INSTRUMENTO PÚBLICO Y LEY PENAL. Guillermo Ruiz Pulida

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Instrumento público y ley penal[1]

Guillermo Ruiz Pulido*

“La escritura es un testigo que difícilmente se corrompe”.

Montesqui[2]

 

  1. Origen del trabajo

Permanentemente nuestro Consejo, en virtud de las disposiciones contenidas en los artículos 3º Nº 4º, en relación con el artículo 4º Nº 3º y 5º letra a) de nuestra ley orgánica, se ve abocado a precisar la naturaleza de un determinado documento para los efectos de ubicarlo en la tipicidad adecuada y solicitar, de ese modo, el debido procesamiento de un inculpado, o acusarlo, en su oportunidad, solicitándose la pena que corresponda al hecho en que efectivamente incurrió.

Las reflexiones que siguen a continuación tuvieron su origen en una cuenta que se dio en Comité Penal en el que se propuso, tanto por la Procuraduría Fiscal respectiva como por un distinguido abogado de la Sección, que ciertos documentos deberían ser considerados públicos, y su falsedad, castigar a título de tal.

Debo advertir, desde un inicio, que –en todo caso– las expresiones y opiniones que en este trabajo se vierten son personalísimas, y de ninguna manera comprometen al pensamiento oficial de nuestro Consejo, que se manifestará, caso a caso y de acuerdo con las circunstancias particulares que el respectivo proceso penal a nuestro cargo amerite.

El hecho consistió en que ciertos trabajadores de un municipio, regidos en su relación laboral por el Código del Trabajo, y que realizaban tareas muy secundarias en un Cementerio Municipal, particularmente labores de aseo –(auxiliares, según la denominación que se utilizó en aquella ocasión)–, procedieron a falsificar determinados documentos que daban cuenta de sus liquidaciones mensuales de remuneración, consistiendo la falsificación en el forjamiento de algunos de ellos, con contenido mendaz, en cuanto al monto de la respectiva cantidad de dinero percibido por tal concepto, utilizándose –para darles un viso de autenticidad– un timbre existente en el Cementerio Municipal, del cual se ignoró siempre su autenticidad o falsedad. Los instrumentos falsos eran utilizados con el propósito de obtener crédito en algunos establecimientos comerciales de la localidad.

Hubo opiniones disímiles acerca de la naturaleza de dichos documentos, considerando más de alguno de los asistentes que se trataría de documentos públicos, lo que me indujo –como dijera recién– a intentar un breve examen del concepto “instrumento público” a efectos penales, en relación con las normas contenidas, fundamentalmente, en el Código respectivo; pero que bien pudieran tener un alcance general, en la medida en que se presente alguna norma especial que, por el ministerio de la ley, atribuya la calidad de instrumento público a aquel que por su naturaleza no lo es[3].

En todo caso, no obstante la relativa insignificancia de los documentos de que se trató en aquella ocasión, conviene recordar lo dicho por un autor en el sentido de que “no es posible la vida en sociedad sin esa confianza común que merecen determinados actos humanos; si siempre tuviéramos que andar tomando precauciones contra el engaño, ninguna institución social tendría firmeza. Entonces, necesitamos confiar en el mundo amplio o limitado de la interacción social. En la presunción de verdad existe pluralidad de referencias, requisitos y costumbres en que se basa y para cuyos efectos –del título IV del Libro II del Código Penal– “cada capítulo” o párrafo “señala objetos específicos cuyo uso en las relaciones jurídicas califica la razón de cada una de sus disposiciones”[4].

  1. Falsedad

Debemos comenzar, como estimo de rigor, por los principios básicos en que descansan los conceptos de falsedad, de instrumento o documento público[5]; como, asimismo, de documento oficial y documento auténtico.

La falsedad es una noción de evidencia inmediata que intuitivamente estimamos contradictoria con la de verdad, y esta última, la asociamos con la idea de identidad con la realidad. Verdad sería, por consiguiente, armonía con la naturaleza de las cosas; falsedad, discordancia, contrariedad, diversidad, oposición, con esta última. La falsedad supone ocultación o disfrazamiento de lo cierto, de donde aparece necesario –en el ámbito de la vida jurídica– determinar en qué consiste aquello que el aludido ordenamiento aprecia o considera de tal modo, y por qué la alteración de lo cierto, generalmente, habrá de ser excluida de la eficacia, regularidad y normalidad, que debe caracterizar la existencia o vida del “ente o fenómeno jurídico”, que nos aparece dado con ocasión de la convivencia social.

La explicación del problema es relativamente simple aun cuando se haga necesario para conseguirla partir de ciertos principios no siempre comúnmente aceptados. Me refiero a la necesidad natural del hombre de vivir en la verdad. La ciencia es la manifestación más clara de tal fuerza o compulsión del ser humano: llámese astronomía, llámese investigación genética, llámese filosofía o divisibilidad infinitesimal del átomo; de cualesquier modo que la llamemos, no olvidemos que con el propósito de saber, el hombre envía “sondas que exploran el sistema solar, telescopios espaciales que urgan (sic) la intimidad del universo, grandes aceleradores de partículas que reconstruyen sus primeros instantes; crea ordenadores que simulan la aparición de la vida, tecnologías de la biología, de la genética y de la química, que revelan lo invisible y lo infinitamente pequeño”[6]. Es la necesidad del conocimiento cierto y veraz, tan propio de nuestra especie; la exigencia que nos impulsa instintivamente a rechazar lo falso y lo mendaz, intentando evitar la corrupción de lo verdadero y de lo real.

El no mentir del decálogo es la traslación al ámbito moral de esta necesidad intrínseca a nuestra naturaleza, y de lo moral y lo ético, al campo jurídico, sólo basta un corto y un último paso.

Tal vez la anterior sea también la explicación de la necesidad jurídica de concurrencia del ánimo o de la intención falsaria dañina[7] para admitir la punición o castigo de la falsificación documental:

 

“1) Cuando consta que no hubo previsión de daño, la falsedad no puede imputarse. El notario que escribe las voluntades de la parte con palabras distintas de las dictadas por ella, creyendo que se expresa mejor, mientras de hecho perjudica la claridad y quizá la validez del documento, podrá ser responsable desde el punto de vista civil, pero no penalmente, como tampoco lo será el notario que corrige alguna letra del documento en obsequio de la belleza caligráfica.[8] Y otro ejemplo dado al respecto es el de la ancianita que altera materialmente su certificado de nacimiento, señalando en él uno muy posterior al real, y lo enmarca, dejándolo visible en el hall de su departamento, con el propósito de que a la hora del habitual té, junto a sus amigas, éstas admiren y envidien su juvenil edad. ¿Se justificaría un castigo penal en estos casos, de cándida inocencia, no obstante la doctrina mayoritaria de ser la falsedad material practicada en el instrumento público un hecho de sanción ineludible, al no reclamar perjuicio de tercero? ¡Y por favor! No se diga que en estos casos se obró con ausencia de dolo falsario, pues se quiso conscientemente la mutación del instrumento. Hemos escuchado con demasiada frecuencia el error que importa creer que el motivo bondadoso, filantrópico o inocente en el obrar de un modo típico excluye al dolo, equívoco que no resiste el menor análisis, según es pensamiento uniforme en lógica y doctrina penales: Piénsese en el ladrón benefactor; o en la eutanasia rogada por el propio paciente. ¿Y si deseo narrar un cuento infantil en una escritura pública, para mi exclusivo solaz, y un tercero disgustado con el final, materialmente lo altera, dándole uno de su mejor agrado? ¿Hay delito penal en tal actitud? Pareciera que no; desde el momento en que tal instrumento carece de un contenido dotado de significación jurídica y, por lo mismo, su alteración, no da origen a nocividad penal.

Se ha dicho, también, a propósito del uso del instrumento falsificado deseado por el autor de la falsedad, que “si así no sucediera y lograra probarse la no intención de utilizar el documento falso, la antijuridicidad, ya que no la tipicidad, desaparecería ipso facto. Tal acontecería, “a mi parecer” –dice el escritor–, en la acción del maniático coleccionista o en el falsario platónico que realizare sus creaciones por mero virtuosismo caligráfico, sin propósito alguno de darles efectividad en el orden jurídico, sino para archivarlas o destruirlas…”[9]. En otras palabras, el significado jurídico del documento y su consecuente potencialidad lesiva, y su introducción al tráfico jurídico, son los pilares que legitiman la punición falsaria documental.

Señalada así la urgencia de la verdad en la vida social no puede extrañarnos que el ordenamiento jurídico haya recogido su exigencia como principio de orden general en el sistema. Es el momento, sin embargo, de hacer una aclaración conceptual: más que la verdad contenida en el instrumento propiamente tal al legislador penal interesa la genuinidad del mismo. A las partes les es lícito faltar de consuno a la verdad en una escritura pública; no aparece ofendida la sociedad por tal mentira; la “verdad real está subordinada a la aparente del documento, primando jurídicamente el valor de genuinidad sobre el de veracidad”…“si bien en la falsedad ideal la mentira parece ser, en efecto, un requisito esencial de su existencia, en la material, notablemente en la de intercalamiento de textos, la consignación de las verdades más obvias puede integrar falsificaciones perfectas, en los sistemas formalísticos al menos[10].

