción contencioso-administrativa especializada persiga, precisamente, equilibrar la protección a los derechos de las personas con la posibilidad de una gestión pública posible sobre la base de definición política, legislativa y gubernamental, pero no jurisdiccional, de los intereses comunes y las cargas a soportar en su prosecución. La instauración de una jurisdicción contencioso-administrativa especializada en la protección de derechos en relaciones de desigualdad y horizonte de interés común (a diferencia de una enmarcada en la solución de controversias en relaciones de igualdad sobre la base de intereses privados en disputa), que reclama criterios jurídicos y conocimientos técnicos específicos, debe ser seriamente considerada como un elemento importante para devolver a su lugar la distribución de poderes del Estado, y al Legislativo y al Ejecutivo la fijación de las prioridades en el destino de los recursos públicos.

  1. Comentario final. Hipótesis de explicación de la evolución actual

La evolución doctrinaria en pro de la regla de responsabilidad objetiva del Estado, y su recepción jurisprudencial, se entienden al verificar que la tendencia a expandir la responsabilidad del Estado en todo ámbito, y en particular del Estado Administrador, obedece a una moda. El mundo del derecho, como todo ámbito de la cultura, está expuesto a modas o, para hacerlo menos trivial, a tendencias. La tendencia en alza, tras el término de la Segunda Guerra Mundial, a nivel de derecho comparado -y debidamente abonada desde el campo del Derecho Internacional, es el protectivismo. Llamo aquí protectivismo a un fenómeno consistente en dos elementos. Por una parte, un énfasis en el desarrollo de la protección de los derechos de las personas, en todos los ámbitos -justiciabilidad, extensión de la protección, categorías protegidas, etc.- Por otro lado, una pérdida o abandono de rigor en el pensamiento jurídico, y de ciertos principios básicos que enmarcan esos derechos en un adecuado equilibrio con la autoridad. Mientras que el primer elemento en sí es loable, el olvido del segundo (esto es, el olvido que la adecuada protección de los derechos depende precisamente de una autoridad bien articulada capaz de configurar un orden legítimo de garantías y cargas, de protección individual e interés común) lleva a actuar sobre la base de un espejismo. El bien aparece representado como la mayor protección posible, no importando lo que cueste. Tras este espejismo se ubica la realidad, el costo: una autoridad que ve reducidas sus posibilidades de acción en vistas al bien común.

Esta postura, presentada de manera tan atractiva y que cuenta en su beneficio la tremenda ventaja de poder trivializar toda crítica en su contra como una posición estatista y añeja, es, a su vez, sólo comprensible en el arcaísmo de un concepto estatal identificado con intereses del príncipe, o al menos de un ente separado de los ciudadanos y no con los intereses colectivos de definición política democrática a los que aspira el Estado Moderno. Esta tesis olvida que las posibilidades de acción de la Administración están dadas por decisiones políticas y éstas, en última instancia, y mientras se crea en el sistema electoral como instrumento de un sistema democrático, son responsabilidad de cada uno de los ciudadanos. Así, la teoría de la responsabilidad objetiva del Estado lleva en sí un predicado de indemnizar todo daño como máxima garantía, sin reparar en que, más allá de los casos de actuar deficiente de la Administración, el daño es imputable a nuestra propia decisión política sobre los recursos que ponemos a su disposición y las tareas que le asignamos.

* Don Eduardo Aldunate Lizana es profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, Doctor en Derecho en la Universidad del Sarre, Alemania.

[1] El tema de indemnización por expropiación, en el ejercicio de competencias estatales legislativas que no configuran técnicamente una expropiación, nos sitúa en una discusión recurrente en el derecho comparado.

En el Imperio Alemán, durante la vigencia de la Constitución de Weimar (1919-1933), el tema se planteó con la terminología de la indemnización. Expandiendo el concepto de expropiación, mas allá del clásico del Derecho Civil, a toda figura “asimilable a la expropiación” el Tribunal Imperial extendió los deberes de indemnización del Estado, propios de la expropiación, en la dirección de toda consecuencia patrimonial derivada de un acto del Estado. Esta discusión ha pasado, bajo otro texto legal, a la aplicación de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, donde se intenta distinguir entre expropiación (indemnizable) y regulación en vistas a la función social de la propiedad (sin indemnización). Surge aquí un criterio especialmente vinculado a la idea de carga: la teoría del sacrifico especial, (Sonder-opfertheorie, a partir de sentencia de la Corte Suprema Federal de 10.06.1952): un acto imperativo del Estado sobre la propiedad constituiría expropiación cuando impone a un particular o un grupo de particulares, en beneficio de la colectividad, un sacrifico especial no exigido al resto de los ciudadanos. Este criterio, altamente criticable, se ha escogido aquí de entre los muchos por los cuales ha deambulado la doctrina alemana (teoría del acto singular, de la gravedad de la lesión, de la dignidad de la protección, de la minoración de la sustancia, de la utilidad o aprovechamiento privado, de la exigibilidad), exclusivamente para destacar la estrecha vinculación existente entre la idea de carga y el fundamento de una distinción entre deberes de indemnización por expropiación y ausencia de responsabilidad en caso de consecuencias derivadas de una regulación estatal con consecuencias económicas negativas. En EE.UU., la discusión se mueve entre los conceptos de taking (expropiación) y regulation (equivalente a limitación en nuestro derecho), fundamentalmente en torno a si se trata de conceptos cualitativamente diferentes, o si más bien es una cuestión de grados en que una medida, inicialmente calificable de regulation, puede derivar en taking de acuerdo a la intensidad de la intervención estatal, de acuerdo a la opinión del juez Holmes a partir de Pennsylvania Coal v. Mahon (1922). Nótese la semejanza de esta postura de gradualidad con el criterio de nuestro TC en el fallo en roles Nº 245-246. En España, y con expresas referencias a Francia y Alemania, E. García de Enterría y T. R. Fernández distinguen entre privación expropiatoria y delimitación legislativa del derecho de propiedad, distinción que ha sido tomada por STC 227/1988. El Tribunal Constitucional español también se ha plegado en su argumentación a la doctrina del sacrificio especial para distinguir entre expropiación y delimitación. En todos estos países, sin embargo, la pregunta queda abierta: ¿cuáles son los criterios que debe utilizar este juez a quien se le encomienda la determinación para distinguir entre regulación general y sacrificio especial? No están fijados y encontramos, por tanto, un caso de traspaso de la decisión política al juez.

[2] Una cosa distinta es velar por que se apliquen eficazmente los recursos públicos para lograr su máxima eficacia en términos de rendimientos del interés común y los fines a los cuales se destinan, y cómo la condena del Estado por daños puede contribuir a esto en la medida en que la posibilidad de repetición contra el funcionario sea una realidad y, por tanto, un aliciente para un correcto desempeño del cargo en el manejo de dichos fondos. Pero esto no incide en la justificación de una decisión jurisdiccional sobre la responsabilidad del Estado.

[3] Una sentencia sobre responsabilidad del Estado Administrador lleva siempre en sí, y de manera implícita (si no de forma expresa) un pronunciamiento sobre los factores de asignación de recursos, disponibilidad de los mismos, tareas administrativas y prioridades.

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