Sin embargo, no siempre la mentira, la falsedad o el engaño van a ser materia de reproche en el ámbito civil o penal. Muy por el contrario, sólo la menor de las veces sucederá de esa manera. Lo frecuente es que los aludidos fenómenos sólo pertenezcan al ámbito moral o ético, y muy excepcionalmente al campo jurídico. Así, por ejemplo, si la falsedad instrumental fue un camino o medio para lograr la celebración perversa de un contrato, el dolo civil como vicio del consentimiento sólo será motivo de nulidad cuando haya sido obra de una de las partes, “y cuando además aparece claramente que sin él no hubieran contratado”. En los demás casos el dolo falsario dará lugar solamente a la acción de perjuicios contra la persona o personas que lo han fraguado o que se han aprovechado de él, y el dolus bonus aparece aceptado socialmente como inocente picardía de exageración de bondades de una cosa o servicio, omitiéndose toda sanción a su respecto. Tratándose del incumplimiento de obligaciones, el dolo en cuanto maquinación fraudulenta encaminada a eludir su solución agrava la responsabilidad del deudor, y como fuente de delito civil, a la falsedad instrumental, “le cuadra con toda propiedad la definición del artículo 44”[11], esto es, “la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”, por el camino del engaño documental.

En el ámbito penal, el engaño instrumental o recaído en determinadas cosas u objetos se castiga también excepcionalmente. Desde luego la falsedad o falsificación exige idoneidad o aptitud bastante para engañar en cuanto a su genuinidad u origen. Lo burdo, tosco o grosero, en la apariencia del objeto, instrumento o documento, excluye, desde un inicio, su penalización, a lo menos a título de falsedad o falsificación propiamente tales. La víctima –y nos referimos a un ofendido síquicamente normal– necesariamente ha de ser burlada en su perspicacia, violentada en su sistema natural de auto­protección y conducida a la aceptación de la falsedad o falsificación del instrumento u objeto, como si se tratase de elementos verdaderos e indubitados[12].

Se desprende lo anterior no sólo de la exigencia propia de un principio general: “Para que los hechos falsos entren en el campo del derecho” es necesario que “se hallen revestidos de un ropaje de verdad”; es “condición precisa que lesionen o sean capaces de lesionar bienes jurídicos protegidos por la ley”[13]. Como también emana lo dicho de diferentes disposiciones penales con ínsito contenido de falsedad o alteración de la verdad. Ejemplos: El artículo 171 del Código, al señalar que “si la falsificación o cercenamiento fueren tan ostensibles que cualquiera pueda notarlos y conocerlos a simple vista, los que fabricaren, cercenaren, expendieren, introdujeren o circularen la moneda así falsificada o cercenada, se reputarán procesados por engaño y serán castigados por este delito con las penas que se establecen en el Título respectivo”. Es decir, elimina la figura de falsedad y sanciona por un título diferente. También se colige del artículo único de la Ley Nº 53 de 4 de agosto de 1893, que “prohíbe, bajo las penas señaladas en los párrafos 2 y 3 del Título IV Libro II del Código Penal, la fabricación, venta o circulación de objetos cuya forma se asemeje a estampillas, bonos, billetes o cualesquiera otros valores fiduciarios, de manera que sea fácil su aceptación en lugar de los verdaderos”[14]. Del mismo modo, el artículo 179 del Código, a propósito de documentos de crédito del Estado, de las Municipalidades, de los establecimientos públicos, sociedades anónimas o bancos de emisión legalmente autorizados, expresa que “si la falsificación fuere tan grosera y ostensible que cualquiera pueda notarla y conocerla a la simple vista, los que falsificaren, expendieren, introdujeren o circularen los títulos así falsificados, se reputarán procesados de engaño y serán castigados por este delito con las penas que se establecen en el título respectivo”. Por su parte, el artículo 184 –a propósito de la falsificación de sellos, punzones, matrices, marcas, papel sellado, timbres, estampillas, etc.– indica: “cuando la falsificación fuere tan mal ejecutada que cualquiera pueda notarla o conocerla a la simple vista, los que la hubieren efectuado y los que expendieren o introdujeren el papel sellado o las estampillas así falsificados, se reputarán procesados por engaño y serán castigados por este delito con las penas que se establecen en el Título respectivo”.

De lo expuesto precedentemente surge la noción indeclinable de “falsificación instrumental idónea”, apta para engañar y así ser penada en cuanto tal; y en los casos específicos a que hicimos mención, tratándose de objetos como moneda, sellos, punzones, matrices, marcas; o documentos de crédito del Estado, de las Municipalidades, de los establecimientos públicos, sociedades anónimas, bancos de emisión legalmente autorizados; papel sellado, estampillas, etc., la inidoneidad de la falsedad o falsificación llevada a cabo, deja de castigarse a tal título, encuadrándose el hecho respectivo –por el solo ministerio de la ley– como una modalidad de engaño punible. Es decir, aparece del propio Código una tipicidad indirecta u oblicua que obliga al sentenciador a considerarla de ese modo y no de otro.

Si se examinan los preceptos que en especial nos interesan, como ocurre con los artículos 193 a 205, ambos incluidos, se observará que no se da en términos obligatorios una tipicidad indirecta residual, como ha ocurrido en los casos anteriormente mencionados, lo que en modo alguno importará exclusión de castigo a otro título, si fuere procedente, pero que devuelve al tribunal su facultad natural de precisar él la tipicidad de que se trate, obviando la dirección obligada que el propio legislador impuso otrora en tal sentido al juez, en una impropia subrogación de su labor personalísima.

III.  Instrumento público

Para los efectos de este pequeño ensayo carece de todo interés el instrumento privado, al que no nos referiremos con mayor latitud, en atención a la relativa simplicidad y facilidad con que es dable distinguirlo del documento público. Tampoco nos preocupará la estéril discusión relativa a la distinción ontológica entre documento e instrumento, que –para efectos prácticos– es irrelevante.

No obstante, creemos conveniente reproducir un párrafo escrito por don Joaquín Francisco Pacheco, cuando señala que “documento es todo lo que da o justifica un derecho, todo lo que asegura una acción, todo lo que prueba aquello en que tiene interés una persona. Es documento una letra de cambio, un pagaré, una escritura pública, una fe de bautismo, un pasaporte. En estos sentidos, múltiples pero semejantes, es como emplea esa palabra la ley en el capítulo a que hemos llegado” (sic)[15]. Y más próximo en el tiempo, documento es “la escritura, instrumento o acta con que se prueba, acredita o hace constar alguna cosa: acta, documentum. En este segundo sentido se toma precisamente aquí la palabra documento”[16].

Es frecuente la confusión que origina el instrumento privado “firmado ante notario”, al que muchas personas, incluso letrados –sin una mayor reflexión–, le atribuyen la naturaleza de público o de oficial, por la intervención del aludido ministro de fe. Sin embargo, basta la lectura del artículo 425 del Código Orgánico de Tribunales para observar la invariable denominación de “instrumento privado” dada por el legislador al aludido documento, y constatar que la intervención externa del notario en absoluto ha variado su naturaleza. Más aún, si examinamos al artículo 420 del mismo Código notaremos que inclusive determinados documentos por naturaleza privados, sólo al protocolizárseles, “valdrán como instrumentos públicos”, lo que significa que no todo instrumento privado protocolizado vale como instrumento público, y que los falsificados no incluidos en la nómina del aludido artículo importan falsedad de instrumento privado.

Diferentes textos positivos utilizan la expresión “instrumento público” o “documento público”, de donde se hace necesario intentar comprender el concepto que de ellos tiene la ley. Así, por ejemplo, el artículo 24 de la Ley Nº 4.808, sobre Registro Civil, señala que “los certificados o copias de inscripciones o subinscripciones que expidan el Conservador o los Oficiales del Registro Civil, tendrán el carácter de instrumentos públicos”. Y el Código Civil, en el título XXI de su Libro IV, al tratar “De la prueba de las obligaciones”, en el inciso 2º del artículo 1698, expresa que “las pruebas consisten en instrumentos públicos o privados, testigos, presunciones, confesión de parte, juramento deferido[17] e inspección personal del juez”. El artículo 1.699 afirma que “instrumento público o auténtico es el autorizado con las solemnidades legales por el competente funcionario”; y que “otorgado ante escribano e incorporado en un protocolo o registro público, se llama escritura pública”. Instrumento privado es aquel que sólo una vez reconocido por la parte a quien se opone o que se ha mandado tener por reconocido en los casos y con los requisitos prevenidos por ley, tiene el valor de escritura pública respecto de los que aparecen o se reputan haberlo subscrito y de las personas a quienes se han transferido las obligaciones y derechos de éstos”. Ninguna duda puede caber acerca del concepto manifiestamente privatista de cada uno de estos instrumentos, fundamentalmente destinados a la prueba de las obligaciones, y dentro de ésta, a dar certeza acerca del hecho de haberse otorgado y de su fecha, tanto respecto de las partes cuanto de terceros, en la medida que –respecto de estos últimos– se cumplan ciertas condiciones para tal propósito.

El Código Orgánico de Tribunales contempla también al instrumento público, directa o indirectamente, en numerosas disposiciones legales. Indirectamente, cuando trata de funcionarios a los que atribuye la calidad de ministros de fe, como ocurre con los relatores y –aunque no lo dice expresamente que lo sean– así se desprende inequívocamente de las funciones que le entrega dentro del ámbito del proceso y de la actividad de las Cortes Colegiadas: lo que el relator certifica en la causa o en los documentos administrativos internos en cuanto sucedido ante él, goza de la fe pública. Respecto de los secretarios, la referencia es expresa, como ocurre igualmente con los receptores, de manera tal que los atestados de unos y otros gozan de la confianza que otorga la autoridad de la ley y en último término la del Estado. Los conservadores y los archiveros se encuentran en idéntica situación a la anterior pues también son ministros de fe pública por disposición expresa de ley. Los registros conservatorios y las copias autorizadas que de ellos se den, y “los testimonios que las partes interesadas pidieren de los documentos que existieren en su archivo”, son, evidentemente, instrumentos públicos.

Párrafo aparte merece el notario, ministro de fe pública por excelencia, que es el “encargado de autorizar y guardar en su archivo los instrumentos que ante ellos se otorgaren, de dar a las partes interesadas los testimonios que pidieren y de practicar las demás diligencias que la ley les encomiende”[18].

Si algo caracteriza al notario es el hecho de ser fuente del instrumento público de mayor importancia dentro del tráfico jurídico clásico o formal: la escritura pública, cuya detallada regulación aparece cuidadosamente reglamentada en la ley. Algo similar ocurre con las protocolizaciones que desde el momento en que tienen lugar, esto es, desde que se agregan al protocolo o registro, adquieren un indubitado valor público, como lo tienen, también, las copias de los documentos protocolizados otorgados por el funcionario competente. Los anteriores son los casos en que directamente el Código Orgánico de Tribunales hizo referencia a los instrumentos públicos: escrituras públicas, documentos privados desde que son protocolizados y copias autorizadas de estos últimos (cuando la escritura pública pierde su fuerza legal como tal, es evidente que su alteración ideológica o material pasa a ser la propia de un instrumento privado)[19].

El Código de Procedimiento Civil se refirió también al instrumento público y distinguió entre aquellos otorgados en el país y en el extranjero. Los primeros son considerados tales si han “cumplido las disposiciones legales que dan este carácter”, procediendo a señalarlos particularizadamente. Los segundos sólo lo son si se encuentran “debidamente legalizados”, entendiéndose “que lo están cuando en ellos conste el carácter público y la verdad de las firmas de las personas que los han autorizado”. La importancia de los primeros radica en la circunstancia de que incluso una copia simple de un instrumento público adquiere la eficacia probatoria de este último, “si no es objetada como inexacta por la parte contraria y dentro de los tres días siguientes a aquel en que se le dio conocimiento de ellas”, pero sólo en cuanto es agregada en un proceso judicial según se desprende de las voces “parte contraria” y “juicio” que emplea la disposición legal pertinente[20].

El Código de Procedimiento Penal también hace referencia a los instrumentos públicos aceptando el concepto que de ellos se tiene en el ordenamiento general y limitándose a señalar cuándo y de qué modo deben estimarse “eficaces en juicio” (artículo 184) y respecto de cuáles extremos constituyen prueba completa (artículo 477). Son las reglas más importantes relativas a dichos documentos, que aparecen en el sumario y plenario, respectivamente, reglamentados por el aludido Código.

El Código Penal, encargado de reprimir las ofensas causadas por las falsificaciones efectuadas instrumentalmente, trata esta materia en el Título IV del Libro II, en sus párrafos 4, 5 y 6, destinando desde el artículo 193 al 205 a tal objeto, y regula la falsificación de documentos públicos o auténticos y partes telegráficos, y la de pasaportes, portes de armas y certificados. Lo más importante, a simple vista, es la distinción de los instrumentos públicos: desde aquel que expresamente llama “documento público o auténtico”, de aquellos otros que denomina “partes telegráficos, pasaportes, portes de armas y certificados”, pues si bien es cierto, con excepción de aquellos documentos contemplados en los artículos 202 y 204, que no reclaman la intervención de un funcionario público, el resto sí la exige, pero a los que da un tratamiento penal considerablemente disminuido en relación con el propio del documento público o auténtico, lo que obliga a buscar una explicación razonable para tal fenómeno.

¿Por qué el instrumento público o auténtico hace fe respecto de todos los hombres? La respuesta no puede ser otra que ello ocurre por contar con la garantía de autenticidad dada por el Estado. Por el imperio de su Ley. Y el Estado asume esa responsabilidad y otorga esa garantía a la sociedad, por cuanto ha entregado la administración de dicha fe pública a un sector o grupo determinado de personas, sea que cumplan una función pública con tal exclusivo propósito; sea que obren bajo su tutela o control a través de la ley. Y tales administradores de la fe pública, a su vez, responden ante dicho Estado por la vía disciplinaria, administrativa o jurisdiccional civil o penal. Y porque al emitir el aludido instrumento deben hacerlo dentro del ámbito de la competencia que el propio Estado les otorgó, único medio para la efectiva tuición disciplinaria o control jurisdiccional a que nos referimos. De allí que la falsificación de un instrumento público o auténtico es un delito universal, que ofende a la sociedad entera, a un grupo indeterminado de personas, a una víctima difusa. Por eso su alta penalidad. De manera tal que si la ofensa dice relación exclusivamente con un interés particularizado, como podría serlo la falsificación de un parte telegráfico, de un pasaporte o de un permiso para portar armas, el legislador ha disminuido en su intensidad notoriamente el castigo. La sociedad no se siente perturbada con idéntico recelo o temor, si el funcionario público “librare certificación falsa de mérito o servicios”, que si el notario público substituyere, por ejemplo, el precio de una compraventa o la individualización de un heredero o legatario. Por ello se da la existencia de figuras especiales dentro del género: “falsificación de instrumentos públicos”, y se explica la menor sanción aparejada a las bagatelas falsarias, respecto de aquellas otras que, ínsitamente, suponen un bien jurídico y un sujeto pasivos universales, afectados potencialmente por el tipo de instrumento objeto jurídico de la falsificación.

Pero, en todo caso, la circunstancia de que el funcionario público, administrador de la fe pública, para incurrir en delito falsario deba obrar testimonialmente dando y dejando constancia distinta de la verdad de los hechos percibidos por sus sentidos –sólo si obra dentro del ámbito de su competencia–, tal circunstancia no emana exclusivamente de los preceptos civiles a que aludimos en un comienzo. Bástenos observar las figuras especiales contempladas en los artículos 199 y 200 del Código Penal para concluir de modo diferente. En la primera, incurre el empleado público que tiene el deber funcionario de expedir un pasaporte o porte de armas; en el segundo, cualesquiera persona, incluso un funcionario público ajeno a dicho deber. Lo mismo ocurre en los casos de los artículos 203 y 204, en que es el deber funcionario el que determina la tipicidad y penalidad en que incurre el empleado público, según obre dentro o fuera de su competencia.

¿Y qué debemos entender por documento auténtico de acuerdo con el epígrafe del párrafo IV que hemos estado revisando? ¿Es idéntico al concepto de documento público?[21]

No he encontrado argumentos históricos que me convenzan de que pudiera tratarse de conceptos adversos o diferentes entre sí, observados desde el punto de vista de su fuerza probatoria. Pudieran ser distintos, tal vez, en la medida en que hiciéramos alusión a categorías diferentes de documentos en razón de la naturaleza de los mismos. Documento auténtico pudiera ser el género; documento público una especie. La Comisión Redactora de nuestro Código Penal en su sesión Nº 37 de 15 de mayo de 1871, al dar lectura a los tres primeros párrafos del título IV que trata “de los delitos contra la fe pública” optó por desestimar el sistema del Código Penal español y acoger el propio del belga, con el propósito de independizar determinadas figuras de falsificación. En efecto, “sometido a examen en jeneral el primero de estos párrafos, hizo presente el señor Gandarillas que creía preferible establecer disposiciones diversas para la fabricación de la moneda falsa, su introducción i circulación como se observa en el Código belga. El sistema adoptado en el Código español, que confunde en un mismo artículo aquellos delitos, tiene el inconveniente de atribuir igual culpabilidad a actos diferentes notablemente entre sí. La separación, además, servirá para introducir mayor claridad en las disposiciones i mayor precisión en los términos con que se redacten” (sic)[22]. En su sesión 41, de 2 de junio de 1871, “se pasó enseguida a discutir el título V, asignándosele como epígrafe, “De la falsificación de documentos”. Deberá constar de dos párrafos, el primero de los cuales se ocupará “de la falsificación de instrumentos públicos o auténticos i de partes telegráficos”, i el segundo “de la falsificación de instrumentos privados”. “Se prefirió emplear estas denominaciones para el título y sus párrafos en vez de las que contiene el Código belga i el español, a fin de seguir la nomenclatura de nuestro Código Civil” (sic)[23].

Si me es lícito efectuar alguna conclusión anticipada me atrevo a pensar que han sido adoptados como sinónimos los conceptos “instrumento público” e “instrumento auténtico”, desde el punto de vista, reitero, de su fuerza probatoria y de su amparo penal, y en la medida en que dentro de estos últimos se incluya también al documento oficial auténtico que no emana necesariamente de entes o sujetos públicos en sentido estricto, el que atendido el tráfico jurídico que desempeña como vehículo dentro de la administración del Estado, debe igualmente ser amparado en su certeza, veracidad e incorruptibilidad, tanto como los primeros. No olvidemos que la interpretación progresiva de la ley penal y su acomodación justa y equilibrada con los tiempos no puede ser contradicha por la recta razón.

  1. Documento oficial

Algo decididamente similar, a propósito de falsedades, ocurre con la expresión “documento oficial”, ajeno a la preceptiva del Código Civil; pero que utiliza en su número 8º el artículo 193 de nuestro Código Penal. Si razonamos acerca del origen de nuestro artículo 193 observaremos que es idéntico al artículo 226 del Código Penal español tenido a la vista por don Joaquín Francisco Pacheco al efectuar sus comentarios y que han sido de tan enorme importancia e influencia en la redacción del nuestro. Cuando este ilustre “fiscal que fué del Tribunal Supremo de Justicia”[24]  (sic) se refirió a dicha materia en su Capítulo Cuarto, Sección Primera, “De la falsificación de documentos públicos ú oficiales y de comercio”[25], dijo: “1. El Código Penal, que emplea, como estamos viendo, estas palabras, no se cree en la obligación de definirlas. Verdaderamente su explicación corresponde al civil o al de comercio, que es donde se deben señalar los requisitos que han de producir tales calificaciones. 2. Las definiremos, sin embargo, para que no quede duda en este particular. Documentos públicos son los otorgados legalmente, los redactados en cualquier forma de derecho, por ante persona que goza de la fé pública: una escritura, un testamento, una actuación judicial, una fé de bautismo ó de matrimonio. 3. Documentos oficiales son los autorizados por el Gobierno, por sus agentes, por los empleados que tienen el poder de hacerlo, por las oficinas de toda clase, que con arreglo a su institución los expiden[26]. 5. La alteración, el mudamiento de verdad, como decía la ley de Partida, la fabricación o adulteración de documentos de esta clase, es lo que la ley se ha propuesto penar en la sección que nos ocupa”.

Por su parte, de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Supremo de España, se ha señalado que los “documentos oficiales son aquellos que para satisfacer necesidades o conveniencias del servicio público se firman o expiden por los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos”[27], concepto que estimamos adecuado, aun cuando, como veremos mas adelante, el documento oficial puede también tener su origen en un particular. Del mismo modo se ha dicho que el documento oficial ha de tener la aptitud de generar consecuencias jurídicas, y que si ello no ocurre, siquiera potencialmente, su falsificación a tal título es improcedente[28].

El mismo Tribunal Supremo se ha encargado de ejemplificar, jurisprudencialmente, por supuesto, documentos que deben ser considerados oficiales, de los cuales hemos seleccionado los más próximos a nuestro sistema para su mejor identificación. Ellos son: Las actuaciones judiciales de toda especie, los escritos de los letrados desde que son incorporados al proceso; toda clase de información dada ante jueces y tribunales; los expedientes que se instruyen en las oficinas públicas y en que intervienen los funcionarios públicos en razón de su cargo; los recibos talonarios de contribución de bienes raíces y de impuestos en general; planos, proyectos y certificaciones incorporados a expedientes en oficinas públicas; y numerosos otros[29],[30]

Para nosotros, documento oficial desde el punto de vista de su génesis, por regla general, y de su función, particularmente, es aquel que sirve a los propósitos del Estado en el cumplimiento de la satisfacción de las necesidades sociales y que se emplea y desarrolla dentro de su Administración, entendiéndose por tal –como lo señala el inciso 2º de la Ley Nº 18.575–, “los Ministerios, las Intendencias, las Gobernaciones y los órganos y servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa, incluidos la Contraloría General de la República, el Banco Central, las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Orden y Seguridad Públicas, la Municipalidades y las Empresas Públicas creadas por ley”.

Aprovechando esta anticipación de ideas, podemos decir que –a nuestro juicio– el género es el documento auténtico que se puede dividir en instrumento público y en documento oficial. Este último puede ser auténtico por naturaleza o simplemente oficial. (El simplemente oficial debe suponérselo genuino por necesidad de la Administración, genuinidad que puede hacérsela descansar en una presunción, según veremos más adelante.)

Ejemplos de instrumentos públicos son los clásicos conocidos: la escritura pública, los certificados o copias de inscripciones o subinscripciones que expidan el Conservador o los Oficiales del Registro Civil, los atestados de los relatores, de los receptores; las certificaciones y copias que otorguen los secretarios de los tribunales; igualmente aquellas que provengan de los conservadores y de los archiveros.

Documento oficial auténtico por naturaleza es aquel propio de la Administración del Estado que ha sido legitimado por un ministro de fe o encargado, que testimonia la ocurrencia de un hecho dentro de su competencia, facultado por expresa disposición de ley. Así puede ejemplificarse mencionándose a los Secretarios de las Municipalidades, a su Tesorero, a los demás Secretarios de cada una de las Instituciones o Servicios Descentralizados Territorial o Funcionalmente, o Secretarios de entidades de Derecho Privado en que el Estado o sus Instituciones tengan aportes o participación mayoritarios o igualitarios, y en que la ley pone de cargo de dicho empleado el servir de ministro de fe, respecto de materias específicas. Recuérdese los acuerdos de Directorio en entidades tales como Empresa Nacional de Minería, Empresa Nacional del Petróleo, Corporación Nacional del Cobre de Chile, Servicio Nacional de Geología y Minería, Empresa de los Ferrocarriles del Estado, Empresas Portuarias, etc.

Documento simplemente oficial será todo otro que circule al interior de la Administración del Estado o salga al exterior una vez desarrollado y cumplido íntegramente el proceso jurídico natural al que estuvo sometido[31], pero que no aparecen autenticados por el ministro de fe del órgano o entidad respectivos.

Es posible, en este momento, resolver un problema dejado pendiente ex profeso en el número 12 de este ensayo. Decíamos allí que el instrumento privado es aquel que sólo una vez reconocido por la parte a quien se opone o que se ha mandado tener por reconocido en los casos y con los requisitos prevenidos por ley, “tiene el valor de escritura pública respecto de los que aparecen o se reputan haberlo subscrito y de las personas a quienes se han transferido las obligaciones y derechos de éstos”. La dificultad, aparentemente resuelta, era la de saber si aquel instrumento privado reconocido o mandado tener por reconocido –y que adquiría el valor de escritura pública– al ser falsificado ex post, importaba falsificación de instrumento público o de instrumento privado en perjuicio de tercero. Dado lo expuesto últimamente y sintiéndome tan bien acompañado por la jurisprudencia del Tribunal Supremo de España, ninguna duda cabe –a mí por lo menos–, de que estamos en presencia de un documento oficial y que su falsificación debe ser penada a dicho título.

En la única oportunidad en que el Código Penal hace referencia al documento “oficial” es en el número octavo del artículo 193. Y se refiere a un caso específico, normalmente considerado ajeno a las falsedades instrumentales, que se hace consistir en el ocultamiento, “en perjuicio del Estado o de un particular”, de “cualquier documento oficial”. Tal vez, la razón por la cual aparece en este Título IV la señalada figura y no comprendida en el Título IX, párrafo 8º, artículo 470 número 5º –cometer defraudación sustrayendo, ocultando, destruyendo o inutilizando en todo o en parte algún proceso, expediente, documento u otro papel de cualquiera clase– sea, por una parte y en el primer caso, la naturaleza específica del documento y su compromiso inmediato con la fe pública, y, por la otra, en el segundo caso, la finalidad actual y próxima del agente: defraudar patrimonialmente. Ocultar en el primero, produciéndose, debido al ocultamiento, un perjuicio consecuencial eventualmente no deseado ni buscado por su autor, quien incluso pudo o lo quiso ocultar, tal vez, para evitar su propio daño; sin intención de perjudicar a terceros. Decidido ánimo defraudatorio, en el segundo, en que precisamente la finalidad del agente es perjudicar a terceros mediante la sustracción, ocultamiento, destrucción o inutilización del documento. En todo caso, la similitud de ambas figuras es incuestionable, y sólo en la medida de un compromiso de la Administración del Estado en relación con el comportamiento del agente y de la finalidad perseguida por éste, hará nítida la especialidad de la una en relación con la otra, aclarándose de ese modo la respectiva tipicidad y naturaleza del injusto, y, por lo mismo, la penalidad que lleve aparejada.

Por otra parte la gravedad ínsita en el ocultamiento de un documento oficial debemos hacerla radicar en que generalmente este último no se registra, como ocurre normalmente con el instrumento público, de manera tal que su ocultación, si es definitiva, es de muy difícil o imposible reconstrucción.

Un tema muy discutido jurisprudencialmente lo fue en una época el llamado fraude falsario del “Formulario 29” del Servicio de Impuestos Internos, y las falsedades materiales o ideológicas que en él pudieren perpetrarse. Este formulario era llenado por el particular contribuyente y presentado y pagado en un determinado banco comercial. El Código Tributario, en su artículo 47 y en lo que nos interesa, ha señalado que el “Ministro de Hacienda podrá facultar al Banco del Estado de Chile, a los bancos comerciales y a otras instituciones, para recibir de los contribuyentes el pago de cualquier impuesto, contribución o gravamen en general, con sus correspondientes recargos legales, aun cuando se efectúe fuera de los plazos legales de vencimiento…” Pues bien, en aquella época el formulario respectivo era retirado de las oficinas del Servicio de Impuestos Internos, con ciertas restricciones, como ocurrió con la cantidad de ejemplares en cuestión y con la exigencia de identificación del solicitante. Hoy se encuentran a disposición del público, en general en kioscos de diarios y revistas y por un precio módico, aun cuando tal circunstancia en absoluto altera el tema jurídico de nuestro interés.

El contribuyente, decíamos, llenaba el formulario con la cantidad exacta a solucionar –normalmente era alguna oficina de contabilidad la que obraba de ese modo, enviando a un junior a pagar al banco comercial con dinero en efectivo– y este junior, en el trayecto, entre oficina contable y banco comercial, alteraba la cantidad final a pagar, disminuyéndola, presentaba el formulario al cajero de la institución, quien recibía la cantidad de dinero anotada mendazmente y devolvía una copia del formulario timbrada y con su media firma al encargado, y el junior, en esta copia, que restituiría a su empleador, corregía la cantidad al valor originario que le fuera proporcionado y apropiaba la diferencia para sí. De ese modo el original que quedaba en poder del banco indicaba una cantidad menor a aquella que concluía figurando en la copia del documento que volvía a la oficina contable. Este procedimiento siempre terminaba descubriéndose. Y se planteaba el tema de si hubo falsificación material de documento público o privado en perjuicio de tercero. Se decía por algunos que en virtud del ámbito tributario público en el que tenía lugar el delito, y debido, además, a la facultad delegada en virtud de ley por el Ministro de Hacienda a determinadas entidades bancarias comerciales y, por lo mismo, a sus empleados, estos últimos adquirían un deber y desempeñaban una función pública similar a la de los funcionarios de Tesorería encargados por naturaleza de la percepción y recaudación tributaria. De ese modo el instrumento falsificado era un documento público y no uno privado.

Siempre me pareció que aquel documento-formulario entregado en las oficinas del Servicio de Impuestos Internos a cualquiera persona, y que hoy está al alcance de todo el mundo en kioscos de diarios y revistas, nunca podría adquirir la calidad de documento público; y tampoco de documento oficial, por las razones anteriormente expuestas. Instrumento público y ministro de fe pública son términos inseparables. Documento oficial, circulación dentro de la administración del Estado y garantía de inmutabilidad por este último, también lo son. El Estado, dijimos más atrás, se hace responsable de la autenticidad del instrumento público, por cuanto por medio de su manifestación superior –la ley– atribuye la administración de la fe pública a determinados funcionarios sujetos a su control permanente, los ministros de fe pública. Y el documento oficial dentro de la Administración del Estado cuenta también con la garantía y presunción de genuinidad, pues la velocidad o tranco de la marcha que lleva a cabo la administración también la exige; siendo, además, el documento oficial un instrumento permanentemente vinculado a un funcionario o encargado de su substanciación, instrumento que se desplaza en cascada de superior a inferior jerárquico y que, por lo mismo, goza de un sucesivo y permanente control de integridad de forma y fondo o de legalidad, como aquel control al que se encuentran sujetos y afectos, también, unos y otros, funcionarios o empleados. De allí que el servicio de recaudación que prestan entidades privadas, motivadas generalmente por el interés y el lucro, y sus empleados, sujetos al Código del Trabajo y que escapan de todo control del Estado, jamás podrán originar un documento oficial y mucho menos un documento público. Así me parece a mí, al menos.

Se presenta, sin embargo, un tema de gran interés a propósito del documento oficial: si éste nació en la administración por su propia iniciativa, pero su destino es producir efectos jurídicos fuera de ella, sin lugar a dudas sigue siendo un documento oficial. Pero: ¿qué ocurre con el instrumento o documento privado que desde fuera ingresa a la Administración del Estado, solicitando el reconocimiento de un derecho, por ejemplo? ¿Pierde su naturaleza original? Su tráfico y eventuales efectos jurídicos dentro de la administración: ¿le otorgan el carácter de documento oficial, perdiendo su primitiva naturaleza de instrumento privado?

Recurramos al mismo ejemplo del Formulario 29 al que hacíamos mención recién. La falsedad ocurrida dentro del exclusivo ámbito bancario, sin desplazamiento aun del instrumento hacia la administración, importa, a mi juicio, falsificación de instrumento privado en perjuicio de tercero, si éste se produce. Pero supongamos que en el banco comercial autorizado para recibir el impuesto la gestión fue llevada a cabo regularmente, sin alteración de la verdad. Y sólo una vez recibida la documentación por Tesorería, ingresada al servicio público, ésta es falsificada materialmente, sea en cuanto a cantidad, fecha, contribuyente u otro extremo de interés para la administración: ¿Se ha falsificado un instrumento privado que pudiera perjudicar al Fisco, delito que a lo menos reclama aptitud o potencialidad de perjuicio material, patrimonial, para su perfeccionamiento? ¿O se ha incurrido en falsedad en documento oficial, que no reclama dicho perjuicio? La respuesta que quiero dar a tal situación es obviamente muy personal. Me parece que habría que distinguir dos situaciones diferentes: Si el documento aún no ha sido procesado por la administración, ni incorporado a la regularidad y ritualidad oficial de su propia substanciación, destino o función, creo que continuamos en presencia de un instrumento privado; pero si ya ha sido procesado, introducido al sistema o régimen administrativo, con participación de los encargados de su resolución, originándose su tráfico jurídico interno y sus eventuales consecuencias vinculantes propias –obligaciones y derechos recíprocos entre ciudadano y Estado– el instrumento dejó de ser privado y mudó en documento oficial auténtico y su falsificación debiera ser castigada a título de tal[32].

Recordemos que estamos razonando sobre la base de alguna modalidad de falsificación de documento oficial de aquellas contempladas en el artículo 193 del Código Penal, con excepción de su número octavo, última ésta, que dice relación exclusiva con su “ocultamiento”, y no con eventuales falsedades materiales o ideológicas, según el caso, ocurridas en el respectivo instrumento.

En otras palabras, el documento oficial no sólo puede ser objeto de ocultación en perjuicio del Estado o de un particular, sino también objeto de las demás modalidades de falsificación contempladas para el “documento público” en el artículo 193, en la medida de que se trate de un documento oficial auténtico, como señaláramos más atrás. Tampoco queremos insistir en “falsedades ideológicas”. Siempre se ha dicho que la falsedad ideológica de un instrumento sólo se castiga en la medida en que el sujeto activo tiene por ley el deber de veracidad, lo que normalmente no ocurre tratándose de particulares. Sin embargo, la necesidad de la vida en sociedad y su compleja red de intercambios de toda índole ha obligado al legislador –en ciertos casos– a poner de cargo del particular el aludido deber. Y la falsedad en que incurra desde dicho punto de vista es sancionada penalmente por el Estado en la imposibilidad de velar policialmente en toda clase de situaciones o circunstancias para impedirlo. Así ha ocurrido, por ejemplo, tratándose de leyes tributarias[33]; o tratándose de reintegros simplificados de exportaciones no tradicionales[34]; o con determinada documentación aportada a Aduanas[35]; o con el suministro malicioso de datos falsos sobre un estado civil[36].

Años atrás, a nuestra Corte de Apelaciones de Santiago correspondió resolver acerca de la naturaleza jurídica de “dos certificados de término de giro de la explotación comercial de sendos automóviles para los efectos de su venta”, y de “un comprobante de declaración y pago simultáneo de impuesto a la compraventa de una camioneta”. Consideró que “los tres son formularios oficiales en que se ha forjado un contenido mendaz y, además, en los primeros tanto las firmas como el timbre de la oficina de Impuestos Internos son falsos y el último fue hecho en un formulario ya timbrado de la Tesorería Municipal de Las Condes”. Agregó, “que no cabe duda que los tres señalados son documentos escritos en que se supone la intervención de funcionarios públicos que dan fe de hechos en que deben concurrir obrando en su carácter de tales y en cumplimiento de sus funciones legales”. “Son, en sentido de la ley penal, públicos”. La argumentación más interesante del fallo es aquella en que señala que “los preceptos del Código Civil que se refieren a instrumentos públicos, por encontrarse en el título “De la prueba de las obligaciones”, están referidos sólo a la regulación de su efecto probatorio en materia de derechos privados, concepto limitado que no se aviene con la extensión que en materia penal corresponde asignar al término documento y que excede el ámbito de los derechos privados como quiera que comprende otros campos, como los del derecho administrativo”. “Tal limitación resulta incompatible con los fines del Derecho Penal: En tanto que el Código Civil se refiere a los documentos autorizados por funcionario y no a los extendidos o emitidos por ellos y regla sus efectos probatorios respecto de las partes y de terceros, el Código Penal norma la falsedad documentaria no solamente para proteger su fuerza probatoria en cuanto a la constatación de derechos privados, sino para tutelar la producción de los efectos jurídicos de obligatoriedad general que los documentos públicos han de tener”. “Los documentos en este sentido amplio son públicos cuando han sido emitidos en una forma oficial por algún órgano del Estado actuando dentro del círculo de sus funciones propias. Lo son para los efectos penales aunque la ley no detalle en forma precisa las solemnidades a que están adscritos”[37].

Si bien la sentencia anterior tuvo por finalidad básica distinguir entre falsificación de instrumento público y falsificación de certificados, que anteriormente denominamos falsedades bagatelas, lo cierto es que no esclarece el gran distingo indispensable entre “documento público” y “documento oficial”. Este último no es instrumento o documento público en estricto sentido, pero en cuanto queda atrapado dentro de la administración del Estado con aptitud bastante para producir efectos jurídicos a su respecto –aun cuando originariamente haya emanado de un particular– adquiere la oficialidad que la ley penal ampara, por extensión, como si lo fuera. Pero, insistimos, consideramos que la oficialidad del documento es independiente de la fuente que lo origina. Podríamos agregar –aun a riesgo de pecar de exageración– que el bien jurídico protegido penalmente por la vía de la sanción de la falsedad del documento oficial es justamente la pureza, la transparencia, la confianza en la eficiencia de la Administración del Estado; y que, por lo mismo, la gestación pública o privada del documento oficial es irrelevante una vez incorporado el instrumento al aparato o sistema jurídico administrativo correspondiente, en cuanto aparezca autentificado por el ministro de fe respectivo, obrando dentro de su competencia.

Ejemplifiquemos. La falsificación de la resolución administrativa que otorga una licencia a un empleado público es falsificación de documento oficial. La petición escrita del particular vinculada a un derecho que invoca, hecha a la administración y falsificada después de que ésta la admitió en tramitación regular y la resolvió, es falsificación de documento oficial. La adulteración del comprobante de pago emitido por el Tesorero Municipal, aumentándose el monto o valor que se dice entregado a tal repartición, es falsificación de documento oficial. En estos casos se prescinde del perjuicio patrimonial, el que pasa a ser inocuo a los fines penales falsarios. Lo amparado dejó de ser el patrimonio del Estado o del Servicio u órgano respectivo, trasladándose la protección penal hacia la regularidad, pureza y transparencia de la función administrativa de que se trate, independientemente de un perjuicio eventual.

  1. VARIOS

Instrumento público otorgado en el extranjero

Dediquemos algunos segundos al instrumento público otorgado en el extranjero. Su forma, su exteriorización, se rige por la ley del país en el cual se otorgó. Su autenticidad se probará según las reglas establecidas en el Código de Procedimiento Civil. “La forma se refiere a las solemnidades externas y la autenticidad al hecho de haber sido realmente otorgados y autorizados por las personas y de la manera que en los tales instrumentos se exprese”[38]. “Los instrumentos públicos otorgados fuera de Chile deberán presentarse debidamente legalizados y se entenderá que lo están cuando en ellos conste el carácter público y la verdad de las firmas de las personas que los han autorizado, atestiguadas ambas circunstancias por los funcionarios que, según las leyes o la práctica de cada país, deban acreditarlas”[39].

Es el artículo 345 del Código de Procedimiento Civil el que indica el procedimiento administrativo de “legalización” del instrumento público, y una vez legalizado, dada la plenitud de valor probatorio que la ley le otorga, su falsificación importará falsificación de instrumento público en los mismos términos que si hubiese sido otorgado en Chile. (Se hace difícil pensar en una falsedad ideológica de un instrumento público otorgado en el extranjero que pudiere perpetrarse en Chile.) No es absolutamente imposible: Pensemos en un ejemplo de suyo extraño –de laboratorio– en que sea el propio funcionario extranjero, competente para otorgarle valor de instrumento público al documento en su país, quien, encontrándose en el nuestro, lo altere ideológicamente. No podría ser castigado bajo el título del artículo 193 del Código Penal, al no ser funcionario público chileno; pero sí del 194, dándose la singularidad de un particular apto para incurrir en la alteración ideológica de un documento público, su propio garante de su autenticidad ideológica, que deberá ser castigado como particular. Y en lo que respecta a su materialidad, ninguna duda nos cabe de que ello es perfectamente posible, supuesta la concurrencia de todos los elementos clásicos que revisten al delito[40].

Documentos de la Casa de Moneda de Chile

En algunas oportunidades nos ha correspondido examinar el tema de ciertos documentos que emanan –mediatamente– de la Casa de Moneda. Y digo mediatamente por cuanto dicha entidad se limita a producir y elaborar la documentación que es entregada a particulares debidamente determinados, quienes, a su vez, los hacen llegar a los últimos usuarios. Así ha ocurrido con los llamados “certificados de revisión técnica” y los de “homologación”. Resolver su naturaleza jurídica supone acudir a su génesis, su función y a la fuente y finalidad de su circulación o tráfico jurídico.

Su génesis, decíamos, es la Casa de Moneda de Chile. Su Ley Orgánica aparece del D. F. L. Nº 228 de 28 de marzo de 1960, publicado en el D. O. del 31 del mismo mes y año, señalando su artículo 1º que “la Casa de Moneda de Chile es un servicio Fiscal, dependiente del Ministerio de Hacienda, que tendrá las funciones que señala la presente Ley Orgánica”. Le corresponderá: “c) La impresión de todas las especies valoradas que emitan las Instituciones Fiscales y Semifiscales, las Municipalidades, las Instituciones y Empresas Autónomas del Estado y, en general, todas las personas jurídicas en las cuales el Estado tenga aporte de capital”.

La función de estos instrumentos es de manifiesto interés público al permitir o pretender la circulación segura de los vehículos motorizados en nuestro país y al mismo tiempo la protección de la salud de sus habitantes mediante el adecuado control de emisiones de sus elementos propulsores. Y el tráfico jurídico de estos instrumentos proviene del ejercicio de la autoridad pública que los impone como medio fehaciente –(que hace fe)– de haber sido cumplidas las normas por ella dictadas con los propósitos anteriormente dichos.

Los indicados elementos o circunstancias de expedición de los aludidos instrumentos los hacen, a nuestro juicio, documentos oficiales. Y la circunstancia de que sean expendidos por la Casa de Moneda a particulares, siguiéndose instrucciones reguladas administrativamente, no muda su naturaleza a la de instrumentos privados; por el contrario, esto último, lo confirma. El hecho de que el destinatario inmediato de los documentos mencionados sea un número reducido o limitado de personas –particulares o privados que los adquieren para introducirlos a un tráfico jurídico mayor– no altera su génesis u origen, su función y el ejercicio de la autoridad del Estado que los ha impuesto. De este modo, su falsificación, a nuestro juicio, debe quedar comprendida en los artículos 193 y 194 del Código Penal, según corresponda.

Pero tal como señala el artículo 1º antes citado, en su letra c), lo dicho respecto de los instrumentos o “certificados de revisión técnica o de homologación”, ordenados por el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones[41], es válido respecto de “todas las especies valoradas que emitan las Instituciones Fiscales y Semifiscales, las Municipalidades, las Instituciones y Empresas Autónomas del Estado y, en general, todas las personas jurídicas en las cuales el Estado tenga aporte de capital”. De manera tal que estos documentos constituirán documentos oficiales auténticos y harán excepción de aquellos otros propios de la gestión de Instituciones Semifiscales, de las Municipalidades, de Instituciones y Empresas Autónomas del Estado y de las personas jurídicas en las cuales el Estado tenga aporte de capital, que por regla general importan documentos oficiales cuya genuinidad sólo podrá presumirse. (Salvo, a su vez, de aquellos instrumentos oficiales que a sus respectos puedan considerarse auténticos en razón de determinados atestados, a que nos referiremos más adelante.)

Documentos municipales

Dada la particularísima alusión a “sujetos activos” del artículo 260 del Código Penal, en relación con determinados delitos[42], conviene utilizar a la “Municipalidad” para examinar las falsedades instrumentales y sus agentes delictuales, materia que hacemos extensiva al resto de los sujetos que no son empleados públicos y que aparecen como idóneos para incurrir en las figuras penales que allí se señalan de modo indirecto.

La situación del documento que se suscita al interior o con ocasión de esta “corporación de derecho público, con personalidad jurídica y patrimonio propios, encargada de la administración de cada comuna o agrupación de comunas”, es bastante particular. Desde luego, el artículo 12 del D.F.L. Nº2/19.602, que fijó el texto refundido de la Ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades, señala las diferentes denominaciones de las resoluciones que éstas adopten: ordenanzas, reglamentos municipales, decretos alcaldicios e instrucciones. Pero además de estos instrumentos existen innúmeros otros que se desplazan en su interior como ocurre con solicitudes de particulares, oficios que se reciben y se responden, aquellos que emanan de la Secretaría Comunal de Planificación y Coordinación, Tesorería, memorándums, todos aquellos que suponen y dan cuenta del cumplimiento de las funciones que a la Corporación encomienda el artículo 5º de la misma ley; o que emanan de sus diferentes reparticiones o unidades, tales como aquella encargada del desarrollo comunitario, de obras municipales, etc. Es decir, un universo documental que refleja la marcha y funcionamiento regular y ordinario de la Municipalidad en la satisfacción de las necesidades vecinales que le ha encomendado la ley.

Dentro de aquellos documentos hay algunos que por su naturaleza intrínseca son instrumentos públicos, como ocurre, por ejemplo, con los que dicen relación con la adquisición y enajenación de inmuebles, actos o contratos jurídicos solemnes de ineludible perfeccionamiento por la vía señalada[43]. Asimismo, toda manifestación de voluntad del órgano que por algún determinado motivo se haga constar en instrumento público, siempre tendrá tal significación. Pero también se dan todos aquellos otros documentos a que hicimos referencia en el número anterior. Y la pregunta que debemos formularnos es si su falsificación por un funcionario municipal o por un particular importa falsificación de instrumento público, oficial auténtico o privado, y quién ha de ser su sujeto activo.

Para respondernos tales interrogantes debemos considerar algunos principios normativos básicos para tal propósito:

  1. a) El funcionario municipal, atendida su naturaleza, no es funcionario público. Aunque parezca de suyo obvio, es funcionario municipal. Luego, no puede emitir un documento o instrumento público.
  2. b) Sí podrá expedir un documento oficial auténtico de origen municipal si el documento deja constancia de “actuaciones municipales” autenticadas por el secretario municipal, cuando obra como “ministro de fe”. O si lo anterior ocurre en otros documentos oficiales suscritos por quien debe jurídicamente otorgar una determinada certificación o constancia.
  3. c) Luego, no podemos estimar sinónimos los conceptos ministro de fe y ministro de fe pública. El primero autentifica contenidos o actuaciones específicos válidos dentro de una limitada órbita jurídica. El segundo, como el notario, el archivero, el Conservador, el Oficial del Registro Civil, lo efectúa respecto de “todos los hombres”. La extensión de la fe que merece el último es absoluta. La del primero, relativa sólo a un limitado círculo o esfera jurídica de contenido atestatorio sobre la ocurrencia de un hecho.
  4. d) El artículo 260 del Código Penal estima al funcionario municipal como funcionario público, sólo para los efectos del Título V y del Párrafo IV del Título III del mismo Código, lo que significa que, a su respecto, el funcionario municipal, aun abusando de su oficio, no puede incurrir, como funcionario público, en falsificación de documento oficial auténtico municipal, por encontrarse este delito considerado en el Párrafo IV, pero del Título IV, del Libro II del aludido Código.
  5. e) El documento oficial auténtico de origen municipal, si bien debe estimarse incluido entre aquellos “auténticos” a que hace referencia el epígrafe del párrafo IV del Título IV del Libro II del Código Penal, deja de ser amparado como tal y en sus mismos términos desde el momento en que el funcionario municipal que incurre en su falsedad ideológica o material –según convenga al caso– no podrá ser sujeto activo de tal comportamiento en los términos del artículo 193 del Código Penal. Su conducta, consecuencialmente, así como también la falsedad en que incurra respecto del resto de los instrumentos que circulen al interior del Municipio, se asimilará a la de los particulares, aplicándose respecto de todos los agentes un mismo y parejo sistema penal: los preceptos de los artículos 194, 196, 197 ó 198, del Código Penal, según las circunstancias de hecho pertinentes. Es decir, si la falsedad recayó en un documento autentificado por el secretario municipal, dentro de su competencia, o por otro funcionario que deba por ley emitir atestados o certificaciones sobre hechos, también de su competencia y que den cuenta de su respectiva actuación edilicia, se tratará de documentos oficiales, y el perjuicio patrimonial será innecesario para su punición.
  6. f) Lo dicho respecto del funcionario municipal se hace aplicable a “todo el que desempeñe un cargo o función pública, sea en la administración central o en instituciones o empresas semifiscales, autónomas u organismos creados por el Estado o dependientes de él, aunque no sean del nombramiento del Jefe de la República ni reciban sueldo del Estado o el cargo sea de elección popular”, utilizando el lenguaje del propio Código Penal. Así se desprende del artículo 260 del Código Penal. En otras palabras, de acuerdo con la ley orgánica de cada servicio, institución, empresa semifiscal, autónoma u organismo creado por el Estado, que cuenta con un ministro de fe, si éste interviene como tal y dentro de la órbita de sus funciones, dará origen a un documento oficial auténtico. Pero su falsificación por éste, por empleados del respectivo organismo –o por terceros–, no originará la punición propia del artículo 193 del Código Penal, sino la de los artículos 194, 196, 197 ó 198, según las circunstancias. (Obviamente, si el funcionario es empleado público, en sentido estricto, responde como tal, en la medida en que concurran las demás circunstancias del artículo 193 del Código Penal.)
  7. g) Se da así la curiosidad de que en el caso del ministro de fe de la entidad –(que no fuere empleado público)– y que incurre en falsedad ideológica o material a propósito de su propio atestado, es castigado por el artículo 194 del Código Penal y de ningún modo por el artículo 193[44].

Los documentos internos que circulan en la Municipalidad y que se encuentran destinados al cumplimiento de sus fines son documentos oficiales como ocurre con aquellos de la administración del Estado o de los Servicios Públicos en su sentido lato. Y pueden ser auténticos o presumirse su genuinidad. Como dijimos anteriormente, consideramos que documentos oficiales auténticos son aquellos que expiden, circulan o firman los funcionarios o empleados –en el amplio sentido del término–, en el ejercicio de sus funciones propias, dentro de su competencia y facultados por ley; o bien, que se encuentran incorporados al sistema administrativo regular propio de la función del Estado en alguna de las entidades a que hicimos mención en un inicio, aunque originariamente hubiesen emanado de un particular. Lo importante es que el Servicio u Órgano respectivo lo haya hecho propio, vinculándolo a su función administrativa. Y que respecto de él –o del expediente que contribuyó a formar parte– haya de darse una decisión administrativa o certificarse un hecho por persona encargada competente que pueda afectar intereses particulares o colectivos. No obstante la jurisdicción territorial localizada y acotada en términos tan singulares de la administración comunal, permite otorgar características cualificadas de oficiales a los instrumentos y documentos que circulan en su interior en la medida en que su significación jurídica pueda afectar a terceras personas como consecuencia del reconocimiento de derechos o de extinción de los mismos, a los que se refiera su contenido.

  1. CONCLUSIONES

 

  1. a) Documento auténtico es el género: Dentro de él puede distinguirse: a) instrumento público auténtico y b) documento oficial auténtico. Este último puede ser auténtico por naturaleza o bien simplemente oficial. Documento oficial auténtico por naturaleza es aquel propio de la Administración del Estado que ha sido legitimado por un ministro de fe u otro encargado que testimonia un hecho dentro de su competencia; otorgada tal facultad por expresa disposición de ley. Documento simplemente oficial son todos los demás que circulan al interior de la Administración del Estado, o se expidan al exterior, una vez desarrollado y cumplido íntegramente el proceso jurídico natural al que estuvieron sometidos.
  2. b) Documento público e instrumento público son sinónimos desde el punto de vista de su autenticidad y fuerza probatoria. Se caracterizan por emanar de un funcionario público a quien la ley otorga la facultad o competencia con tal preciso objeto y a quien impone, además, el deber de veracidad. Tanto la falsedad material cuanto la ideológica le son propias. Excepcionalmente este deber de veracidad le es exigido al particular. Documento oficial auténtico por naturaleza es aquel autorizado por un ministro de fe o encargado por ley –no necesariamente funcionario público ni ministro de fe pública–, al que se otorgó la facultad de atestarlo del modo en que lo hace. Puede tener su origen dentro de la administración central o descentralizada del Estado en la medida en que una ley así lo establezca. Sólo reclama que el Servicio o entidad respectivo, de acuerdo con su ley orgánica, cuente con un ministro de fe o encargado que autentifique determinadas actuaciones preestablecidas y que por consiguiente obre dentro de su competencia. Documento simplemente oficial es aquel que nace o se desarrolla dentro de la Administración del Estado, entendiéndose por tal la constituida por los órganos a que hace referencia el artículo 1º, inciso 2º, de la Ley Nº 18.575. Se caracteriza por carecer de intervención de un ministro de fe y por provenir de empleados cuya función es sólo dar curso progresivo a la ritualidad a que se encuentra sujeto el documento. El documento oficial goza de la presunción de genuinidad de acuerdo con principios y normas jurídicos básicos de nuestra institucionalidad sin que sea necesario norma legal expresa que así lo señale[45].
  3. c) Ni el documento público ni el oficial auténtico por naturaleza reclaman perjuicio para su punición a título falsario.
  4. d) Todo instrumento auténtico, público u oficial, debe ser portador de un contenido de significación jurídica, sustantiva o probatoria, de entidad tal que su alteración ideológica o material origine o pueda originar un daño al introducírsele al tráfico jurídico.
  5. e) El documento falsificado, sea material o ideológicamente, mientras no sea incorporado al tráfico jurídico y se dé en su sujeto activo una intención falsaria nociva, no debiera ser punible.

EPíLOGO

Comprendo que las afirmaciones anteriores son discutibles. Por eso advertí en un inicio que este trabajo era un simple ensayo con ideas personales susceptibles a toda crítica. Y que no es improbable que me encuentre equivocado. Pero el anterior ha sido mi pensamiento y he deseado manifestarlo por si fuere de alguna utilidad. Confío en que buenos argumentos, formulados en algún próximo número de esta revista, me hagan cambiar de opinión, en todo lo que parezca razonable.

* Guillermo Ruiz Pulido. Abogado Consejero del Consejo de Defensa del Estado.

[1] Este trabajo responde a un criterio práctico que descansa en nuestra dogmática positiva y que sólo tiene por objeto intentar esclarecer conceptos de aplicación permanente en nuestras actividades profesionales. Estudios doctrinarios y acabados sobre el tema se encuentran en cualquiera biblioteca especializada.

[2] Citado por Vodanovic, Tomo I, “Teoría de la Prueba”, Curso de Derecho Civil, 2ª edición, Editorial Nascimento, Santiago, 1945, pág. 625.

[3] Ejemplo notorio de este fenómeno es la declaración de inhabilidades y de intereses que determinados funcionarios públicos debieron y deben efectuar de acuerdo con la Ley Nº 19.653, cuyo artículo 69 les atribuye el valor de documentos públicos o auténticos. Asimismo, los documentos a que hace alusión el artículo 5º de la Ley Nº 18.290 (Ley de Tránsito).

[4] “Delitos de falsedad y fraude”, Antonio José Martínez López, Ediciones Librería del Profesional, 1ª edición, Colombia, 1990, pág. 5.

[5] Sobre presupuestos filosóficos previos, relativismo del valor “verdad”, conceptos de “no verdad” y falsedad en su perspectiva filosófico-moral, y relatividad cuantitativa y cualitativa, véase la excelente obra sobre esta materia, “La falsedad documental”, de don Antonio Quintano Ripolles.

[6] Hubert Reeves y otros, “La más bella historia del mundo”, 1ª edición, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1997.

[7] Véase la distinción entre intención y ánimo falsario, en Carrara, Programa de Derecho Criminal, Parte Especial, Volumen VII, Tomo IX, Reimpresión de la 4ª edición, Editorial Temis, Bogotá, 1982, párrafo 3669, pág. 299.

[8] Carrara, obra citada, pág. 301.

[9] Antonio Quintano Ripolles, “La falsedad documental”, Instituto Editorial Reus, Madrid, 1952, pág. 244.

[10] La cita en cursiva corresponde a la obra “La falsedad documental”, citada precedentemente, pág. 78.

[11] Ramón Meza Barros, “Manual de Derecho Civil”, “De las obligaciones”, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1953, pág. 266, párrafo Nº 367 (cita adaptada al caso).

[12] No para todos, el uso didáctico de las reglas sobre falsificación de monedas y de otras especies, a las que haremos referencia, conviene a la explicación de las falsificaciones instrumentales.

[13] Cuello Calón, “Derecho Penal”, Parte Especial, 10ª edición, Bosch, Barcelona, 1957, T. II, pág. 185.

[14] En sentido contrario, sin embargo, el D. L. Nº 726 de 23 de noviembre de 1925, en su artículo 2º, prohíbe “la circulación, distribución o uso en cualquiera otra forma, de imitaciones de billetes que tengan curso legal en Chile, y la circulación de hojas volantes, tarjetas o cualquiera otra especie de anuncios que contengan impresiones, grabados o reproducciones que representen esos billetes”. Pareciera que en estos casos será difícil engañar a terceros con los procedimientos aludidos.

[15] Joaquín Francisco Pacheco, “El Código Penal Concordado y Comentado”, 6ª edición, Imprenta y Fundición de Manuel Tello, Madrid, 1888, Tomo II, pág. 295.

[16] “Código Penal Reformado de 1870, Concordado y Comentado”, escrita por don Salvador Viada y Vilaseca y revisada por don Salvador Viada y Rauret. 5ª edición, Imprenta de los Hijos de M. G. Hernández, Madrid, 1926, Tomo IV, pág. 57.

[17] Es de todos sabido la exclusión de este medio probatorio en el proceso civil –en la medida que así pueda conceptuárselo–, desde hace largo tiempo.

[18] Debe entenderse incluido el Oficial del Registro Civil y el Cónsul, dentro de sus excepcionales funciones de tal.

[19] Art. 426 del Código Orgánico de Tribunales.

[20] Artículo 342 Nº 3º del Código de Procedimiento Civil.

[21] El Código Civil se refirió como documentos auténticos a las “partidas de matrimonio, de muerte y de nacimiento”, presumiendo “la autenticidad y pureza de los documentos antedichos” (artículos 305 y 306). Utilizó también la expresión “documento auténtico” en los artículos 309 y 1777 inciso 2º.

[22] Código Penal de la República de Chile y Actas de las Sesiones de la Comisión Redactora (con un estudio preliminar de don Manuel de Rivacoba y Rivacoba), Edeval, Valparaíso, 1974, pág. 321.

[23] Id. Obra anterior, pág. 330.

[24] El Código Penal. Concordado y Comentado por don Joaquín Francisco Pacheco, “De la Real Academia Española, Fiscal que fue del Tribunal Supremo de Justicia”. Sexta Edición. Imprenta y Fundición de Manuel Tello, Madrid, 1888, Tomo II, pág. 295.

[25] El epígrafe del Código Penal español de 1870 era el siguiente: “De la falsificación de documentos. Sección primera. De la falsificación de documentos públicos u oficiales y de comercio, y de los despachos telegráficos”. Código penal Reformado de 1870, Concordado y Comentado. Tomo IV, pág. 57. Salvador Viada y Vilaseca.

[26] El número cuatro no se transcribe pues se refiere a los “documentos de comercio”.

[27] Cuello Calón, “Derecho Penal”, Parte Especial, Tomo II, pág. 236.

[28] Id. anterior, pág. 233.

[29] Rodríguez Navarro. “Doctrina Penal del Tribunal Supremo”, 2ª edición, Aguilar Ediciones, Madrid, 1960, Tomo II, páginas 2555 a 2631.

[30] Puig Peña, Derecho Penal, 5ª edición, Ediciones Desco, Barcelona, 1960, Tomo III, páginas 207 y 208, enumera exhaustivamente este tema jurisprudencial.

[31] A propósito de la presunción de autenticidad de “los otros” documentos oficiales de la Administración, véase la nota 44.

[32] En este sentido, sentencia del Tribunal Supremo de España, citado por Rodríguez Navarro, mismo tomo anterior, pág. 2629

[33] Código Tributario, art. 97 Nº 4.

[34] Ley Nº 18.480, art. 7º inciso 1º. Se refiere a reintegros simplificados de exportaciones no tradicionales. (La ley Nº 19.270, de 20 de abril de 1994, agregó letra g), al artículo 5º bis de la ley anterior).

[35] Véase el actual artículo 168 bis de la Ordenanza de Aduanas.

[36] Véase el artículo 27 de la Ley Nº 4.808 sobre Registro Civil.

[37] Sentencia de 31 de julio de 1974, suscrita por los señores Ministros don Rubén Galecio Gómez, Arnaldo Toro Leiva y don Abraham Meersohn Sch. Redacción del primero.

[38] Código Civil, artículo 17.

[39] Vodanovic, obra citada, pág. 639.

[40] Dentro del campo penal, muchas veces –y con cierta ironía de quienes son ajenos a esta disciplina– se hace necesario acudir a ejemplos notoriamente inverosímiles, pero que en su extrema posibilidad de ocurrencia, permiten acreditar o desacreditar la bondad de un determinado principio penal.

[41] Sobre esta materia vid. D.S. Nº 54, de 15 de abril de 1997, y D.S. Nº 160, de 25 de agosto de 1997, ambos del aludido Ministerio. Asimismo, D.S. Nº 26, de 18 de febrero de 1998, que modifica los anteriores.

[42] Recordemos que sólo para los efectos de los siguientes delitos opera la extensión del artículo 260 del Código Penal: nombramientos ilegales, usurpación de atribuciones, prevaricación, malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones ilegales, infidelidad en la custodia de documentos, violación de secretos, cohecho, resistencia y desobediencia, denegación de auxilio y abandono de destino, y, finalmente, abusos contra particulares. Además, todos los delitos comprendidos en el párrafo 4º del título III, “de los agravios inferidos por funcionarios públicos a los derechos garantidos por la Constitución”, comprendidos entre los artículos 148 a 161, ambos incluidos, de donde se desprende la exclusión de las falsedades en estudio.

[43] Se refiere a las reglas generales que reclaman, en especial, escrituras públicas.

[44] No olvidemos que puede tratarse de un “empleado” sujeto al Código del Trabajo que sólo excepcionalmente y con fines diferentes es considerado empleado público por el artículo 260 del Código Penal.

[45] Lo anterior se desprende de los artículos 1º, 6º y 7º de la Constitución Política de la República; del diferente articulado de la Ley Nº 18.575, particularmente los números 1º, 2º, 3º y 5º, modificaciones de la Ley Nº 19.653, particularmente su artículo 54, y de los artículos 55 y 114 de la Ley Nº 18.834. (Respecto de la Ley Nº 18.575, véase su texto refundido, coordinado y sistematizado por el D.F.L. Nº 1/19.653, de 13 de diciembre de 2000, publicado en el D.O. de 17 de noviembre de 2001.)

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